Leviatán (18 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

BOOK: Leviatán
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—No debí tardar mucho en llegar al suelo —dijo—. Tal vez un segundo o dos, tres como máximo. Pero recuerdo claramente haber tenido más de un pensamiento durante ese tiempo. Primero vino el horror, el momento del reconocimiento, el instante en que comprendí que estaba cayendo. Uno creería que eso habría sido todo, que no habría tiempo de pensar en nada más. Pero el horror no duró. No, eso es falso, el horror continuó, pero hubo otro pensamiento que creció dentro de mí, algo más fuerte que el simple horror. Es difícil darle un nombre. Un sentimiento de absoluta certeza, quizá. Una inmensa y abrumadora sensación de convicción, un sabor a la verdad última. Nunca había estado tan seguro de nada en mi vida. Primero me di cuenta de que caía, luego me di cuenta de que estaba muerto. No quiero decir que tenía la sensación de que iba a morir, quiero decir que ya estaba muerto. Era un hombre muerto que caía por el aire, y aunque técnicamente aún estaba vivo, yo estaba muerto, tan muerto como un hombre enterrado en su tumba. No sé de qué manera expresarlo. Mientras caía, ya estaba más allá del momento de llegar al suelo, más allá del momento del impacto, más allá del momento de hacerme pedazos. Me había convertido en un cadáver y cuando choqué con la cuerda de la ropa y aterricé sobre esas toallas y mantas, ya no estaba allí. Había abandonado mi cuerpo y durante una fracción de segundo me vi desaparecer.

Había preguntas que habría deseado hacerle entonces, pero no le interrumpí. Sachs tenía dificultad para contar la historia, hablaba en un trance de vacilaciones e incómodos silencios, y yo temía que una súbita palabra mía le hiciera perder el hilo. Para ser francos, yo no entendía del todo lo que trataba de decirme. No había duda de que la caída había sido una experiencia espantosa, pero me sentía confuso por lo mucho que se esforzaba en describir los pequeños sucesos que la habían precedido. El asunto con Maria me parecía trivial, carente de verdadera importancia, un trillado cuadro de costumbres del que no valía la pena hablar. En la mente de Sachs, sin embargo, había una relación directa, una cosa había causado la otra, lo cual quería decir que no veía la caída como un accidente o un golpe de mala suerte, sino como una grotesca forma de castigo. Deseaba decirle que estaba equivocado, que estaba siendo excesivamente duro consigo mismo, pero no lo hice. Me quedé allí sentado y le escuché mientras continuaba analizando su propia conducta. Estaba tratando de ofrecerme un relato absolutamente preciso, deteniéndose en minucias con la paciencia de un teólogo medieval, esforzándose en expresar cada matiz de su inofensivo coqueteo con Maria en la escalera de incendios. Era infinitamente sutil, infinitamente trabajado y complejo, y al cabo de un rato empecé a comprender que aquel drama liliputiense había adquirido para él la misma magnitud que la propia caída. Ya no había ninguna diferencia. Un rápido y ridículo abrazo se había convertido en el equivalente moral de la muerte. Si Sachs no hubiera hablado tan seriamente de ello, yo lo habría encontrado cómico. Desgraciadamente, no se me ocurrió reírme. Estaba tratando de ser comprensivo, de escucharle hasta el final y aceptar lo que tuviera que decirme en sus propios términos. Pensándolo ahora, creo que le habría sido más útil si le hubiera dicho lo que pensaba. Debería haberme reído en su cara. Debería haberle dicho que estaba loco y haberle hecho callar. Si en algún momento le fallé a Sachs como amigo, fue aquella tarde hace cuatro años. Tuve mi oportunidad de ayudarle y dejé que se me escapase entre los dedos.

Nunca tomó la decisión consciente de no hablar, dijo. Sencillamente sucedió así y, mientras su silencio continuaba, se sentía avergonzado de sí mismo por ser la causa de preocupación de tantas personas. No hubo daño ni conmoción cerebral, no hubo ningún síntoma de incapacidad física. Entendía todo lo que le decían y en el fondo sabía que era capaz de hablar de cualquier tema. El momento crucial se había producido al principio, cuando abrió los ojos y vio a una mujer desconocida mirándole fijamente a la cara; una enfermera, según descubrió más tarde. La oyó comunicarle a alguien que Rip Van Winkle se había despertado al fin; o tal vez esas palabras iban dirigidas a él, no estaba seguro. Quiso responderle algo, pero su mente era ya un tumulto, girando en todas direcciones al mismo tiempo, y, con el dolor de los huesos haciéndose sentir repentinamente, decidió que estaba demasiado débil para contestar en ese momento y dejó pasar la oportunidad. Sachs nunca había hecho nada semejante, y cuando la enfermera continuó charlando, poco después acompañada por un médico y una segunda enfermera, los tres rodeando su cama y animándole a decirles cómo se encontraba, Sachs continuó pensando en sus cosas como si no estuvieran allí, contento de haberse liberado de la carga de responderles. Supuso que esto le sucedería sólo una vez, pero la vez siguiente ocurrió lo mismo, y la siguiente, y la que vino después de esa. Cada vez que alguien le hablaba, Sachs era presa de la misma extraña compulsión de callarse. A medida que pasaban los días, su resolución de guardar silencio se hacía cada vez más firme, como si fuera una cuestión de honor, un desafío secreto de cumplir una promesa consigo mismo. Escuchaba las palabras que la gente le decía, sopesaba cada frase a medida que entraba en sus oídos, pero luego, en lugar de hacer algún comentario, se daba la vuelta, o cerraba los ojos, o miraba a su interlocutor como si pudiera ver a través de él. Sachs sabía lo infantil y petulante que era esta conducta, pero eso no hacía que le resultase menos difícil dejarla. Los médicos y las enfermeras no le importaban nada y no sentía excesiva responsabilidad hacia Maria, hacia mí o hacia ninguno de sus otros amigos. Fanny era diferente, sin embargo, y hubo varias ocasiones en las que estuvo a punto de echarse atrás por ella. Como mínimo, sentía una punzada de remordimiento cada vez que iba a visitarle. Comprendía lo cruel que estaba siendo con ella y esto le llenaba de una sensación de indignidad, de un horrendo sabor a culpa. A veces, mientras estaba tumbado en la cama luchando con su conciencia, hacia un leve intento de sonreírle, y una o dos veces llegó incluso a mover los labios, produciendo un débil gorgoteo en el fondo de su garganta para convencerla de que estaba haciendo todo lo que podía, de que antes o después emitiría palabras. Se odiaba a sí mismo por esta impostura, pero dentro de su silencio estaban ocurriendo demasiadas cosas y no encontraba la voluntad necesaria para romperlo.

Contrariamente a lo que suponían los médicos, Sachs recordaba todos los detalles del accidente. Le bastaba con pensar en un solo momento de aquella noche para que la noche entera regresara con toda su nauseabunda inmediatez: la fiesta, Maria Turner, la escalera de incendios, los primeros momentos de la caída, la certidumbre de la muerte, las cuerdas de la ropa, el cemento. Nada quedaba borroso, ninguna secuencia era menos vivida que otra. Todo el suceso destacaba con un exceso de claridad, una avalancha de abrumadores recuerdos. Algo extraordinario había sucedido y, antes de que perdiera su fuerza dentro de él, necesitaba dedicarle su atención ilimitada. De ahí su silencio. No era tanto un rechazo como un método, una forma de aferrarse al horror de aquella noche el tiempo suficiente como para entenderlo. Estar callado era confinarse en la contemplación, revivir los momentos de su caída una y otra vez, como si pudiera suspenderse en el vacío para los restos, para siempre a cinco centímetros del suelo, para siempre esperando el apocalipsis del último momento.

No tenía ninguna intención de perdonarse, me dijo. Su culpa era una conclusión sacada de antemano, y cuanto menos tiempo perdiera pensando en ella, mejor.

—En cualquier otro momento de mi vida —dijo—, probablemente habría buscado excusas. Los accidentes existen, después de todo. Todos los días, a todas horas, la gente se muere cuando menos lo espera. Se queman en un incendio, se ahogan en un lago, se estrellan contra un coche, se caen por la ventana. Lo leemos en los periódicos todas las mañanas y uno tendría que ser tonto para no saber que su vida puede acabar de una forma tan brusca y sin sentido como la vida de esos pobres desgraciados. Pero el hecho es que mi accidente no fue debido a la mala suerte. No fui sólo una víctima, fui un cómplice, un socio activo en todo lo que me sucedió, y no puedo ignorar eso. Tengo que asumir parte de la responsabilidad por el papel que desempeñé. ¿Tiene esto sentido para ti, o es sólo un galimatías? No estoy diciendo que coquetear con Maria Turner fuera un crimen. Fue un asunto sucio, una hazaña despreciable, pero no mucho más que eso. Tal vez me habría sentido un mierda por haberla deseado, pero si ese pellizco en mis gónadas fuese todo, a estas alturas lo habría olvidado por completo. Lo que estoy diciendo es que no creo que la sexualidad tuviese mucho que ver con lo sucedido aquella noche. Es una de las cosas que he pensado en el hospital, tumbado en la cama sin hablar durante tantos días. Si realmente hubiese querido perseguir a Maria Turner, ¿por qué iba a hacer cosas tan ridículas para que me tocase? Dios sabe que había formas menos peligrosas de llevar el asunto, cien estrategias más efectivas para llegar al mismo resultado. Pero me convertí en un ser temerario en aquella escalera de incendios, llegué a arriesgar mi vida. ¿Para qué? Por un diminuto achuchón en la oscuridad, por nada en absoluto. Rememorando esa escena en mi cama del hospital, finalmente comprendí que todo era diferente de como yo lo había imaginado. Lo había entendido al revés. El propósito de mis locas payasadas no era conseguir que Maria Turner me abrazase, era arriesgar mi vida. Ella fue sólo un pretexto, un instrumento para subirme a la barandilla, una mano que me guió hasta el borde del desastre. La cuestión era ésta: ¿Por qué lo hice? ¿Por qué estaba tan deseoso de cortejar el riesgo? Debí de hacerme esta pregunta seiscientas veces al día, y cada vez que me lo preguntaba, un tremendo abismo se abría dentro de mí e inmediatamente después caía, caía de cabeza en la oscuridad. No quiero parecer excesivamente dramático; pero esos días en el hospital han sido los peores de mi vida. Me di cuenta de que me había puesto en situación de caer, y que lo había hecho a propósito. Ése fue mi descubrimiento, la irreductible conclusión que se elevaba de mi silencio. Comprendí que no quería vivir. Por razones que aún me parecen inextricables, me subí a la barandilla aquella noche con el fin de matarme.

—Estabas borracho —dije—. No sabías lo que hacías.

—Estaba borracho, y sabía exactamente lo que hacía. Lo que pasa es que no sabía que lo sabía.

—Esos son términos engañosos. Puro sofisma.

—No sabía que lo sabía, y las copas me dieron el valor necesario para actuar. Me ayudaron a hacer aquello que no sabía que deseaba hacer.

—Primero me cuentas que te caíste porque tenias demasiado miedo de tocar la pierna de Maria. Ahora cambias la historia y me dices que te caíste a propósito. No puedo creerme las dos cosas. Tiene que ser la una o la otra.

—Son las dos, una cosa llevó a la otra, y no pueden separarse. No digo que lo entienda, sólo te digo cómo fue, lo que sé que es la verdad. Esa noche estaba dispuesto a acabar conmigo mismo. Todavía lo noto en las entrañas, y me asusta muchísimo ir por ahí con esa sensación.

—En todos nosotros hay una parte que desea morir —dije—, una pequeña caldera de autodestrucción que está siempre hirviendo bajo la superficie. Por alguna razón, se atizó demasiado el fuego para ti esa noche, y sucedió algo disparatado. Pero el que sucediera una vez no quiere decir que vaya a volver a ocurrir.

—Puede que no. Pero eso no borra el hecho de que sucedió, y sucedió por alguna razón. Si me pudo pillar de sorpresa de ese modo, eso debe significar que hay algo que funciona esencialmente mal en mi interior. Debe significar que ya no creo en mi vida.

—Si no creyeses en ella, no hubieras vuelto a hablar. Debiste de tomar alguna decisión. Desde el momento en que volviste a hablar, ya debías de haber resuelto las cosas dentro de ti.

—En realidad no. Entraste en la habitación con David y él se acercó a mi cama y me sonrío. De repente me encontré saludándole. Fue así de sencillo. Tenía tan buen aspecto... Tan moreno y saludable después de sus semanas en el campamento, un niño de nueve años perfecto. Cuando se acercó a mi cama y me sonrió, me pareció imposible no hablarle.

—Tenías lágrimas en los ojos. Pensé que eso significaba que habías resuelto algo, que estabas en el camino de vuelta.

—Significaba que sabía que había tocado fondo. Significaba que comprendía que tenía que cambiar mi vida.

—Cambiar tu vida no es lo mismo que querer ponerle fin.

—Quiero ponerle fin a la vida que he vivido hasta ahora. Quiero que todo cambie. Si no lo consigo, voy a tener graves problemas. Toda mi vida ha sido un desperdicio, una estúpida bromita, una lamentable cadena de pequeños fracasos. La semana que viene cumplo cuarenta y un años y si no me hago dueño de la situación ahora, voy a ahogarme. Me hundiré como una piedra hasta el fondo del mundo.

—Lo que necesitas es volver a trabajar. En cuanto comiences a escribir, recordarás quién eres.

—La idea de escribir me asquea. Ya no significa nada para mí.

—No es la primera vez que hablas así.

—Puede que no. Pero esta vez hablo en serio. No quiero pasarme el resto de mi vida metiendo una hoja en blanco en una máquina de escribir. Quiero levantarme de mi mesa de trabajo y hacer algo. Los días de ser una sombra se han acabado. Ahora tengo que entrar en el mundo real y hacer algo.

—¿Como qué?

—¿Quién coño lo sabe? —dijo Sachs.

Sus palabras flotaron en el aire durante unos segundos y luego, sin previo aviso, sonrió. Era la primera sonrisa que le veía desde hacia semanas y, durante un momento, casi volvió a ser él.

—Cuando lo averigüe —dijo—, te escribiré una carta.

Salí del piso de Sachs pensando que superaría la crisis. Tal vez no inmediatamente, pero me resultaba difícil imaginar que con el tiempo las cosas no volverían a la normalidad para él. Tenía demasiada versatilidad, me dije, demasiada inteligencia y vigor para dejar que el accidente le aplastase. Es posible que yo subestimara hasta qué punto su confianza se había tambaleado, pero tiendo a creer que no. Vi lo atormentado que estaba, vi la angustia de sus dudas y sus recriminaciones, pero a pesar de las cosas detestables que dijo de sí mismo aquella tarde, también me había dedicado una fugaz sonrisa, y yo interpreté ese estallido fugitivo de ironía como una señal de esperanza, una prueba de que Sachs era capaz de recuperarse por completo.

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