—Desde luego.
Guardaron silencio durante un rato; luego, al tiempo que el ruido exterior empezaba a apagarse, ambos hombres se levantaron, descendieron hasta el suelo de la cámara y salieron resueltamente al pórtico.
Allí se veía claramente que la victoria había sido para los pompeyanos; Pisón estaba sangrando sentado en un escalón; lo atendía Catulo, pero de Quinto Hortensio no había ni señal.
—¡Tú! —gritó Catulo con rencor cuando César pasó a su lado—. ¡Qué traidor eres para los de tu clase, César! Justo como te dije hace años, cuando viniste a rogarme que te dejara servir en mi ejército contra Lépido. No has cambiado y nunca cambiarás. ¡Siempre de parte de esos demagogos mal nacidos que están decididos a destruir la supremacía del Senado!
—Con la edad que tienes, Catulo, me imaginaba que ya podrías haberte dado cuenta de que sois vosotros, los tipos ultraconservadores con la boca fruncida como el ano de un gato, quienes haréis eso —le dijo César sin apasionamiento—. Yo creo en Roma y en el Senado. Pero tú no le haces ningún bien oponiéndote a unos cambios que tu propia incompetencia han hecho necesarios.
—¡Yo defenderé a Roma y al Senado de Pompeyo y de los de su calaña hasta el día que muera!
—Cosa que, viéndote, es posible que no esté tan lejos.
Cicerón, que se había acercado a oír lo que Gabinio estaba diciendo subido a la tribuna, volvió al pie de las gradas.
—¡Otra reunión de la plebe pasado mañana! —anunció a gritos al tiempo que agitaba la mano para decir adiós.
—He ahí a otro que nos destruirá —dijo Catulo curvando los labios con desprecio—. ¡Un advenedizo Hombre Nuevo con el don de la palabra y una cabeza demasiado grande para entrar por esas puertas!
Cuando la Asamblea Plebeya se reunió, Pompeyo estaba en la tribuna al lado de Gabinio, que ahora propuso su
lex Gabinia de piratis persequendis
con un nombre ya decidido: Cneo Pompeyo Magnus. A juzgar por las aclamaciones quedó claro que era del agrado de todos. Aunque era un orador mediocre, Pompeyo tenía en su persona algo más valioso, que era un físico lozano, abierto, honrado y cautivador, desde los grandes ojos azules hasta la amplia y franca sonrisa. Y esa cualidad, reflexionó César, que estaba observando y escuchando desde los escalones del Senado, él no la tenía. Aunque tampoco la codiciaba. Era el estilo de Pompeyo, pero el suyo funcionaba igual de bien con la gente.
La oposición de aquel día a la
lex Gabinia de piratis persequendis
iba a ser más formal, aunque probablemente no menos violenta; los tres tribunos de la plebe conservadores estaban en la tribuna, muy visibles, Trebelio de pie un poco más adelante que Roscio Otón y Glóbulo, para dejar bien claro que el líder era él.
Pero antes de que Gabinio entrase en los detalles de su proyecto de ley, invitó a hablar a Pompeyo, y ninguno de los miembros del núcleo irreductible de Senado, desde Trebelio o Catulo hasta Pisón, intentó impedírselo; la multitud estaba de su parte. Estuvo todo muy bien hecho. Pompeyo comenzó afirmando enérgicamente que él había puestb sus armas al servicio de Roma desde su más temprana juventud, y que ya estaba muy cansado de que se le llamara para servir a Roma una vez más otorgándole otro de aquellos mandos especiales. Continuó enumerando todas sus campañas —tenía más campañas que años, dijo al tiempo que dejaba escapar un suspiro melancólico—, y luego explicó que los celos y el odio aumentaban cada vez que volvía a hacerlo, cada vez que salvaba a Roma. ¡Oh, él no quería que hubiese más celos, más odio! Sólo deseaba que lo dejasen ser un hombre de familia, un hacendado del campo, un caballero particular. Y les suplicó a Gabinio y a la multitud, con ambas manos extendidas, que buscasen a otro.
Naturalmente nadie se tomó aquello en serio, aunque, desde luego, todos aprobaron de corazón la modestia de Pompeyo. Lucio Trebelio solicitó permiso a Gabinio, el presidente del colegio, para hablar, pero éste se lo negó. Cuando, a pesar de todo, lo volvió a intentar, la multitud ahogó sus palabras con abucheos, gritos de protesta y silbidos. Así que cuando Gabinio continuó adelante con el procedimiento, Lucio Trebelio sacó la única arma de la que Gabinio no podía hacer caso omiso.
—¡Interpongo mi veto contra la
lex Gabinia de piratis persequendis
! —gritó en tono enérgico.
Se hizo el silencio.
—Retira el veto, Trebelio —le pidió Gabinio.
—No pienso hacerlo. ¡Veto la ley de tu jefe!
—No me obligues a tomar medidas, Trebelio.
—¿Qué medidas puedes tomar, Gabinio, aparte de arrojarme desde le roca Tarpeya? Y eso no puede cambiar mi veto. Estaré muerto, pero no se aprobará esta ley tuya —dijo Trebelio.
Aquélla era la verdadera prueba de fuerza, porque ya habían pasado los tiempos en que las reuniones podían degenerar en violencia con impunidad para el hombre que convocaba la reunión, los tiempos en que una airada plebe podía intimidar físicamente a los tribunos para que retirasen el veto mientras el hombre que presidía la plebe se mantenía como un inocente espectador. Gabinio sabía que si estallaba un disturbio durante aquella reunión formal de la plebe, él tendría que rendir cuentas ante la ley. Por ello resolvió el problema de una manera constitucional que nadie podría censurar.
—Puedo pedir a esta Asamblea que legisle tu abandono del cargo, Trebelio —le advirtió Gabinio—. ¡Retira el veto!
—Me niego a retirar el veto, Aulo Gabinio.
Había treinta y cinco tribus de ciudadanos romanos. Todos los procedimientos de voto en las asambleas se realizaban a través de las tribus, lo que significaba que al final de la votación de varios miles de hombres, sólo se registraban treinta y cinco votos reales. En las elecciones todas las tribus votaban simultáneamente, pero cuando se trataba de aprobar leyes las tribus votaban una después de otra, y lo que ahora pretendía Gabinio era una ley para deponer a Lucio Trebelio. Por ello Gabinio llamó a las treinta y cinco tribus a votar sucesivamente, y una tras otra votaron que había que deponer a Trebelio. La mayoría la constituían dieciocho votos, así que eso era todo lo que necesitaba Gabinio. En solemne silencio y perfecto orden, la votación se llevó a cabo inexorablemente: Suburana, Sergia, Palatina, Ouirina, Horacia, Aniense, Menenia, Oufentina, Maecia, Pompetina, Estelatina, Clustumina, Tromentina, Voltinia, Papiria, Fabia… La tribu que votaba en decimoséptimo lugar era Cornelia, y el voto fue el mismo. Deponer a Lucio Trebelio.
—¿Ves, Lucio Trebelio? —preguntó Gabinio volviéndose hacia su colega con una gran sonrisa—. Diecisiete tribus seguidas han votado contra ti. ¿Llamo a los hombres de Camilia para que hagan dieciocho y con ello se llegue a la mayoría, o estás dispuesto a retirar tu veto?
Trebelio se pasó la lengua por los labios, miró desesperadamente a Catulo, a Hortensio, a Pisón, y luego al remoto y distante pontífice máximo, Metelo Pío, que debía haber hecho honor al hecho de pertenecer a los
boni
, pero que desde su regreso de Hispania cuatro años antes había cambiado: ahora era un hombre callado, un hombre resignado. Sin embargo, fue a él a quien Trebelio dirigió su apelación.
—Pontífice máximo, ¿qué debo hacer? —le preguntó a gritos.
—La plebe ha puesto de manifiesto cuáles son sus deseos en ese asunto, Lucio Trebelio —le dijo Metelo con voz clara y potente, sin la menor vacilación—. Retira el veto. La plebe te ha mandado que retires el veto.
—Retiro el veto —dijo Trebelio; se dio la vuelta sobre los talones y se retiró a la parte de atrás de la plataforma de la tribuna.
Pero, una vez resumido el proyecto de ley, Gabinio ya no parecía tener prisa porque se aprobara. Le pidió a Catulo que hablase, y luego a Hortensio.
—Un muchacho listo, ¿eh? —dijo Cicerón, un poco molesto de que nadie le pidiera a él que hablase—. ¡Escucha a Hortensio! ¡Anteayer, en el Senado, dijo que moriría antes de que se aprobase ningún otro mando especial más con imperio ilimitado! Hoy sigue en contra de los mandos especiales con imperio ilimitado, pero si Roma insiste en crear este animal, entonces que sea Pompeyo, a ningún otro debería ponérsele la cuerda en la mano. Eso nos dice ciertamente de qué lado sopla el viento en el Foro, ¿no?
Y así era en realidad. Pompeyo concluyó la reunión derramando unas cuantas lágrimas y anunciando que si Roma insistía, entonces a él no le quedaba más remedio que echar sobre sus hombros aquella nueva carga, a pesar del agotamiento letal que produciría. Después de lo cual Gabinio levantó la sesión, de momento sin haberse recogido la votación. Sin embargo, el tribuno de la plebe Roscio Otón tuvo la última palabra. Enojado, frustrado, deseando matar a toda la plebe, se adelantó hasta el borde de la tribuna y levantó el puño derecho; luego, muy lentamente, extendió el dedo medicus en toda su longitud y lo movió en el aire.
—¡Métetelo por el culo, plebel —dijo riendo Cicerón, pues apreciaba aquel gesto inútil.
—Así que estás contento de concederle a la plebe un día para meditar el voto, ¿eh? —le preguntó a Gabinio cuando el colegio bajó de la tribuna.
—Lo haré todo exactamente como deba hacérse.
—¿Cuántos proyectos de ley?
Uno general, luego otro que le concede el mando a Cneo Pompeyo, y un tercero para detallar las condiciones de su mando.
Cicerón cogió por el brazo a Gabinio y echó a andar.
—Me ha encantado ese trocito del final del discurso de Catulo. ¿A ti no? Ya sabes, cuando Catulo le preguntó a la plebe qué ocurriría si Pompeyo resultaba muerto. En ese caso, ¿a quién pondría la plebe en su lugar?
Gabinio se dobló de la risa.
—Y todos gritaron a la vez: «¡A ti, Catulo! ¡A ti y a nadie más que a ti!»
—¡Pobre Catulo! Veterano de una derrota en una batalla de una hora librada a la sombra del Quirinal.
—Pero lo ha comprendido.
—Lo han jodido —dijo Cicerón—. Ése es el problema que tiene ser un núcleo irreductible. Que uno contiene el orificio posterior fundamental.
Al final Pompeyo consiguió más de lo que Gabinio había pedido: su imperio fue
maius
en el mar y abarcaba hasta cincuenta millas tierra adentro desde todas las costas, lo que significaba que su autoridad superaba la de todos los gobernadores provinciales y la de aquellos que tenían mandos especiales, como Metelo Pequeña Cabra en Creta y Lúculo en su guerra contra los dos reyes. Nadie podía contradecirle si no había una revocación de la ley en la Asamblea Plebeya. Dispondría de quinientos barcos a expensas de Roma y de todos aquellos que necesitase en cualquier ciudad o estado costeros; contaría con una tropa de ciento veinte mil hombres y de todos los que considerase necesario reclutar de las provincias; dispondría también de cinco mil soldados de caballería; tendría veinticuatro legados de categoría pretoriana, todos ellos elegidos por él, y dos cuestores; se le entregarían de inmediato ciento cuarenta y cuatro millones de sestercios procedentes del Tesoro, y más cuando lo necesitase. En resumen, la plebe le otorgaba un mando como nunca se había visto otro igual.
Pero, para hacerle justicia, Pompeyo no malgastó el tiempo sacando pecho y refregándole la victoria por la cara a personas como Catulo y Pisón; estaba demasiado ansioso por empezar lo que había planeado hasta el último detalle. Y, por si necesitaba más pruebas de la confianza del pueblo en su capacidad para acabar con la piratería en alta mar de una vez para siempre, podía observar con orgullo el hecho de que el día en que las
leges
Gabiniae
fueron aprobadas, el precio del grano bajó en Roma.
Aunque algunos se extrañaron de ello, Pompeyo no eligió a sus dos antiguos lugartenientes de Hispania, Afranio y Petreyo, para formar parte de sus legados. En cambio trató de suavizar los temores de los
boni
eligiendo hombres irreprochables como Sisenna y Varrón, dos de los Manlios Torcuatos, Lentulo Marcelino y Metelo Nepote, el más joven de los dos hermanastros de su esposa Mucia Tercia. No obstante, fue a sus dóciles censores, Publícola y Lentulo Clodiano, a quienes dio los mandos más importantes; a Publícola el del mar Toscano, y a Lentulo Clodiano el del mar Adriático. Italia reposó entre ellos, segura y a salvo.
Dividió el mar Medio en trece regiones, a cada una de las cuales destinó a un comandante y a un segundo, naves, tropas y dinero. Y esta vez no habría insubordinaciones ni asunción de iniciativa por parte de ninguno de sus legados.
—No puede ocurrir lo mismo que en Arausio —aseguró gravemente en la tienda de mando, en una reunión con los legados antes de que la gran empresa diera comienzo—. Si a uno de vosotros se le ocurre siquiera tirarse un pedo en una dirección que previamente no haya establecido yo en persona como la dirección correcta para tirarse pedos, le cortaré las pelotas y lo enviaré a los mercados de eunucos de Alejandría —dijo; y lo decía en serio—. Mi imperio es
maius
, y eso significa que puedo hacer lo que me plazca. Desde el primero hasta el último de vosotros recibirá órdenes escritas tan detalladas y completas que ni siquiera tendréis que decidir por vosotros mismos qué cenaréis pasado mañana. Vosotros haréis lo que se os diga. Si alguno no está dispuesto a obedecer, que hable ahora. De lo contrario cantará como una soprano en la corte del rey Ptolomeo. ¿Entendido?
—Puede que no sea elegante en la fraseología o en las metáforas —le dijo Varrón a Sisenna, su colega
literatus
—, pero no se le puede negar que tiene una manera maravillosa para convencer a la gente de que lo que dice va en serio.
—No puedo dejar de imaginarme a un todopoderoso aristócrata como Lentulo Marcelino echando las amígdalas al trinar para deleite del rey Ptolomeo, el flautista de Alejandría —dijo Sisenna con una expresión soñadora en el rostro, y ambos se echaron a reír.
Aunque la campaña no era cosa de risa. Se desarroiló con asombrosa rapidez y absoluta eficiencia exactamente del modo como Pompeyo la había planeado, y ni uno solo de sus legados osó hacer otra cosa que lo que dictaban las órdenes escritas que tenían. Si la campaña llevada a cabo en Africa por Pompeyo para Sila había asombrado a todos por su rapidez y eficacia, esta otra campaña oscureció a aquélla para siempre.
Empezó en el extremo oeste del mar Medio, y utilizó las naves, las tropas y —sobre todo— los legados para aplicar a las aguas un barrido naval y militar. Barrer, barrer, siempre barriendo un confuso e impotente montón de piratas bajo la escoba; cada vez que un destacamento pirata huía en busca de refugio en la costa africana, gálica, hispánica o ligur, no lo hallaba en absoluto, porque dondequiera que fuese había un legado esperándolo. Como gobernador de ambas Galias, el cónsul Pisón emitió la orden de que ninguna de las dos provincias a su cargo había de proporcionar ayuda de ninguna clase a Pompeyo, por lo que el delegado de Pompeyo en aquella zona, Pomponio, se vio obligado a luchar para conseguir resultados. Pero Pisón también mordió el polvo cuando Gabinio le amenazó con legislar su cese de las provincias que le correspondían si no desistía en su actitud. Como las deudas que tenía iban en aumento con espantosa rapidez, Pisón necesitaba las Galias para recuperarse de sus pérdidas, así que desistió.