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Authors: Arnaldur Indridason

Las Marismas (17 page)

BOOK: Las Marismas
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Mientras tanto sus compañeros se congelaban en la meseta.

A partir de entonces fue conocido como El Desalmado.

Capítulo 24

La búsqueda de la mujer de Húsavík estaba aún sin resolver por la noche, cuando Sigurdur Óli y Elinborg se sentaron en el despacho de Erlendur para intercambiar opiniones antes de irse a casa. Sigurdur Óli dijo que no le sorprendería que nunca llegaran a localizar a la mujer con ese sistema. Cuando Erlendur le preguntó malhumorado si sabía de algún método mejor, negó con un movimiento de cabeza.

—No parece que estemos buscando al asesino de Holberg —dijo Elinborg mirando fijamente a Erlendur—. Es como si buscáramos algo distinto, y no estoy segura de qué puede ser. Ya has desenterrado a la niña, por ejemplo, y no tengo ni idea de por qué lo hiciste. Has empezado a buscar a un hombre que desapareció hace un montón de años y no veo qué puede tener que ver con el caso. Creo que no nos planteamos lo más evidente: el asesino de Holberg o bien es un conocido suyo, o bien es un perfecto desconocido que entró para robarle. Personalmente pienso que lo más probable es lo segundo. Considero que deberíamos concentrarnos en buscar a ese hombre. Un drogata o al de la chaqueta militar verde. Cosa que no hemos hecho.

—Tal vez haya sido alguien a quien Holberg pagó para hacerle un servicio —interrumpió Sigurdur Óli—. Teniendo en cuenta la pornografía que almacenaba en el ordenador, es bastante probable que pagara por practicar sexo.

Erlendur escuchó la crítica en silencio y con la cabeza inclinada. Sabía que la mayor parte de lo que había dicho Elinborg era verdad. Quizás estaba algo confuso a causa de su preocupación por Eva Lind. No sabía dónde podía estar, ni en qué condiciones. La perseguían unos individuos que la querían mal y él era incapaz de prestarle ayuda.

Erlendur no contó ni a Sigurdur Óli ni a Elinborg lo que había descubierto el forense.

—Tenemos el mensaje —dijo—. No es ninguna coincidencia que lo encontráramos al lado del cadáver.

De repente se abrió la puerta y el jefe del departamento técnico asomó la cabeza.

—Me marcho —anunció—. Sólo os quería decir que aún están examinando la cámara de fotos y que os llamarán si encuentran algo interesante.

Volvió a cerrar la puerta, sin despedirse.

—Tal vez estemos buscando agua donde no la hay —dijo Erlendur—. Tal vez exista una solución mucho más sencilla para todo esto. Tal vez sólo era un loco quien lo hizo. Pero tal vez, y eso es lo que yo creo, este asesinato tenga una razón mucho más profunda y poderosa de lo que podamos pensar. Tal vez no tenga nada de sencillo. Tal vez tenga que ver con el tipo de persona que era Holberg y con lo que hizo durante su vida.

Erlendur se quedó callado un momento.

—Y el mensaje —siguió—. «Yo soy ÉL.» ¿Qué opináis de eso?

—Podría ser de algún amigo —dijo Sigurdur Óli haciendo la señal de entre comillas con los dedos—. O de un compañero de trabajo. Hemos investigado muy poco en ese terreno. La verdad es que no sé en qué nos puede ayudar esa búsqueda de marujas. No sé cómo preguntarles si fueron violadas sin que me den con un florero en la cabeza.

—Y Ellidi, ¿no ha sido un mentiroso toda su miserable vida? —preguntó Elinborg—. ¿No es precisamente eso lo que quiere, que hagamos el ridículo? ¿Has pensado en eso?

—¡Ay!, por favor —dijo Erlendur como si no tuviera ganas de escuchar más lamentos—. La investigación nos ha llevado por estos caminos. Sería injustificable que no siguiéramos las indicaciones que nos llegan, vengan de donde vengan. Sé que los asesinatos islandeses no suelen ser complicados, aunque en éste hay algo que no cuadra. Si queréis lo podéis tildar de simple sucesión de coincidencias, pero yo creo que éste no es un crimen precipitado.

El teléfono del escritorio de Erlendur empezó a sonar. Lo cogió, escuchó un rato, asintió con la cabeza y dio las gracias antes de colgar. Su sospecha había sido confirmada.

—Era del departamento técnico —dijo mirando a Elinborg y a Sigurdur Óli—. La cámara de Grétar fue utilizada para fotografiar la tumba de la niña. La han identificado por los rasguños de los negativos Así que es muy probable que Grétar sacara la foto. Cabe la posibilidad de que otra persona utilizase su máquina, pero lo más probable es que fuera él mismo.

—¿Y eso qué nos dice? —preguntó Sigurdur Óli mirando el reloj; había invitado a Bergthora a salir a cenar fuera esa noche para tratar de corregir su torpeza en el día de su cumpleaños.

—Eso nos dice, por ejemplo, que Grétar sabía que Audur era hija de Holberg. Cosa que sabía muy poca gente. También nos dice que Grétar pensaba que valía la pena preocuparse de buscar la tumba y, además, fotografiarla. ¿Lo hizo porque Holberg se lo había pedido? ¿Lo hizo contra la voluntad de Holberg? ¿Tiene algo que ver la desaparición de Grétar con la fotografía? ¿Por qué la encontramos escondida en el escritorio de Holberg? ¿Quién se dedica a fotografiar tumbas de niños?

Elinborg y Sigurdur Óli se quedaron quietos, mirándole, mientras hacía las preguntas. Notaron que el tono de su voz iba bajando hasta convertirse en un susurro y entendieron que no hablaba con ellos sino consigo mismo. Estaba como ausente. Se frotó el pecho con una mano sin darse cuenta de ello. Se miraron mutuamente sin atreverse a decir nada

—¿Quién fotografía tumbas de niños? —volvió a murmurar Erlendur.

Más tarde, esa noche, Erlendur identificó al hombre que había enviado a los cobradores a su casa en busca de Eva Lind. Consiguió información sobre él en el departamento de estupefacientes, donde había una abultada carpeta repleta de informes acerca de sus actividades. Supo que solía frecuentar un bar llamado Napoleón, en el centro de la ciudad. Erlendur se presentó en el bar y se sentó frente al hombre. Se llamaba Eddi, tenía unos cincuenta años, era corpulento, calvo y con unos cuantos dientes amarillos.

—¿Creías que Eva Lind recibiría un trato especial por ser la hija de un poli? —dijo Eddi cuando Erlendur se sentó.

Parecía conocerle, aunque nunca se habían visto antes. Erlendur tenía la sensación de que Eddi había estado esperándole.

—¿La has encontrado? —preguntó, dejando vagar la vista a su alrededor.

Había algunos infelices discutiendo airadamente y gesticulando en la penumbra incierta del establecimiento. De repente, el nombre del bar cobró sentido en la mente de Erlendur.

—Debes saber que yo soy su amigo —dijo Eddi—. Le doy lo que ella quiere. A veces me paga. A veces tarda demasiado tiempo. El de la rodilla te manda recuerdos.

—Él fue quien me chivó quién eras.

—Es difícil encontrar gente de confianza —repuso Eddi señalando a los personajes del bar.

—¿Cuánto es?

—¿Eva? Tres. Y no sólo me debe a mí.

—¿Podemos llegar a un acuerdo?

—Como quieras.

Erlendur sacó doscientos euros de su cartera. Los había retirado de un cajero camino del bar. Los puso sobre la mesa y Eddi contó el dinero antes de metérselo en el bolsillo.

—Creo que la semana que viene podré darte algo más.

—Muy bien.

Eddi observó a Erlendur con cara de sorprendido. Tenían una edad parecida.

—Pensé que ibas a montarme una bronca —le dijo.

—¿Para qué? —preguntó Erlendur.

—Sé dónde está —añadio Eddi—, pero no te esfuerces, nunca vas a poder salvar a Eva.

Erlendur encontró la casa. Había entrado en tugurios como ése antes y por la misma razón que ahora. Eva Lind estaba echada sobre un colchón, en el suelo, rodeada de otra gente. Había gente de su edad y gente bastante mayor. La casa estaba abierta y el único obstáculo que Erlendur encontró para entrar fue un joven de unos veinte años que le recibió en la puerta gesticulando. Erlendur le empujó contra la pared y después le echó fuera. Del techo de la habitación colgaba una bombilla. Erlendur se agachó e intentó despertar a Eva. Su respiración era regular y normal, pero tenía el pulso algo acelerado. La sacudió y le dio una suave bofetada. Eva abrió los ojos.

—Abuelo —dijo, y cerró los ojos.

Erlendur la cogió en brazos y salió de la habitación, procurando no pisar a ninguna de las personas que estaban diseminadas, inmóviles, por el suelo. Era imposible saber si estaban despiertas o dormidas. Eva volvió a abrir los ojos.

—Ella está aquí —susurró.

Erlendur, que no sabía de qué estaba hablando, siguió andando hasta el coche. Cuanto antes la sacase de allí, mejor. La puso de pie, apoyada en el coche, mientras abría la portezuela.

—¿La has encontrado? —preguntó Eva.

—¿A quién? ¿De qué hablas?

La colocó en el asiento delantero y le puso el cinturón de seguridad.

—¿Viene con nosotros? —preguntó Eva Lind sin abrir los ojos.

—¿De quién demonios hablas? —gritó Erlendur.

—De la novia. La guapa novia de Gardabaer. Estaba echada a mi lado.

Capítulo 25

El sonido del teléfono por fin despertó a Erlendur. El zumbido retumbó en su cabeza hasta que logró abrir los ojos y mirar a su alrededor. Se había quedado dormido en el sillón del salón. Su abrigo y su sombrero estaban sobre el sofá. La vivienda estaba a oscuras. Se levantó lentamente, pensando si podría llevar el mismo traje otro día más. No recordaba cuándo fue la última vez que se cambió de ropa. Antes de coger el teléfono, echó una mirada dentro del dormitorio y vio que las dos chicas estaban dormidas en su cama, tal como las había acostado la noche anterior. Dejó la puerta entreabierta.

—Las huellas digitales concuerdan perfectamente con las huellas de la fotografía —dijo Sigurdur Óli, sin más preámbulos.

Tuvo que repetir la frase hasta tres veces más, antes de conseguir que Erlendur entendiera de qué estaba hablando. Finalmente Erlendur contestó:

—¿Quieres decir las huellas digitales de Grétar?

—Sí, de Grétar.

—¿Y también hay en la foto huellas digitales de Holberg? —dijo Erlendur—. ¿Qué demonios estarían tramando?

—Se me escapa —repuso Sigurdur Óli.

—¿Qué?

—Nada. Eso quiere decir que Grétar hizo la foto y seguramente se la enseñó a Holberg, o Holberg la encontró. Hoy seguiremos con la búsqueda de marujas, ¿verdad? —preguntó Sigurdur Óli—. ¿No tienes nada nuevo?

—Sí… —dijo Erlendur— y no.

—Voy camino de Grafarvogur. Estamos terminando con los interrogatorios a mujeres en Reikiavik. ¿Quieres que enviemos a alguien al norte, cuando acabemos aquí?

—Sí —contestó Erlendur, y colgó.

Eva Lind se había levantado y estaba en la cocina. El teléfono la había despertado. Las dos chicas llevaban todavía la ropa puesta. Erlendur había vuelto a entrar en el agujero la noche anterior para buscar a la otra chica y se las había llevado a las dos a casa.

Eva Lind entró en el cuarto de baño sin decir palabra. Erlendur la oyó vomitar y se fue a la cocina para preparar café, el único remedio que conocía. Luego se sentó a la mesa de la cocina esperando a que apareciera su hija. Pasó un largo rato. Llenó dos tazas de café y por fin apareció Eva Lind. Se había lavado la cara pero, a pesar de todo, Erlendur pensó que tenía un aspecto horrible. Su cuerpo extremadamente delgado casi no se aguantaba en pie.

—Yo sabía que se drogaba a veces, pero fue totalmente fortuito que topara con ella —dijo con una voz ronca Eva Lind cuando se sentó al lado de su padre.

—¿Qué te ocurrió a ti? —preguntó Erlendur.

—Estoy intentando recordarlo, pero es difícil —contestó ella.

—Vinieron dos chicos aquí preguntando por ti. Bastante insolentes. Le pagué una deuda tuya a un tal Eddi. Fue él quien me dijo dónde estabas.

—Eddi es un buen tipo.

—¿Vas a seguir intentándolo?

—¿No tendré que abortar?

Eva Lind bajó los ojos al suelo.

—No lo sé.

—Tengo miedo de hacerle daño.

—Quizás es eso lo que estás tratando de hacer.

Eva Lind miró a su padre.

—¿Qué mierda dices?

—¿Yo?

—¡Sí, tú!

—¿Qué quieres que piense? —gritó Erlendur—. ¿Crees que podrás enfrentarte a esa interminable y maldita autocompasión tuya? Menuda cobarde estás hecha. ¿De verdad te encuentras tan a gusto en tu miseria que no puedes pensar en nada mejor? ¿Con qué derecho destrozas tu vida de esa manera? ¿Con qué derecho tratas así a la vida que llevas dentro? ¿Crees que tu vida es tan desgraciada? ¿Crees que eres la mujer más desgraciada del mundo? Yo estoy investigando la muerte de una niña que no llegó a cumplir los cuatro años. Que enfermó y murió. Algo incomprensible la destrozó y la mató. Su ataúd mide un metro. ¿Me oyes? ¿Qué derecho tienes tú a vivir? ¡Dime!

Erlendur estaba chillando. Se había levantado y descargó un golpe tan fuerte sobre la mesa que las tazas se volcaron. Cuando se dio cuenta, las cogió y las lanzó contra la pared, detrás de Eva Lind. Le dominaba la ira y por un momento perdió el control. Volcó la mesa y todo lo que había encima —platos, ollas y vasos— cayó al suelo y se estrelló contra la pared. Eva Lind se quedó quieta, sentada en su silla, viendo la cólera de su padre; lentamente los ojos se le llenaron de lágrimas.

Poco a poco Erlendur fue tranquilizándose, y entonces advirtió que a Eva Lind le temblaban los hombros y que la chica se cubría la cara con las manos. Miró a su hija y le vio el pelo sucio, los brazos delgados, unas muñecas que apenas eran más anchas que los dedos de él, y el cuerpo enflaquecido sacudido por el llanto. Iba descalza y tenía las uñas de los pies negras de mugre. Fue hacia ella e intentó apartarle las manos de la cara, pero ella no le dejó. Quería pedirle perdón por su comportamiento. Quería abrazarla. No hizo ninguna de las dos cosas.

En vez de eso se sentó a su lado en el suelo. Sonó el teléfono, pero no lo cogió. La chica del dormitorio no daba señales de vida. El teléfono dejó de sonar y lo único que interrumpía el silencio eran los sollozos de Eva Lind. Erlendur sabía que no era un padre ejemplar y que su discurso iracundo tal vez iba dirigido a él mismo, a sus propias carencias como padre. Eso era lo que probablemente opinaría un psicólogo: que se sentía fracasado como padre y que lo pagaba con su hija. De todos modos, quizá su actitud tendría algún efecto sobre Eva Lind. Era la primera vez que la veía llorar desde que era un bebé. La había dejado cuando tenía sólo dos años.

Finalmente Eva Lind acabó por apartar las manos de la cara. Después se sorbió desabridamente los mocos y se secó las lágrimas.

—Era su padre —dijo.

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