Las manzanas (13 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las manzanas
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—¿Cuándo vio usted a Joyce por última vez?

—No tengo la menor idea —dijo Elizabeth Whittaker—. No la conocía muy bien. No figuraba entre mis alumnas. Tampoco era una muchacha especialmente interesante, por lo cual no me fijé mucho en ella. Sí, recuerdo que cuando le tocó cortar el pastel de harina lo hizo con mucha torpeza, deshaciéndosele su tajada. Seguía sin novedad entonces… Pero, bueno, era aquélla una hora muy temprana…

—¿No la vio entrar en la biblioteca en compañía de alguien?

—Desde luego que no. Lo habría dicho antes. Me habría parecido el detalle muy significativo e importante.

—Y ahora —declaró Poirot—, pasemos a mi segunda pregunta o serie de preguntas… ¿Cuánto tiempo lleva ya en este colegio?

—Este otoño se cumplirán los seis años.

—¿Y qué es lo que usted enseña aquí?

—Matemáticas y latín.

—¿Se acuerda usted de una joven que hace cosa de dos años estuvo aquí ejerciendo de profesora? Se llamaba Janet White.

Elizabeth Whittaker se irguió en su asiento. Estuvo a punto de levantarse de la silla, en realidad. Finalmente, volvió a la postura relajada de momentos antes.

—Pero… Usted menciona algo que nada tiene que ver con toda esa historia. Bien… Seguramente.

—Pudiera existir una relación —manifestó Poirot.

—¿En qué aspecto? ¿Cómo?

Poirot pensó que los círculos académicos poseían menos informes que el vulgo.

—Joyce, delante de testigos, proclamó haber visto cometer un crimen, hace varios años. ¿Se trataría de la acción que costó la vida a Janet White? ¿Cómo murió Janet White?

—Fue estrangulada una noche, cuando se dirigía a su casa, desde el colegio.

—¿Iba sola?

—Probablemente no.

—Pero no era Nora Ambrose quien la acompañaba, ¿verdad?

—¿Usted qué sabe acerca de Nora Ambrose?

—Nada, todavía —replicó Poirot—. Me gustaría, sin embargo, conocer algunos detalles referentes a su persona. ¿Cómo eran Janet White y Nora Ambrose?

—Vivían muy pendientes de los representantes del sexo opuesto, por así decirlo —declaró Elizabeth Whittaker—. Cada una en su estilo, no obstante. ¿Cómo pudo haber visto Joyce algo relacionado con aquel episodio? Cómo podía estar informada acerca de él? Todo sucedió en un camino de las inmediaciones de Quarry Wood. Por entonces la chica no tendría más de diez u once años de edad.

—¿Cuál de ellas tenía novio? —inquirió Poirot—. ¿Nora o Janet?

—Todo eso pertenece al pasado.

—«Los viejos pecados tienen largas sombras» —citó Poirot—. A medida que avanzamos en la vida vamos comprendiendo la verdad de ese dicho. ¿Donde para Nora Ambrose en la actualidad?

—Después de dejar el colegio se colocó en el norte de Inglaterra… Naturalmente, se mostró profundamente afectada por todo lo sucedido. Las dos eran… grandes amigas.

—¿No llegó a aclarar el caso nunca la policía?

La señora Whittaker movió la cabeza de un lado para otro. Púsose en pie al tiempo que echaba un vistazo a su reloj de pulsera.

—Tengo que dejarle…

—Muchas gracias por la información que ha tenido la amabilidad de facilitarme.

C
APÍTULO
XI

H
ÉRCULES Poirot paseó lentamente la mirada por la fachada de Quarry House. Era una sólida construcción, un ejemplo clásico de la arquitectura de la época victoriana. Se imaginó su interior: un pesado aparador de caoba en el comedor, con una mesa central en forma rectangular de la misma madera; una estancia destinada a alojar el billar, quizás; una cocina inmensa, dotada de armarios con numerosas piezas de vajilla; un pavimento de grandes losas de piedra; una chimenea tremenda, imponente, que funcionaría ya a base de energía eléctrica o gas. Notó que la mayor parte de las ventanas superiores tenían todavía sus cortinas. Oprimió el botón del timbre, a un lado de la puerta. La llamada fue atendida por una mujer muy delgada, de grisáceos cabellos, quien notificó a Poirot que el coronel y la señora Weston se encontraban de viaje a Londres y que no regresarían hasta la semana siguiente.

Preguntó por Quarry Woods y le dijeron que la zona de arboleda y bosques estaba abierta al público, al que no se cobraba nada por la visita. La entrada se hallaba situada a unos cinco minutos de distancia, a lo largo de la carretera. Si seguía avanzando no tardaría en ver un rótulo y una puerta de hierro.

Dio con lo que buscaba con gran facilidad. Después de dejar la puerta a su espalda, empezó a deslizarse por un sendero descendiente que serpenteaba entre frondosos matorrales y árboles de gruesos troncos.

Finalmente, hizo un alto. Quedóse inmóvil, reflexionando. Su mente no se fijaba de un modo exclusivo en lo que veían sus ojos, ni en lo existente a su alrededor, presentido más que visto. Intentaba relacionar en aquellos momentos un par de frases y analizar dos o tres hechos que le habían sido facilitados. Escudriñaba en ellos afanosamente. Había en aquel asunto por en medio un testamento, un testamento falsificado y una joven. Ésta había desaparecido… Y el testamento había sido falsificado para favorecerla. Se acordó de la existencia de un joven artista que había llegado allí para convertir una cantera abandonada en un bello jardín.

De nuevo, Poirot miró a su alrededor, haciendo un gesto claro de aprobación. Allí había habido que trabajar mucho. Habrían tenido que ser desplazadas vastas masas rocosas para trazar los prácticos senderos interiores. Toda una empresa… Aquélla era distinta de otras muchas que podían ser juzgadas de alcance similar. En Poirot todo lo que estaba contemplando avivaba vagos recuerdos. La señora Llewellyn-Smythe había tomado parte en un
tour
nacional de jardines, por Irlanda. Poirot recordaba haber visitado este país cinco o seis años atrás. Habíase trasladado allí para investigar un robo. Habían surgido algunas cuestiones interesantes en lo tocante al caso que excitaron su curiosidad. Como de costumbre, habiendo resuelto el enigma, apuntándose un nuevo éxito, Poirot se concedió a sí mismo unos cuantos día de feliz holganza, desplazándose de un lado para otro sin más objetivo que el de familiarizarse con el paisaje irlandés.

No acertaba a centrar en su memoria el jardín que había visitado entonces… Se figuró que no caería muy lejos de Cork. ¿Killarney? No, no era Killarney. De todos modos, no podía quedar muy lejos de Bantry Bay. Lo recordaba porque había sido para él aquel jardín muy diferente de los que denominara los grandes éxitos de la época, los jardines de los
Cháteaux
de Francia, la formal belleza de Versalles.

Había subido a una embarcación pequeña, en compañía de varias personas. Dos fuertes y ágiles boteros lo habían tomado en brazos prácticamente. De otro modo no hubiera podido embarcar fácilmente. Remando, remando, se aproximaron a una pequeña isla. La isla en cuestión le pareció a Poirot poco o nada interesante. Hubiera querido verse entonces a mucha distancia de allí. Tenía los pies fríos y el viento agitaba de una manera molesta los faldones de su impermeable. ¿Qué belleza, habíase dicho, qué atractivo, qué simétrica disposición de gran hermosura podía haber en aquella rocosa isla, con sus escasos árboles? Constituía un error… Sí, un error concretamente.

Habían puesto los pies en el pequeño embarcadero. Los pescadores lo habían depositado en tierra con la misma facilidad que antes. Los restantes miembros del grupo habían echado a andar adelante, hablando y riendo. Poirot procedió a reajustarse su impermeable y a secarse brevemente los zapatos. Había seguido inmediatamente a sus compañeros a lo largo de un sendero delimitado por zarzales, arbustos y unos cuantos árboles. Juzgó aquel parque carente por completo de interés.

Y luego, más bien de repente, había salido de una masa de vegetación informe para adentrarse por una terraza que terminaba en una escalinata. A sus pies contempló enseguida algo que se le antojó enteramente mágico. Unos elementales seres, muy comunes dentro de la poesía irlandesa, habían abandonado sus refugios de las montañas para crear un fantástico jardín, más por arte de extraños encantamientos que por efecto de una continua y ardua labor. Uno se asomaba fascinado a aquél, saboreando su belleza, admirando las flores y arbustos, el lago artificial con su fuente, el camino que lo rodeaba, un camino encantado, bello y enteramente inesperado. Él se preguntó cómo habría sido todo originariamente. Se le figuraba demasiado simétrico para haber sido antes una cantera. Veíase un profundo hueco en el sector elevado de la isla, pero más allá se descubrían las aguas de la bahía, así como las colinas que se levantaban por el otro lado, con sus cumbres manchadas por jirones de niebla, componiendo una escena seductora. Poirot pensó que tal vez hubiese sido aquel especial jardín el que incitara a la señora Llewellyn-Smythe a poseer uno propio igual. Seguramente, había querido paladear el placer de transformar la abandonada cantera, de hacer un lugar acogedor en el seno de una campiña esencial, elemental, la que caracterizaba a aquella parte de Inglaterra.

Y enseguida había mirado a su alrededor en busca del esclavo a sueldo que fue capaz de corresponder a sus exigencias. Había dado con un joven profesionalmente bien calificado: Michael Garfield, a quien llamara a su lado. Indudablemente, había sido generosa con él, levantando en su momento una casa para que su colaborador la habitara. Michael Garfield, pensó Poirot, mirando a su alrededor, no la había decepcionado.

Sentóse en un banco, el cual había sido estratégicamente emplazado. Imaginóse el aspecto que debía ofrecer cuanto contemplaba bajo el estallido de la primavera. Vio jóvenes abedules y abetos de blancas y brillantes cortezas. Y también matorrales de espinos y rosas blancas, e, igualmente, cedros… Pero corrían por entonces los días de otoño y al paisaje del otoño correspondía lógicamente cuanto podía contemplar realmente. Había manchas vivas de oro y rojo junto a un sendero tortuoso que iba en busca de brisas refrescantes. Había macizos de aulagas y retamas de China… Poirot no se distinguía precisamente por sus conocimientos de botánica… Solamente era capaz de reconocer algunas especies de tulipanes y rosas.

Pero todo lo que crecía allí daba la impresión de haberse desarrollado espontáneamente. No se pensaba en aquel lugar que hubiese habido una mano dominadora, que forzara a la sumisión a ciertos elementos naturales. Y, sin embargo, se dijo Poirot, todo había sido previamente estudiado. Allí no había habido improvisación de ningún género. Todo había sido planeado, desde las diminutas plantas que llenaban unos insignificantes huecos, pasando casi inadvertidas, hasta los grandes arbustos que se erguían fieramente con sus ramas cargadas de hojas doradas y rojas. ¡Oh, sí! Todo allí era fruto de un meditado proyecto, de un planteamiento previo.

Poirot se preguntaba quién habría llevado la voz cantante en aquel asunto. ¿Había sido la señora Llewellyn-Smythe? ¿Había sido Michael Garfield? De éste a aquélla, la cosa cambiaba bastante, se dijo Poirot. Estaba convencido de que la señora Llewellyn-Smythe era una persona experta en la materia. Había practicado la jardinería durante muchos años, perteneciendo indudablemente, a la
Royal Horticultural Society
; asistiría a exposiciones, consultaría catálogos, visitaría jardines… Llevada de su afición, por supuesto, realizaría viajes al extranjero. Al final, al enfrentarse con su proyecto, lo más seguro era que hubiese sabido concretamente qué era lo que quería, que hubiese dicho o traducido claramente sus aspiraciones. ¿Bastaba con esto? Poirot pensó que no. Lo más seguro era que ella hubiese dictado órdenes a los jardineros, procediendo luego a cerciorarse de que las órdenes en cuestión eran llevadas a cabo. Pero, ¿sabía ella —lo sabía de veras—, en qué se traducirían sus órdenes más tarde, llevadas ya a la práctica? Pues no en el transcurso del primer año, ni a lo largo del segundo… Quizás entreviese la realidad más tarde.

Poirot pensó que Michael Garfield supo en todo momento qué era lo que ella deseaba. También se sentía con fuerzas y conocimientos para hacer de un pedregal un jardín, para conseguir que el desierto floreciera. Lo planeó todo o casi todo y seguidamente lo llevó a la práctica. Vivió, seguramente, los intensos placeres del artista impulsado a dar rienda suelta a su fantasía por un cliente que dispone de dinero en abundancia. El paisaje agreste iba a convertirse en una especie de refugio de hadas. La señora Llewellyn-Smythe tuvo que estampar repetidas veces su firma al pie de algunos cheques para procurarse determinadas especies arbóreas; habría también plantas sólo obtenibles mediante los buenos oficios de una amiga fiel y complaciente. En todos los grandes proyectos figuran detalles humildes que casi no cuestan nada, pero que resultan imprescindibles.

Poirot se preguntó por la gente que vivía ahora en Quarry House. Poseía sus nombres… Tratábase de un coronel retirado, ya con muchos años, acompañado de su esposa. Inclinábase a pensar que Spence le había referido algunos detalles complementarios acerca de sus personas. Tenía la impresión de que nadie podría mirar todo aquello con el cariño con que lo mirara la señora Llewellyn-Smythe.

Echó a andar por uno de los senderos. El camino era bueno, estaba cuidadosamente nivelado. Resultaba ideal para ser recorrido por una persona ya mayor, anciana. Nada de peldaños labrados en la roca, ni de pendientes. De trecho en trecho, a distancias muy bien estudiadas, se veían bancos rústicos. Fijándose bien, estos bancos eran rústicos a primera vista tan sólo. Efectivamente, quien se sentara en ellos podía descansar la espalda y las piernas a su gusto, gracias al trazo del asiento.

Poirot pensó luego que le habría agradado entrar en relación con Michael Garfield. El hombre había hecho una buena labor. Conocía su trabajo, era un excelente proyectista, había sabido rodearse de personas competentes que le secundaron con eficacia. Y luego había sabido arreglar las cosas de tal manera que lo más probable era que la señora Llewellyn-Smythe hubiese estado convencida en todo instante de que el famoso proyecto le pertenecía por completo. «Yo no quisiera engañarme —se dijo Poirot—. La idea general debió nacer principalmente en la cabeza del joven… Sí. Me agradaría verle. Si se encontrase en la casa —o
bungalow
—, que fue construida para él, supongo que…».

El hilo de sus razonamientos se quebró.

Fijó la vista obstinadamente en un punto. Miró a sus pies, viendo entonces que varias ramas servían de marco a una figura que no supo de buenas a primeras si era real o constituía un efecto de las luces y las sombras entre las hojas de los árboles…

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