Las llanuras del tránsito (126 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Jondalar y Ayla recayeron fácilmente en su rutina de viajeros, aunque a veces Ayla tenía la sensación de que habían estado viajando eternamente. Ansiaba llegar al fin de ese viaje. Los recuerdos del tranquilo invierno en el refugio de tierra del Campamento del León irrumpían en su mente mientras avanzaban con mucha dificultad a través de la monótona uniformidad del paisaje invernal. Recordaba complacida pequeños incidentes y olvidaba el sufrimiento que había ensombrecido constantemente sus días cuando creía que Jondalar ya no la amaba.

Aunque tenían que obtener el agua por destilación, generalmente derritiendo el hielo del río más que la nieve –la región era un lugar sombrío y estéril, con pocas acumulaciones de nieve–, Ayla se dio cuenta de que el terrible frío tenía algunas ventajas. Los tributarios del Río de la Gran Madre eran más pequeños y estaban totalmente congelados, de modo que era más fácil cruzarlos. Pero invariablemente, los dos viajeros aprovechaban con preferencia los pasos que hallaban siguiendo la orilla derecha, a causa de los intensos vientos que soplaban a través de los valles, de los ríos y los arroyos. Esos golpes de nieve traían masas de aire gélido procedente de las zonas de alta presión de las montañas sureñas, con lo que el viento helado venía a sumarse al aire ya muy frío.

Temblando a pesar de la protección de las gruesas pieles, Ayla se sintió aliviada cuando, al fin, atravesaron un alto valle y alcanzaron la barrera protectora del terreno cercano, que era más alto.

–¡Tengo tanto frío! –dijo ella, entre los dientes que le castañeteaban–. Ojalá hiciera un poco de calor.

Jondalar se alarmó.

–¡Ayla, no pidas eso!

–¿Por qué no?

–Tenemos que cruzar el glaciar antes de que cambie el tiempo. Un viento tibio significa que sopla el viento que derrite la nieve y señala el fin de la estación. En ese caso tendríamos que dar un rodeo por el norte, a través de la región del clan. Eso nos llevaría mucho más tiempo y, como consecuencia de todas las dificultades creadas a esa gente por Charoli, no creo que nos ofrecieran una bienvenida muy cálida –dijo Jondalar.

Ayla asintió, en actitud comprensiva, y al mirar hacia el lado norte del río, después de estudiar cierta extensión del territorio, Ayla dijo:

–Tienen el mejor lado.

–¿Por qué dices eso?

–Incluso desde aquí puedes ver que hay llanuras que ofrecen buenos pastos, y que allí hay más animales para cazar. De este lado hay sobre todo pinos achaparrados, es decir, la tierra es arenosa y el pasto escaso, excepto en unos pocos lugares. Este lado está sin duda bastante más cerca del hielo y es más frío y menos fértil –explicó.

–Quizá tengas razón –dijo Jondalar, y pensó que la apreciación de Ayla era sagaz–. No sé cómo es en verano; estuve aquí tan sólo un invierno.

Ayla había juzgado con acierto. Los suelos de las planicies septentrionales del valle del gran río estaban formados principalmente por loess sobre un lecho de piedra caliza, y eran más fértiles que en el lado sur. Además, los glaciares de las montañas del sur estaban más cerca unos de otros, y de ese modo los inviernos eran más duros y los veranos más frescos, y la temperatura apenas alcanzaba el nivel necesario para derretir la nieve acumulada y eliminar la capa helada del invierno hasta el límite de la línea alcanzada el verano precedente, o casi. La mayor parte de los glaciares estaba ampliándose otra vez, lentamente, pero lo suficiente para señalar un cambio respecto a las condiciones actuales, con intervalos un poco más tibios, sin el retorno a períodos más fríos, de modo que la tierra asistía a un último avance glaciar antes de la prolongada fusión que dejaría el hielo reducido tan sólo a las regiones polares.

El estado de vida latente de los árboles impedía a menudo que Ayla tuviese seguridad acerca de la especie de cada uno, hasta que saboreaba el extremo de una ramita o un brote o un pedazo del interior de la corteza. Donde el aliso era especialmente abundante cerca del río y a lo largo de los valles inferiores de sus afluentes, ella sabía que hallaría bosques con suelo de turba cuando llegase el verano; donde se mezclaba con el sauce y el álamo, encontraría los lugares más húmedos, y el fresno ocasional, el olmo o el calpe, apenas más que matorrales leñosos, indicaban un suelo más seco. El roble enano, poco usual, que luchaba para sobrevivir en nichos más protegidos, apenas sugería los enormes bosques de robles que un día cubrirían una región de clima más templado. Los árboles faltaban por completo en los suelos arenosos de la región más elevada, en la que podían brotar únicamente brezos, aliagas, algunas hierbas, musgos y líquenes.

Incluso en el clima más riguroso prosperaban algunas aves y animales, abundaban los animales de las estepas y las montañas, adaptados al frío, y la caza era fácil. Rara vez usaban los suministros que les habían entregado los losadunai, pues de todos modos deseaban reservarlos para la travesía. Sólo cuando llegaran al desierto helado necesitarían depender exclusivamente de los recursos que llevaban consigo.

Ayla vio un búho pigmeo de la nieve, una especie poco usual, y se lo señaló a Jondalar. Se acostumbró a cazar la perdiz de los sauces, que tenía un sabor igual al de la perdiz de plumas blancas que él tanto apreciaba, sobre todo de la forma en que Ayla la preparaba. Su variada coloración le permitía camuflarse en un paisaje que no estaba totalmente cubierto por la nieve. Jondalar creyó recordar que había visto más nieve la última vez que había pasado por allí.

La región estaba influida tanto por el este continental cuanto por el oeste marítimo, y esa característica se manifestaba en la mezcla desusada de plantas y animales que rara vez vivían cerca unos de otros. Las pequeñas criaturas peludas eran un ejemplo que llamó la atención de Ayla, aunque durante la estación más fría las ratas, los hurones, los ratones de campo, ardillas terrestres y los hámsteres rara vez eran visibles, excepto cuando ella tropezaba con un nido en busca de los alimentos vegetales que esos animales almacenaban. Aunque a veces también capturaba los animales para alimento de Lobo o, sobre todo, si encontraba hámsteres gigantes, para los propios humanos. Los animales pequeños servían generalmente para alimento de las martas, los zorros y los pequeños gatos salvajes.

En las llanuras altas y a lo largo de los valles fluviales, a menudo avistaban a los mamuts lanudos, generalmente formando rebaños de hembras emparentadas, con algún macho que se les unía en busca de compañía, si bien en la estación fría los machos se agrupaban a menudo. Los rinocerontes eran invariablemente animales solitarios, excepto las hembras, que tenían una o dos crías. En las estaciones más cálidas, el bisonte, el uro y todas las variedades del ciervo, desde el megaceros gigante al pequeño y tímido corzo, eran numerosas, pero sólo el reno permanecía en el invierno. En cambio, el musmón, la gamuza y el íbice habían emigrado de su privado hábitat estival, y Jondalar nunca había visto tantos bueyes almizcleros.

Parecía ser un año en el que la población de bueyes almizcleros había alcanzado un momento culminante del ciclo. Al año siguiente descendería a un número mínimo, pero, entretanto, Ayla y Jondalar comprobaron que el lanzavenablos era muy útil. Cuando se veían amenazados, los bueyes almizcleros, y sobre todo los machos belicosos, formaban una apretada falange de cuernos inclinados que apuntaban hacia fuera desde un círculo, con el fin de proteger a los becerros y algunas hembras. Esta conducta era eficaz contra la mayor parte de los depredadores, pero no contra el lanzavenablos.

Sin necesidad de acercarse demasiado y correr el riesgo de una carga rápida y repentina, Ayla y Jondalar podían obtener presas entre los animales que defendían su territorio, y les apuntaban desde una distancia segura. Era casi demasiado fácil, aunque debían realizar lanzamientos precisos y con mucha fuerza, para tener la certeza de que la lanza traspasaba el denso pelaje.

Como podían elegir entre diferentes variedades de animales, no era frecuente que carecieran de alimento, y a menudo dejaban los pedazos de carne menos atractivos a otros carnívoros y a los carroñeros. No se trataba de despilfarro, sino de necesidad. La dieta de carne magra, con elevado contenido de proteínas, a menudo les dejaba insatisfechos, incluso cuando habían comido hasta hartarse. El revestimiento interior de las cortezas y la infusión preparada con las agujas y las ramitas de algunos árboles les aportaban un alivio siempre limitado.

Los humanos omnívoros podían mantenerse con distintos alimentos; las proteínas eran esenciales, pero ellas solas no eran suficientes. Se conocían casos de personas que habían muerto por falta de proteínas si no podían ingerir, por lo menos, alguna sustancia vegetal o grasas. Como viajaban hacia el final del invierno, con muy escaso alimento vegetal, necesitaban grasa para sobrevivir; pero la estación estaba tan avanzada que los animales que cazaban ya habían consumido la mayor parte de sus propias reservas. Los viajeros seleccionaban la carne y los órganos internos que contenían más grasa y dejaban las partes flacas o se las daban a Lobo. Por lo demás, éste encontraba por sí mismo abundante alimento en los bosques y las llanuras que se extendían a lo largo del camino.

Otro animal que habitaba en la región era el caballo, y aunque lo veían con frecuencia, ni Jondalar ni Ayla podían decidirse a cazarlo. Sus compañeros de viaje se las arreglaban bastante bien con el pasto duro y seco, los musgos, los líquenes e incluso las ramitas y la corteza fina.

Ayla y Jondalar avanzaron hacia el oeste, siguiendo el curso de las aguas y desviándose ligeramente hacia el norte, acompañados por el macizo que atravesaba el río. Cuando el río se volvió hacia el sudoeste, Jondalar comprendió que estaban cerca. La depresión entre la antigua meseta norteña y las montañas del sur cobraba altura hasta llegar a un paisaje accidentado con abundancia de ásperas grietas. Atravesaron el lugar en el que tres arroyos se unían para formar el comienzo identificable del Río de la Gran Madre, y después cruzaron y siguieron a lo largo de la orilla izquierda del curso medio, es decir, la Madre Intermedia. Era el recorrido que, según había oído decir Jondalar, correspondía al verdadero Río de la Madre, aunque una cualquiera de las tres ramas podría haber representado ese papel.

La llegada a lo que era realmente el comienzo del gran río no se vio acompañada por la experiencia profunda que Ayla se había imaginado. El Río de la Gran Madre no nacía en un lugar claramente definido, como el gran mar interior en el que desembocaba. No había un comienzo visible, e incluso el límite del territorio septentrional, considerado como una región de cabezas chatas, no estaba bien definido; pero Jondalar tenía la sensación de que conocía la región en la cual se encontraba. Pensó que estaban cerca del borde del verdadero glaciar, aunque habían estado caminando sobre nieve durante cierto tiempo y era difícil saber a qué atenerse.

Aunque estaban a media tarde, comenzaron a buscar un sitio para establecer el campamento; atravesaron el lugar en busca de la orilla derecha del afluente más alto. Decidieron detenerse poco después, a escasa distancia del valle de un arroyo bastante ancho que venía del lado norte.

Cuando Ayla vio una franja de grava que corría junto al río, se detuvo para recoger algunas piedras redondas y lisas que eran muy adecuadas para su honda, y las guardó en su saquito. Pensó que podía salir a cazar la perdiz blanca o la liebre blanca más avanzada ya la tarde o quizá a la mañana siguiente.

Los recuerdos de su breve estancia con los losadunai ya estaban desdibujándose, reemplazados por la inquietud que les provocaba el glaciar; ésa era la preocupación de Jondalar. A pie y con una pesada carga, habían viajado más lentamente de lo planeado; temía que el fin del largo invierno llegase demasiado rápido. La llegada de la primavera siempre era previsible, pero éste era un año en que esperaba que la estación se retrasara.

Descargaron los caballos y organizaron el campamento. Como era temprano, decidieron salir a buscar carne fresca. Entraron en un lugar relativamente boscoso y encontraron huellas de ciervo, un hecho que les sorprendió a ambos e inquietó a Jondalar. Abrigaba la esperanza de que el regreso del ciervo fuese un signo de que pronto llegaría la primavera. Ayla hizo una señal a Lobo y los tres continuaron atravesando el bosque en fila india, con Jondalar delante. Ayla le seguía de cerca y Lobo venía detrás. Ella no deseaba que se abalanzara y asustase a la presa.

Siguieron la pista a través de los bosques abiertos hacia un alto saliente que bloqueaba la visión al frente. Ayla vio que Jondalar aflojaba los músculos y que caminaba más tranquilo; comprendió la razón cuando las huellas del ciervo demostraron que había saltado a un costado. Era evidente que algo le había asustado.

Los dos se pararon en seco al oír el gruñido ronco de Lobo. El animal había escuchado algo y los dos humanos solían respetar sus reacciones. Ayla estaba segura de que percibía el ruido y algunos movimientos que venían del lado opuesto de la gran roca que emergía de la tierra y les cerraba el paso. Ella y Jondalar se miraron; el hombre también lo había oído. Se adelantaron lentamente, y moviéndose subrepticiamente, rodearon el saliente. Entonces oyeron voces, el ruido de algo que caía pesadamente y casi al mismo tiempo un grito de dolor.

En el grito había algo que provocó un escalofrío en la espalda de Ayla; era un escalofrío de reconocimiento.

–¡Jondalar! ¡Alguien está en dificultades! –dijo, abalanzándose para rodear la piedra.

–¡Espera, Ayla! ¡Puede ser peligroso! –le advirtió él, pero ya era demasiado tarde. Aferrando su lanza, corrió para alcanzarla.

Cuando terminaron de rodear el saliente rocoso, vieron a varios jóvenes debatiéndose con alguien que estaba en el suelo y que intentaba rechazarlos sin mucho éxito. Otros hacían brutales comentarios a un hombre que estaba de rodillas y trataba de cubrir a una persona a la que dos más intentaban sujetar.

–¡Deprisa, Danasi! ¿Cuánta ayuda necesitas? Ésta se resiste.

–Quizá necesite ayuda para encontrar el lugar. En realidad, no sabe qué hacer con eso.

–Entonces, que ceda el sitio a otro.

Ayla entrevió la imagen de un mechón de cabellos rubios, y con un irritado sentimiento de disgusto, comprendió que estaban sujetando a una mujer y también advirtió lo que intentaban hacer. Mientras corría hacia ellos, tuvo otra visión. Quizá era la forma de una pierna o de un brazo, o el sonido de una voz, pero de pronto comprendió que era una mujer del clan... ¡una mujer rubia del clan! Se asombró, pero sólo por un momento.

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