Y aquel olor a descomposición...
Me dirigí nuevamente hacia la ribera y escruté el negro perfil de la margen opuesta, más allá de las aguas parduscas. Fogonazos azules asomaban entre los árboles de la otra margen del río. Chisporroteaban y se apagaban. Ni siquiera estaba seguro de haberlos visto. De pronto, en lo alto, la parte inferior de los anchos quitasoles emitió un centelleo azul. Oí un silbido agudo. Un aleteo bajo los quitasoles: criaturas oscuras y aladas llevando jirones fibrosos. Algo pequeño y rojo pasó frente a mi rostro con un bufido audible.
El viento cesó. El aire nocturno se aquietó. La niebla bailaba en medio del río. Con el silencio llegó otro olor a descomposición. Carne putrefacta. De eso estaba seguro.
Seguí el olor. Río arriba, pisando con cuidado en medio de plantas rastreras rojas, guiado por tenues relámpagos azules entre las matas, encontré los restos del sendero.
Algo emitió un sonido, una especie de suspiro crujiente, y se escurrió con tres patas bajo las matas. Era una criatura blanca del tamaño de un perro pequeño, de forma triangular. Se paró junto a un tronco negro y me miró con ojos pacientes y vacíos montados sobre una línea roja central. Palpitaba y emitía sonidos sibilantes. Le temblaba la piel en lo que interpreté como aversión a mi presencia. Pero al parecer esa aversión era mera reprobación, u otra cosa, pues no retrocedió. Trepó a rastras por un tronco, abrió un estoma con su pie-cola puntiagudo y se puso a succionar el líquido lechoso. Observé fascinado cómo se hinchaba su cuerpo blanco. Luego, más gorda que antes, la criatura cayó del tronco, aterrizó en el suelo con un ruido gomoso y se alejó zigzagueando.
El ocaso lo oscurecía todo. Un doble arco de estrellas asomó entre las delgadas nubes. Delante, una fluctuante luz naranja me llamó la atención: una antorcha o una llamarada. Enfilé hacia la luz naranja y descubrí el fondeadero y el camino de tierra que conducía a Claro de Luna.
El fondeadero comenzaba como una plataforma ancha al final del camino, y se angostaba hasta convertirse en un largo muelle. En la plataforma había una silueta acuclillada junto a un farol: humana, pequeña. Otras siluetas oscuras estaban tendidas de espaldas o de bruces en el fondeadero y el muelle.
En la extensa mancha de luz estelar y al tenue fulgor del farol, vi que las formas oscuras también eran humanas, y estaban quietas. Esa quietud y cierto aire indolente me indicó que no estaban vivas. Hacía tiempo que estaban muertas. Tendidas en charcos de sangre seca, se habían hinchado al sol y la ropa les quedaba estrecha, como si hubieran sucumbido a una orgía de violencia.
Las lágrimas me empañaron los ojos. Había esperado cualquier cosa menos aquello.
La silueta que estaba cerca del farol llevaba una camisa raída y embarrada y una falda larga. Ladeaba la cabeza y respiraba entrecortadamente.
Hice un ruido al pisar la plataforma. La silueta se volvió rápidamente, con asombrosa agilidad, y alzó una pistola negra de cañón largo. Era una mujer, con el rostro moreno enlodado y arrugado, los ojos entornados. Tal vez la deslumbrara la luz del farol. Sólo podía ver mi contorno.
—¿Quién eres? —preguntó con voz trémula.
—He venido para tomar la embarcación —dije con voz estridente—. Por los astros, los hados y el pneuma, ¿qué ha sucedido?
La mujer rió amargamente y me apuntó al pecho con la pistola.
—Mi esposo —dijo—. Se fue con Beys.
—Por favor, cuéntame qué sucedió.
—¿Le conoces? ¿Janos Strik? ¿Mi esposo? ¿Conoces a Beys?
—No —dije. Ninguno de esos nombres figuraba en la lista de inmigrantes.
—¿Cómo es posible que no conozcas a mi esposo? Era muy importante aquí.
—Estoy asustado —dije, buscando su compasión—. No sé qué ha sucedido aquí.
—Nos matarán a todos. —Se irguió despacio, tocándose la rodilla con una mano, como si le doliera. No dejaba de apuntarme con el arma. Tenía los ojos desorbitados, grises tal vez, amarillos a la luz del farol. Parecía una anciana, el rostro demacrado de dolor, sucio de lágrimas, lodo y sangre seca—. Debes ser uno de ellos —exclamó, amartillando el arma.
—¿Uno de quiénes? —pregunté suplicante, sin necesidad de esforzarme para demostrar temor. Todo podía terminar en ese instante, antes de empezar. Todo podía terminar.
—Te mantendré aquí —dijo la mujer con fatigada determinación—. Alguien vendrá pronto del norte. Se llevaron nuestras radios.
Los divaricatos no se habían llevado armas, según el informador, pero aquella pistola era de metal, pesada, y fabricada con precisión, a juzgar por el chasquido. Tal vez las balas estuvieran cargadas con pólvora explosiva. Un arma primitiva pero muy eficaz. El idioma que ella hablaba parecía ser comercial del siglo I, común en Thistledown, pero con un acento particular.
Mantuve las manos a la vista. La mujer movía los pies, forzaba la vista para escrutar la oscuridad.
—¿Quién los mató? —pregunté.
—Los brionistas —dijo—. Y tú te vistes como ellos.
—No soy uno de ellos. He estado en el bosque estudiando la Zona de Calder, al sur de aquí. La zona dos. No sabía nada sobre esto.
La mujer levantó el arma.
—No seas idiota —dijo.
Me encogí de hombros intentando parecer amigable, un forastero ignorante, si es que era posible ser amigable en aquellas circunstancias. La mujer era más que suspicaz: había pasado las de Caín, y se requería cierta firmeza de carácter —o una profunda aversión a hacerse cómplice de la matanza— para no apretar el gatillo y matarme, y así al menos no tener que pensar.
—Hace años que no oigo hablar de la Zona de Calder —dijo—. Se entregó a la Zona de Elizabeth. Sexearon y fluyeron cuando yo era niña.
Habían transcurrido años, tal vez décadas. Mi información estaba muy desfasada.
—¿Eres bióloga? —pregunté. No parecía tan cansada ni tan torpe como para errar en sus disparos, y yo no disponía de maquinaria médica con la que salvarme si me acribillaba a balazos, ni siquiera tenía un paquete de memoria para almacenar mis pensamientos y mi personalidad.
—No soy bióloga, y tú tampoco. Y tu modo de hablar es muy raro. ¿Por qué dices que es un bosque? —Sus ojos titilaron a la luz del farol. Bajó el arma unos centímetros—. Pero no creo que seas brionista. Dices que has estado en la silva... ¿mucho tiempo?
—Dos años.
—¿Estudiando?
Asentí.
—¿Eres investigador?
—Aspiro a serlo.
—¿No luchaste cuando ellos vinieron?
—No vi nada de eso. No sabía lo que ocurría.
—Los mejores lucharon. Eres un cobarde. Te quedaste en la silva. —Sacudió la cabeza lentamente—. Ésa es mi prima, Gennadia. —Señaló un cadáver con dedo trémulo—. Y ése es Johann, su esposo. Aquél es Nkwanno, el sintesista de la aldea. Janos se fue a Calcuta y cruzó a Naderville para unirse a los brionistas. Me abandonó aquí. —Se frotó la nariz y se inspeccionó el dorso de la mano—. Les dijo que teníamos magnesio, estaño, cobre y un poco de hierro. Vinieron a ver. Janos regresó con ellos. Ni siquiera se dignó mirarme. Les dijimos que teníamos que consultar con Hábil Lenk.
Pensé que Lenk habría tenido un hijo, hasta que comprendí, por el tono, que el nombre era en realidad un honorífico.
—Dijeron que no podíamos negarnos. Nos quitaron las radios. Dijeron que Beys tenía órdenes. El alcalde les ordenó que se marcharan. Mataron al alcalde, y algunos hombres intentaron luchar. Los mataron... a todos, excepto a mí. Me oculté en la silva. Pronto regresarán y se adueñarán de todo. —Se rió con alegría infantil—. Yo también soy cobarde. No queda mucho.
—Terrible —dije. Nkwanno... ese nombre figuraba en la lista. Yo había conocido al erudito llamado Nkwanno, un devoto estudioso naderita discípulo de mi tío.
La mujer alzó el farol sobre su cabeza, acercándose. Alumbró mi ropa.
—Sólo has estado en la silva unas horas. Elizabeth cubre de polvo a todos sus visitantes. Pero los barcos partieron hace días. Casi no estás negro. —Sus ojos brillaron—. ¿Eres real?
—Me bañé en el río —dije.
Ella soltó una carcajada histérica, alzó el arma como si quisiera disparar al aire, apretó el gatillo. El percutor cayó sobre una recámara vacía. La mujer soltó el arma, que golpeó los tablones con un ruido seco. Cayó de rodillas.
—No me importa —dijo—. No me importa morirme. El mundo entero es una mentira. Lo hemos convertido en una mentira.
Se estremeció, se acostó en posición fetal, cerró los ojos.
Aguardé un instante, el corazón palpitante, la boca seca, sin saber por dónde empezar.
Al fin caminé hacia la mujer y me arrodillé junto a ella. Parecía dormida. Yo estaba tenso después de haberme sentido amenazado por un arma. Por aquella prueba de debilidad —había estado a punto de morir a los pocos minutos de mi llegada— me enfurecí conmigo mismo, con todo.
Apretando los dientes, recogí el arma, me la calcé en el cinturón y fui a examinar los cadáveres. Dos hombres y una mujer. El olor me resultó extraño y ofensivo. Nunca había olido cadáveres en descomposición salvo en entretenimientos y ejercicios de entrenamiento; el conflicto con los jarts en la Vía no presentaba estas crudezas.
Sospeché que la descomposición había avanzado de maneras desconocidas. No había bacterias externas, pensé, sólo internas, y sólo aquellas seleccionadas cuidadosamente siglos atrás para los pobladores de Thistledown. Un modo bastante artificial y antinatural de regresar al polvo, si es que podía decirse que Lamarckia tenía polvo.
Examiné primero a Nkwanno. Un hombre alto y moreno, el rostro casi irreconocible; pero en sus rasgos pálidos vi una cierta semejanza con el joven y vital estudiante que había trabajado con el hermano de mi padre en Alexandria. Aunque aquel hombre era mucho mayor que el Nkwanno que yo había conocido...
La puerta abierta apresuradamente me había llevado décadas adelante en la mundolínea de Lamarckia.
Durante un buen rato estuve confuso. Luego recobré la determinación y registré los bolsillos del cadáver. Encontré unas monedas y una bolsa que contenía billetes, una pizarra de diseño elegante, un trozo de pan rancio. Examiné el dinero, se lo devolví al cadáver.
Los divaricatos preferían modalidades de intercambio económico propias del siglo XX. Yo llevaba en el bolsillo dinero copiado de muestras que nos había dado el informador. Mi dinero se parecía poco al que tenía Nkwanno. Lo más probable era que no me sirviera de nada.
No podía robarle dinero a un cadáver. La pizarra era otra cuestión. Necesitaba información desesperadamente. Me la guardé en el bolsillo de los pantalones.
Me senté junto a la mujer dormida, para pensar. La brisa se había calmado y la cruda y dulzona pestilencia de la muerte flotaba en el aire. Cerré los ojos, me tapé la nariz.
Jan Fima había dicho que él formaba parte de una facción que se oponía a la política de Lenk. Esa facción lamentaba la decisión de Lenk de emigrar ilegalmente, con recursos limitados, y pronosticaba muchos problemas para el futuro. Al parecer esos problemas habían comenzado, quizás hacía ya mucho. Jan Fima suponía que en Claro de Luna habría un sujeto esperando para proporcionar provisiones e información a un representante del Nexo. ¿Pero cuánta paciencia tendría ese sujeto?
Maldije entre dientes, me restregué los ojos. Despuntaron dos pequeñas lunas de un cuarto de grado de anchura, y se persiguieron lentamente por el cielo. Su luz trazaba caminos trémulos sobre las plácidas corrientes del río.
Moles oscuras se elevaron en el río, a varios metros de la orilla. El claro de luna bailaba sobre ellas en chispas fantasmales. Yo ignoraba qué eran esas moles. Tu ignorancia te matará. Y todo podría terminar aquí.
La mujer dormía profundamente, como una niña. Yo era reacio a abandonarla, pero no parecía haber más problemas a la vista. Sin embargo, no podía dejarla en el muelle. La alcé y la alejé de los cadáveres, apoyándola suavemente en el suelo, junto al fondeadero. Me quité la chaqueta y le preparé una almohada. Ella gruñó, se movió y se acomodó, aferrando la chaqueta plegada con unos dedos largos y sucios.
Lo tenías todo y no te bastaba. En tu inquieto afán lo perdiste todo. Acudiste a los geshels, te entregaste a su poder. Suplicaste una misión. La gloria de luchar contra los jarts. Luego te enviaron aquí. Una misión grandiosa, dijo Yanosh. Todo un mundo para ti, y tuya toda la gloria. Pero una especie de mazmorra. Un mero camino lateral en tu carrera.
Para acallar esa voz quejumbrosa, saqué la pizarra de Nkwanno de mi bolsillo. Era un anacronismo, un diseño de fines del siglo XX del gusto de los divaricatos, que evitaban toda la tecnología posterior.
Me senté. La pantalla iluminada proyectó sobre mi rostro un fulgor similar al de las lunas. Buscando en la memoria, encontré varios archivos personales de Nkwanno, algunos extensos, pero todos bloqueados. Busqué en la biblioteca de la pizarra, y encontré un directorio con archivos creados en Lamarckia y fechados según un calendario instituido después de la inmigración.
Un estudioso llamado Redhill había iniciado la redacción de una enciclopedia local bastante extensa, y en una hora pude aprender bastante sobre aquella región de Lamarckia. Leyendo, cambiando de pantalla y reproduciendo vídeos, me sumí en ese nuevo conocimiento y empecé a recobrar la confianza.
Habían transcurrido treinta y siete años lamarckianos desde la llegada de los inmigrantes. Los abrepuertas se habían equivocado más de lo que creían. Era posible que yo jamás regresara a la Vía aunque localizase la otra clavícula, y que nadie en la Vía volviera a encontrar Lamarckia en la pila.
Las moles del río se hundieron gorgoteando. Según la enciclopedia eran bejucos de río; eran intrusos de la zona cinco, la Zona de Petain, vástagos de otro ecos. La zona uno, la Zona de Elizabeth, que aparentemente no gustaba de los entornos ribereños o pelágicos, utilizaba poco el río.
Tanto por aprender. Busqué con nostalgia los elementos que antes realzaban y aceleraban mi mente. Los huecos que había dejado su extracción eran como extremidades amputadas, y aún sentía el fantasma de su presencia. Pasaba de la euforia a un miedo rayano en la desesperación. En mi espanto acechaba un fuerte deseo sexual. Mi erección parecía más que inadecuada en aquel lugar. Con el olor de la descomposición, esa reacción me pareció obscena.
Fruncí el ceño y aplaqué mi deseo. Otros habían mencionado que el peligro provocaba esa reacción. Todavía no tenía motivos para avergonzarme.