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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (19 page)

BOOK: Legado
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El Vigilante era un velero de tres mástiles, pero aquí lo llamaban un «triarbolado con cangreja». Los mástiles, en la jerga del segundo oficial, eran «árboles»; los llamaba «árbol de proa», «mayor» y «de mesana». Los nombres de las velas principales eran bastante fáciles de aprender. Las más bajas se llamaban «cursores» y, según el árbol, cursor de proa y cursor mayor. La vela principal de mesana se llamaba «cristiana». El próximo par lo formaban la «gallarda» y la «gallarda alta»; por encima de ellas, las gavias se convertían en «gaviera» superior e inferior. Los foques del bauprés y el botalón del trinquete se llamaban «vientres», el más externo el vientre volante (sin que esto arrancara la menor sonrisa a los aprendices). Los poco usados sobre-juanetes se llamaban «celámenes». Los estayes que sujetaban los mástiles seguían llamándose «estayes», y las velas que a veces colgaban de ellos velas de estay. Sin embargo las velas de cuchillo se llamaban «alas», sujetas a extensiones de las vergas llamadas «cepillos».

—Así son las cosas —dijo el segundo oficial—. Cuando el Vigilante corra con el viento en el trasero, batimos las alas con el vientre al aire, ¿de acuerdo?

Desafió a alguien a sonreír.

Las drizas, brazas, escotas y otros cabos reflejaban estos cambios. Me esforcé por memorizarlos, y por olvidar ciertas cosas que había aprendido en el lago de los Vientos.

Afortunadamente, en las cubiertas superiores e inferiores, los nombres habían cambiado poco. Aún se hablaba de popa y proa, de castillo de proa, cubierta de proa, cubierta principal y alcázar a popa del árbol mayor, pero la toldilla que estaba detrás de la mesana había vuelto al latín original, puppis. A la larga superestructura que había sobre el puppis, que me parecía demasiado pesada, la llamaban afectuosamente «castillo de pup». El capitán, el primer oficial, el médico y los investigadores del Vigilante se alojaban allí, y los dos laboratorios también estaban en el castillo de pup.

Los «artesanos» de a bordo —Story Meissner, el oscuro y sepulcral velero; la menuda y agria carpintera Varia Gusmao; William French, el navegante; el encorvado, barbudo y arrugado Pyotr Khovansk, maquinista; y Shatro, el único investigador que ya estaba a bordo— se alojaban también en el castillo de pup, en un camarote común o en uno contiguo a las cabinas de trabajo. Los marineros y aprendices (a veces llamados «monos», puesto que pasaban tanto tiempo en los árboles) tenían una litera en el castillo de proa.

Todos los que estaban por debajo de ese rango montaban guardia, haciendo turnos de cuatro horas con otras cuatro horas de descanso, repartidos entre babor y estribor. Cada artesano, marinero y aprendiz recibía tres comidas diarias. Cereales de Jakarta y Tasman, con harina de vellosa. El plato principal era masoja, una pasta de soja y vellosa, frita o al horno, o amasada como pan. El apio de río y los dióspuros secos en conserva aportaban a la dieta las vitaminas esenciales. La fruta y las verduras terrícolas cultivadas en las plantaciones de Calcuta se tomaban como postre. Los marineros no eran muy amantes de los frutos de vástagos como las cerezas de Liz, y los vástagos marinos rara vez eran comestibles, a diferencia de sus versiones ribereñas, que a veces podían ser nutritivas sin amenazar el sistema inmunológico.

Había planes (nos confió sombríamente Soterio) para alimentar de vez en cuando a la tripulación con vástagos de tierra que el cocinero considerase comestibles, previa aprobación del capitán y el jefe de investigación. Obviamente esto disgustaba a los tripulantes más experimentados, pues casi todos —según los rumores— habían probado algún vástago no procedente de Liz, y no les había gustado.

El paseo terminó con un breve sermón de Soterio sobre la disciplina.

—Se espera que cada cual haga su trabajo. El favoritismo de cualquier clase se considera «remoloneo».

Para el segundo oficial, remoloneo era cualquier cosa que se opusiera al orden de a bordo. Frunció las cejas y torció la boca como si recordase un gusto amargo.

—No habrá relaciones sexuales entre los tripulantes en alta mar.

No necesito explicar por qué. Aquí todos somos igualmente valiosos, y esas cosas ocasionan graves disputas. El médico les puede administrar filácticos. —Se refería a drogas destinadas a adormecer el impulso sexual, un interesante uso erróneo de la palabra.

El segundo oficial concluyó su sermón enumerando diversos castigos.

—A la primera infracción, cuatro horas en el celamen superior. A la segunda, confinamiento en la antecámara del almacén por el tiempo que el capitán y el primer oficial consideren oportuno. A la tercera, dejamos al infractor en el próximo asentamiento de tierra y contratamos a alguien más adecuado.

Envió a los tripulantes a ordenar sus efectos personales. Esa noche no se serviría la cena a bordo. Los tripulantes podían pasar su última noche en la ciudad.

En el castillo de proa, todos habían recibido un número de litera, pero los marineros, tranquilamente y con pocas trabas, se cambiaron de lugar con otros hasta colocarse a su manera. Esta toma de posiciones se organizó en unos diez minutos, con los desconcertados aprendices un paso atrás, perplejos.

Talya Ry Diem, la marinera más veterana, una mujer fornida de brazos y piernas musculosos y cara de bulldog, se tomó la molestia de explicarlo.

—Hay rangos y categorías incluso en una nave de ciudadanos libres. Más experiencia, más tiempo en el mar, más privilegios. Los marineros saben cómo evitar que os matéis. Es justo. Más aún, a mí me permite conseguir una litera mejor.

Colgaron una cortina que hacía las veces de biombo para las doce mujeres. Todas las mujeres eran marineras; ocuparon una parte de la sección de la élite y marcaron su territorio con la cortina. Como no había aprendices mujeres, no podíamos dividirnos más, y recibimos las literas peores. Entre ellas había tan pocas diferencias que no valía la pena discutir.

Todos dieron su nombre para beneficio de los nuevos tripulantes. Estreché la mano de mis compañeros, pusieron a hervir té de Tasman y Ry Diem repartió bizcochos dulces.

—Éstos son especialmente para los nuevos, que no saben cómo funciona este tipo de nave —dijo—. Todos debemos tratar de entendernos de una manera especial, a la manera de los marineros, que permite convivir durante meses o años sin que haya muchas peleas. Si tenéis problemas o preguntas, acudid a mí o a ser Shankara. O a Meissner, el velero. Es un buen hombre. He navegado antes con él.

Los aprendices, tras resignarse a estar más cerca de la proa, en los lugares más estrechos y con las literas más pequeñas, se pusieron a ordenar sus pocas pertenencias valiosas, para que todos supieran quién podía haberle robado qué cosa a quién. Ya habían señalado a dos personajes como posibles ladrones: los más jóvenes y flacos, ambos de rostro estrecho y extraño, Uwe Kissbegh y Uri Ridjel, que siempre ponían cara de inocentes.

Un muchacho alto de dieciocho años, con una tupida cabellera castaña rasurada sobre las orejas, me estrechó la mano con suma convicción.

—Me llamo Algis Bas Shimchisko. Es mi primera nave. ¿También la tuya?

Asentí con una sonrisa.

—Los aprendices deben protegerse. De lo contrario nos dominan los marineros. ¿Eres de Calcuta?

—Jakarta.

—Te presento a Miszta Ibert —dijo Shimchisko, rodeando con el brazo el hombro de un chico delgado de dieciséis o diecisiete años, con cara de ratón y pelo corto. Ibert sonrió—. Nos enrolamos juntos. Ambos hemos estudiado ciencia en las escuelas Lenk. Pasamos cinco meses en el corazón de Liz.

—Tierra adentro desde el cabo Zhuraitis —dijo Ibert—. Creemos conocer bien a Liz.

—¿Qué piensa ella de vosotros? —pregunté.

Ambos se echaron a reír. Shimchisko se palmeó la rodilla.

—Creemos que le gustamos, como a todas las mujeres.

Entre los demás rostros, presté inmediata atención al marinero Ellis Shankara, un hombre callado de tez morena y ojos risueños, grandes y penetrantes, pero de boca severa. La expresión atenta y tranquila de Shankara me impresionaba. Pasé unos minutos observando a una marinera de piernas cortas y cara redonda, de movimientos rápidos y nerviosos, que me resultaba extrañamente atractiva, pero cuyo nombre no había oído.

Kissbegh y Ridjel se encargaron de gastar una broma inoportuna mientras guardábamos nuestras pertenencias en cajones junto a las literas. Kissbegh se puso a brincar como si ejecutara una danza para despedirse de la tierra firme. Ridjel lo seguía pedorreando con la boca. Como por accidente, tropezó con la cortina que nos separaba de las mujeres. La enfurecida Talya Ry Diem le propinó un par de golpes en la mandíbula y las orejas y lo empujó contra un armario.

—Hoy seré amable, pero si no te portas como un hombrecito te patearé el trasero —gruñó.

Sin añadir palabra, lo dejó allí; se le había borrado la sonrisa.

Aquello me gustaba. Parecía un ambiente vital y pendenciero. Tal vez pudiera adaptarme sin problemas a la cultura de los inmigrantes.

A pesar de mis aprensiones, y al margen de sus aptitudes, y a despecho de su aislamiento, aquella gente parecía decente y trabajadora. Todos deseaban aprender lo que podían, y estaban dispuestos a correr riesgos para conseguirlo.

Podía hacerme alegremente a la mar con aquellas personas, trabajar con ellas, aprender lo que pudiera. Podía olvidar, de momento, cuál era mi misión.

Antes de que terminaran las presentaciones, regresó el segundo oficial.

—Durante varios años veréis cada detalle de esto —rezongó—. Id a la costa una noche más.

Todas las mujeres salvo una optaron por permanecer a bordo, hirviendo masoja en un hornillo, colgando sogas de fibra para orear la ropa. La mayoría de los marineros y aprendices varones, y varios artesanos, bajaron del Vigilante poco antes de anochecer y tomaron por la Cuesta Empinada, enfilando hacia esa parte de Calcuta donde se suponía que iban los marineros.

La vida nocturna de Calcuta se concentraba en un distrito de la ciudad alejado del centro y rodeado por altas murallas de piedra, un húmedo conjunto de callejones y edificios derruidos del color del polvo. Había baches, ventanas rotas, letreros caídos, alcantarillas sucias. Los tripulantes de varias naves, la mayoría varones, recorrían esas calles. Sin mujeres, los hombres se ponían nerviosos; miraban las ventanas, hacían comentarios estúpidos, ensayaban su andar de marinero dando zancadas anchas y meciendo los brazos, tropezando entre sí, buscando alegría y algo que les levantara el ánimo para la próxima ausencia. Encontraban poca alegría y apoyo.

La breve llamarada del ocaso tino de naranja los edificios bajos. Pronto siguió un crepúsculo gris y sombrío. La precaria iluminación de farolas débiles sobre postes de xyla en las esquinas, nos convertía en sombras. Tres grupos desperdigados —veinte personas en total, entre ellas ocho del Vigilante, incluidos Shimchisko e Ibert, Shankara, el mayor de nosotros, y la joven aprendiz de cara redonda, Shirl o Shirla— fuimos de un pequeño bar con cinco taburetes y dos mesas, donde servían ron amargo, pasando por un establecimiento mayor de comidas, hasta un lugar más grande, que los hombres más experimentados parecían eludir con rostro sombrío. Pero en ese lugar llamado el Mar Sin Peces fue donde recalamos.

Allí tenían los entretenimientos perversos (y en consecuencia atractivos) que podía ofrecer la ciudad divaricata. Media docena de mujeres de cara inexpresiva y algunos hombres pálidos se ofrecían para conversar, bailar o turnarse en las habitaciones de arriba. Era un ritual aceptado; los divaricatos no se caracterizaban por su mojigatería. Pero algo más flotaba en la atmósfera del Mar Sin Peces, una ansiedad culpable hecha de espanto y curiosidad. El mejor entretenimiento de este local, decían los entendidos, lo ofrecía Lamarckia misma.

Shankara nos condujo atravesando unas puertas gruesas de xyla hacia el aire fresco de una oscura habitación del fondo. Los sonidos de la cocina llegaban desde la izquierda. El ron surtía su efecto en mí, produciéndome una sensación nueva y nada desagradable.

Me senté con mis compañeros ante un escenario pintado de negro. Una mujer baja y esbelta de cabello castaño largo y mirada fija, que según algunos era la dueña, salió al escenario y se detuvo bajo una luz brillante. Hablaba con voz profunda y arenosa, sin mirar al público.

Algunos mascaban fibra, sin sabor pero aromatizada con edulcorante y ajo y rellena con un estimulante suave, y otros bebían más ron. La joven marinera de cara redonda se sentó junto a Shankara y se puso un plato de melaza en el regazo; comía despacio, mirando con ojos dubitativos pero interesados.

—Todos hemos vivido a la sombra de la silva —dijo la mujer con voz monocorde—. A todos nos han tomado muestras, y la silva nos conoce. ¿Pero podemos conocer la silva? Hay curiosidades, peculiaridades. Las zonas, ricas en vida, ¿nos detestan? ¿Notan nuestra existencia? ¿Pueden ver y pensar, o son ciegas como piedras? A veces nos sentimos envueltos en el seno de una madre desatenta, y lloramos en sueños como niños. Hay misterios que nadie desentrañará jamás. Misterios absurdos, fenómenos inexplicables. ¿Cuántos han oído historias?

Se alzaron algunas manos, luego otras.

—Yo he oído historias —continuó la mujer, asintiendo para sí, en tono de confesión y repentinamente misterioso—. Historias increíbles. Aterradoras, extrañas, pero no... sorprendentes. ¿Hay algo que nos sorprenda en este mundo que hemos escogido? —comentó con cauto resentimiento, enarcando las cejas, haciendo ondear el cabello castaño.

Me así por ambos lados al asiento de mi silla. Una bruma de irrealidad me rodeaba, no a causa del ron sino del olor animal de los cuerpos de esa estrecha sala, el áspero lizbú entre los dedos, el suelo cubierto de trozos de hojas secas para absorber los líquidos derramados. El olor pegajoso de la fibra impregnaba el aire.

—Cuando mi esposo desapareció en Tasman Oriental, buscando curiosidades en la Zona de Baker, partí a buscarlo. Muchas semanas y meses en barco, luego pantanos densos, altas montañas...

—Adelante —gruñó un hombre barbudo, meciéndose en la silla, mascando fibra.

—Hasta encontrar... algo.

—¡Algo! —gritó despectivamente la multitud—. ¡Muéstranoslo!

—No está en salmuera —dijo la mujer, inclinándose hacia la multitud, extendiendo las manos, disfrutando de su melodrama—. Ni metido en un frasco.

—No es como nosotros —gritó un hombre, y la multitud se burló de sí misma con humor perverso.

BOOK: Legado
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