Las Marismas (10 page)

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Authors: Arnaldur Indridason

BOOK: Las Marismas
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Se despidieron del director y salieron al aire libre. Cuando el coche se alejaba de la prisión y esperaban a que la enorme verja azul se abriera para dejarles salir del aparcamiento, Sigurdur Óli vio que un guarda venía corriendo tras ellos haciendo señales. Pararon y esperaron hasta que llegó al coche.

—Quiere hablar contigo —dijo el guarda jadeando cuando Erlendur bajó el cristal.

—¿Quién? —preguntó Erlendur.

—Ellidi. Quiere hablar contigo.

—Ya hemos hablado con él. Dile que se vaya a paseo.

—Dice que te quiere dar la información que le pediste.

—Está mintiendo.

—Es lo que ha dicho.

Erlendur miró a Sigurdur Óli, que se encogió de hombros, y se quedó pensativo unos segundos.

—Bien. Iremos —dijo finalmente.

—Sólo quiere hablar contigo, no con él —puntualizó el guarda mirando a Sigurdur Óli.

Esta vez no dejaron salir a Ellidi de la celda de aislamiento, así que Erlendur tuvo que hablar con él a través de un pequeño agujero de la puerta. El ventanuco se abría deslizando un pestillo. Dentro de la celda estaba oscuro y Erlendur no veía al preso. Sólo oía su voz, ronca y áspera. El guarda lo había dejado solo, en la puerta.

—¿Cómo se encuentra el maricón? —fue lo primero que preguntó el preso.

No estaba al lado de la puerta, sino al fondo de la celda. Tal vez estaba echado en el camastro o quizá sentado en el suelo y apoyado en la pared. Erlendur tenía la sensación de que la voz le llegaba desde lo más profundo de la oscuridad. Ellidi se había tranquilizado.

—Esto no es una reunión social —dijo Erlendur—. ¿Querías hablar conmigo?

—¿Quién creéis que ha matado a Holberg?

—No lo sabemos. ¿De qué quieres hablarme? ¿Qué pasa con Holberg?

—La chica que violó en Keflavík se llamaba Kolbrún. Hablaba de ello a menudo. Me explicó que estuvieron a punto de pillarlo ya que la tía le denunció. Me contó los detalles. ¿Quieres oír lo que dijo?

—No —contestó Erlendur—. ¿Cuál era tu relación con él?

—Nos veíamos de vez en cuando. Le vendía alcohol y le compraba porno cuando era marinero y tenía que embarcarme para navegar por el extranjero. Nos conocimos cuando los dos trabajábamos para la Compañía Portuaria. Eso fue antes de que él empezara a conducir los camiones. Nos enviaban a los pueblos. Un premio perdido no se recupera, eso fue lo primero que me enseñó. Sabía hablar. Un tío imponente. Sabía ganarse a las tías con su labia. Era divertido.

—¿Ibais a los pueblos?

—Sí. Por eso estábamos en Keflavík. Estábamos pintando el faro de Reykjanes. Aquello está apestado de fantasmas. ¿Has ido alguna vez allí? Gemidos y chirridos toda la noche. Es peor que este agujero de mierda. Holberg no tenía miedo a los fantasmas. No tenía miedo a nada.

—¿Y le faltó tiempo para contarte lo de la violación de Kolbrún, cuando acababa de conocerte?

—Me guiñó un ojo cuando salió de la fiesta detrás de ella. Yo sabía lo que quería decir. Él podía ser un caballero. Le divertía mucho haber salido ileso de ese aprieto. Se reía con ganas de un policía que había atendido a la chica y dejó sin efecto la denuncia.

—¿Se conocían Holberg y el policía?

—No lo sé.

—¿Mencionó alguna vez a la hija que tuvo Kolbrún después de la violación?

—¿La hija? No. ¿Hubo una hija?

—¿Sabes de otra violación? —dijo Erlendur sin contestar la pregunta—. Hablaste de otra mujer a la que violó. ¿Quién era esa mujer?

—No lo sé.

—Entonces, ¿por qué me has hecho llamar?

—No sé quién era, pero sé cuándo ocurrió y dónde vivía. Más o menos. Lo bastante para que la podáis encontrar.

—¿Sabes dónde? ¿Y cuándo?

—Eso es. Pero ¿qué me darás a cambio?

—¿A cambio?

—Exactamente. ¿Qué puedes hacer por mí?

—No puedo hacer nada por ti, ni tampoco tengo ganas de hacerlo.

—Sí, algo podrás hacer. Y yo te diré lo que sé.

Erlendur meditó unos instantes.

—No puedo prometer nada —repuso.

—No aguanto este aislamiento.

—¿Por eso me hiciste llamar?

—No sabes cómo se siente uno al estar aislado. Me estoy volviendo loco aquí dentro. Nunca encienden la luz. No sé qué día es. Te encierran como a un animal enjaulado. Te tratan como a un animal.

—¡Y tú eres el Conde de Montecristo! —dijo Erlendur con sorna—. Eres un sádico, Ellidi. De la peor clase. Un idiota al que le gusta la violencia. Un racista y homófobo. El peor idiota que he conocido. A mí no me importa que te dejen aquí toda la vida. Voy a subir y recomendarlo.

—Te diré dónde vivía si me sacas de aquí.

—Yo no te puedo sacar de aquí, estúpido. No tengo poder para eso y no movería un dedo aunque lo tuviera. Si quieres reducir el aislamiento no deberías atacar a la gente.

—Puedes llegar a un acuerdo. Puedes decir que vosotros me provocasteis. Puedes decir que empezó el maricón. Que yo estaba colaborando, pero que él no dejaba de hacer comentarios. Que luego te ayudé con la investigación. Te escucharán. Sé quién eres, te escucharán.

—¿Habló Holberg de alguna otra mujer, aparte de aquellas dos?

—¿Vas a hacerme ese favor?

Erlendur lo pensó un momento.

—Miraré lo que puedo hacer. ¿Habló de otras?

—No, nunca. Yo sólo sabía de esas dos.

—¿Estás mintiendo?

—No, no miento. La otra nunca le denunció. Fue a principios de 1960. Él nunca volvió a aquel pueblo.

—¿Qué pueblo?

—¿Me lo prometes?

—No puedo prometer nada —dijo Erlendur—. Hablaré con ellos. ¿Qué pueblo?

—Húsavík.

—¿Qué edad tenía ella?

—Fue algo parecido a lo de Keflavík, sólo que más fuerte —explicó Ellidi.

—¿Más fuerte?

—¿Quieres saberlo? —preguntó Ellidi, que no podía esconder su excitación—. ¿Quieres saber lo que hizo?

Ellidi no esperó la respuesta. Su voz salía por el agujero y Erlendur no tenía otro remedio que escuchar a la oscuridad.

Sigurdur Óli lo esperaba en el coche y salieron del recinto de la prisión. Erlendur le explicó de forma resumida lo que le había contado Ellidi, sin mencionar el monólogo final del preso. Decidieron echar un vistazo al censo de Húsavík de los años sesenta. Si la mujer tenía la misma edad que Kolbrún, como Ellidi había dicho, había bastantes probabilidades de encontrarla.

—¿Y qué pasa con Ellidi? —preguntó Sigurdur Óli cuando estaban a medio camino de Reikiavik.

—Pregunté si había alguna posibilidad de reducir el aislamiento, pero me dijeron que era imposible. No puedo hacer nada más.

—Has hecho lo que has podido —replicó Sigurdur Óli sonriendo—. Si sabemos que Holberg violó a esas dos, ¿crees que podría haber más casos?

—Si, podría haber más —dijo Erlendur distraído.

—¿En que estás pensando?

—Hay dos cosas que me tienen intrigado —contestó Erlendur.

—Siempre hay algo que te intriga —comentó Sigurdur Óli.

—Quiero saber exactamente cuál fue la causa de la muerte de la niña —dijo Erlendur, y oyó que Sigurdur Óli suspiraba a su lado—. Y quiero saber si es absolutamente seguro que Holberg fuera el padre.

—¿En qué estás pensando?

—Ellidi me dijo que Holberg tenía una hermana.

—¿Una hermana?

—Que murió joven. Tenemos que encontrar informes médicos sobre ella. Busca en los hospitales, a ver lo que encuentras.

—¿De qué murió la hermana de Holberg?

—Tal vez de algo parecido a lo que mató a Audur. Holberg mencionó alguna vez algo referente a su cabeza. O eso es lo que dijo Ellidi. Le pregunté si se refería a un tumor cerebral, pero no lo sabía.

—¿Y eso adónde nos lleva? —preguntó Sigurdur Óli.

—Creo que puede tener que ver con el parentesco —dijo Erlendur.

—¿Parentesco? Espera, ¿por la nota que encontramos?

—Sí —respondio Erlendur—, por la nota. Tal vez todo esto tenga relación con el parentesco y las herencias

Capítulo 15

El médico vivía en una casa adosada, en la parte más antigua de Grafarvogur. Estaba jubilado y ya no ejercía la medicina clínica. Recibió personalmente a Erlendur y le invitó a pasar a una salita que utilizaba como despacho. Le explicó que hacía trabajos para abogados y principalmente evaluaciones de grados de invalidez. En el despacho no había lujos, era más bien pulcro, con un pequeño escritorio y una máquina de escribir. El médico era de estatura baja, delgado y de movimientos ágiles. Llevaba dos bolígrafos en el bolsillo de la camisa. Se llamaba Frank.

Erlendur le había llamado por la mañana. Ahora empezaba a atardecer. Sigurdur Óli y Elinborg habían estado estudiando una copia del censo de Húsavík de hacía cuarenta años. La habían recibido por fax desde el norte del país. El médico le invitó a sentarse.

—¿No son mayoritariamente mentirosos los que vienen a verte? —preguntó Erlendur, y miró a su alrededor.

—¿Mentirosos? No, yo no diría eso —contestó el médico con calma—. Tal vez algunos, sin duda. Las lesiones de cuello son las peores. Realmente no hay otra solución que creer lo que te dicen cuando se trata de una lesión así, después de un accidente de coche, por ejemplo. Esos casos son los más difíciles de tratar. Algunas personas sufren más que otras. Pero creo que no son muchas las que se toman esto a la ligera.

—Cuando te llamé te acordaste enseguida de la niña de Keflavík.

—Sí, no es fácil olvidar aquel caso. Es difícil no recordar a la madre. Se llamaba Kolbrún, ¿verdad? Tengo entendido que se suicidó.

—Todo fue una maldita tragedia —dijo Erlendur.

Se preguntaba si debería aprovechar la ocasión y consultar al médico acerca del dolor de pecho que le molestaba cuando se despertaba por la mañana, pero decidió no hacerlo. El médico descubriría que le quedaba poco tiempo de vida, lo ingresaría en un hospital y antes del próximo fin de semana ya estaría tocando el arpa con los angelitos. Erlendur evitaba las malas noticias siempre que podía y verdaderamente no esperaba nada bueno de su salud.

—Dijiste que se trataba del asesinato en Las Marismas —se interesó el médico.

—Holberg, el muerto, era probablemente el padre de la niña de Keflavík —dijo Erlendur—. Al menos la madre lo aseguraba. Holberg ni lo afirmaba ni lo negaba. Lo único que confesó fue haber tenido relaciones sexuales con Kolbrún. No se pudo probar que hubiera habido violación. Pocas veces hay una base sólida en estos casos. Ahora estamos investigando el pasado del hombre. La niña enfermó y se murió a los cuatro años. ¿Qué ocurrió?

—No veo qué relación puede tener con el asesinato.

—No te preocupes por eso.

El médico miró fijamente a Erlendur un buen rato.

—Quizá sea mejor que te lo cuente ahora mismo, Erlendur —dijo finalmente—. Entonces yo era distinto.

—¿Distinto?

—Y peor. Distinto y peor. Ahora hace treinta años que no pruebo el alcohol. Te lo digo para que no tengas que molestarte en averiguar que me quitaron la licencia por un tiempo, desde 1965 hasta 1972.

—¿Por lo de la niña?

—No, no fue por ella, aunque eso hubiera sido una razón suficiente. Fue por alcoholismo y negligencia. No me gustaría entrar en detalles si no es absolutamente necesario.

Erlendur iba a dejarlo pasar, pero no pudo contenerse.

—¿Quieres decir que solías estar más o menos bebido durante esos años, o qué?

—Sí, más o menos.

—¿Luego volvieron a darte la licencia?

—Sí.

—¿Y desde entonces todo bien?

—Sí, todo bien —dijo el médico asintiendo con la cabeza—. Pero, como te he dicho, no estaba en buenas condiciones cuando atendí a la niña de Kolbrún. Le dolía la cabeza y yo pensé que se trataba de una migraña infantil. Vomitaba por las mañanas. Cuando aumentaron los dolores le receté analgésicos más fuertes. No lo recuerdo con claridad. He intentado olvidarme de esos años. Todos cometemos errores, también nosotros, los médicos.

—¿Cuál fue la causa de la muerte?

—Supongo que no habría cambiado nada aunque yo hubiera reaccionado de otra manera y la hubiera ingresado en un hospital —dijo el médico como hablando consigo mismo—. Eso es lo que me gustaría creer. Entonces no había muchos pediatras y tampoco disponíamos de esos estupendos escáneres que hay ahora. Teníamos que fiarnos más del instinto y de nuestros conocimientos, pero, como ya sabes, mi instinto no era muy fino en aquella época, salvo en lo que se refiere al alcohol. Un mal divorcio tampoco mejoró las cosas. No me estoy excusando —dijo, aunque era evidente que eso era lo que estaba haciendo.

Erlendur asentía con la cabeza.

—Después de un par de meses, creo, empecé a sospechar que se trataba de algo más grave que una migraña infantil. La niña no mejoraba. No había pausas entre los ataques de dolor. Empeoraba constantemente. Se consumía, se quedó extremadamente delgada. Había varias posibilidades. Se me ocurrió que podía ser una tuberculosis cerebral fulminante. Antiguamente, cuando nadie sabía nada de nada, se solía hablar de resfriado cerebral. Al final, empecé a pensar en una meningitis, pero faltaban muchos síntomas. La meningitis es bastante rápida. A la niña le salieron en la piel lo que se llamaba manchas de café y al final consideré que bien podía ser un tumor.

—¡Manchas de café! —exclamó Erlendur, y recordó que había oído hablar de ellas antes.

—Pueden ser síntomas de un tumor.

—Entonces la mandaste al hospital de Keflavík.

—Allí murió —dijo Frank—. Me acuerdo del dolor de la madre. Cuando la niña falleció, perdió la razón. Tuvimos que inyectarle tranquilizantes. Se negó en rotundo a que se le practicara la autopsia. Nos lo prohibió a gritos.

—Pero se la hicieron de todas formas.

El médico vaciló.

—No se podía evitar. De ninguna manera.

—¿Qué se descubrió?

—Un tumor, lo que yo había dicho.

—¿Qué clase de tumor?

—No sabría decirlo —contestó el médico—. No sé si lo investigaron a fondo. Supongo que lo hicieron. Creo recordar que mencionaron una especie de enfermedad hereditaria.

—¡Hereditaria! —repitió Erlendur subiendo la voz.

—¿No es ésa la palabra de moda? Hereditaria. ¿Qué tiene esto que ver con el asesinato de Holberg? —preguntó Frank.

Erlendur se quedó pensativo y no oyó las palabras del médico.

—¿Por qué te interesa el caso de esa niña?

—Estoy soñando —dijo Erlendur.

Capítulo 16

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