Lestat el vampiro (11 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Lestat el vampiro
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—¡No preguntes qué haremos cuando estemos allí! —respondí—. Lo único que importa es llegar.

7

No habían transcurrido quince días cuando ya me encontraba en medio del gentío que deambulaba a mediodía por el extenso cementerio público de les Innocents, con sus viejas criptas y sus hediondas fosas comunes —el mercado más fantástico que había visto jamás— y allí, entre el hedor y el bullicio y encorvado ante un memorialista italiano, procedía a dictarle la primera carta a mi madre.

Sí, habíamos llegado sin incidencias tras viajar día y noche, y teníamos alojamiento en la Ile de la Cité, y éramos indeciblemente felices, y París era más cálida y hermosa y espléndida de lo que se podía imaginar.

Deseé poder coger la pluma y escribir la carta yo mismo.

Quise contarle qué sentía al ver aquellas enormes mansiones, las antiguas callejas serpenteantes, el bullicio de mendigos, buhoneros y nobles, las casas de cuatro y cinco pisos a ambos lados de los concurridos bulevares.

Quise explicarle cómo iba la gente, los caballeros con las medias bordadas y los bastones de paseo incrustados de plata chapoteando en el barro con sus chinelas de tonos pastel, las damas con sus pelucas tachonadas de perlas meciendo a un lado y a otro las cestitas de seda y muselina, mi primer lejano encuentro con la propia reina María Antonieta que paseaba con desenfado por los jardines de las Tullerías.

Por supuesto, mi madre lo había visto todo mucho años antes de que yo naciera. Había vivido en Nápoles, en Londres y en Roma con su padre. Aun así, quise contarle lo que me había proporcionado, qué sentía al escuchar el coro de Notre Dame, al abrirme paso en los abarrotados cafés con Nicolás, al hablar con sus viejos compañeros de estudios ante una taza de café inglés, al ponerme las finas ropas de Nicolás —él me obligó a hacerlo— y a esperar tras las candilejas de la Comedie Française, contemplando con adoración a los actores que ocupaban los escenarios.

Sin embargo, lo único que escribí en la carta fue tal vez lo mejor de todo ello, la dirección de la buhardilla que llamábamos nuestro hogar, en la Ile de la Cité, y las novedades:

«Me han contratado en un teatro de verdad para hacer de meritorio, con buenas perspectivas de que me den pronto un papel.»

No le conté, en cambio, que teníamos que subir seis pisos para llegar a nuestra buhardilla, que hombres y mujeres reñían y se gritaban en las callejas debajo de nuestras ventanas, que ya nos habíamos quedado sin dinero debido a mi insistencia de llevar a Nicolás a todas las óperas, ballets y obras de teatro de la ciudad. Ni que el establecimiento donde trabajaba era un mísero teatrillo de bulevar, un estrado elevado sobre una plataforma en la feria, y que mi trabajo consistía en ayudar a vestirse a los actores, vender entradas, pasar la escoba y expulsar a los alborotadores.

Pese a todo, me volvía a sentir en el paraíso. Lo mismo le sucedía a Nicolás, aunque ninguna orquesta decente de la ciudad le contratara y tuviera que tocar solo con el reducido grupito de músicos del teatro donde yo trabajaba; cuando estábamos realmente apurados, Nicolás hacía sonar su violín en pleno bulevar, mientras yo, a su lado, pasaba el sombrero. ¡No teníamos la menor vergüenza!

Cada noche, corríamos peldaños arriba con una botella de vino barato y una hogaza del fino y dulce pan parisino, pura ambrosía después de lo que habíamos comido en Auvernia. Y, bajo la luz de la vela de sebo, la buhardilla era la vivienda más espléndida de cuantas había conocido nunca.

Como ya he explicado anteriormente, rara vez había estado en una habitación de madera, salvo en la posada del pueblo. Pues bien, la nuestra tenía paredes y techo de escayola. ¡Aquello sí que era París! También tenía un suelo de madera pulida e incluso un pequeño hogar con una chimenea nueva que, en realidad, creaba una corriente de aire.

Así, pues, qué importaba si teníamos que dormir en jergones de paja apelmazada o si los vecinos nos despertaban con sus peleas. Porque abríamos los ojos en París y podíamos salir a vagar codo con codo por las calles y callejas durante horas, a revolver en las tiendas llenas de joyas y objetos de plata, de tapices y estatuas, de riquezas como no había visto jamás. Incluso los hediondos mercados de carne me deleitaban. El estruendo reinante en la ciudad, la incansable actividad de sus miles y miles de menestrales, artesanos y dependientes, las idas y venidas de una muchedumbre inacabable.

De día, casi olvidaba la visión de la posada y la oscuridad que sentía. Salvo, claro está, cuando pasaba junto a un cadáver tirado en algún sucio callejón, cosa bastante habitual, o cuando topaba con una ejecución pública en la place de Gréve.

Y siempre topaba con tales ejecuciones públicas en la place de Gréve.

Entonces me alejaba de la plaza entre escalofríos, a punto de gemir. Si no distraía mi mente, podía obsesionarme con aquello. Nicolás, por fortuna, era inflexible conmigo.

—¡Lestat, deja de hablar de lo eterno, de lo inmutable, de lo inescrutable! —exclamaba, y amenazaba con golpearme o sacudirme si me oía quejarme.

Y cuando llegaba el crepúsculo —el momento del día que menos me gustaba—, no importaba si había presenciado o no una ejecución, si el día había sido provechoso o irritante, a esa hora, me entraban los temblores. Y sólo una cosa me salvaba de ellos: el calor, la excitación que me producían las brillantes luces del teatro. Siempre me aseguraba de estar a salvo en el interior del local antes de la puesta de sol.

En el París de esa época, los teatros de los bulevares no eran ni siquiera locales reconocidos. Los únicos teatros con apoyo oficial eran la Comedie Française y el Théàtre des Italiens, y en ellos se representaban todas las obras serias, tanto tragedias como comedias, de autores como Racine, Corneille y el brillante Voltaire.

Pero la vieja comedia italiana que yo adoraba —Pantaleón, Arlequín, Scaramouche y el resto— continuaba donde siempre, entre funámbulos, acróbatas, prestidigitadores y titiriteros, en los espectáculos de barraca de las ferias de Saint Germain y Saint Laurent.

Y los teatros de bulevar habían crecido a partir de estas ferias. En mi época, a finales del siglo XVIII, formaban una serie de establecimientos permanentes a lo largo del boulevard du Temple, y, aunque actuaban para los bolsillos pobres que no podía permitirse los precios de los grandes teatros, también acogían a buen número de gente pudiente. Numerosos aristócratas y ricos burgueses ocupaban los palcos para contemplar las actuaciones, pues éstas rezumaban talento y vitalidad y no eran tan rígidas como las obras del gran Racine o el gran Voltaire.

Hicimos la comedia italiana como yo la había aprendido, llena de improvisaciones, de modo que cada noche resultara nueva y distinta aunque siempre fuera la misma. Y también cantamos e hicimos toda clase de tonterías, no ya porque le gustaran a la gente, sino porque estábamos obligados a ello. Así no podían acusarnos de romper el monopolio de los teatros del Estado sobre las obras de reconocida categoría. El local era una desvencijada ratonera de madera con un aforo de apenas trescientos espectadores, pero su pequeño escenario y los decorados eran elegantes, tenía un espléndido telón de terciopelo azul, y sus palcos privados tenían tabiques de separación. Y los actores y actrices eran experimentados y poseían auténtico talento, al menos, así me lo parecía a mí.

Aunque no me hubiese atenazado aquel recién adquirido temor a la oscuridad, aquella «dolencia de mortalidad», como insistía en llamarla Nicolás, no me habría resultado más emocionante cruzar aquella puerta de artistas.

Cada noche, durante cinco o seis horas, vivía y respiraba en un reducido universo de gritos, risas y peleas, de hombres y mujeres enzarzados en discusiones a favor o en contra de alguien, todos ellos camaradas de bambalinas aunque no fueran amigos. Tal vez se parecía un poco a estar en un bote de remos en mitad del océano, todos condenados a estar juntos e incapacitados para escapar unos de otros. Era divino.

Nicolás era algo menos entusiasta, pero eso era de esperar. Y se volvió aún más irónico cuando sus ricos compañeros de estudios nos visitaron para charlar con él. Le consideraban un lunático por vivir como lo hacía. En cuanto a mí, un noble que ayudaba a las actrices a embutirse en sus trajes y se ocupaba de vaciar los orinales, no tenían palabras para catalogarme. Naturalmente, lo que realmente deseaban todos aquellos jóvenes burgueses era ser aristócratas. Compraban títulos y se unían por matrimonio a familias aristocráticas siempre que podían. Y una de las ironías de la historia es que pronto se verían involucrados en la Revolución y contribuirían a abolir la clase social a la que, en realidad, deseaban incorporarse.

No me importaba si no volvíamos a ver a los amigos de Nicolás. Los actores no sabían nada de mi familia y cambié mi apellido verdadero, de Lioncourt, por el alias más común de Lestat de Valois, que no significaba nada en realidad.

Fui aprendiendo cuanto pude sobre el arte teatral. Memorizaba escenas, imitaba gestos, hacía constantes preguntas y sólo me concedía un alto en mi aprendizaje cada noche, en el momento en que Nicolás ejecutaba su solo de violín. Se levantaba de su silla en el foso de la reducida orquesta, el foco le destacaba de los demás músicos e iniciaba una pequeña sonata, muy dulce y lo bastante breve para tirar abajo el teatro con los aplausos.

Y en todo instante yo soñaba en que llegara mi momento, cuando los viejos actores, a los que estudiaba y odiaba e imitaba y servía de lacayo, dijeran por fin: «Está bien, Lestat, esta noche necesitamos que hagas el papel de Lelio. Ya debes saber qué tienes que hacer».

La ocasión llegó a finales de agosto.

Eran los días de más calor en París y las noches resultaban casi un bálsamo. El local estaba lleno de un público inquieto que se abanicaba con pañuelos y programas de mano. Mientras me lo ponía, el grueso maquillaje blanco se me corría en el rostro.

Llevaba una espada de cartón con el mejor jubón de terciopelo de Nicolás y, momentos antes de pisar el escenario, me puse a temblar pensando que aquello era como esperar a la ejecución o algo parecido.

Pero en el mismo instante de hacer mi aparición, me volví y miré de frente la concurrida sala y sucedió algo muy extraño. Se me pasó el miedo.

Lancé una radiante mirada a los espectadores y realicé una lenta reverencia. Luego contemplé a la encantadora Flaminia como si la estuviera viendo por primera vez. Tenía que conquistarla. El juego empezó.

Me adueñé del escenario como había sucedido tantos años atrás en aquella perdida población rural de mi escapada juvenil. Y mientras los actores hacíamos locas cabriolas sobre las tablas —discutiendo, abrazándonos, haciendo payasadas—, las risas llenaban el local.

Noté la atención del público como si fuera un abrazo. Cada gesto, cada frase, provocaba un rugido entre los espectadores. Casi resultaba demasiado fácil y podríamos haber seguido la representación media hora más si los demás actores, impacientes por pasar al siguiente número, no nos hubiera llevado a la fuerza hacia los laterales.

La gente se puso en pie para aplaudirnos. Y no era un público de campesinos a cielo raso. Eran parisinos reclamando a gritos que volvieran a salir Lelio y Flaminia.

A la sombra de los bastidores, la cabeza me daba vueltas. Estuve a punto de derrumbarme, de caer el suelo. En aquel instante, mis ojos no veían más que la imagen del público contemplándome desde el otro lado de la batería de luces. Deseé volver inmediatamente al escenario. Abracé a Flaminia y la besé, y me di cuenta de que ella me devolvía el beso con pasión.

A continuación, el viejo gerente, Renaud, la apartó de mi lado.

—Está bien, Lestat —dijo luego, como si estuviera molesto por algo—. Está bien, lo has hecho pasablemente. A partir de ahora, voy a dejarte interpretar con regularidad el papel.

Pero antes de que pudiera empezar a dar saltos de alegría, la mitad de la trouppe se materializó a nuestro alrededor, y Luchina, una de las actrices, tomó la palabra de inmediato.

—¡Ah, no! ¡Nada de que le dejarás actuar con regularidad! Lestat es el actor más guapo del boulevard du Temple y le vas a contratar de acuerdo con ello, y le pagarás lo correspondiente, y no volverá a tocar otra escoba.

Yo estaba aterrado. Mi carrera acababa apenas de empezar y ya parecía perdida, pero, para mi sorpresa, Renaud accedió a todas aquellas condiciones.

Por supuesto, me sentí muy halagado de que me llamaran guapo, y, como años atrás, comprendí que a Lelio, el amante, se le suponía una personalidad considerable. Un aristócrata con cierta prestancia era perfecto para el personaje.

Pero si quería que los públicos parisinos me conocieran de verdad, si quería que hablasen de mí en la Comedie Française, tenía que ser algo más que un ángel de cabello amarillo, caído de una familia de marqueses sobre las tablas de un escenario. Tenía que convertirme en un gran actor, y eso era exactamente lo que estaba dispuesto a ser.

Esa noche, Nicolás y yo lo celebramos con una colosal borrachera. Llevamos a nuestros aposentos a toda la trouppe y me encaramé por los tejados resbaladizos y abrí los brazos sobre París y Nicolás tocó el violín en la ventana hasta que despertamos a todo el vecindario.

La música era arrebatadora, pero la gente protestaba y gritaba en las callejas, y hacía sonar cazuelas y cubiertos. No prestamos atención a las quejas. Bailamos y cantamos como habíamos hecho en el lugar de las brujas. Estuve a punto de caer del alféizar.

Al día siguiente, botella en mano, bajo el sol y envuelto en el hedor de les Innocents, le dicté toda la historia al amanuense italiano y me ocupé de que la carta llegara enseguida a mi madre. Deseé abrazar a todos cuantos encontraba en la calle. ¡Era Lelio! ¡Era actor!

En septiembre, mi nombre figuraba ya en los programas de mano, de los cuales también envié uno a mi madre.

Y no ofrecíamos la vieja comedia italiana, sino una farsa de un escritor famoso que, debido a una huelga general de autores, no podía representarse en la Comedie Française.

No podíamos citar su nombre, por supuesto, pero todo el mundo sabía que la obra era suya, y media Corte abarrotaba cada noche la Casa de Tespis que regía Renaud.

Mi papel no era el del protagonista, sino el del galán joven; en realidad, una especie de nuevo Lelio; era un papel casi mejor que el de primer actor y le robaba a éste casi todas las escenas en que aparecíamos juntos. Nicolás me había enseñado el papel, regañándome constantemente por no haber escrito algunas líneas extras para mí.

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