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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (18 page)

BOOK: Lázaro
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—Viajaré tranquilamente al norte para ver a mis parientes italianos, y después volveré a Londres.

—¿Cómo desea el pago?

—Francos suizos en Zürich, si es posible.

—Como el dinero provendrá del Vaticano, todo es posible. ¿Cuándo se marcha?

—Dentro de dos días, quizá tres. El embajador británico me ha invitado a comer. Quiere aprovechar mi presencia… y no lo critico, porque estaré comiendo del dinero que yo mismo pago en concepto de impuestos. Pero antes de viajar desearía invitarles a usted y a Tove. Elijan el lugar. Yo pagaré la cuenta.

—De acuerdo. ¿Desea venir conmigo y echar una rápida ojeada a nuestro paciente? Seguramente ya lo han instalado, y ese monseñor irlandés, su secretario, insiste en hablar personalmente con usted…

Monseñor Malachy O’Rahilly estaba fatigado y deprimido. La excitación del vino y el sentimiento de su propia virtud que le habían sostenido durante la reunión en la Secretaría ahora se habían convertido en las cenizas grises del remordimiento. Había llegado a la clínica en el momento mismo en que trasladaban al Pontífice a la sala de operaciones, y había pasado tres largas horas recorriendo el terreno circundante bajo los ojos vigilantes de hombres armados.

Incluso antes de la emisión del comunicado de Salviati, había telefoneado al secretario de Estado para decirle que la operación había sido un éxito. Su Eminencia había retribuido la gentileza con un breve resumen del asunto De Rosa, y la recomendación de que no se comunicara a Su Santidad ninguno de los informes periodísticos que probablemente tendrían su cuota de exageración hasta que el Pontífice se hubiese recobrado lo suficiente. O’Rahilly interpretó la orden como un reproche a sus indiscreciones y deseó que hubiese alguien como Matt Neylan, ante quien pudiese realizar una confesión fraterna.

De modo que cuando estuvo junto al lecho del Pontífice con Salviati y Morrison, se mostró desconcertado e incómodo. Su primer comentario fue una trivialidad.

—El pobre hombre parece tan… tan vulnerable.

Morrison le tranquilizó con palabras animosas. —Está muy bien. Todo el procedimiento ha sido un ejercicio de libro de texto. Ahora no hay nada que hacer excepto vigilar la pantalla.

—Por supuesto, tiene razón. —O’Rahilly aún sentía la necesidad de apuntalar su propia dignidad—. Me preguntaba si sería conveniente repasar las instrucciones de seguridad con usted, profesor Salviati; de ese modo podré tranquilizar al secretario de Estado y a la Curia.

—¡No es posible, monseñor! —Salviati habló secamente—. La seguridad no es asunto suyo, ni mío. Debemos dejarla en manos de los profesionales.

—Pensaba únicamente que…

—¡Basta, por favor! Todos estamos fatigados. Yo no le digo cómo debe escribir las cartas del Papa. No me diga cómo administrar mi clínica. Por favor, monseñor.

—Lo siento. —Malachy O’Rahilly se moderó, pero no guardó silencio—. Yo también he pasado una mala noche. No dudo de que las medidas de seguridad sean perfectas. No he podido caminar diez metros por el jardín sin toparme con el cañón de un arma. ¿Cuándo podrán venir visitas para Su Santidad?

—De un momento a otro. Pero él carecerá de lucidez por lo menos en las próximas treinta y seis horas. E incluso después, su atención estará sujeta a ciertos límites, y no podrá controlar bien sus emociones. Advierta a su gente que no espere demasiado, y que abrevie las visitas.

—Eso haré. Deberían saber una cosa más…

—¿Sí?

Y eso fue todo lo que Malachy O’Rahilly necesitó para volcar la historia del suicidio de De Rosa, la muerte de sus hijas y las macabras exequias que había preparado en su casa.

Morrison y Salviati le escucharon en silencio; después Salviati abrió la marcha fuera de la unidad de cuidados intensivos hacia el corredor. Estaba profundamente impresionado, pero su comentario fue cuidadosamente controlado.

—¿Qué puedo decir? Es una situación trágica y desastrosa, y un lamentable despilfarro de vidas humanas.

—Deseamos vivamente —Malachy O’Rahilly se sentía feliz de ser otra vez el centro de atención—, deseamos vivamente que Su Santidad no conozca estas novedades, por lo menos hasta que tenga fuerzas suficientes para afrontarlas.

Salviati desechó la idea con un encogimiento de hombros.

—Monseñor, estoy seguro de que no lo sabrá por nuestro personal.

A lo cual James Morrison añadió un seco recordatorio.

—Y no podrá sostener, y mucho menos leer, un diario en varios días.

—De manera que, monseñor, deben ustedes cuidar lo que digan sus propios visitantes. —Salviati ya se dirigía a los ascensores—. Ahora debe disculparnos. Hemos tenido una mañana muy atareada; y aún no ha terminado.

También Antón Drexel tenía una mañana activa; pero mucho más serena. Se levantó temprano, dedicó un rato a la meditación matutina, dijo misa en la minúscula capilla de la villa con su vinatero como acólito y los residentes de la casa y la colonia que deseaban asistir. Había desayunado con café y bollos horneados en la casa, y miel de sus propias colmenas. Ahora, vestido con prendas de trabajador, un ancho sombrero de paja sobre los cabellos blancos y un canasto al brazo, realizaba el recorrido de los huertos, cortando alcachofas frescas, arrancando lechugas y rábanos, recogiendo tomates rojos y melocotones blancos, y los grandes frutos amarillos que los habitantes locales llamaban «caquis».

Su acompañante era un niño flacucho y desmañado de cráneo hidrocefálico, que estaba arrodillado entre las hileras de habas, sosteniendo una grabadora sobre la que de tanto en tanto murmuraba ciertas palabras rúnicas de su propia invención. Drexel sabía que después los sonidos serían transcritos al registro escrito de un experimento mendeliano sobre la hibridación de las fave, las anchas habas que florecían en el suelo blanco al pie de la colina. El niño, llamado Tonino, tenía sólo quince años, pero bajo la tutela de un botánico de la Universidad de Roma ya estaba profundizando los principios de la genética vegetal.

La comunicación verbal con Tonino era difícil, y lo mismo podía decirse de muchos de los niños de la colonia, pero Drexel había desarrollado la técnica de escuchar pacientemente, y un lenguaje de sonrisas y gestos y caricias aprobadoras, todo lo cual en cierto modo parecía bastar a esos genios enjutos y tullidos cuyo coeficiente intelectual, como él bien sabía, era muy superior al que podía poseer el propio Cardenal Drexel.

Mientras ejecutaba las tareas sencillas y satisfactorias del campo, Drexel meditó acerca de las paradojas, humanas y divinas, que se le presentaban en ese hermoso día del Veranillo de San Martín. Se vio él mismo claramente como un hornbre de la transición de una Iglesia en crisis, un hombre cuyo tiempo ya se agotaba, y que pronto sería juzgado por lo que había hecho y lo que había dejado sin hacer.

Su principal talento había sido siempre el talento del navegante. Sabía que era imposible navegar de cara al viento o enfrentar de proa las aguas del mar. Había que elevarse y descender, recibir de costado las grandes olas, a veces buscar refugio y siempre contentarse con llegar en tiempo oportuno.

Siempre había rehusado comprometerse en los combates de los teólogos, y se contentaba aceptando la vida como un misterio, y la Revelación como una antorcha que le permitía explorar aquél. A sus ojos, la fe era el don que hacía aceptable el misterio; y por su parte, la esperanza determinaba que fuese soportable, y el amor aportaba alegría incluso en la penumbra de la ignorancia. De ningún modo creía en la eficacia de la
Romanità
, la antigua costumbre romana de prescribir una solución jurídica a todos los dilemas humanos, y después asignar a cada solución un carácter sagrado bajo el sello del magisterio.

Su método para lidiar con la
Romanità
—y salvaguardar su propia conciencia— había sido siempre el mismo. Formulaba la protesta, claramente pero ajustándose al protocolo más riguroso, defendía su causa sin pasión y después se sometía en silencio al veredicto del Pontífice o de la mayoría curial. Si le hubiesen desafiado a justificar dicho conformismo —¡y ni siquiera el Pontífice deseaba un enfrentamiento con Antón Drexel!— habría contestado con razonable veracidad que el conflicto franco en nada le habría beneficiado o favorecido a la Iglesia, y que si bien podía sentirse feliz de renunciar y convertirse en cura rural, no veía virtud en la abdicación, y menos aún en la rebelión. En su vida oficial se atenía al lema de Gregorio el Grande:
Omnia videre, multa dissimulare, pauca corrigere
. Verlo todo, reservarse muchas cosas y corregir unas pocas.

Pero en su vida privada e íntima en la villa, con los niños, los padres de éstos y los maestros, ya no contaba con el lujo o la protección del protocolo y la obediencia. En un sentido muy especial, era el patriarca de la familia, el pastor del minúsculo rebaño, hacia quien todos volvían los ojos en busca de guía y decisión. Ya no podía disimular los hechos evidentes de una creación dura y cruel, ni el carácter casual de la tragedia humana. Ya no podía sugerir una actitud de aprobación personal frente a la prohibición de los anticonceptivos artificiales, ni sostener que todos los matrimonios concertados formalmente en la Iglesia eran por su naturaleza cristianos, tenían su correlato en el cielo y por lo tanto eran indisolubles. Ya no estaba dispuesto a formular un juicio ético definitivo sobre el deber de un médico que se encontraba frente a un recién nacido monstruoso, o de la conciencia de una mujer desesperada por interrumpir un embarazo. Se irritaba cuando se silenciaba o censuraba a los teólogos o filósofos a causa de sus intentos por ampliar la comprensión de la Iglesia. Libraba una prolongada guerra de desgaste contra los secretos y las injusticias del sistema inquisitorial, que aún sobrevivía en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Veía que él mismo insistía cada vez más en la libertad de la conciencia esclarecida y la necesidad constante de compasión, caridad y perdón que se manifestaban en todas las criaturas humanas.

Éstos eran los conceptos que intentaba difundir entre sus amigos de alta jerarquía, y en definitiva transmitir al Pontífice, si éste decidía pasar un tiempo con los niños de la colonia. Por esas cosas ofrecía su misa cotidiana y sus oraciones nocturnas. Por eso trataba de preparar la mente y el espíritu en esas cavilaciones murmuradas en el huerto estival. Incluso su recolección de los frutos del verano formaba el texto de su discurso frente a los niños y sus maestros, reunidos en el prado para beber el café matutino.

—…Ya lo veis, hay un orden incluso en lo que se nos presenta como un cataclismo. Ese lago Nemi fue antes un volcán activo. Esta tierra en otro tiempo estaba cubierta de cenizas, piedra pómez y lava negra. Ahora es dulce y fértil. No vimos el cambio. Si lo hubiésemos visto, no habríamos comprendido lo que estaba sucediendo. Habríamos intentado explicar el fenómeno apelando a mitos y símbolos… Incluso ahora, con todo nuestro conocimiento del pasado, todavía nos parece difícil distinguir entre los hechos históricos y los mitos, porque los propios mitos son parte de la historia… Por esta razón nunca debemos temer la conjetura, y jamás, jamás temer a quienes nos exhortan a contemplar lo que nos parece imposible, a examinar las antiguas fórmulas en busca de nuevos sentidos. Creedme, es más fácil que nos traicionen nuestras certidumbres que nuestras dudas y expresiones de curiosidad. Creo que la mitad de las herejías y los cismas jamás habrían sucedido si los cristianos hubiesen estado dispuestos a escucharse unos a otros con paciencia y caridad, en lugar de esforzarse por convertir los misterios divinos en teoremas geométricos que podían inculcarse con escuadra y compás… Escuchad ahora, amigos míos, lo que los Padres del Concilio Vaticano II han dicho acerca de nuestras peligrosas certidumbres: «…Si la influencia de los hechos o de los tiempos ha conducido a fallos de la conducta, en la disciplina de la Iglesia, o incluso en la formulación de la doctrina (la cual debe distinguirse cuidadosamente del caudal mismo de la fe) dichos fallos deberían ser corregidos adecuadamente en el momento apropiado». …Pero, ¿qué intento decir precisamente con todas estas palabras? Soy un hombre viejo. Me atengo a la antigua fe apostólica. Jesús es el Señor, el Hijo del Dios vivo. Fue encarnado. Sufrió y murió por nuestra salvación, y al tercer día Dios le resucitó de nuevo. Todo lo que veo en este jardín es un símbolo de ese nacimiento, de la muerte y la resurrección… Todas las verdades que han sido enseñadas siempre en el seno de la Iglesia emanan de ahí. Todos los males que han sido infligidos siempre en la Iglesia fueron un modo de oponerse a ese episodio redentor… De modo que no me pidáis que los juzgue, hijos míos, familia mía. Permitidme sólo que los ame, como Dios nos ama a todos…

La charla concluyó con la misma informalidad con que había comenzado. Drexel se acercó a la amplia mesa sobre caballetes, donde una de las mujeres le ofreció café y un bizcocho dulce. Y entonces advirtió la presencia de Tove Lundberg, que estaba de pie a pocos pasos de distancia, acompañada por James Morrison. Tove Lundberg le presentó a Drexel. Morrison le dedicó un escueto cumplido.

—Eminencia, he sido sordo a los sermones durante muchísimos años. Pero éste me ha conmovido profundamente.

Tove Lundberg explicó la presencia de ambos.

—Sergio deseaba que se le informase personalmente que la intervención quirúrgica ha tenido éxito… Y he creído que James debía ver lo que usted está haciendo aquí por Britte y los niños.

—Un gesto muy amable. —Drexel sintió como si le hubiesen quitado de los hombros un gran peso—. Supongo, señor Morrison, que eso significa que no ha habido consecuencias imprevistas, un ataque, daño cerebral, ese tipo de cosas.

—Nada que podamos ver o prever en este momento.

—¡Loado sea Dios! ¡Y también ustedes, hombres inteligentes!

—Pero tenemos algunas noticias lamentables.

Tove Lundberg le explicó el asunto de De Rosa, de acuerdo con la información suministrada por monseñor O’Rahilly. La cara de Drexel cobró súbitamente una expresión sombría.

—¡Impresionante! ¡Es absolutamente vergonzoso que haya podido permitirse una tragedia como ésta! Hablaré del asunto con los dicasterios comprometidos y con el Santo Padre cuando se haya recobrado bastante. —Se volvió hacia James Morrison—. Doctor Morrison, los burócratas son la maldición de Dios. Lo registran todo y no entienden nada. Inventan una matemática espuria gracias a la cual todos los factores humanos se ven reducidos a cero… —Más serenamente, dijo a Tove Lundberg:— Imagino que el profesor Salviati se ha sentido muy conmovido.

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