Las intermitencias de la muerte (19 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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No es verosímil, sin embargo, y aquí entramos en el frío y objetivo examen que la situación de la muerte y del violonchelista viene requiriendo, que un sistema de información tan perfecto como el que ha mantenido estos archivos al día a lo largo de milenios, actualizando continuamente los datos, haciendo aparecer y desaparecer expedientes de acuerdo se naciera o muriera, no es verosímil, repetimos, que un sistema así sea primitivo y unidireccional, que la fuente informativa, dondequiera que se encuentre, no esté recibiendo continuamente, a su vez, los datos resultantes de las actividades cotidianas de la muerte en funciones. Y, si efectivamente los recibe y no reacciona a la extraordinaria noticia de que alguien no ha muerto cuando debía, una de dos, o el episodio, contra nuestras lógicas y naturales expectativas, no le interesa y por tanto no se siente con la obligación de intervenir para neutralizar la perturbación surgida en el proceso, o entonces se subentenderá que la muerte, al contrario de lo que ella misma pensaba, tiene carta blanca para resolver, como bien entienda, cualquier problema que le surja en su día a día de trabajo. Fue necesario que esta palabra, duda, hubiese sido dicha aquí una y dos veces para que en la memoria de la muerte se despertara finalmente cierto pasaje del reglamento que, por estar escrito en letra pequeña en un pie de página, no atraía la atención del estudioso y mucho menos quedaba en ella fijado. Dejando a un lado el expediente del violonchelista, la muerte volvió al libro. Sabía que lo que buscaba no lo iba a encontrar en los apéndices ni en las adendas, que tenía que estar en la parte inicial del reglamento, la más antigua, y por tanto la menos consultada, como en general sucede con los textos históricos básicos, y allí fue a dar con ella. Rezaba así, En caso de duda, la muerte en funciones deberá, en el más corto plazo posible, tomar las medidas que su experiencia le aconseje a fin de que sea irremisiblemente cumplido el desiderátum que en todas y en cualquier circunstancia siempre deberá orientar sus acciones, es decir, poner término a las vidas humanas cuando se les extinga el tiempo que les fue prescrito al nacer, aunque para ese efecto se torne necesario recurrir a métodos menos ortodoxos en situaciones de una anormal resistencia del sujeto al fatal designio o de la concurrencia de factores anómalos obviamente imprevisibles en la época en que este reglamento está siendo elaborado. Más claro, agua, la muerte tiene las manos libres para actuar como mejor le parezca. Lo que, así lo muestra el examen a que procedemos, no era ninguna novedad. Y, si no, veamos. Cuando la muerte, por su cuenta y riesgo, decidió suspender su actividad a partir del día uno de enero de este año, no se le pasó por la cabeza la idea de que una instancia superior de la jerarquía podría pedirle cuentas del bizarro despropósito, como igualmente no pensó en la altísima probabilidad de que su pintoresca invención de cartas color violeta fuese vista con malos ojos por la referida instancia u otra de más arriba. Son éstos los peligros del automatismo de las prácticas, de la rutina aletargante, de la praxis cansada. Una persona, o la muerte, para el caso da lo mismo, va cumpliendo escrupulosamente su trabajo, día tras día, sin problemas, sin dudas, poniendo toda su atención en seguir las pautas establecidas, y si, al cabo de algún tiempo, nadie se le presenta metiendo la nariz en la manera como desempeña sus obligaciones, cierto y sabido es que esa persona, y así le sucedió a la muerte, acabará comportándose, sin que de tal se dé cuenta, como si fuera reina y señora de lo que hace, y no sólo eso, también de cuándo y de cómo deberá hacerlo. Esta es la única explicación razonable de por qué la muerte no consideró necesario pedir autorización a la jerarquía cuando tomó y puso en marcha las transcendentes decisiones que conocemos y sin las cuales este relato, feliz o infelizmente, no podría haber existido. Es que ni siquiera pensó en eso. Y ahora, paradójicamente, en el justo momento en que no cabe en sí de alegría por haber descubierto que el poder de disponer de las vidas humanas es suyo y de él no tendrá que dar satisfacciones a nadie, ni hoy ni nunca, es la ocasión en que los humos de la gloria amenazan con obnubilarla, cuando no consigue evitar esa recelosa reflexión propia de la persona que, habiendo estado a punto de ser sorprendida en falta, de forma milagrosa consigue escapar en el último instante, De la que me he librado.

A pesar de todo, la muerte que ahora se levanta de la silla es una emperatriz. No debería estar en esta helada sala subterránea, como si fuera una enterrada viva, y sí en la cima de la montaña más alta presidiendo los destinos del mundo, mirando con benevolencia el rebaño humano, viendo cómo se mueve y se agita en todas las direcciones sin comprender que todas van a dar al mismo destino, que un paso atrás lo aproximará tanto a la muerte como un paso adelante, que todo es igual a todo porque todo tendrá un único fin, ese en que una parte de ti siempre tendrá que pensar y que es la marca oscura de tu irremediable humanidad. La muerte sostiene en la mano el expediente del músico.

Es consciente de que tendrá que hacer algo con él, pero todavía no sabe qué. En primer lugar deberá calmarse, pensar que no es ahora más muerte de lo que era antes, que la única diferencia entre hoy y ayer es que tiene mayor certeza de serlo. En segundo lugar, el hecho de finalmente poder ajustar sus cuentas con el violonchelista no es motivo para olvidarse de enviar las cartas del día. Lo pensó y al instante doscientos ochenta y cuatro expedientes aparecieron sobre la mesa, la mitad eran de hombres, la mitad de mujeres, y con ellos doscientas ochenta y cuatro hojas de papel y doscientos ochenta y cuatro sobres. La muerte volvió a sentarse, apartó a un lado el expediente del músico y comenzó a escribir. Una esfera de cuatro horas habría dejado caer el último grano de arena precisamente cuando acababa de firmar la carta doscientas ochenta y cuatro. Una hora después los sobres estaban cerrados, listos para ser expedidos. La muerte buscó la carta que tres veces fue enviada y tres veces vino devuelta y la colocó sobre la pila de sobres color violeta, Te voy a dar una última oportunidad, dijo. Hizo el gesto habitual con la mano izquierda y las cartas desaparecieron. No habían pasado cinco segundos cuando la carta del músico, silenciosamente, reapareció sobre la mesa. Entonces la muerte dijo, Así lo quisiste, así lo tendrás. Tachó en el expediente la fecha de nacimiento y la puso un año más tarde, a continuación enmendó la edad, donde estaba escrito cincuenta corrigió por cuarenta y nueve. No puedes hacer eso, dijo la guadaña, Ya está hecho, Habrá consecuencias, Sólo una, Cuál, La muerte, por fin, del maldito violonchelista que se está divirtiendo a mi costa, Pero él, el pobre, ignora que ya tenía que estar muerto, Para mí es como si lo supiera, Sea como sea, no tienes poder ni autoridad para enmendar los expedientes, Te equivocas, tengo todos los poderes y toda la autoridad, soy la muerte, y toma nota de que nunca lo he sido tanto como a partir de este día, No sabes en lo que te estás metiendo, le avisó la guadaña, En todo el mundo, sólo hay un lugar donde la muerte no se puede meter, Qué lugar, Ese al que llaman urna, caja, tumba, ataúd, féretro, túmulo, catafalco, ahí no entro yo, ahí sólo entran los vivos, después de que yo los mate, claro, Tantas palabras para una sola y triste cosa, Es la costumbre de esta gente, nunca acaban de decir lo que quieren.

11

La muerte tiene un plan. El cambio del año de nacimiento del músico no fue sino el movimiento inicial de una operación en que, podemos adelantarlo desde ya, serán empleados medios absolutamente excepcionales, jamás usados a lo largo de la historia de las relaciones de la especie humana con su visceral enemiga. Como en un juego de ajedrez, la muerte avanzó con la reina. Unos cuantos lances más deberán abrir caminos al jaque mate y la partida terminará. Ahora se podría preguntar por qué no regresa la muerte al statu quo ante, cuando las personas morían simplemente porque tenían que morir, sin necesidad de esperar a que el cartero les trajera la carta color violeta. La pregunta tiene su lógica, pero la respuesta no la tendrá menos. Se trata, en primer lugar, de una cuestión de pundonor, de brío, de orgullo profesional, por cuanto, ante los ojos de todo el mundo, que la muerte regrese a la inocencia de aquellos tiempos sería lo mismo que reconocer su derrota. Puesto que el proceso actual en vigor es el de las cartas color violeta, entonces el violonchelista tendrá que morir por esta vía. Basta con que nos pongamos en el lugar de la muerte para comprender la bondad de sus razones. Claro que, como hemos tenido la ocasión de ver cuatro veces, el magno problema de hacer llegar la ya cansada carta al destinatario subsiste, y es ahí que, para lograr el añorado desiderátum, entrarán en acción los medios excepcionales de que hablamos arriba. Pero no anticipemos los hechos, observemos lo que hace la muerte en este momento. La muerte, en este preciso momento, no hace nada más que lo que siempre ha hecho, es decir, empleando una expresión corriente, anda por ahí, aunque, más exacto sería decir que la muerte está, no anda. Al mismo tiempo, y en todas partes. No necesita correr detrás de las personas para atraparlas, siempre está donde ellas estén. Ahora, gracias al método de aviso por correspondencia, podría quedarse tranquilamente en la sala subterránea y esperar que el correo se encargue del trabajo, pero su naturaleza es más fuerte, necesita sentirse libre, desahogada.

Como ya decía el dictado antiguo, gallina de campo no quiere corral. En sentido figurado, por tanto, la muerte anda en el campo. No volverá a caer en la estupidez, o en la indisculpable debilidad, de reprimir lo que en ella hay de mejor, su ilimitada virtud expansiva, por eso no repetirá la penosa acción de concentrarse y mantenerse en el último umbral de lo visible, sin pasar al otro lado, como hizo la noche pasada, Dios sabe con qué costo, durante las horas que permaneció en casa del músico.

Presente, como hemos dicho una y mil veces, en todas partes, está ahí también. El perro duerme en el patio, al sol, esperando que el dueño regrese al hogar. No sabe adonde ha ido ni qué hace, y la idea de seguirle el rastro, si alguna vez lo tentó, es algo en lo que ya no piensa, tantos y tan desorientadores son los buenos y los malos olores de una ciudad capital. Nunca pensamos que lo que los perros conocen de nosotros son otras cosas de las que no tenemos la menor idea. La muerte, ésa sí, sabe que el violonchelista está sentado en el escenario de un teatro, a la derecha del maestro, en el lugar que corresponde al instrumento que toca, lo ve mover el arco con la mano diestra, ve la mano izquierda, izquierda pero no menos diestra que la otra, subiendo y bajando a lo largo de las cuerdas, tal como ella misma hiciera medio a oscuras, a pesar de no haber aprendido música, ni siquiera el más elemental de los solfeos, el llamado tres por cuatro. El maestro interrumpió el ensayo, repiqueteó con la batuta en el borde del atril para un comentario y una orden, pretende que en este pasaje los violonchelos, justamente los violonchelos, se hagan oír sin parecer que suenan, una especie de charada acústica que los músicos dan muestras de haber descifrado sin dificultad, el arte es así, tiene cosas que a los profanos les parecen imposibles del todo y a fin de cuentas no lo eran. La muerte, no sería necesario decirlo, llena el teatro hasta lo alto, hasta las pinturas alegóricas del techo y la inmensa araña ahora apagada, pero el punto de vista que en este momento prefiere es el de un palco sobre el nivel del escenario, frontero, aunque un poco de soslayo, a los grupos de cuerda de tonalidad grave, a las violas, que son los contraltos de la familia de los violines, a los violonchelos, que corresponden al bajo, a los contrabajos, que son los de la voz gruesa. Está allí sentada, en una estrecha silla forrada de terciopelo carmesí, y mira fijamente al primer violonchelista, ese a quien ha visto dormir y que usa pijama de rayas, ese que tiene un perro que a estas horas duerme al sol en el patio de la casa, esperando el regreso del dueño. Aquél es su hombre, un músico, nada más que un músico, como son los casi cien hombres y mujeres organizados en semicírculo ante su chamán privado, que es el maestro, y que un día de éstos, en cualquier semana, mes y año futuros, recibirán en su casa la cartita color violeta y dejarán el lugar vacío, hasta que otro violinista, o flautista, o trompetista venga a sentarse en la misma silla, tal vez ya con otro chamán haciendo gestos con el palito para conjurar los sonidos, la vida es una orquesta que siempre está tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y siempre regresa a la superficie, y es entonces cuando la muerte piensa que se quedará sin tener qué hacer si el barco hundido no pudiera subir nunca más cantando aquel evocativo canto de las aguas que resbalan por el costado, como debe de haber sido, deslizándose con otra rumorosa suavidad por el ondulante cuerpo de la diosa, el de anfitrite en la hora única de su nacimiento, para convertirla en aquella que rodea los mares, que ése es el significado del nombre que le dieron. La muerte se pregunta dónde estará ahora anfitrite, la hija de nereo y de doris, dónde estará la que, no habiendo existido nunca en la realidad, habitó durante un breve tiempo la mente humana para crear en ella, también por breve tiempo, una cierta y particular manera de dar sentido al mundo, de buscar entendimientos de esa misma realidad. Y no la entendieron, pensó la muerte, y no la pueden entender por más que hagan, porque en la vida de ellos todo es provisional, todo precario, todo pasa sin remedio, los dioses, los hombres, lo que fue ya acabó, lo que es no lo será siempre, y hasta yo, muerte, acabaré cuando no tenga a quién matar, sea a la manera clásica, sea por correspondencia. Sabemos que no es la primera vez que un pensamiento de éstos pasa por lo que ella piensa, sea lo que fuere, pero es la primera vez que haberlo pensado le causó este sentimiento de profundo alivio, como alguien que, habiendo terminado su trabajo, lentamente se recuesta para descansar. De súbito la orquesta se calló, apenas se oye el violonchelo, esto se llama un solo, un modesto solo que no llegará a durar dos minutos, es como si de las fuerzas que el chamán había invocado se hubiera erguido una voz, hablando por ventura en nombre de todos aquellos que ahora están silenciosos, el propio maestro está inmóvil, mira a aquel músico que dejó abierto en una silla el cuaderno con la suite número seis opus mil doce en re mayor de Johann Sebastian Bach, la suite que él nunca tocará en este teatro, porque es simplemente un violonchelista de orquesta, aunque principal en su grupo, no uno de esos famosos concertistas que recorren el mundo entero tocando y dando entrevistas, recibiendo flores, aplausos, homenajes y condecoraciones, mucha suerte tiene ya con que alguna que otra vez le salgan unos cuantos compases para tocar solo, algún compositor generoso que se acordó de ese lado de la orquesta donde pocas cosas suelen pasar fuera de la rutina.

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