La citación la recibí un viernes. Estuve inquieta ese fin de semana. No se me ocurría por qué podían querer hablarme. Le pregunté a Juani. Él tampoco tenía idea. No se había perdido ningún recreo, no había ido a la dirección ni había firmado el libro de disciplina. Lo seguía por toda la casa. «¿No le pegaste a nadie?, ¿no dijiste una mala palabra?» Entré al baño mientras se duchaba y volví a preguntarle. «Basta, mamá.» Terminó llorando. Llamé a una amiga a ver si ella también había sido citada. No, nadie la había llamado. Llamé a otra. Tampoco. Luego no llamé más, no quería que todo el mundo se enterara de no sabía bien qué. Igual se enteraron, en el torneo de tenis del fin de semana Mariana Andrade me dijo mientras cambiábamos de lado: «¿Así que te citaron del colegio para el lunes?». Y agregó: «En cualquier momento me citan a mí por la nena», refiriéndose a Romina, con quien Juani pasaba mucho rato. «¿Cómo supiste?» «Me contó Leticia Liporacce, me la encontré en el súper.» Y mientras yo pensaba quién se lo habría dicho a Leticia Liporacce, Mariana me metía un ace en el ángulo de la línea de saque, una pelota floja, fofa, tonta, casi un globo, pero que yo ni siquiera vi pasar.
El lunes a las nueve en punto estaba ahí. El
Lakelands
está a dos puentes de Altos de la Cascada. En algún momento fantaseamos con trasladarlo adentro de nuestro barrio, como en otros countries donde los chicos pueden ir al colegio en bicicleta o patines. «Sería tan lindo poder recuperar esa cosa de barrio de cuando éramos chicos», dijo Teresa Scaglia en la reunión de padres donde se presentó el proyecto. Pero hubo mucha resistencia, el colegio tenía ya demasiadas familias de otros barrios cerrados, y si bien ninguno aportaba tanto alumnado al
Lakelands
como nosotros, la matrícula de todos ellos juntos era una cifra que el colegio no se podía dar el lujo de perder. El edificio principal es donde funcionan la primaria y la administración. A un costado está el edificio de secundaria, y atrás el
kinder
. El colegio es virtualmente mixto. Virtualmente, porque si bien van mujeres y varones, no comparten ni las aulas ni el patio. Hay divisiones para niñas y divisiones para varones. Sólo en el
kinder
están juntos. El patio tiene un sector delimitado por una doble línea amarilla, como las que en la ruta indican «prohibido adelantarse», más allá de la cual no pueden pasar los varones hacia un lado y las niñas hacia el otro. Juani solía sentarse de un lado de la raya y Romina del otro, y hablaban con las señas del idioma de manos que usan los sordomudos. Una maestra malinterpretó un gesto de Juani y le prohibieron el intercambio con su amiga a través de la raya bajo amenaza de suspensión. Pero ni siquiera entonces me citaron, fue una comunicación por cuaderno, escrita en inglés, que tuve que pedirle a Dorita Llambías que me la tradujera. Cuando fui a inscribir a Juani por primera vez, le pregunté a la directora si la división se debía a alguna teoría pedagógica acerca de la psicología evolutiva y el aprendizaje de un sexo y otro. «Algo así», me dijo, «en el 89 tuvimos que incorporar varones, porque si no a las familias con muchos hijos se les complicaba el tema del traslado, ir y venir, los actos patrios superpuestos, y se perdían el descuento por hermano; los juntamos y ya, pero enseguida nos dimos cuenta de que fue un error, nos faltaba experiencia, las nenas se empezaban a sentar con las piernas abiertas, mostraban lo que no tenían que mostrar, decían malas palabras, y todas esas cosas típicas de varones. A los dos meses del inicio de las clases los habíamos separado y pintado la doble raya. Nos gusta jactarnos de tener muy buena capacidad de reacción para esas cosas».
Los tres edificios son de ladrillo a la vista, con amplias ventanas. Las medidas de seguridad se ven en cada detalle: todo en planta baja para evitar escaleras y ventanas en alto, picaportes redondos, vidrios de alta seguridad, aire acondicionado y calefacción central. Tiene tres canchas de rugby y dos de hockey, gimnasio, un quincho, salón de actos circular con gradas, una sala de video, laboratorios, salón de arte y de música. La biblioteca fue quedando chica, el colegio en su crecimiento le fue mordiendo pedazos para armar nuevas aulas, pero hay un proyecto de agrandarla en cuanto se pueda. Esperé sentada en la recepción. Los sillones de pinotea me resultaban duros. La secretaria me acercó un café y me pidió disculpas por la demora. Ronie no me quiso acompañar. «Debe ser una estupidez, Virginia, no me hagas cancelar mis cosas para ir a charlar con una psicopedagoga.» Y sus cosas eran algún proyecto o negocio millonario que no terminaba de concretarse, mientras yo cancelaba dos citas de la inmobiliaria que podrían haber producido una comisión que pagara las facturas de los servicios del mes. Terminé mi café, miré el reloj. Apenas habían pasado cinco minutos de las nueve cuando se abrió la puerta de la dirección. Las mujeres me sonrieron y me hicieron pasar, pero a pesar de sus sonrisas no parecían relajadas sino todo lo contrario. Dijeron dos o tres cosas de forma y luego fueron al punto. Tenían una reunión de docentes a continuación de la mía y no querían retrasarse. Me miraban de un modo tal que sentí, antes de que hablaran, que me compadecían. «Es un tema delicado, Virginia», dijo la directora, «prefiero que te explique Silvia, que te lo va a contar mejor que yo». Y la psicopedagoga me explicó. «Juani está inventando historias muy raras. Estamos preocupadas.» No entendí. «Historias… de connotación sexual, por llamarlas de alguna manera», trató de aclarar la directora. Quedé confusa. «Probablemente por influencia de algún tipo de sobreexcitación no adecuada para la edad», explicó otra vez la psicopedagoga. «¿Podrían ser más gráficas?» Lo fueron. Abrieron el cuaderno de Juani y me pidieron que leyera yo misma. Se trataba de una redacción. Su maestra le había pedido que escribiera bajo el título «Mis vecinos». Y Juani había escrito acerca de los Fernández Luengo. «Los para el lado de las canchas de tenis. Los de la
Path Finderr
negra y el Alfa Romeo Azul», los llamaba en su composición llena de faltas de ortografía. Contaba que sabía que tenían dos hijos que iban a su colegio aunque no se acordaba de los nombres. Y un perro del que sí sabía cómo se llamaba: Kaiser. «Así le gritan, ¡Kaiser, salí de ahí!, ¡Kaiser, deja eso o te rompo el (beep) a patadas!» Me alegré de que hubiera puesto beep y no culo, pero la alegría me duró poco. A Mónica, la mujer de Fernández Luengo, ni la nombraba. Se concentraba en él. En Fernández Luengo padre. «Yo al que más conozco es al papá de la familia porque es al que más veo. Me levanto y lo miro por mi ventana que está frente a su escritorio», decía. Contaba en su composición que lo veía siempre trabajar hasta tarde en la computadora, que siempre estaba prendida, de día y de noche. Y seguía: «A veces Fernández Luengo se saca la ropa y se vuelve a sentar delante de la compu sin nada. Deja la ropa tirada en el piso, hecha un bollo». Se quejaba de que en esa casa se pudiera mientras que a él lo obligábamos a ponerla en un tacho en el baño. Y remataba en el último párrafo: «Cuando está desnudo ya no agarra el mouse, baja las manos y se las mete entre las piernas. Yo lo veo de atrás o medio de costadito. Se toca y se toca. Se mueve como una hamaca y al final se queda quieto. Una noche mientras hacía eso entró Kaiser y le empezó a ladrar y mi vecino le tiró un zapatazo. Otra vez, en vez del zapatazo, se le tiró él encima, a Kaiser, y no lo largaba. Fin». Debajo había una ilustración de un señor gordo y desnudo montado arriba de un perro.
Quedé demudada. Las mujeres me miraban. No sabía qué decir. «Juani está viendo mucha televisión sólito?» Sí, siempre miró televisión solo, desde chico. «¿Puede ser que haya visto algún canal condicionado sin que ustedes se enteraran?» «No estamos abonados.» «¿Acostumbra mentir con cosas así o es la primera vez?» «No sé.» «¿Revisan el historial de la computadora?» «¿Qué es el historial?» Ellas tampoco sabían bien, pero la profesora de computación les había sugerido que me preguntaran. «¿Puede haber tenido acceso a páginas pornográficas?» «No sé, en casa no tenemos computadora, yo tengo la de la inmobiliaria.» «¿Y en casa de algún amigo?» «¿Toma mucha Coca Cola antes de ir a dormir?» «¿Alguna situación familiar que pudiera estar influyendo?» Estaba mareada. Presión baja, confusión, desconcierto, algo de todo eso, o todo eso junto me estaba nublando la vista y haciendo perder el equilibrio. «¿Un vaso de agua?» «No, gracias.» Me aconsejaron hacer una consulta con una psicóloga. Más que un consejo fue casi una orden. «Dado lo delicado del tema, tenemos que actuar cuanto antes. El tiempo es fundamental en una cosa así, tenemos que resolverlo lo más rápido posible, antes de que nadie venga a quejarse» «¿A quejarse quién? ¿Fernández Luengo?» «No, Fernández Luengo no se va a enterar. Cómo le vamos a decir una cosa así. Ni a él ni a nadie. Pero algunos de los compañeros de Juani vieron el dibujo. Y no podemos asegurar que ellos no lo comenten. Los padres sienten miedo ante estas cosas, sienten que puede haber algún tipo de amenaza sobre sus hijos, y nosotros les tenemos que dar la seguridad de que sus chiquitines no corren ningún riesgo.» ¿Chiquitines, dijo? «¿Y qué riesgo pueden correr?» «Por el momento nosotros creemos que ninguno que no podamos controlar, si no Juani ya no pertenecería a este colegio.» La enunciación de esa posibilidad fue un cachetazo. «Avísanos en cuanto tengas el informe de la psicóloga. ¿Alguna otra duda?» Di las gracias y me fui. «Estale un poco más encima», me aconsejó la psicopedagoga antes de salir. Y me vino a la cabeza la imagen garabateada de Fernández Luengo encima de su perro.
Ese día no fui a trabajar. Por momentos me sentía culpable, por momentos avergonzada. Por momentos sentía bronca. Sacaba el papel donde Juani había hecho lo que había hecho y no lo podía creer. Conseguí el nombre de una psicóloga, pero no llegué a llamarla. No sabía cómo empezar a contarle. Ni siquiera a Ronie. Llamaba y cortaba. Por momentos no me acordaba si tenía que consultar a una psicopedagoga o a una psicóloga. Comí sola con Juani, Ronie volvía tarde. No pude hablarle tampoco a él del tema. Lo miraba y me preguntaba qué habría hecho mal yo. O Ronie. O los dos. Seguramente muchas cosas. Juani se fue a acostar. «Estale más encima.» Y lo cierto era que últimamente estaba poco encima de Juani, trabajaba todo el día, hasta tarde, mostrando casas, alabando terrenos, consiguiendo hipotecas, y el chico se iba criando «a la buena de Dios», como diría mi madre. Es cierto que «la buena de Dios» en lugares como Altos de la Cascada difiere sustancialmente de «la buena de Dios» en otras partes. Acá se puede dejar a los chicos más solos sin preocuparse por los peligros que inquietan a madres puertas afuera. No hay posibilidades de que alguien te secuestre dentro del barrio; ni de que nadie se meta en tu casa a robarte; un chico de la edad de Juani puede ir y venir del
club house
a cualquier hora en bicicleta, solo; si se quedan en el salón juvenil siempre hay un profesor cuidándolos y los guardias haciendo su ronda; están acostumbrados a entrar a la casa de cualquier vecino, aunque apenas lo conozcan, o a subirse a cualquier auto. Es un ambiente de mucha confianza. La frase «no hables con extraños» acá no funciona. Si alguien vive en Altos de la Cascada no es un extraño, o no lo será en el corto plazo. Y si vino de visita fue chequeado en la barrera de acceso y eso da cierta seguridad. O ilusión de seguridad. A medida que avanzaba la última década del siglo nosotros nos protegíamos con más vehemencia rejas adentro. Cada vez más requisitos para autorizar que alguien ingrese, cada vez más personal de seguridad en la puerta, cada vez armas más grandes exhibidas a quien quisiera verlas. Desde hacía un par de meses se pedía, confidencialmente, el prontuario de todo jardinero, albañil, pintor y demás trabajadores que entraran con regularidad al country, a partir de que se descubrió que un electricista contratado en mantenimiento había purgado una condena por una violación diez años atrás y nosotros ni enterados. Incluso estaba previsto cambiar el alambrado perimetral por un sólido paredón de tres metros de altura. Primero se había evaluado la posibilidad de doble alambrado, uno de púa en el exterior y otro más coqueto en la parte interna, pero a la mayoría de los socios no les pareció suficiente. Una pared, para que nadie pudiera no sólo pasar sino tampoco vernos, ni ver nuestras casas, ni nuestros autos, eso era lo que todos queríamos. Y que nosotros tampoco viéramos hacia afuera. Aunque el paredón todavía no estaba aprobado, por una cuestión estética. Discutían si ladrillo o bloques de concreto hacía más de cinco meses.
Lo que sí era cierto era que Juani miraba mucha televisión solo, y tomaba litros de Coca-Cola.
En cuanto llegó Ronie, le conté. Empecé por el principio. No me dejó terminar, no llegué a contarle ni de las dudas de la directora, ni de la consulta que me aconsejaron, ni de la cafeína de la Coca, ni del perro. Mucho menos del perro. «¡No me digas que Fernández Luengo se pajea delante de la computadora!», se rió, y empezó a comer.
Carmen Insúa anotó en la planilla el nombre de las participantes y cobró los diez pesos de la inscripción. Hizo un esfuerzo y les sonrió a las próximas. No quería estar ahí. No se aguantaba sentada, casi inmóvil. El cuerpo le pedía caminar de una punta a otra, fumar un cigarrillo, tomar café. Había pensado inventar una excusa y no aparecer. Pero no podía. Nadie faltaba al torneo anual de burako de Altos la Cascada. Era a beneficio del comedor que apadrinaba el barrio. Y menos ella, que era no sólo una las organizadoras sino una de las fundadoras de «Las Damas de los Altos».
Encontró un momento entre la inscripción de dos parejas, y marcó el número del celular de Alfredo. Estaba apagado. Sus piernas se movían inquietas debajo de la mesita que hacía de escritorio. La pateó sin querer y Teresa Scaglia tuvo que sostener las planillas y las lapiceras para que no terminaran en el suelo. «' pido que no me hagas jugar contra Rita Mansilla», se acercó a decirle una participante. «Nos acabamos de insultar mal en el último torneo de tenis.»
Apenas si escuchó lo que le decían. Si al menos ella también estuviera jugando al burako su mente se ocuparía en otra cosa. Le gustaba jugar. Al burako y al rummy. Aunque ese día no habría podido armar ni una pierna. A Carmen le gustaba armar escaleras. Si era posible, rojas. No le importaba tanto ganar como hacer escaleras, lo más largas posibles. Pero esta vez ella no jugaba. Marcó otra vez el número de Alfredo. Seguía apagado. Pidió un cigarrillo. Hacía varios años que había dejado de fumar, pero lo necesitaba como si nunca lo hubiera abandonado. Pensó en una copa de vino, pero no era el lugar apropiado. Mientras esperaba que alguna pareja terminara su partido, sacó de la cartera el resumen de la tarjeta de Alfredo y lo volvió a revisar, con la esperanza de haberse equivocado. Hotel Sheraton, trescientos dólares, 15 de agosto. Sintió el mismo vacío en el estómago que había sentido esa mañana cuando lo había descubierto. Sobre la mesa de luz de Alfredo, al alcance de cualquiera. Después de eso lo leyó una, diez, veinticinco, mil veces. Y siempre decía lo mismo. Hotel Sheraton, trescientos dólares, 15 de agosto. Justo cuando ella había viajado a Córdoba a un torneo de burako a beneficio ya no se acordaba de qué o quién. Lo había llamado esa noche y no había contestado nadie. Los chicos estaban en Pinamar con los padres de unos compañeros de colegio, y la mucama de aquel entonces había renunciado inesperadamente. Alfredo dijo que se había acostado muy temprano porque se moría de dolor de cabeza. Claro que no había dicho ni dónde ni con quién. Ella le había creído. Ese fin de semana se jugaba el torneo de golf más importante del club, y Alfredo no se lo hubiera perdido ni por la mujer más seductora del mundo. O sí. «Anótanos mil quinientos setenta puntos. ¿Ahora contra quién nos toca?» Carmen revisó la planilla. No encontraba dónde mirar. Se le cruzaban los nombres de las parejas. Anotó. «Te toca con la pareja nueve, cuando terminen de jugar en la mesa diez», dijo, no demasiado segura. Teresa la observaba, le sacó la planilla donde había anotado el puntaje. Tachó donde Carmen había escrito trescientos. «¿Mil quinientos setenta, dijiste?», les preguntó a las jugadoras antes de que se fueran. Carmen se paró. Teresa la miró y ella no supo qué hacía ahí parada. «Me voy a fumar un pucho afuera», dijo, y salió con el celular y el resumen de la tarjeta.