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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (43 page)

BOOK: Latidos mortales
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Ramírez asintió para sí mismo y luego le dio la vuelta a la última silla que quedaba libre en la mesa y se sentó a horcajadas, dejando un brazo en su espalda. Morgan le tendió la última cerveza y él la cogió.

—Por los ausentes —murmuró Luccio levantando su cerveza.

Me parecía una buena razón para brindar. El resto de nosotros murmuró:

—Por los ausentes.

Dimos un trago.

Luccio se quedó mirando la botella de cerveza durante un momento.

Esperé a que terminase el elocuente silencio y luego dije:

—Bueno, lo de hacerme centinela es una broma, ¿no?

Luccio se tomó un segundo para seguir saboreando la cerveza y luego arqueó una ceja sin quitar la vista de la botella.

Mac volvió a sonreír detrás de la barra.

—No es una broma, centinela Dresden —dijo Luccio.

—A pesar de que a muchos nos encantaría que lo fuera —añadió Morgan.

Luccio lo miró con sutil desaprobación y Morgan retomó su silencio.

—¿Cuánto ha oído sobre los últimos acontecimientos de la guerra?

—Durante los últimos días nada —le dije—. Nada desde mi último informe. Ella asintió.

—Eso creía. La Corte Roja ha puesto en marcha una ofensiva contundente. Es la primera vez que han concentrado sus esfuerzos para interrumpir nuestra comunicación. Sospechamos que muchos de los magos no han recibido los avisos de nuestros mensajeros habituales.

—Entonces, ya habían encontrado debilidades en las líneas de comunicación —le dije—, ¿y esperaron para explotarlas cuando más nos doliera?

Luccio asintió.

—Exacto. El primer ataque fue en El Cairo, en nuestro centro de operaciones de allí. Se llevaron a varios centinelas, incluido el veterano jefe de la región.

—¿Vivo?

Asintió.

—Sí. Sufrió un trato inaceptable.

Cuando los vampiros te mantienen vivo no es para agasajarte con helados. Esa era una de las más grandes pesadillas de la guerra contra la Corte Roja. Si el enemigo te capturaba, podría hacerte mucho más daño que si te mataba.

Te podrían convertir en uno de ellos.

Si se las arreglaban para convertir a un centinela, especialmente a uno de los capitanes veteranos, tendrían acceso a la más valiosa y secreta información, por no hablar del hecho de que podrían adquirir, de manera efectiva y de muchas maneras, un mago de su propiedad. Los vampiros no usan la magia de la misma forma que los magos mortales. Ellos acceden al mismo pozo repugnante de poder que utilizan Kemmler y los que son como él. Pero por lo que sé, la habilidad se mantiene. Un mago convertido sería una amenaza letal para los centinelas, para el Consejo y para todos los mortales. Nunca hablábamos de aquello, pero era una especie de comprensión silenciosa que se establecía entre los magos a través de la que pactábamos que nunca nos secuestrarían vivos. Y el mismo miedo silencioso nos transmitía que aquello podría pasar.

—Fue tras ellos —probé suerte.

Luccio asintió.

—Un ataque muy serio. Madrid, Sáo Paulo, Acapulco, Atenas. Atacamos sus fortalezas en todos esos lugares para conseguir información sobre los lugares donde retienen a los prisioneros. Nos enteramos de que los tenían encarcelados en Belice.

Señaló con la mano a Morgan.

—La información que habíamos obtenido indicaba la presencia de los miembros más poderosos de la Corte Roja, incluyendo al Rey Rojo. El Merlín y el resto del Consejo de Veteranos lucharon con nosotros —dijo Morgan en voz baja.

Aquello me hizo levantar las cejas. El Merlín, el líder del Consejo de Veteranos, era la mente más defensiva que existía. Había guiado al Consejo Blanco hacia el equivalente a una guerra fría con la Corte Roja. Había hecho que todos los movimientos fuesen cautelosos y que la disposición para acatar órdenes fuese nula, con la esperanza de poner tiempo de por medio y que la guerra diese paso a las negociaciones y a algún tipo de solución diplomática. Así que una acción ofensiva, como un asalto por parte del Consejo de Veteranos (los siete magos más viejos y más fuertes del planeta), era demasiado.

—¿Qué hizo que el Merlín cambiase de opinión? —pregunté discretamente.

—El mago McCoy —dijo Luccio—. Cuando se llevaron a nuestra gente fue quién más insistió al Consejo de Veteranos para que entrara en acción, incluyendo a la Anciana Mai y al Guardián.

Aquello tenía sentido. Mi antiguo mentor, Ebenezar McCoy, era miembro del Consejo de Veteranos. Tenía un par de amigos de toda la vida en el Consejo, pero eso no le daba una mayoría de apoyos. Si quería que se hiciese algo, tenía que hablar con alguien del grupo de El Merlín para ganarse sus votos. Eso, o bien convencer al Guardián, un mago que habitualmente se abstenía de votar, para que se pusiese de su parte. Si Ebenezar había convencido a la Anciana Mai y al Guardián para votar con él a favor de la acción, al Merlín no le habría quedado mucho donde elegir.

Y solo porque el Merlín fuese especialista en hechizos de protección y magia defensiva, no quería decir que no fuese capaz de darle una buena lección a quien se lo mereciese. No se llegaba a formar parte del Consejo Blanco recogiendo chapitas por las calles. Y a Arthur Langtry, el actual Merlín, se le solía considerar el hombre más poderoso de la tierra.

Había visto, con mis propios ojos, lo que Ebenezar McCoy era capaz de hacer. Un par de años atrás, había desactivado de la órbita un antiguo satélite soviético y se lo había puesto en el regazo al duque Ortega, el caudillo de la Corte Roja. Debió de cargarse a miles de vampiros cuando hizo aquello.

También había matado a personas. Utilizó la fuerza de la vida y de la creación para erradicar la vida de los mortales, las víctimas del poder de la Corte Roja. Y no era la primera vez que lo hacía. Supe que Ebenezar tenía un cargo que oficialmente no existe, el de asesino del Consejo Blanco. Era conocido como Cayado Negro y tenía licencia para matar y para romper las reglas de la magia cuando lo considerara necesario. Cuando me enteré de que violaba y atropellaba las mismas reglas que me había enseñado a obedecer, a confiar en ellas, me hirió tan profundamente que, en cierto modo, todavía sangraba.

Ebenezar había traicionado todo aquello en lo que yo creía. Pero aquello no cambiaba la circunstancia de que aquel viejo fuese el mago más poderoso que jamás hubiese visto en acción. Y por si fuera poco, era el más joven y el menos poderoso del Consejo de veteranos.

—¿Qué ocurrió? —pregunté en voz baja.

—No había ninguna prueba de la presencia del Rey Rojo ni de su séquito, pero aun así seguimos adelante con el ataque —dijo Morgan—. Asaltamos la fortaleza de los vampiros y recuperamos a nuestra gente.

Luccio torció el gesto y de repente mostró una expresión de amargo dolor.

—Era una trampa —dije despacio—, ¿verdad?

—Sí —contestó en voz baja—. Nos marchamos de allí y llevamos a nuestros heridos a la residencia de Sicilia.

—¿Y qué pasó después?

—Nos traicionaron —dijo ella. Sus palabras eran más cortantes que una pila de cristales rotos—. Alguien de nuestras filas debió informar a la Corte Roja de nuestra posición y nos atacaron aquella misma noche.

—¿Cuándo fue todo esto? —pregunté.

Luccio frunció el ceño y miró hacia Ramírez.

—Hace tres días, hora zulú —dijo Ramírez, también en voz baja.

—No he podido dormir —dijo Luccio—. Entre todo eso y el viaje me siento algo ida. —Dio otro trago de cerveza y continuó—: El ataque fue despiadado. Venían a por el Consejo de Veteranos y sus hechiceros se las arreglaron para mantenernos aislados en el Más Allá durante casi un día. Perdimos treinta y ocho centinelas aquella jornada, luchando por toda la isla de Sicilia.

Me quedé petrificado durante un momento. Estaba estupefacto. Treinta y ocho. ¡Estrellas y piedras!, solo había unos doscientos centinelas en el Consejo. Y no todos los centinelas tenían la clase de talento que los hacía peligrosos en una confrontación cara a cara. La mayoría. En un único día, la Corte Roja había matado a casi el veinte por ciento de nuestros guerreros.

—Pagaron por ello —murmuró Morgan—. Pero… parece que se han vuelto locos y

Están dispuestos a morir para conseguir matamos. Es inquietante. Aquel día vi desatarse cuatro maldiciones mortales diferentes. Vi a vampiros escalar montañas formadas por sus propios muertos sin detenerse siquiera un segundo. Por cada pérdida nuestra nos llevamos veinte de los suyos. —Cerró los ojos y su cara de amargura fue repentinamente invadida por una pena profunda y humana—. Siguen persiguiéndonos.

—Tenemos muchos heridos —dijo Luccio—. Muchísimos heridos. En cuanto el Consejo de Veteranos logró abrir el camino para salir del Más Allá, regresamos al reino de las hadas. Pero siguieron persiguiéndonos.

Me incorporé.

—¿Qué?

Morgan asintió.

—La Corte Roja nos siguió hasta adentrarse en territorio
sidhe
—dijo.

—Tenían que saberlo —dije en voz baja—. Tenía que saber que forzando un ataque en el reino de las hadas harían enfadar al
sidhe
. Declararon la guerra a ambos reinos, a Verano e Invierno.

—Sí —dijo Morgan con voz apagada—. Pero eso no los frenó. Nos volvieron a atacar cuando nos retirábamos. Y… —Miró a Luccio como si estuviera buscando su ayuda.

Ella le devolvió una mirada firme y dijo:

—Llamaron a los demonios para que los ayudaran. —Cogió aire despacio—. No a las simples bestias del Más Allá. Fueron al Mundo de las Tinieblas. Llamaron a los Intrusos.

Di un largo trago de la cerveza de Mac. Intrusos. Los demonios ya eran lo suficientemente malos, pero por lo menos estaba mágicamente familiarizado con ellos. El Más Allá, el mundo de los espíritus y de la magia que rodea al mundo de los mortales, está compuesto por todo tipo de seres. A la mayoría de ellos les traen sin cuidado los asuntos de los mortales y, para ellos, no somos nada más que una curiosidad remota e insignificante. Cuando los seres del mundo de los espíritus están interesados por lo que ocurre en el mundo de los mortales es por una buena razón. Aquellos a los que les gusta comernos, hacemos daño o, normalmente, asustarnos, son a los que los magos llamamos demonios, en general. Son muy malos.

De los Intrusos, sin embargo, se hablaba tan poco que podrían ser cualquier cosa salvo un rumor. No tenía muy claros todos los detalles, pero los Intrusos habían sido los sirvientes y los soldados de a pie de los Antiguos, una vieja agrupación de demonios o dioses que en algún momento reinó en el mundo de los mortales, aunque finalmente, al parecer, todos fueron expulsados, encerrados y alejados de nuestra realidad.

Había una regla específica de la magia que prohibía contactarlos: Jamás se osará abrir las Puertas Intrusas. Nadie quería ser el repentino sospechoso de haber abierto las puertas para que los Intrusos entraran en el mundo de los mortales. Los centinelas no rozaban ni un poco la idea de violar las reglas de la magia. Su verdadero propósito en esta vida era proteger al Consejo, en primer lugar, de aquellos que incumpliesen las siete reglas y, en segundo lugar, de todos los demás.

Eché un vistazo a la capa gris, doblada encima de la mesa, frente a mí.

—Creía que solo la magia mortal podía invocar a los Intrusos —dije en voz baja.

—Así es —contestó Luccio.

Se me revolvió un poco el estómago. Alguien le había contado a la Corte Roja dónde encontrar al Consejo. Alguien había bloqueado su ruta de salida del Más Allá, de tal manera que los magos más poderosos del planeta habían necesitado un día entero para volver a abrirla. Y alguien había llamado a los Intrusos para que atacasen al Consejo Blanco.

«El Consejo ya no es lo que era», había dicho Cowl. «Está podrido por dentro. Se vendrá abajo. Pronto.»

—Los centinelas tuvimos que retroceder en la batalla contra la Corte Roja para que nuestros heridos pudiesen escapar hacia un lugar seguro —me explicó Luccio. Su voz vigorosa se contradecía con sus ojos cansados—. Ahí fue cuando nos echaron a los Intrusos encima. En ese momento perdimos otros veintitrés centinelas, en los primeros momentos del combate, y muchos resultaron heridos. —Se hizo el silencio mientras dio un largo trago de su cerveza. Se la terminó y la colocó de un golpe en el medio de la mesa. La ira salpicaba sus ojos—. Si los miembros del Consejo de Veteranos, McCoy y Liberty, no hubieran venido en nuestra ayuda, probablemente habríamos muerto todos allí mismo. Pero incluso con ellos nos las arreglamos para inmovilizarlos solo el tiempo suficiente para que el Guardián y el Merlín colocaran un hechizo de protección detrás de nosotros que nos dio tiempo para escapar.

—¿Un hechizo de protección? —le espeté—. ¿Me está diciendo que encerraron a un ejército entero de vampiros y demonios dentro de los muros de un hechizo?

¿Con uno nada más?

—Recoger chapitas de las calles no es suficiente para convertirte en el Merlín del Consejo Blanco —dijo Ramírez con voz seca.

Dirigí la mirada a Ramírez. Me sonrió y dio un trago a su cerveza.

—McCoy acabó herido —continuó Luccio.

Ramírez resopló.

—¿Y quién no?

—Carlos —respondió Luccio.

Levantó la mano como si estuviese renunciando y echó la espalda para atrás en la silla, pero sin dejar de sonreír.

—Hubo muchos heridos —prosiguió Luccio—. Pero como asaltaron la residencia de Sicilia, derivamos los peores casos a un hospital del Congo que está bajo nuestro control. —Se quedó mirando a la botella durante un segundo. Tenía la boca abierta pero enseguida la cerró. A continuación, cerró también los ojos.

Morgan frunció el ceño mirándola. Le puso la mano en el hombro y luego me miró a mí y dijo:

—Los vampiros lo sabían.

Me dieron ganas de vomitar. Tenía el estómago revuelto.

—Dios mío.

—Allí era de día —dijo Morgan—. Y el lugar era una fortaleza que se encontraba bajo la protección del Merlín. Los vampiros no tenían ninguna manera de localizarla desde el Más Allá. Y nada por debajo de un alto demonio podría haber atravesado la protección. —Su boca se torció y sus ojos brillaron con rabia y odio—. Lanzaron mortales contra nosotros. Contra hombres y mujeres que yacían tumba­ dos, heridos, inconscientes, indefensos en sus camas. —El odio parecía ahogarle la voz a cada momento.

—Pero… —empecé a hablar—. Mira, yo sé lo que es tener que enfrentarte a mortales que no quieres matar. Es difícil, pero a ellos no hay quien los pare. Hay que luchar. Ante las balas y los explosivos se puede uno defender.

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