Las ilusiones perdidas (28 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Después de haber tomado posesión de su pobre habitación, reunió todas las cartas de la señora de Bargeton, hizo un paquete con ellas y las colocó sobre la mesa; antes de comenzar a escribir, pasó revista a los acontecimientos de aquella fatal semana. No se dijo que había sido él el primero que atolondradamente había renegado de su amor sin saber qué sería de su Louise en París; no vio sus errores, vio su situación actual; acusó a la señora de Bargeton: en lugar de iluminarle, le había perdido. Se enojó, se dejó dominar por el orgullo y escribió la siguiente carta en el paroxismo de su cólera:

«¿Qué diría usted señora, de una mujer que hubiese gustado a algún pobre niño lleno de ilusiones, tímido y repleto de esas creencias nobles que más tarde el hombre llama ilusiones, y que hubiese empleado las gracias de la coquetería, la dulzura de su carácter y los más bellos semblantes del amor maternal para engañar a este niño? Ni las más acariciadoras promesas, ni los castillos de cartas de los que él se maravilla, le cuestan lo más mínimo; ella sucesivamente le guía, le protege, le riñe por su poca confianza, le halaga; cuando el niño abandona a su familia y la sigue ciegamente, ella le conduce al borde de un inmenso mar y le hace subirse con una sonrisa en un frágil esquife, para lanzarlo sólo y sin socorro a través de las tormentas; luego desde la roca en la que ella se ha quedado, le sonríe y le desea mucha suerte.

»Esta mujer es usted y este niño soy yo. En manos de este niño queda un recuerdo que podrían traicionar los crímenes de su beneficencia y los favores de su abandono. Tal vez se sonrojaría al encontrarse con el niño, luchando con las olas, si llega a recordar que lo ha tenido sobre su seno. Cuando lea esta carta, tendrá el recuerdo en su poder. Queda en libertad de olvidarlo todo. Tras las bellas esperanzas que su dedo me ha señalado en el cielo, percibo las realidades de la miseria en el fango de París. Mientras usted irá brillante y adorada a través de las grandezas de este mundo, a cuyo umbral me ha conducido, yo temblaré de frío en el miserable granero al que me ha arrojado. Pero tal vez un remordimiento venga a apoderarse de usted en medio de las fiestas y placeres, y tal vez piense en el niño que ha arrojado al abismo. Bien, señora.

»Piense en ello sin remordimientos. Desde el fondo de su miseria, este muchacho le ofrece lo único que le queda, su perdón en una última mirada. Sí, señora, gracias a usted no me queda ya nada. ¿Nada? ¿Acaso el mundo no se hizo de la nada? El genio debe imitar a Dios; comienzo por tener su clemencia, sin saber si llegaré a tener su fuerza. Sólo tendrá que temblar si las cosas me van mal, ya que sería cómplice de mis faltas. ¡Ay!, siento lástima de que ya no pueda desempeñar ningún papel en la gloria a la que me dirijo conducido por el trabajo».

Después de haber escrito esta carta, enfática, pero llena de esa sombría dignidad que el artista de veintiún años exagera a menudo, Lucien se trasladó con el pensamiento al seno de su familia: volvió a ver el bonito apartamiento que David le había decorado sacrificando una parte de su fortuna y tuvo una visión de las alegrías tranquilas, modestas y burguesas de las que había disfrutado; las sombras de su madre, de su hermana y de David se colocaron a su lado, oyó de nuevo los sollozos que su marcha les había arrancado, y él mismo lloró, pues se encontraba en París sin amigos ni protectores.

Unos días más tarde, he aquí lo que Lucien escribió a su hermana:

«Mi querida Ève, las hermanas tienen el triste privilegio de conocer más penas que alegrías al compartir la existencia de los hermanos dedicados al Arte, y comienzo a temer que voy a ser una carga para ti. ¿No he abusado ya de todos vosotros, que os habéis sacrificado por mí? Este recuerdo de mi pasado, colmado por las alegrías de la familia, me ha sostenido contra la soledad del presente. ¡Con qué rapidez de águila que retorna a su nido he atravesado la distancia que nos separa para encontrarme en una esfera de verdaderos efectos después de haber experimentado las primeras miserias y las primeras decepciones del mundo parisiense! ¿Han parpadeado vuestras luces? ¿Han rodado los tizones en la chimenea? ¿Habéis sentido zumbidos en vuestros oídos? ¿Ha dicho mi madre: Lucien piensa en nosotros? ¿Ha respondido David: Se debate contra los hombres y las cosas?

»Ève querida, esta carta te la escribo a ti sola. A ti solamente osaría confesar el bien y el mal que me aconteciera, ruborizándome por el uno y por el otro, ya que aquí el bien es tan raro como debería serlo el mal. Te vas a enterar de muchas cosas en pocas palabras: la señora de Bargeton se ha avergonzado de mí, ha renegado de mí, me ha despedido, repudiado, al noveno día de mi llegada. Al verme ha vuelto la cabeza, y yo, para seguirla en el mundo adonde me quería lanzar, me he gastado mil setecientos francos de los dos mil que me traje de Angulema, reunidos a costa de tantos esfuerzos. ¿Para qué?, preguntarás tú. Pobre hermana mía, París es una sima extraña: se puede cenar por dieciocho sueldos, y la comida más sencilla en un restaurante elegante cuesta cincuenta francos; hay chalecos y pantalones por cuatro francos cuarenta, y los sastres de moda no los hacen por menos de cien francos. Se suele dar un sueldo para que te pasen sobre el arroyo de las calles cuando llueve. En fin, el menor recorrido en coche vale treinta y dos sueldos.

»Después de haber vivido en un bonito barrio, hoy estoy en la fonda de Cluny, en la calle de Cluny, una de las más sombrías y pequeñas calles de París, empotrado entre tres iglesias y los viejos edificios de la Sorbona. Ocupo una habitación amueblada en el cuarto piso de esta fonda, y aunque sucia y desnuda, la pago a razón de quince francos al mes. Desayuno un panecillo de dos sueldos y un sueldo de leche, pero como muy bien por veintidós sueldos en el restaurante de un tal Flicoteaux, el cual está situado en la misma plaza de la Sorbona.

»Hasta el invierno mis gastos no pasarán de sesenta francos por mes, todo incluido, al menos así lo espero, De esta forma mis doscientos cuarenta francos serán suficientes para los cuatro primeros meses. De aquí a entonces, habré vendido sin duda El arquero de Carlos IX y Las Margaritas. No os preocupéis, pues, por mi futuro. Si bien el presente es frío, desnudo y mezquino, el porvenir es azul, rico y espléndido. La mayor parte de los grandes hombres han experimentado las vicisitudes que me afectan sin derrotarme. Plaute, un gran poeta cómico, fue mozo de molino. Maquiavelo escribía El Príncipe por las noches, después de haberse confundido entre los obreros durante el día. Finalmente el gran Cervantes, que había perdido el brazo en la batalla de Lepanto, contribuyendo a la victoria de aquella famosa jornada, llamado viejo y despreciable momeo por los escritorzuelos de su tiempo, tardó, a falta de librero, diez años en publicar la segunda parte de su sublime Don Quijote.

»Hoy en día no se da ese estado de cosas. Las penas y la miseria sólo pueden alcanzar a los talentos desconocidos; pero en cuanto han salido a la fama, los escritores se hacen ricos, y yo seré rico. Ahora sólo vivo para el pensamiento, me paso la mitad del día en la biblioteca de Santa Genoveva, en donde adquiero la instrucción que me falta y sin la que no iré muy lejos. Hoy casi me siento feliz. En unos pocos días me he resignado a mi nueva situación. Desde que amanece me dedico a un trabajo que me gusta; la cuestión material está asegurada; medito mucho, estudio y no veo dónde puedo ser ahora herido, después de haber renunciado a un mundo en el que mi vanidad podía ser herida a cada momento. Los hombres ilustres de una época se ven forzados a vivir aparte. ¿No son los pájaros del bosque? Cantan, adornan la naturaleza, pero nadie les debe ver. Así obraré yo, si me es posible llevar a cabo los ambiciosos planes que pienso.

»No echo en falta a la señora de Bargeton. Una mujer que se comporta de esa manera no merece un recuerdo. Tampoco lamento haber dejado Angulema. Esta mujer tenía razón al arrojarme en París y dejarme abandonado a mis propias fuerzas. Ésta es la región de los escritores, los pensadores y los poetas. Aquí es donde únicamente se cultiva la gloria, y ya sé las bellas cosechas que hoy produce. Solamente aquí pueden encontrar los escritores, en los museos y en las colecciones, las obras vivas de los genios de tiempos pasados que animan y estimulan a las imaginaciones, tínicamente aquí se encuentran inmensas bibliotecas, abiertas sin cesar y que ofrecen al espíritu erudición y amplio campo de enseñanza. En una palabra, en París hay en el aire y en los menores detalles un espíritu que se respira y que impregna las creaciones literarias. Se aprenden más cosas conversando en el café o en el teatro, durante media hora, que durante diez años en provincias. Aquí, en verdad, todo es espectáculo, comparación e instrucción. Una baratura excesiva y una excesiva carestía, esto es París, en donde toda abeja encuentra su alvéolo, en donde toda alma asimila lo que le es propio. Si yo sufro, pues, en este momento, no me arrepiento de nada. Por el contrario, un bello porvenir se despliega y alegra mi corazón dolido por un instante. Adiós, mi querida hermana; no esperes recibir cartas mías de forma regular: una de las particularidades de París es que realmente no se sabe lo rápidamente que pasa el tiempo. La vida es de una rapidez que asusta. Un abrazo a mi madre y a David, y para ti, con más cariño que nunca,

Lucien».

Flicoteaux es un nombre inscrito en muchas memorias. Existen pocos estudiantes alojados en el Barrio Latino durante los doce primeros años de la Restauración que no hayan frecuentado este templo del hambre y de la miseria. La comida, compuesta de tres platos, costaba dieciocho sueldos, con una jarra de vino o una botella de cerveza, o veintidós sueldos con una botella de vino. Lo que sin duda impidió a este amigo de la juventud hacer una colosal fortuna es un artículo de su programa impreso en gruesas letras en los pasquines de sus competidores, que rezaba así: «Pan a discreción», es decir, hasta la indiscreción. Muchas glorias han tenido a Flicoteaux como padre nutricio. Con toda seguridad que el corazón de más de un hombre célebre debe experimentar el goce de mil recuerdos indecibles ante el aspecto del escaparate de pequeños vidrios que daba a la plaza de la Sorbona y a la calle Neuve-de-Richelieu, y que Flicoteaux II o III había respetado todavía antes de las jornadas de Julio, dejándole ese tinte marrón, ese aire antiguo y respetable que anunciaba un profundo desdén por la charlatanería desde fuera, especie de anuncio hecho para los ojos a expensas del estómago, que practican casi todos los fondistas de hoy en día.

En lugar de aquellos montones de aves que nunca estaban destinadas a pasar a la cazuela, en lugar de aquellos fantásticos pescados que justifican la frase del saltimbanqui: «He visto una hermosa carpa, espero comprarla dentro de ocho días»; en lugar de estos primores expuestos en engañosos montones para el placer de cabos y paisanos, el honrado Flicoteaux exponía fuentes adornadas con mucha compostura y en donde pirámides de ciruelas cocidas alegraban la mirada del consumidor, seguro de que esta palabra, demasiado prodigada en otros folletos, postre, no era un espejismo. Los panes de seis libras, cortados en cuatro trozos, garantizaban la promesa de pan a discreción. Tal era el lujo de un establecimiento que, en su tiempo, Molière hubiese celebrado, hasta tal punto es digno de broma el epigrama del nombre.

Flicoteaux subsiste. Vivirá tanto tiempo como los estudiantes quieran vivir. Allí se come, nada más ni nada menos que eso; pero se come al igual que se trabaja, con una actividad sombría o alegre, según los caracteres o las circunstancias. Este célebre establecimiento constaba entonces de dos salas dispuestas en escuadra, largas, estrechas y bajas, con luces una a la plaza de la Sorbona y la otra a la calle Neuve-de-Richelieu, ambas amuebladas con mesas que provenían sin duda de algún refectorio abacial, ya que su longitud tiene algo de monástico y los cubiertos son en ellas colocados con las servilletas de los abonados pasadas a través de pasadores de muaré metálico numerados. Flicoteaux sólo cambiaba los manteles los domingos, pero Flicoteaux II los ha solido cambiar, según se dice, dos veces por semana desde que la competencia amenazó su dinastía.

Este restaurante es un taller con sus herramientas, y no la sala de festín con su elegancia y sus placeres: todos salen de allí rápidamente. En el interior, los movimientos internos son rápidos. Los mozos van y vienen sin distraerse, todos están ocupados y todos son necesarios. El menú es muy poco variado. La patata es eterna e inamovible; no habría ni una sola patata en Irlanda, se carecería de ella en todas partes, pero se podría encontrar en casa de Flicoteaux. Se producía allí desde hacía treinta años, bajo aquel rubio color amado por Tiziano, sembrada de verdura picada, y disfruta de un privilegio envidiado por las mujeres: tal como la veis en 1814 la veréis en 1840. Las chuletas de cordero y el filete de buey son en esta carta lo que el gallo con brezo y los filetes de esturión en el menú de Véry, platos extraordinarios que exigen ser encargados por la mañana. La hembra del buey tiene allí su dominio y su hijo abunda bajo los aspectos más ingeniosos.

Cuando la merluza y las pescadillas tropiezan con las costas del océano, dan un salto hasta Flicoteaux. Allí todo está en relación con las vicisitudes de la agricultura y los caprichos de las estaciones francesas. Allí se aprenden cosas sobre la naturaleza que ignoran los ricos, los perezosos, los indiferentes y los desocupados.

El estudiante, sumergido en el centro del Barrio Latino, posee un exacto conocimiento del tiempo: sabe cuándo las alubias y los guisantes se han dado bien, cuándo el mercado rebosa de coles, cuál es la ensalada que abunda y si ha fallado la remolacha. Una vieja calumnia, repetida en el tiempo en que Lucien hizo su aparición, consistía en relacionar la abundancia de los filetes con la mortandad de los caballos.

Pocos restaurantes parisienses ofrecen un espectáculo tan hermoso. Allí no encontraréis más que juventud y fe, miseria alegremente soportada, a pesar de que los rostros ardientes y serios, sombríos e inquietos no faltan. El vestir es descuidado en general. De esa forma se destacan los habituales, que suelen ir mejor trajeados. Todos saben que este porte extraordinario significa: amante esperada, velada de espectáculo o visita a esferas superiores. Se dice que entre varios estudiantes, más tarde convertidos en hombres célebres, se han ligado amistades, como se podrá ver más tarde en esta historia. Sin embargo, exceptuando a los jóvenes de la misma región, reunidos en el mismo extremo de la mesa, generalmente los comensales mantienen una gravedad que se alegra difícilmente, tal vez a causa de la catolicidad del vino, que se opone a toda expansión. Los que han frecuentado la casa Flicoteaux pueden acordarse de muchos personajes, sombríos y misteriosos, envueltos en las brumas de la más fría miseria, que han podido comer allí durante dos años y desaparecer después sin que ninguna luz haya iluminado a aquellos duendes parisienses a los ojos de los habitantes más curiosos. Las amistades iniciadas en casa de Flicoteaux se sellaban en los cafés vecinos, ante las llamas de un ponche alicorado o al calor de un medio café bendecido por un pastel gloria cualquiera.

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