Las llanuras del tránsito (12 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–Me alegro de que sea eficaz –dijo Jondalar–. También él sonreía, pero el regocijo que chispeaba en sus ojos no tenía que ver con Lobo. De pronto, Ayla advirtió que tenía las manos en la espalda.

–¿Qué escondes ahí detrás? –preguntó, en un súbito acceso de curiosidad.

–Bien, se trata sólo de que cuando estaba buscando leña encontré otra cosa. Y si prometes ser buena, tal vez te dé algo.

–¿Algo de qué?

Él extendió una mano en la que sostenía un canasto lleno de fruta.

–¡Frambuesas rojas, grandes y jugosas! –anunció.

A Ayla se le encendieron los ojos.

–¡Oh!, me encantan las frambuesas.

–¿Crees que no lo sé? ¿Qué me das a cambio? –preguntó con un guiño.

Ayla le miró, y mientras se le acercaba, sus labios se curvaron en una sonrisa amplia y hermosa que se transmitió a sus ojos y decía cuánto le amaba. Con ella demostraba el calor de sus sentimientos y el placer que experimentaba al ver que él deseaba sorprenderla.

–Creo que he conseguido lo que me proponía –dijo Jondalar, dejando escapar el aliento que, ahora lo advertía, había estado conteniendo–. Oh, Madre, eres bella cuando sonríes. Siempre eres bella, pero sobre todo cuando sonríes.

De pronto, Jondalar se percató de cuanto ella representaba, fue consciente de todas sus características, de todos los detalles de Ayla. Los cabellos largos, espesos, de un tono rubio oscuro, relucientes con matices luminosos donde el sol los había aclarado, estaban sujetos por un cordel; pero tenían una ondulación natural y algunos mechones sueltos se escapaban de la correa de cuero colocada alrededor de la cara curtida; uno de esos mechones le caía sobre la frente, casi hasta los ojos. Jondalar contuvo el ansia de alargar la mano y arreglar el mechón.

Ayla era alta y hacía buena pareja con Jondalar, que medía un metro noventa y cinco. Sus músculos lisos, planos y resistentes, que delataban una auténtica fuerza física, estaban bien definidos en las piernas y los brazos largos. Era una de las mujeres más fuertes que él había conocido; tenía tanta fuerza como la de muchos hombres que él conocía. Las características del pueblo que la había criado consistían en un vigor corporal bastante más acusado que el del pueblo de individuos de mayor estatura, pero de menor peso, en el que ella había nacido, y aunque cuando vivía en el clan nadie la consideraba especialmente vigorosa, ella había logrado adquirir una fuerza mucho mayor que la que normalmente podía haber alcanzado, merced a su voluntad de mantenerse al nivel de los otros. Además, gracias a los años consagrados a observar, caminar y seguir pistas en la caza, Ayla utilizaba su cuerpo con desenvoltura y se movía con una gracia incomparable.

La túnica de cuero sin mangas que la joven usaba, sujeta con un cinturón, sobre las polainas de cuero, constituía un atuendo cómodo, pero no ocultaba los pechos firmes y llenos, que podían parecer pesados, pero no lo eran; o sus caderas femeninas, que se curvaban y formaban unos glúteos bien redondeados y firmes. Los cordones de la base de las polainas estaban abiertos, y Ayla procedió a descalzarse. Alrededor del cuello llevaba una bolsita bellamente bordada y decorada, con plumas de cigüeña en el fondo, en cuyo exterior se percibían los relieves de los misteriosos objetos que en ella guardaba.

Del cinturón colgaba una funda para el cuchillo, confeccionada con rígido cuero crudo, el cuero de un animal que había sido limpiado y raspado, pero que no había sido sometido a ningún otro proceso de elaboración, de manera que se endurecía cualquiera que fuese la forma que se le diese, aunque al humedecerlo podía ablandarse. La honda pendía a la derecha del cinturón, cerca de la bolsita que contenía piedras. Del lado izquierdo colgaba un objeto bastante extraño, semejante a un saquito. Aunque viejo y gastado, era evidente que había sido confeccionado con una piel entera de nutria, curada sin cortarle las patas, la cola y la cabeza. Al animal le había sido practicada una incisión a la altura del cuello, con el fin de extraerle las entrañas; después, habían pasado un cordel por dos agujeros para cerrarlo. La cabeza achatada cubría la abertura. Era la bolsa de las medicinas, la que había traído consigo del clan, la misma que Iza le había entregado.

Jondalar pensaba: «No tiene el rostro de una mujer zelandonii; verán que tiene un aire extranjero», pero su belleza era innegable. Los ojos grandes eran de color azul grisáceo –Jondalar se dijo que era el color del pedernal fino– y estaban bien separados, protegidos por pestañas un poco más oscuras que los cabellos; las cejas eran algo más claras, a medio camino entre los cabellos y las pestañas. Tenía la cara redondeada, más bien ancha, con los pómulos salientes, la mandíbula bien dibujada y el mentón estrecho. La nariz era recta y perfectamente cincelada, y los labios gruesos, curvados en las comisuras, se abrían y retraían, mostrando los dientes en una sonrisa que le iluminaba los ojos y anunciaba cuánto la complacía el acto mismo de sonreír.

Aunque sus sonrisas y su modo de reír le hicieron otrora sentirse diferente, lo que la indujo a moderar sus manifestaciones, a Jondalar le encantaba verla sonreír y la satisfacción que ella sentía cuando contemplaba sus risas, sus bromas y sus juegos, que transformaba mágicamente la expresión ya amable de por sí de los rasgos de Ayla; en efecto, era incluso más bella cuando sonreía. Jondalar sintió de pronto una alegría desbordante al mirarla, así como por el amor que le profesaba, y en silencio agradeció de nuevo a la Madre que le hubiera devuelto a esta mujer.

–¿Qué deseas que te dé a cambio de las frambuesas? –preguntó Ayla–. Dímelo y aceptaré.

–A ti; te quiero a ti, Ayla –dijo Jondalar, y su voz temblaba a causa del sentimiento que le embargaba. Dejó en el suelo el canasto, y un instante después la estrechaba entre sus brazos, besándola con pasión–. Te amo, no quiero perderte nunca –dijo con un ronco murmullo, besándola una y otra vez.

Una ola de calor recorrió el cuerpo de Ayla, que reaccionó con un sentimiento igualmente intenso.

–Yo también te amo –dijo–, y te necesito, pero ¿puedo retirar primero la carne del fuego? No quiero que se queme mientras estamos... atareados.

Jondalar la miró un momento, como si no hubiese entendido las palabras que ella pronunciaba; después, aflojó la presión de los brazos, la acercó de nuevo a su cuerpo, y finalmente retrocedió, sonriendo a disgusto.

–No fue mi intención ser tan insistente. Lo que sucede es que te amo tanto, que a veces es difícil soportarlo. Podemos esperar hasta más tarde.

Ella continuaba sintiendo la reacción cálida y chispeante ante el ardor de Jondalar, y no sabía muy bien si ahora deseaba detenerse. Lamentó un poco su propio comentario, que había interrumpido aquel momento.

–No es necesario que retire la carne –dijo.

Jondalar se echó a reír.

–Ayla, eres una mujer increíble –dijo, meneando la cabeza y sonriendo–. ¿Tienes idea de que eres verdaderamente notable? Siempre estás dispuesta a aceptar apenas yo lo deseo. Siempre ha sido así. Y no sólo dispuesta a aceptar, te venga bien o no, sino aquí mismo, preparada para interrumpir lo que haces, con tal de complacerme.

–Pero yo te deseo siempre que tú me deseas.

–No sabes qué desusado es eso. La mayoría de las mujeres necesitan que las presionen, y si están haciendo algo, no quieren que se les interrumpa.

–Las mujeres con quienes crecí siempre estaban dispuestas cuando un hombre daba la señal. Tú me diste tu señal, me besaste y demostraste que me deseabas.

–Tal vez lamente decir esto, pero, mira, puedes negarte. –Arrugó la frente por el esfuerzo que le costaba tratar de explicarse–. Por supuesto, no es necesario que aceptes siempre que yo lo deseo. Ya no estás viviendo con el clan.

–No entiendes –dijo Ayla, meneando la cabeza y haciendo un gran esfuerzo para lograr que él comprendiese–. No creo que haga falta estar preparada. Cuando me das tu señal, estoy preparada. Tal vez sea así porque de ese modo se comportaron siempre las mujeres del clan, o quizá porque tú fuiste quien me enseñó cuán maravilloso es compartir los placeres. También es posible que ocurra porque es mucho lo que te amo, pero lo cierto es que cuando me das tu señal no pienso en ello, lo siento en mi interior. Tu señal, tus besos, que me dicen que me necesitas, consiguen que yo, a mi vez, te necesite a ti.

Él sonrió de nuevo, aliviado y complacido.

–Tú también consigues que yo esté dispuesto. Nada más que con mirarte.

Inclinó la cabeza hacia Ayla, y ella elevó su rostro hacia Jondalar, acercando su cuerpo al del hombre, quien la abrazó con fuerza.

Jondalar contuvo la impetuosa ansiedad que sentía, aunque experimentó un extraño sentimiento de placer, al comprobar que aún la deseaba tanto. Se había cansado de otras mujeres después de una sola experiencia, pero con Ayla siempre parecía algo nuevo. Podía sentir el cuerpo firme y fuerte de Ayla contra el suyo y sus brazos alrededor de su cuello. Alargó entonces las manos y sostuvo lateralmente los pechos de Ayla mientras se inclinaba para besar la curva de su cuello.

Ayla retiró los brazos del cuello de Jondalar y comenzó a desanudar el cinturón, dejándolo caer al suelo con todos los objetos que de él pendían. Jondalar deslizó las manos bajo la túnica de Ayla y la levantó cuando encontró las formas redondas de los pezones erectos y tensos. Levantó todavía más la túnica, dejando al descubierto la aréola de color rosado oscuro que rodeaba el nódulo duro y sensible. Palpando esa tibia plenitud con la mano, rozó el pezón con la lengua, y después lo introdujo en su boca y lo apretó.

Inquietas punzadas de fuego acudieron al lugar que estaba en la profundidad de su cuerpo, y un pequeño gemido de placer escapó de los labios de Ayla. Le pareció increíble sentirse tan dispuesta. Igual que la hembra de pelaje rojo oscuro, sentía como si hubiese estado esperando el día entero y no deseaba perder un minuto más. Una imagen fugaz del gran macho rojizo, con su órgano largo y curvo, pasó por su mente. Jondalar la soltó y ella aferró la abertura de la túnica en el cuello y pasó la prenda por encima de su cabeza en un único y ágil movimiento.

Jondalar contuvo la respiración al verla, acarició la piel suave y buscó los dos pechos turgentes. Acarició un pezón duro, pellizcándolo y frotándolo, mientras tiraba del otro y lo mordisqueaba. Ayla sintió deliciosas palpitaciones de excitación y cerró los ojos mientras se entregaba a la maravillosa sensación. Cuando él cesó en las suaves caricias y los tocamientos, ella mantuvo los ojos cerrados e inmediatamente sintió que él la besaba. Abrió la boca para recibir una lengua que la exploraba dulcemente. Cuando cerró los brazos alrededor del cuello de Jondalar, notó las arrugas de la túnica de cuero que él vestía contra sus pezones todavía sensibles.

Él pasó las manos sobre la piel suave de la espalda de Ayla, y sintió el movimiento de los músculos firmes. La reacción inmediata de la joven acentuó el ardor de Jondalar y su virilidad dura y erecta presionó contra la ropa.

–¡Oh, mujer! –jadeó Jondalar–. ¡Cómo te deseo!

–Estoy preparada para ti.

–Me quitaré estas cosas –dijo Jondalar. Soltó el cinturón y después se quitó la túnica, sacándosela por la cabeza. Ayla vio la protuberancia tensa, la acarició y después comenzó a desatar el cordel, mientras él aflojaba el de Ayla. Ambos se desprendieron de sus polainas y fueron el uno al encuentro del otro, uniéndose en un beso largo, lento y sensual. Jondalar exploró rápidamente el claro con la mirada, en busca de un lugar apropiado, pero Ayla se dejó caer allí mismo sobre las manos y las rodillas y después le miró con una sonrisa juguetona.

–Quizá tu piel sea amarilla, y no pardo clara, pero tú eres el que yo elijo –afirmó.

Él correspondió a la sonrisa y se agachó detrás de ella.

–Y tus cabellos no son rojos, tienen el color del heno maduro, aunque encierran algo que es semejante a una flor roja con muchos pétalos. Pero no tengo una trompa peluda para llegar a ti. Tendré que usar otra cosa –dijo.

La empujó suavemente hacia delante, separándole los muslos para dejar al descubierto la húmeda abertura femenina, y después se inclinó para gustar el tibio sabor salado. Adelantó la lengua y encontró el nódulo duro en la profundidad de los pliegues. Ella lanzó una exclamación y se movió para facilitar el acceso del hombre, mientras éste presionaba y hocicaba, para luego hundirse aún más en la invitadora abertura, llevado por su afán de saborear y explorar. Siempre le encantaba sentir el sabor de Ayla.

La joven se movía agitada por una oleada de sensaciones, apenas consciente de otra cosa que no fuera el cálido latir, delirio del placer que la recorría. La sensibilidad de su cuerpo era más acusada que de costumbre, y todos los lugares que él tocaba o besaba confluían, en definitiva, en el punto decisivo, que se hallaba en lo más profundo de sí misma y ardía de deseo. No advirtió que su propia respiración se aceleraba ni oyó los gritos de placer que lanzaba; pero Jondalar sí tuvo conciencia de todo.

Se enderezó tras ella, se acercó más y buscó su cavidad profunda con su propia virilidad ansiosa y erecta. Cuando empezó a penetrar, ella se echó hacia atrás, oponiéndose a él hasta que lo recibió por completo. Jondalar gritó al sentir la acogida increíblemente cálida; después, sujetándole las caderas, retrocedió un poco. Le rodeó la pelvis con la mano y encontró el pequeño nódulo duro del placer y lo acarició mientras ella presionaba hacia atrás. La sensación de Jondalar casi llegó a la culminación. Retrocedió una vez más, y al sentir que ella estaba dispuesta, empujó con más fuerza hasta penetrarla por completo. Ella gritó al liberarse y la voz de Jondalar se unió a la suya.

Ayla yacía extendida, boca abajo, sobre la hierba, sentía el peso agradable de Jondalar encima de su cuerpo y la respiración del hombre cosquilleándole la espalda. Abrió los ojos, y sin ningún deseo de moverse, vio una hormiga que se ajetreaba en el suelo, alrededor de un tallo. Notó que el hombre se movía y acto seguido rodaba a un costado, manteniendo el brazo alrededor de la cintura de su compañera.

–Jondalar, eres un hombre increíble. ¿Tienes idea de que eres realmente notable? –inquirió Ayla.

–¿No he escuchado antes las mismas palabras? Me parece que yo te las dije –observó él.

–Pero son ciertas aplicadas a ti. ¿Cómo me conoces tan bien? Sentí que me perdía en mí misma, tenía conciencia de lo que me hacías.

–Creo que estabas preparada.

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