Las siete puertas del infierno (18 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Y sobre todo vuestra ayuda de ayer noche. Sin vos, no sé qué hubiera ocurrido.

—Oí sonar el cuerno, y entonces salimos.

—Se lo diré a Simón. El dudaba en usarlo.

—Ese olifante pertenecía a uno de los nuestros. ¿Sabéis cómo cayó en manos de vuestro amigo?

—Debió de recogerlo en el campo de batalla.

—Probablemente —suspiró Alexis—. Si os lo pregunta, decidle que le autorizo a conservarlo. Siempre estaré encantado de acudir en ayuda de un amigo del Hospital.

Casiopea tragó un poco de agua y de pan que habían dispuesto sobre la mesa, con la esperanza de calmar su hambre y los gruñidos de su estómago.

—Lo siento, estoy hambrienta.

—No os excuséis. Me hubiera gustado poder ofreceros algo mejor.

—Por favor, no he venido aquí para comer —dijo Casiopea, tomándole las manos—. Simón y yo…

Se preguntaba cómo iba a anunciarle que Morgennes era su padre. Pero algo en la expresión de Alexis de Beaujeu le decía que ya lo sabía. Alexis y Morgennes se conocían desde hacía tanto tiempo… ¿Era posible que lo hubiera adivinado? ¿Habría leído en ella los rasgos heredados de su padre?

—Creo saber lo que os preocupa —dijo Alexis.

—Es posible —replicó Casiopea sonriendo.

Alexis le apretó las manos a su vez.

—Hace unas semanas, una mujer vino a vernos —explicó.

—¿Mi madre?

—¿Quién si no?

Casiopea se levantó. Se esforzó en imaginar a su madre, a caballo en la montaña, llegando al Krak de los Caballeros, conversando con Alexis de Beaujeu ante una sopa color de agua.

—¿Os visitó hace varias semanas? Pero ¿cómo pudo hacerlo? Apenas acababa de partir. Yo misma he necesitado más de un mes para volver.

—Iba calzada con un extraño par de botas, legado de un tal padre Poucet.
[1]
Gracias a ellas, me dijo, podía avanzar siete leguas en un paso. No es sorprendente, pues, que haya cubierto distancias tan vastas en tan poco tiempo.

—¿Y qué buscaba?

—A vos.

—¿Y a Morgennes?

—Fui yo quien le anunció que vuestro padre había muerto —dijo Alexis bajando la cabeza.

—¿Así que lo sabíais?

—¿Que era vuestro padre? No. Fue ella quien me lo dijo…

Alexis levantó la mirada. En su rostro de rasgos rudos, como tallados a cuchillo, se reflejaba la emoción que sentía.

—Como supondréis, teníamos muchas cosas que decirnos. Yo conocí bien a vuestro padre. Estuvimos a punto de ser nombrados caballeros juntos, por el rey Amaury. Pero Morgennes declaró: «Majestad, yo no merezco este honor».

—¿Por qué razón?

—¿De modo que no sabéis nada de su historia?

—Por desgracia, no. Era mi padre y no sé nada de él. Solo le conocí unas semanas, mientras buscaba la Vera Cruz. Y entonces ni siquiera sabía que era mi padre.

—Igual que él ignoraba que erais su hija.

Alexis apartó su silla y se levantó de la mesa. Mientras caminaba hacia la chimenea, donde no ardía ningún fuego, empezó a explicarle a Casiopea cómo había conocido a Morgennes, en Alejandría, durante las campañas de Amaury.

—Con el paso de los años, trabamos amistad. Y puedo aseguraros que hubiera estado orgulloso de vos. Era una persona excelente. Excepcional, incluso. Le tenía en tanta estima que en el año de gracia de 1186, cuando fue preciso designar a un nuevo guardián de la Vera Cruz, insistí para que se eligiera a vuestro padre. Sabía que él no lo deseaba, pero también sabía que era, más que ningún otro de nuestros hermanos, el guardián ideal de la Cruz… Ignoraba, sin embargo, que lo sería hasta el punto de sacrificarle su honor y su alma —dijo bajando la voz—. Espero que no me lo tengáis en cuenta.

—No puedo creer que un hombre que lo ha dado todo por la Vera Cruz se pudra en el infierno. O mejor dicho, porque le vi caer con mis propios ojos, ¡no puedo aceptar que permanezca allí!

—Bah, no siempre se debe creer lo que se ve. Sé que no fue bautizado…

—¿No fue bautizado?

—No.

Alexis de Beaujeu parecía absorto en sus pensamientos, como perdido en un doloroso pasado; aunque en un pasado en el que de todos modos podía encontrar algo de calor, hasta tal punto los tiempos actuales eran fríos y tan privado estaba de amigos.

—Vuestro padre era judío, por su madre.

Casiopea abrió unos ojos enormes, sorprendida, y se dispuso a escucharle con la máxima atención.

—Nunca se lo he dicho a nadie. En el Hospital nadie lo sabe excepto yo. Lo que explica que pudiera integrarse en nuestras filas. Como os he dicho, Morgennes era alguien excepcional. En resumen, todo esto era para deciros que vuestro padre no puede estar en el infierno. Deberíais preguntaros más bien si no estará en el Sheol, el más allá de los judíos.

Alexis le explicó entonces que el Sheol se citaba en numerosas ocasiones en el Antiguo Testamento. Esta palabra designaba en su origen un lugar «en las profundidades de la tierra» donde las almas estaban tendidas en el polvo sin ninguna esperanza de resurrección.

—Pero nosotros hemos elegido traducir este término, demasiado hebraico para el gusto de los cristianos, por «fosa», «tumba», «estancia de los muertos» o «infierno». Por otra parte, algunos griegos eligieron traducirlo por «Hades».

—¿Cómo sabéis todo eso?

—Desde que supe de la muerte de vuestro padre, no dejo de pensar en el más allá. Mis funciones no me permiten abandonar a mis hombres o dejar el Krak, pero no me impiden conversar con nuestro hermano enfermero, que es un gran erudito, o sumergirme en la lectura de los libros de nuestro
scriptorium.

Casiopea pensó en todo eso, recordó las palabras exaltadas de Chefalitione, los avisos de Conrado de Montferrat y de Saladino y su conversación con Masada.

—Puede que tengáis razón —le dijo a Alexis—. Tal vez no haya, después de la muerte, ni sufrimiento ni esperanza de resurrección. Pero tal vez no sea así. Tengo intención de proseguir mi búsqueda, porque hasta ahora me ha permitido conocer a personas magníficas que tenían todas una opinión diferente sobre esta cuestión. Quiero forjarme la mía propia. No solo seguir los pasos marcados por los grandes héroes de la Antigüedad y nuestros monjes visionarios, sino confiar únicamente en mi corazón, mi intuición, mis sentimientos. Poner mi energía, mi voluntad, al servicio de esta búsqueda, ¡y salvar a mi padre, no de la muerte, sino de los infiernos!

Alexis de Beaujeu mostró una amplia sonrisa.

—¡Tengo la impresión de oír hablar a Morgennes! —exclamó.

Luego se acercó a ella y le dijo:

—Sois vos quien tiene razón. Soy un imbécil que ha trocado la reflexión por una fe confortable… Por desgracia, no puedo acompañaros ni poner hombres a vuestra disposición; pero sabed que, mientras esté en el Krak, siempre encontraréis aquí un refugio donde reposar.

—Gracias.

Alexis tomó aire.

—¿Qué os parecería ir a visitar a un viejo amigo de vuestro padre? —le propuso de repente.

—¿Quién es?

—Alguien a quien vos misma habéis conocido un poco, me atrevería a decir…

—Pero ¿de quién estáis hablando?

—De Raimundo de Trípoli.

Capítulo 22

El fuego se apagará y el castigo se disolverá en las brasas.

Béroul,

Tristán e Iseo

Después de ir a buscar a Rufino y a Simón, se dirigieron al pequeño cementerio de la capilla del Krak, donde los restos del conde Raimundo de Trípoli yacían enterrados bajo una lápida anónima.

—Es aquí —les dijo Alexis de Beaujeu, mostrándoles una lápida donde no figuraba ningún nombre, sino solo la fecha: «1187».

La visión de la sepultura llenó de emoción a Casiopea. En cierto modo habían sido Rufino y ella los que habían causado la muerte del conde; por más que hubieran sido solo instrumentos en manos de los asesinos…

—Solo tres personas sabíamos que el conde se encontraba aquí —continuó Alexis—. Morgennes, el capitán Tommaso Chefalitione y yo mismo. Pero me parece que ahora podré hacer inscribir su nombre. Jerusalén ha caído y la Vera Cruz ha desaparecido para siempre, de modo que no creo que sea necesario seguir manteniendo el secreto.

—¿No creéis que Jerusalén vaya a ser reconquistada? —le preguntó Simón.

—¿Con qué hombres?

—Los que seguirán a los reyes de Francia y de Inglaterra.

—Si vienen, ya veremos.

—No tenéis fe —dijo Simón.

Alexis no respondió.

—¿Mi madre os dijo adonde iba? —le preguntó Casiopea, para cambiar de tema.

—A ver a uno de sus amigos, el jeque de los muhalliq. Confiaba en que él supiera dónde encontraros, y si no era así, esperaba al menos poder dejarle un mensaje para vos.

Casiopea asintió con la cabeza.

—¿Sabéis dónde están? Ya se lo pregunté a Saladino, y ni siquiera él supo responderme.

—Según mis informaciones, al este de aquí. En el desierto de Samiya. Creo que están cansados de combatir y que su jeque ha vuelto a su primer amor: las artes.

—No llegaremos nunca, con todos esos cuervos.

—No os preocupéis. Una escolta os acompañará hasta el pie del Yebel Ansariya. A partir de ahí, no debería haber peligro…

—¿Por qué no esperaaar aquí? —protestó Rufino—. Después de todo, podría ser muuuy bien que Guyana de Saint-Pierre volvieeera a pasar por aquí. Se desplaza taaan rápidamente…

—¡Ya hemos perdido demasiado tiempo! —exclamó Simón.

—En cualquier caso —dijo Casiopea a Alexis—, no queremos abusar de vuestra hospitalidad. Si volvéis a ver a mi madre, decidle simplemente que yo también he ido a ver a los muhalliq. Les dejaré un mensaje para ella.

En ese momento un joven hospitalario se acercó a Alexis con aire compungido.

—Noble y buen hermano comendador…

—¿Sí?

—Me envía el hermano enfermero. Dice que le faltan camas en la
domus infirmorum.

—¡Otra vez! —suspiró Alexis—. Es una epidemia… Perdonad, amigos míos —se excusó ante Casiopea, Rufino y Simón—, pero el deber me llama. Me veo obligado a abandonaros. Por si la desgracia no se cebara bastante en nosotros, una misteriosa epidemia tiene ahora a la mitad de mis hombres postrados en cama. Afortunadamente, nuestro noble y buen hermano enfermero vela por ellos. Pero está solo, y desbordado…

El comendador del Krak desapareció dejándoles en medio de la oscuridad, con una antorcha y la pequeña tumba de Raimundo de Trípoli por toda compañía. Por fin solos, al abrigo de las gruesas murallas del Krak, Simón y Casiopea se sintieron extrañamente en paz. La tensión que había ido creciendo entre ellos se desvaneció, y Simón se sentó en la hierba que había brotado en el contorno de la última morada del conde.

—Qué lástima que ofreciéramos todos nuestros ungüentos a Masada —dijo Casiopea—. Hubiéramos podido entregar parte de ellos a este hermano enfermero y cuidar a mi halcón.

—Sobre todo hubiéramos debido guardarlos para nosotros. ¡Mira en qué estado nos encontramos!

—Yo estoy bien —respondió Casiopea—. Esta noche de sueño me ha revigorizado.

—Pues yo he tenido continuas pesadillas.

—¿De qué naturaleza?

Simón la miró fijamente, y Casiopea se dio cuenta de que tenía los ojos increíblemente rojos, como inyectados en sangre.

—No he dejado de pensar en el cuerno. Temía que te preguntaran por él.

—Está todo arreglado —dijo Casiopea—. Puedes conservarlo.

Pero aquello no le tranquilizó. Simón parecía anormalmente nervioso.

—Gracias —dijo levantándose, y a continuación tomó torpemente a Casiopea en sus brazos y la apretó contra sí.

Ella se soltó. Tal vez un poco demasiado rápido, y sin duda demasiado bruscamente.

—Lo que daría por poder estrechar a mi padre en mis brazos, aunque fuera solo una vez —susurró para disimular su incomodidad.

—Y yooo —sollozó Rufino.

Un viento helado sopló en torno a ellos, levantando torbellinos de polvo y arena. Rufino parpadeó.

—¡Tengo los ojos llenos de areeena! —se quejó—. ¡Casiopea, por favooor!

Casiopea esbozó una sonrisa, se inclinó sobre Rufino y le limpió delicadamente los ojos con su pañuelo.

—Ya está —dijo cuando hubo acabado.

Luego lo colocó contra su cadera y lo protegió con su capa.

—No nos quedemos aquí —dijo—. Esto es un cementerio. Recemos un padrenuestro por el reposo del alma de Raimundo de Trípoli y partamos. No tenemos tiempo que perder.

Pero, sorprendentemente, Simón ya no parecía tener prisa por irse, y se limitó a mirarla con tristeza sin moverse de donde estaba.

—Si fuera yo quien estuviera en el infierno —dijo—, ¿habrías ido a buscarme allí?

—Pero es que tú no estás en el infierno, que yo sepa.

—Si fueras tú, yo no lo habría dudado ni un momento. Sin que importaran los riesgos que tuviera que correr.

Ella le observó largamente, se colocó los cabellos en su sitio.

—Se levanta viento, tenemos que irnos —dijo.

—Adelantaos. Ya os alcanzaré.

Comprendiendo que Simón tenía necesidad de quedarse solo consigo mismo, Casiopea se marchó dejándole la antorcha, atravesó de nuevo la capilla del Krak y se unió a la escolta de caballeros que la esperaba en el patio.

Simón contemplaba las tumbas, pensando que Casiopea y él podrían haberse encontrado bajo una de ellas si no hubiera hecho sonar el cuerno. A falta de estar reunidos en vida, lo hubieran estado en la muerte. Pero había que salvar a Morgennes, ayudar a Casiopea. Ayudarla costara lo que costase. De pronto, la búsqueda de Casiopea le pareció más importante que cualquier otra cosa. Más importante que el amor devorador que sentía por ella. Más importante que ser el último de los Roquefeuille. Que morir sin dejar herederos. Sentía por Casiopea la devoción que los asesinos sentían por su señor, el Viejo de la Montaña. «Tomadme —murmuró—. Salvad a Morgennes y tomadme.»

¿A quién se dirigía? A nadie en particular. Al viento. A los muertos. Al vacío. Al frío.

Recordando que llevaba en la bolsa de la cintura el fragmento de cruz que le había quitado a su padre, lo sacó de ella. Era lo más precioso que poseía. «La cruz de Morgennes», pensó. Luego miró la antorcha que Casiopea le había dejado. El fuego quemaba con indiferencia la madera que le daba vida.

—Háblame —dijo Simón a la antorcha—. Tú que estás hecha de fuego, ¿sabes si Morgennes está en tu casa? ¿O bien es mi padre?

La llama siguió ardiendo imperturbablemente.

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