La señora Drake era una mujer digna de tenerse en cuenta, pensó Poirot. Era alta, hermosa. Habría cumplido los cuarenta años. En sus cabellos se advertían unos leves toques de gris; sus azules ojos brillaban. Rezumaban eficiencia por las puntas de sus dedos. Siempre que la señora Drake organizara una reunión el éxito estaba asegurado. En el cuarto de estar, sobre una bandeja, había dos tazas de café en compañía de unos bizcochos, aguardándoles.
Poirot se dio cuenta de que «Apple Trees» era una casa admirablemente conservada.
Estaba bien amueblada; tenía alfombras de extraordinaria calidad; todo se veía escrupulosamente limpio y pulido. Cierto que no había ningún objeto que destacara allí del resto, pero eso no se echaba a ver. Las cortinas eran de unos tonos agradables, aunque convencionales. Habría podido ser alquilada a un inquilino no vulgar sin necesidad de llevar a cabo cambio alguno en su interior.
La señora Drake saludó cortésmente a Poirot, ocultando obstinadamente lo que éste sospechaba que era una sensación de enojo, enérgicamente contenido, por la posición a que había sido llevada durante un acto social, en el transcurso de cual habíase cometido algo tan antisocial como un crimen.
En su calidad de miembro destacado del poblado de Woodleigh Common, Poirot sospechaba que la mujer se sentía molesta por haber sido probada de un modo raro y temporal su ineficiencia. Lo que había ocurrido allí no hubiera debido ocurrir. Si hubiese sido otra persona, en otra casa… Bueno, así, la cosa ya cambiaba. Lo inaudito era que sucediera aquello en una reunión proyectada para el elemento juvenil de la comunidad por ella, en una fiesta dada por ella, organizada por ella… De una manera u otra, ella hubiera debido
preverlo
, poner los medios para impedir que sucediera lo que había sucedido. Y Poirot albergaba también la sospecha de que rebuscaba irritada en su mente, afanosa por dar con una razón explicativa del singular fenómeno. No era que intentase dar con el motivo determinante del crimen, no. En lo que andaba empeñada era en localizar el detalle inadecuado en la persona de alguien que se hubiese erigido colaborador suyo, dando lugar, por una mala interpretación o por falta de sensibilidad, al terrible fallo.
Con voz bien timbrada, la de una conferenciante distinguida y habituada a encararse al público, la señora Drake dijo:
—Señor Poirot: me complace mucho su presencia en esta casa. La señora Oliver me ha dicho que su ayuda puede sernos muy valiosa en los momentos presentes para resolver esta terrible crisis.
—Tenga usted la seguridad, señora, de que yo haré cuanto esté en mi mano para ayudarles. Se habrá dado cuenta, sin embargo, de que en este asunto no son precisamente facilidades lo que vamos a encontrar.
—Desde luego, éste es un asunto difícil —declaró la señora Drake—. Parece increíble, completamente increíble que lleguen a suceder cosas como ésta. Supongo —añadió—, que la policía goza profesionalmente de muy buena reputación. No sé si juzgará indispensable aquí la intervención de Scotland Yard. Parece arraigar la idea de que la muerte de esta pobre niña ha de tener una significación local. No es necesario que se lo haga notar, monsieur Poirot, ya que después de todo usted leerá tantos periódicos como yo, pero la verdad es que en la campiña se han dado ya muchos casos desgraciados relacionados con criaturas de escasa edad, niños y niñas. Cada vez son más frecuentes. Día tras día, el número de mentes perturbadas aumenta, aunque he de señalar que actualmente las madres no cuidan de sus hijos adecuadamente, como hacían antes. Los chicos van y vienen de sus colegios solos, por las noches, o a horas muy tempranas del día. Y los muchachos, igual que las muchachas, se comportan estúpidamente cuando, por ejemplo, alguien al volante de un coche se les ofrece para llevarlos a cualquier parte, especialmente cuando el coche es de los que llaman la atención. Se creen lo que los demás les dicen. Supongo que esto es imposible de evitar.
—Bueno, madame, pero lo que sucedió aquí es muy distinto…
—;Oh! Ya lo sé… Ése es el motivo de que haya pronunciado la palabra
increíble
. Todavía me cuesta trabajo creerlo… Todo había sido previamente ordenado, de acuerdo con un plan. Habíanse tomado las medidas necesarias para que todo se deslizase como sobre ruedas. Por eso se me antoja todo… increíble. Personalmente, considero que hay que buscar lo que yo llamo una significación externa. Alguien entró en la casa… No era esto difícil en aquellas circunstancias. Tenía que ser una persona perturbada mentalmente. Cabe pensar en uno de esos seres que no se encuentran en las casas de salud por la sencilla razón de que no hay sitio ya en ellas. Hay que ceder los alojamientos disponibles a los enfermos de gravedad. Uno de estos desventurados seres se asomó en cualquier momento por una de las ventanas de la casa, viendo que en ella se celebraba una reunión juvenil. El desventurado observador (si es que se puede sentir compasión por tales seres, cosa que a mí me cuesta trabajo en ocasiones), se hizo acompañar por la pobre criatura, asesinándola luego. Nadie piensa nunca que eso pueda pasar… Y, sin embargo, aquí ha pasado.
—Si tuviera usted la amabilidad de enseñarme dónde…
—Desde luego. ¿No le apetece otra taza de café?
—Gracias. No.
La señora Drake se puso en pie.
—La policía se inclina a pensar que todo ocurrió cuando lo del «Snapdragon». Hicimos eso en el comedor.
La señora Drake cruzó el vestíbulo, abriendo una puerta. Parecía en aquellos instantes un ama de casa que estuviese atendiendo a unos huéspedes. Señaló la gran mesa y las pesadas cortinas de terciopelo.
—Estábamos a oscuras aquí, por supuesto. La única iluminación de la estancia la proporcionaban las llamas de la fuente. Y ahora…
Cruzó de nuevo el vestíbulo y abrió otra puerta. Poirot vio una habitación pequeña con sillones, pinturas deportivas por las paredes y estanterías llenas de libros.
—La biblioteca —explicó la señora Drake, estremeciéndose—. El cubo se encontraba aquí. Sobre una lámina de plástico, claro…
La señora Oliver no había entrado en la estancia, quedándose en el vestíbulo.
—No puedo entrar —explicó a Poirot—. Me causa una impresión…
—Aquí ya no puede verse nada de particular —declaró la señora Drake—. Le estoy enseñando a usted
dónde fue
… ¿No era eso lo que me pidió?
Poirot, a quien iban dirigidas estas últimas palabras, asintió.
—Habría por aquí, mucha agua derramada…
—El cubo estaba lleno, desde luego —aseguró la señora Drake.
Miró a Poirot como si éste se hubiese esfumado de pronto.
—Y habría agua en el plástico. Naturalmente, si alguien cogió a la chica por el cuello, obligándola a permanecer unos momentos con la cabeza sumergida, derramaría mucha agua.
—¡Oh, sí! Durante el juego, el cubo tuvo que ser llenado dos o tres veces.
—Entonces cabe pensar que el autor del crimen tuvo que salir de aquí mojado también…
—Sí, claro.
—¿Nadie observó nada en este sentido?
—No, no. El inspector me hizo también esa pregunta. Hacia el final de la velada, a decir verdad, casi todos acabaron despeinados, mojados o cubiertos de harina, según. En este sentido no parecen existir pistas útiles. Bueno, es lo que pensó la policía.
—Claro —contestó Poirot—. Me imagino que la única pista útil radica en la niña en sí. Desearía que me dijese todo lo que sabe usted acerca de ella.
—¿Acerca de Joyce?
La señora Drake pareció sentirse entonces un tanto desconcertada. Era como si Joyce, en su mente, se hubiese alejado tanto ya que se quedara sorprendida con la evocación.
—La víctima constituye siempre un elemento de gran importancia —declaró Poirot—. Sepa usted que a menudo, la víctima es la
causa
del crimen.
—Bueno, supongo que comprendo lo que quiere decir —manifestó la señora Drake, a quien, evidentemente, se le notaba lo contrario—. ¿Volvemos al cuarto de estar?
—Y ya en él me hablará de Joyce —sugirió Poirot.
Tornaron a acomodarse en los mismos sillones.
La señora Drake se hallaba ahora un tanto perturbada.
—No sé qué quiere oír de mí, monsieur Poirot —declaró—. Seguramente, la información que usted necesita puede obtenerla consultando a la policía o a la madre de la chica. Será muy doloroso para la pobre mujer, pero…
—No me interesa el juicio de una madre que llora a su hija muerta —repuso Poirot—. A mí me parece más reveladora y directa la opinión de cualquier otra persona con un buen conocimiento de la humana naturaleza. Me atrevería a afirmar, madame, que usted ha sido una activa trabajadora en el sector social, dentro de esta comunidad. Creo que no hay nadie con mejores cualidades que usted para resumir el carácter y condiciones de la niña desaparecida.
—Bien… Resulta un poco difícil… Pasa siempre lo mismo con los chicos de esa edad… Ella tenía trece años. Doce o trece… A esa edad todos son iguales.
—Desde luego que no. Perdone, madame. Las diferencias tanto en el carácter como en sus aptitudes, de una chica a otra, varían muchísimo. ¿Era de su agrado la muchacha?
La señora Drake pareció considerar la pregunta un poco impertinente.
—Pues… Desde luego, me… agradaba. Quiero decir… Bueno. Los niños me gustan. A la mayor parte de la gente le ocurre lo mismo.
—Tampoco en eso estoy de acuerdo con usted —declaró Poirot—, yo conozco chicos y chicas que no tienen ningún atractivo.
—Es verdad, sí… Lo cierto es que, generalmente, las criaturas actuales no están bien educadas. Todo parece ser dejado a los profesores y ellas se toman demasiadas libertades. Eligen sus amigos libremente y… ¡ejem!… ¡Oh, monsieur Poirot!
—¿Era una chica agradable Joyce o no lo era? —insistió Hércules Poirot.
La señora Drake le miró y su gesto traducía una grave censura.
—Hágase cargo, monsieur Poirot: Joyce, esa pobre criatura, está muerta.
—Muerta o viva, eso es algo que importa mucho. Si era una niña agradable con todos resultará más difícil de explicar la existencia de alguien dispuesto a atentar contra su vida. Y en el caso contrario, podríamos llegar hasta ciertas personas que la miraran con especial antipatía…
—Bueno, supongo que eso no es cuestión de simpatías o antipatías…
—Pudiera serlo. Tengo entendido también que en la reunión declaró haber sido testigo de un crimen.
—¡Oh, ya salió eso! —exclamó la señora Drake, desdeñosamente.
—¿No tomó usted su declaración en serio?
—Naturalmente que no. Lo que dijo fue una tontería.
—¿Cómo fue llegar a hacer tal afirmación?
—La presencia de la señora Oliver aquí suscitó el interés de las muchachas. No en balde es usted una persona famosa, amiga mía —manifestó la señora Drake, dirigiéndose a Ariadne.
Aquellas dos palabras últimas de su frase salieron de los labios de la dueña de la casa sin la más mínima inflexión de entusiasmo.
—No creo que aquello se hubiese producido de otro modo… El caso es que las muchachas andaban algo excitadas con la presencia de la conocidísima escritora…
—Y entonces Joyce declaró que había visto a alguien cometer un crimen —señaló Poirot, pensativo.
—Sí, Joyce dijo eso o algo por el estilo. Yo, la verdad, ni siquiera la escuchaba realmente.
—Pero usted recuerda que ella dijo eso, ¿no?
—¡Oh, sí! Lo dijo, desde luego. Pero yo no di crédito a sus palabras —manifestó la señora Drake—. Su hermana la hizo callar, muy oportunamente.
—Y la chica, por este motivo, se enojó, ¿no?
—En efecto, insistiendo en que era verdad lo que había dicho.
—O sea, alardeó de haber sido testigo de un crimen.
—Si usted lo quiere expresar de este modo, sí.
—Podía ser verdad lo que afirmaba —declaró Poirot.
—¡Qué disparate! Yo no la creí, ni por un momento —manifestó la señora Drake—. Aquélla era una estupidez de las de Joyce.
—¿Era una estúpida la muchacha?
—Bueno, era una chica a quien agradaba mucho causar sensación donde estaba —declaró la señora Drake—. En todo caso, siempre pretendía haber hecho o visto más que cualquiera de sus amigas.
—No era una criatura que cayera bien a la gente —aventuró Poirot.
—Desde luego que no. Era una de esas chicas a quienes hay que forzar a guardar silencio.
—¿Cómo reaccionaron sus conocidas y amigas? ¿Se sintieron impresionadas?
—Se burlaron de ella. Naturalmente, esto no hizo más que empeorar las cosas.
—Bien —dijo Poirot, poniéndose en pie—. Me satisface mucho poseer una información directa en lo tocante a ese punto —inclinóse cortésmente sobre su mano—. Adiós, madame. Muchas gracias por haberme permitido echar un vistazo al escenario de este desagradable suceso. Espero no haber reavivado demasiado bruscamente sus recuerdos.
—Naturalmente siempre es doloroso este asunto como tema de conversación. Yo estaba muy encariñada con la idea de la reunión, esforzándome porque todo marchara bien. Y lo conseguía, al principio. Hasta que ocurrió la terrible desgracia. Ahora lo único que puedo hacer es procurar olvidarla. Por supuesto, la ocurrencia de Joyce al presentarse ante los demás como testigo de un crimen no pudo ser más desafortunada.
—¿Ha sido Woodleigh Common escenario de algún crimen?
—Que yo recuerde, no —respondió la señora Drake con firmeza.
—En esta época de continuos delitos que nos ha tocado vivir —observó Poirot—, tal hecho constituye un detalle poco corriente, ¿no le parece?
—Bueno… Creo haber oído hablar de un camionero que mató a un camarada suyo… Fue una historia por este estilo, no estoy segura… También se supo aquí de una pequeña cuyo cadáver fue hallado en un pozo situado a unos veinticinco kilómetros de distancia… Pero de eso han transcurrido ya algunos años. Fueron crímenes vulgares, carentes de interés. Derivados de los abusos alcohólicos, creo yo.
—Desde luego. Cuesta mucho trabajo pensar que hubiesen podido ser presenciados por una chica de doce o trece años.
—Nada menos probable, diría yo. Y puedo asegurarle, señor, que la declaración de la chica fue formulada con el único fin de impresionar a sus amigas… y también, quizás, a cierta famosa persona.
La señora Drake dirigió una mirada más bien fría a la señora Oliver.
—Naturalmente —manifestó la señora Oliver —, yo tengo mucha culpa de lo ocurrido por haber hecho acto de presencia en la reunión.