Nos desperdigamos por las colinas. Yo cogí un sombrero de fibra y un saco para especímenes pequeños.
Me caí dos veces antes de acostumbrarme al terreno, y me pelé los nudillos y las rodillas. Pensé que el mejor lugar para encontrar vástagos fijos sería unos cientos de metros tierra adentro. Me los imaginé tomando el sol entre las piedras. Piensa en la energía. Un ecos administra la energía igual que cualquier organismo. Luz, aire, agua, minerales. Vástagos adaptados para aprovechar específicamente ciertos nichos por la energía y la materia prima que aportan.
Avancé por caminos de arena negra entre un laberinto de fragmentos de lava, y examiné las zonas que permanecían a la sombra bajo los salientes, raspando la arena con las botas, escarbando con una pequeña pala. Nada. Cuando hubo pasado la media hora, nos reagrupamos en la playa. Salap se cubrió los ojos para protegerse del sol y miró nuestros sacos vacíos.
—Conque el ecos se está ocultando o... —Calló, negándose a especular en voz alta—. Encontraremos el camino de Shulago a poca distancia de aquí, si no se ha borrado. Hay un pequeño valle al pie del monte Jiddermeyer. Es una buena caminata, pero creo que podemos encontrarlo y regresar antes que el capitán empiece a preocuparse.
Nos miró enigmáticamente, como un conspirador. Detecté cierta rivalidad. Salap quería explorar la isla por su cuenta.
Mientras bajábamos por la playa y buscábamos el sendero, Shatro recogió un jirón correoso y nos lo pasó para que lo examináramos. Pardo y reseco, todavía conservaba algunas hebras en los orificios.
—Parte de un zapato —sugirió Randall.
—No es un vástago —dijo Shatro.
—Decepcionante —dijo Salap, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué ha sucedido aquí?
No encontramos marcas, pero un sendero arenoso entre las rocas parecía prometedor. El sendero subía por el flanco de la montaña y daba la vuelta a un afloramiento de andesita.
—Es la senda de Shulago, pero los arbóridos ya no están —dijo Salap, señalando círculos vacíos de piedra y depresiones cónicas en el terreno—. Cuando estaban los arbóridos, empujaron las rocas y echaron raíces. Se han marchado o han muerto.
Avanzamos cien metros por el sendero, bordeamos el afloramiento y luego cruzamos unas piedras caídas, algunas de las cuales formaban arcos sobre el camino. El sol me calentaba los brazos y me hacía sudar. Me sentía triste y soñoliento.
Al cabo de cuatro kilómetros, unos tallos rojos y azules asomaron sobre una loma.
—Al fin —dijo Randall—. Algo vivo.
Más allá de la loma había un bosquecillo de arbóridos pequeños, macizos, semejantes a palmeras. Las hojas puntiagudas se extendían sobre troncos redondos formando un casquete velludo. Raíces pardas y traslúcidas formaban nidos sobre el suelo entre los arbóridos, y a lo largo de las raíces reptaban lustrosos vérmidos anaranjados, criaturas semejantes a gusanos de cuatro centímetros de longitud.
Nos detuvimos en el linde de aquella silva lamentable y limitada. Randall, Shatro y Salap examinaron rápidamente los vástagos, tomando notas en la pizarra de Salap. No reconocí a ninguno de ellos por las ilustraciones y fotos de las expediciones de Jiddermeyer o Baker-Shulago.
—Hay grandes diferencias —comentó Salap—. Flujo y reemisión de nuevos vástagos. La isla ya no es hospitalaria.
—¿Competencia? —preguntó Shatro—. ¿Guerra... sexación?
Salap miró al cielo y sacudió la cabeza.
—En la isla de Martha había un solo ecos, y estamos a mil seiscientos kilómetros de Tierra de Elizabeth, a dos mil cuatrocientos kilómetros de Hsia. Los vástagos de los ecoi pelágicos no se alejan de las islas y las plataformas continentales, salvo los desdichados que se pierden. Y Shulago, Baker y Jiddermeyer dijeron que el ecos de la isla de Martha dominaba su zona, hasta cien millas de tierra. Estaba bien protegido. ¿Cómo pudo haber sexación, y menos una invasión?
Shatro aún tenía la esperanza de que su idea fuera cierta.
—Vimos corredores de Petain, o quizá de Hsia o Tierra de Efhraia. ¿Por qué están aquí, a menos que una zona intuya una oportunidad?
—¿Qué oportunidad? —preguntó Salap de mal humor—. Esto está vacío, ser Shatro. Una zona se ha marchitado aquí. Está en decadencia.
—Vejez —sugerí, en parte para que Salap no siguiera atacando al infortunado Shatro.
Salap miró al cielo con enfado pero no dijo nada. Siguió caminando entre los arbóridos hasta el fondo del pequeño valle.
El aire estaba más fresco y húmedo a la sombra de los arbóridos. No olía a nada en particular. Toqué los troncos y hojas mientras pasábamos, pero no se abrieron estomas. Parecía haber sólo dos clases de vástagos, los arbóridos y los vérmidos.
—No han enviado reconocedores —dijo Randall mientras descendíamos hacia el valle.
—Yo no los echo de menos —comentó Shatro.
—Pero es significativo —dijo Randall—. Tal vez el ecos ya no sienta curiosidad. Nunca me había pasado.
—Sólo hemos estado aquí unos minutos —dijo Shatro, mirando a su alrededor—. Quizás estén esperando el momento adecuado.
El sendero se ensanchaba en una franja arenosa. En el centro de la franja, un parapeto de piedras de lava rodeaba una laguna clara y chispeante. Un manantial burbujeaba a un lado, y las aguas ondeaban sobre un lecho de arena negra que titilaba al sol. Desde el manantial amurallado hasta el bosquecillo, unos pedruscos de lava rojiza marcaban un sendero.
—No son vástagos —dijo Randall—. Alguien vive aquí.
Regresamos al bosquecillo por el sendero marcado. A cincuenta pasos del manantial, una casa gris y castigada por la intemperie se levantaba sobre estacas, rodeada por arbóridos rosados y grises. El techo era de una piel grisácea, al igual que las paredes. El resto de la tosca estructura consistía en vigas de xyla rosada.
Al oír nuestras voces, salió una mujer vestida con ropa parda, de rostro pálido y cabello negro y largo veteado de gris. Calculé que tendría setenta años. Nos miró con sus ojos claros. Tenía la tez oscura y las piernas huesudas y movía la boca como si buscara las palabras bajo la lengua.
—Soy Liasine Trey Nimzhian —graznó. Se aclaró la garganta y repitió el nombre—. Vivo aquí. ¿Qué queréis?
—¿Estás sola? —preguntó Randall.
—No te alarmes, ser Nimzhian —dijo Salap, tocando a Randall en el hombro—. Es un honor conocerte. No sabía que todavía estabas aquí. —Susurró algo al oído de Randall.
La mujer nos miró uno por uno con los ojos desorbitados.
—Mi esposo murió hace cinco años. He vivido sola desde entonces. Las voces y las caras humanas me desconciertan.
Salap nos presentó y explicó:
—Liasine Trey Nimzhian y Yeshova Nakh Rassik habían sido dados por muertos. Eran investigadores de Baker y Shulago.
—No elegimos quedarnos —dijo Nimzhian, extendiendo las manos—. ¿Tenéis un barco? Claro que sí. Me encantaría ver un barco o... cenar con el capitán.
—Será un privilegio para nosotros —dijo Salap con una reverencia.
Esa noche la mayor parte de la tripulación se sentó a comer lo mejor que Prey el cocinero podía ofrecer a bordo del Vigilante. Me senté a la mesa vecina a la del capitán, con Randall, el segundo oficial y los investigadores, entre ellos Shatro. Nimzhian se sentó con el capitán y Salap y las marineras Talya Ry Diem y Shirla, que estaban a la mesa para hacerla sentir cómoda. Las mujeres la trataban como si fuera una anciana venerable. Liasine Nimzhian pareció caer en trance aun antes de que empezara la cena.
—Tanto tiempo... —murmuró—. Esto me parece maravillosamente elegante. Han pasado años desde que comí comida humana. ¡Pan! ¡Y cuántas noticias! No puedo creer que me haya perdido tantas cosas.
—Tu historia debe ser extraordinaria —dijo el capitán.
Ella se irguió con orgullo.
—He vivido en nuestra isla durante doce años. Los primeros años fueron buenos, pero después de la muerte de mi Yeshova... casi todo fue trabajo. —Se inclinó hacia el capitán—. Vosotros seguís el itinerario de Baker y Shulago. Queréis circunnavegar Lamarckia.
—En efecto, —Eso explica el interés de ser Salap por la isla de Martha. ¿Quién se desviaría tanto para visitar un sitio tan solitario? Bien, pues, tengo una historia que contar. Es acerca de secretos, y de la muerte de la única criatura viviente que, aparte de mi esposo, he llegado a conocer y amar.
»Mañana os mostraré dónde sucedió y tal vez entre esta noche y mañana pueda explicaros por qué.
Después de la comida fuimos a la toldilla para sentarnos bajo las estrellas y escuchar la historia de ser Nimzhian.
—Cuando me uní a la expedición de Baker y Shulago, yo era una agro, una especialista en granjas. Había aprendido a desarrollar cultivos terrestres sin perturbar los ecoi ni provocar una reacción defensiva. Algo que hoy es infrecuente, sospecho, pero que entonces era muy común. Mi mentor era Yeshova, el hombre que llegaría a ser mi esposo. Yeshova —repitió, paladeando el nombre con una sonrisa—. El creía que yo podía enseñar a Baker y a Shulago un par de cosas sobre la especialización en los ecoi.
»Nos hicimos a la mar con dos buques, el Hanno y el Himilco. Eran más pequeños que éste, y estaban peor preparados. Baker y Shulago ahora serán héroes y mártires para muchos. Acabo de enterarme de que nunca regresaron, que sólo Chuki logró regresar en la nave más pequeña. —Hizo una pausa y trató de calmarse. Con una mano en el cuello, acariciándose distraídamente la piel arrugada, ordenó sus pensamientos—. No parece tanto tiempo. Mi vida ha sido monótona durante los últimos años.
«Sabéis que viajamos desde Athenai hasta el continente septentrional, donde no crece ningún ecos, y de allí a Hsia. Navegamos junto a la costa oeste de Hsia, y luego hacia el sur, hasta el estrecho de Cook; hallamos un pasaje y descubrimos seis zonas más en las islas de Cook, ecoi pequeños y sencillos en comparación con Tierra de Elizabeth y Hsia.
«Capturamos especímenes, los diseccionamos, y dondequiera que íbamos los ecoi sentían curiosidad. A mí me picaron treinta y tres reconocedores. —Alzó los brazos para mostrarnos pequeñas marcas, del tamaño de huellas digitales. También señaló las marcas que tenía en el cuello y se alzó la túnica para mostrarnos varias en las piernas y los tobillos—. Seguimos por la costa este de Efhraia hasta el punto más meridional, que denominamos cabo Manu, por nuestro navegante. Rodeamos el cabo Manu y regresamos al Mar de Darwin en vez de navegar por los helados mares del este en invierno.
Miró a su público, el rostro sumido en sus recuerdos.
—Fue una travesía difícil. Siete tripulantes murieron en accidentes, mi hermano entre ellos. No podíamos luchar contra los vientos al sur de las islas Shaft. No podíamos cruzar en esa dirección, pues se nos estaba terminando la comida. Recalamos en las islas Shaft. Shulago no quería regresar a Jakarta, aunque estaba a sólo seiscientas millas. Hay pequeños poblados agrícolas en las islas Shaft. Los visitamos. Afortunadamente conseguimos provisiones suficientes para continuar.
—Todos los isleños murieron durante la hambruna del veintiséis —dijo Salap.
Nimzhian tenía una expresión ausente, como si aquel detalle no significara nada para ella, y al fin dio lo que consideró una respuesta amable.
—Lo lamento. Eran buena gente, muy ansiosa de escuchar nuestras historias. Creían que Baker y Shulago eran héroes. Creían que todos éramos héroes. Pero únicamente estábamos cansados y hambrientos.
Nimzhian parecía reacia a continuar.
—Navegasteis al norte... eso dicen los diarios de Chuki —la acució el capitán.
Nimzhian se frotó las manos.
—Baker y Shulago discutieron. Parecían monos furiosos en una jaula demasiado pequeña. Pero insistían en vivir a bordo del mismo barco. Querían vigilarse mutuamente.
«Baker quería virar al oeste, rodeando el cabo Magallanes, pero Shulago afirmaba que no era el momento propicio, que los vientos del oeste nos matarían. Tal vez tuviera razón. Lo cierto es que navegamos hacia el norte, para dirigirnos al oeste entre Tasman y Tierra de Elizabeth. Mi esposo discutía continuamente con Baker. Encontramos la isla de Martha por accidente. Yeshova pensó que podíamos pasar años provechosos estudiando allí. Bien. Nuestro deseo se cumplió.
Calló de nuevo, tensando la mandíbula, y miró el círculo de rostros, sonriendo y sacudiendo la cabeza.
—Baker era un hombre muy desagradable —dijo—. Debía pensar que Yeshova era una influencia demasiado incómoda. Dispuso que fuéramos juntos a la costa. Las naves zarparon mientras estábamos en tierra. No se qué les contó a los tripulantes.
—Los diarios se perdieron —dijo Salap—. Chuki no lo menciona.
—Bien, Chuki zarpó antes que el Hanno nos abandonara. Al principio estábamos muy atemorizados. Sabíamos que tres tripulantes de Jiddermeyer se habían perdido aquí una década antes. Nunca los encontramos. —Se frotó los ojos con los dedos de una mano, parpadeó a la luz de los fanales eléctricos—. En cierto sentido, Baker nos hizo un favor. Aquí hemos tenido una buena vida. Martha provee. Nunca corrimos peligro de morir de inanición, aunque a menudo tuvimos hambre, y a veces nos pusimos enfermos por no comer lo debido. Llegamos a amarla. Nunca nos aburrió. A veces Yeshova se preguntaba si alguna vez se descubriría nuestro trabajo. Nos preguntábamos por qué nadie regresaba a la isla de Martha. Pero no éramos desgraciados.
—No ha habido ninguna expedición desde entonces —dijo el capitán—. La isla no se encuentra en ninguna ruta de navegación, y de cualquier modo hoy en día no circulan muchos barcos por el Darwin, a menos que sean brionistas.
Nimzhian no reconoció ese nombre.
—Baker y mi esposo confirmaron que las teorías de los primeros topógrafos y de Jiddermeyer eran correctas. La única explicación plausible de la naturaleza biológica de Lamarckia es la herencia de rasgos adquiridos. No obstante, «herencia» no es la palabra adecuada. Jiddermeyer había especulado acerca de los diseñadores y observadores, que tomaban los especímenes recogidos por los reconocedores y los ladrones y los estudiaban. Hemos añadido más detalles a esa teoría.
«Hemos visto morir un ecos. Hemos visto sus preparativos para la muerte. La isla desolada... Nos reveló su esqueleto, en cierto sentido...
—¿Y había una madre seminal, una reina? —preguntó el capitán.
—Os lo mostraré por la mañana —dijo Nimzhian. Sonrió y se meció en la silla, disfrutando del interés de su público—. Supongo que querréis explorar la isla antes de proseguir vuestro viaje.