—Eso sugiéreselo a nuestro monarca —replicó con una sonrisa sardónica la que se hallaba enfrente—, y verás cómo te corta la lengua.
—Pero…
En ese momento un joven siervo se acercó a Brian con una jarra de cerveza y el monje perdió el hilo de la conversación. Como había hecho toda la noche, tapó con la mano la copa de metal.
—Os estáis perdiendo una de nuestras exquisiteces, hermano Brian —adujo Cormac desde el otro extremo de la mesa—. ¿Acaso vuestra orden os prohíbe beber?
Los comensales se volvieron hacia el monje.
—La continencia fue una de las recomendaciones de san Benito de Nursia, nuestro padre fundador. —Brian apartó la mano y permitió que el sirviente vertiera un poco del líquido espumoso—. Pero no se trata de una regla inflexible, en modo alguno, y por ello, en agradecimiento a vuestra generosa hospitalidad, me permitiré acompañaros.
Ambos levantaron la copa y bebieron sin dejar de observarse.
—Me alegra saber que los benedictinos no son tan rigurosos como los monjes de la isla; ninguno de ellos habría aceptado la invitación.
Brian inclinó la cabeza.
—Son muchos los caminos que llevan a la santidad, aunque aviniéndome a estos excesos, el mío será sin duda más prolongado.
Resonó una carcajada general. La muchacha del arpa dejó de tocar.
—¡Vamos, vamos! —la instó Cormac con cierto desprecio—. Esto es un banquete, no el recital de un viejo bardo. El canto de Patrick ha sido excepcional, pero la fiesta no ha acabado. Que siga la música, o no te dejaré bajar a las cocinas…
La joven se inclinó, con el rostro enrojecido y los ojos enturbiados por las lágrimas, y sus dedos volvieron a danzar gráciles sobre las cuerdas del arpa. Los presentes asintieron complacidos; Brian, en cambio, observaba con gesto grave a Cormac, que permanecía aparentemente atento a la nueva melodía.
—Hermano Brian, ¿conocéis esta tonada?
—Jamás la había escuchado, pero tiene claras reminiscencias de viejas canciones astures.
—¿Añoráis vuestra tierra? —preguntó entonces el obispo Morann, quien le había sido presentado en primer lugar y se sentaba junto al rey. Lucía la amplia tonsura de la Iglesia de Columcille, con la frente afeitada hasta la mitad de la cabeza. Vestía una sencilla túnica y sobre el pecho lucía un enorme crucifijo de oro con incrustaciones de jaspe rojo y gruesas esmeraldas en los extremos. Sus ojos, oscuros e inquietos, no se habían apartado del monje en toda la cena, estudiando cada uno de sus gestos con atención. Tenía el semblante pálido, apergaminado, con finas arrugas y sin apenas rastro de barba. A pesar de sus canas y de su cuerpo un tanto encorvado, no sobrepasaba los cincuenta años. Brian siempre se fijaba en las manos de la gente, y advirtió que las del prelado eran finas, de oscuras venas, y se movían precisas por la mesa. Pensó que, de haber sido benedictino, habría podido ser un habilidoso copista.
Todos, y en especial el monarca, aguardaban con interés su respuesta.
—La abandoné hace muchos años y no pasa día en que no sienta una punzada en el pecho…, algo parecido al anhelo.
—Mi hermano dejó su patria para viajar —explicó Cormac mientras masticaba un trozo de carne—. Creo que estaba muy unido a algunos monjes del continente, una especie de hermandad. —El monarca miraba fijamente a Brian; estaba cansado de sus continuas evasivas. Buscaba cierta información y decidió no andarse con rodeos—. ¿Por qué habéis venido hasta aquí, hermano? ¿Acaso vuestra patria no es tan santa como esta isla?
Brian tardó en responder. Desde el otro extremo, Morann le indicó con la mirada que midiera las palabras.
—La vieja Hispania vive tiempos convulsos. El dominio sarraceno se debilita y los reinos cristianos comienzan a expandirse hacia el sur, pero aún no nos es posible atisbar el destino que Dios nos reserva. Todo puede cambiar. Mi misión requiere la paz de esta remota ínsula de verdes valles, aire limpio y…
—… fervorosos cristianos —terminó por él una mujer sonriente buscando su mirada.
—Así es, señora —aseveró él sin demora—. La presencia divina se respira aquí con la misma intensidad que la hierba húmeda cuando despunta el alba.
—La presencia de los antiguos dioses también fue intensa —repuso un anciano de cabeza calva y rasgos afilados que se hallaba sentado justo en el centro de la mesa—. Su rastro es visible en cada rincón de la isla.
Brian asintió.
—He visto las runas en las piedras y los altares junto a robles milenarios… Jesucristo llegó al mundo en un momento preciso, y hasta entonces Nuestro Señor permitió las creencias paganas de múltiples pueblos, como los celtas. Envió a san Patricio a Irlanda para convertirla a la verdad y ofrecerle la salvación eterna, pero no por ello debemos destruir lo que antaño fue venerado.
—Habláis como Patrick —replicó el anciano con un brillo en la mirada—, pero son muchos los hombres consagrados a Dios que opinan distinto.
—Destruir lo que se teme y se ignora es connatural al ser humano —prosiguió el monje al tiempo que posaba su mirada en el obispo y observaba su reacción—, pero el conocimiento y la experiencia forman parte de la divina Creación, y eso es extensible a la sapiencia alcanzada por la humanidad antes de la venida del Redentor.
El rostro de Morann, si bien sonreía, no revelaba si secundaba esa afirmación.
—¡Veo que hemos acogido a un erudito! —exclamó Cormac con cierta burla—. Yo en cambio soy un hombre de armas. Que Dios me pida que le defienda de sus enemigos ¡y no encontrará siervo más arrojado! Las sesudas disquisiciones teológicas emblandecen los músculos y embotan los instintos, aunque… no parece que eso os haya ocurrido a vos… —Al monarca pareció divertirle el destello de algunas miradas femeninas y la expresión celosa de los varones—. De poco servirán vuestras razones si, como hicieron los sarracenos en vuestra tierra, los perversos vikingos deciden pasar a fuego y cuchillo nuestras aldeas.
Brian levantó la copa y, deseoso de zanjar aquella conversación, dijo:
—Rogaré a Dios para que la paz perdure y pueda cumplir mi misión. —Acto seguido, apuró su copa.
Los ojos de Cormac despedían un brillo poco amistoso. Junto a él, su esposa, Fionnuala, una mujer de rostro macilento y mirada opaca, ajada por la edad y por su agresivo consorte, observaba a Brian con gesto de advertencia. No había hablado en toda la velada y apenas había pellizcado la jugosa carne servida. Sus movimientos eran lentos y mínimos, como si se esforzara por pasar desapercibida. Cada vez que oía tronar la voz de su marido, daba un respingo involuntario y palidecía.
—Decidme, hermano —intervino entonces el obispo Morann—, ¿cómo habéis logrado que el honorable rey de la provincia de Munster, al que estamos unidos por un pacto de fidelidad, se interese por unos monjes del continente? —Antes de que Brian pudiera responder, el obispo añadió otra pregunta—: ¿Por qué buscar refugio en el viejo monasterio de San Columbano?
—El poderoso monarca Brian Boru es un ferviente cristiano y acoge con entusiasmo a los siervos de Cristo. Fue el abad del monasterio de Kells quien le hizo llegar nuestra petición, sellada por el obispo Gerberto, del que os hablé. Hace casi tres meses partí del monasterio de Bobbio, fundado por Columbano, el santo irlandés más venerado en Europa. Pasé por Aquisgrán —un velo oscuro cubrió su mirada durante un instante, pero siguió hablando con naturalidad—, y desde allí me dirigí hacia la pequeña población costera de Calais, próxima a Flandes, donde embarqué rumbo a Irlanda.
—Venís de un lugar fundado por un santo irlandés, curiosa coincidencia… —comentó una bella mujer de cabello negro entornando la mirada con gesto seductor.
—El audaz Columbano es más que un santo irlandés; es una leyenda —añadió el anciano con orgullo.
—Partió de Irlanda hacia el continente para devolver la luz y la esperanza a sus gentes —indicó el obispo.
—A su misión evangelizadora debemos la fundación de numerosos conventos —explicó Brian—. Desde la muerte del emperador Carlomagno, sus dominios se han visto abocados de nuevo a la oscuridad. La miseria azota Europa y terribles epidemias diezman su población; mientras, los señores feudales son incapaces de firmar acuerdos de paz duraderos, lo que agrava la desgracia de su grey. Ante tanta incertidumbre y angustia, los monasterios acumulan tierra y poder para hacerse invulnerables. Los problemas terrenales nos alejan del ascetismo y la contemplación divina, el espíritu de Benito de Nursia, por eso se hace necesario marchar hacia otras tierras… Aún quedan monjes que conocieron a Patrick O’Brien, e incluso se han encontrado, dispersos, algunos escritos de su puño y letra. Así fue como descubrí el paradero de las ruinas de San Columbano.
Morann lo miraba fijamente. Cormac se había puesto pálido; la copa tembló en sus manos y derramó un poco de cerveza, pero Brian aún no había terminado.
—El Altísimo hizo germinar la idea de refundar su monasterio y proseguir su misión.
—Pero… ¿de qué misión habláis? —preguntó el rey.
—
Ora et labora
respondió Brian con una sonrisa—, por supuesto.
Cormac asintió no muy convencido. Su mirada, brumosa por la cerveza, saltó del monje a sus leales nobles y se detuvo en el circunspecto obispo. Intentaba saber si el resto de los comensales escuchaban con la misma suspicacia que él las vagas razones del monje.
—Entonces, ¿conocíais la historia de Patrick? ¿Los detalles de su muerte?
Un tenso silencio descendió sobre el salón. La pregunta del rey, proferida casi a gritos, hizo enmudecer el arpa y las conversaciones entre los comensales. Cormac apuró su copa de un trago sin importarle que el líquido se derramara en su pechera de seda. Brian atisbó la mirada suplicante de Fionnuala recomendándole cautela. La inquietud del monarca era patente; sus cambios de humor determinaban el destino de los valles de Clare bajo su dominio.
Pero cuando Brian se disponía a responder, un desgarrado grito de mujer atravesó la puerta. Todos se volvieron, sorprendidos. En la entrada, una joven con el rostro sucio y vestida con ropas andrajosas luchaba con uñas y dientes contra los guardias que trataban de impedir que irrumpiera en el banquete.
Un murmullo se extendió por el salón: «Es Dana…, la ramera… ¿Cómo se atreve? ¡Lo pagará muy caro!». Los ojos de Cormac refulgieron coléricos mientras su silenciosa esposa parecía empequeñecerse con un gesto de amargura. En la puerta, la muchacha seguía empeñada en entrar. El monarca adoptó entonces una actitud solemne e hizo un gesto a los soldados para que la soltaran; no tenía inconveniente en recibir a uno de sus súbditos.
Brian, aliviado por la inesperada interrupción, no perdía detalle. La intrusa tenía el rostro y los brazos cubiertos de hollín; el hedor de su cuerpo se propagó rápidamente y no pocos torcieron el gesto reprobando su aspecto.
El pelo, largo y de color pajizo, le caía apelmazado y ocultaba parte de su rostro, pero no había duda de que era una mujer joven de algo más de veinte años. A pesar de la mugre, podía adivinarse la piel clara en su rostro ovalado, de nariz pequeña y finas cejas. Los ojos, de un intenso azul, brillaban enrojecidos por las lágrimas. Su boca eran dos líneas moradas que temblaban de frío y miedo. Intentó acercarse al rey, pero los soldados la retuvieron a pocos pasos. Su escuálido cuerpo, del que se veían las huesudas piernas a través de los desgarros de la túnica, no podía desplegar más energía; una inmensa cólera movía lo que debía estar postrado y moribundo. El monje presintió que moriría de hambre en pocos días.
—Concedo audiencias a la plebe a diario —dijo el rey—, y quien lo desea acude a mí para pedir justicia o clemencia. ¿Por qué me ofendes, mujer, irrumpiendo esta noche y humillándome ante mis invitados?
—¡Desde aquella maldita noche, nunca habéis querido recibirme!
Cormac apretó los puños con fuerza para aplacar el deseo que sentía de golpearla. Sus barbudas mejillas adoptaron un tono cerúleo.
—¿Debería conocerte?
Brian comprendió lo absurdo de la pregunta, pues nadie de los presentes parecía ignorar la identidad de esa muchacha: Dana, así habían dicho que se llamaba.
—¿Qué hicisteis con mi hijo? —demandó ella fuera de sí, consiguiendo zafarse de los soldados. Uno de ellos desenvainó su daga, pero los gritos ahogados de las mujeres lo contuvieron.
—Pregúntaselo a tu marido, Ultán… —respondió, sarcástico, el rey—, si algún día regresa de las tabernas de Doolin.
La muchacha se estremeció; Brian, viendo que estaba a punto de desplomarse, hizo amago de levantarse, pero una mano firme lo detuvo.
—Asuntos domésticos, hermano Brian —le susurró con mirada maliciosa el noble sentado a su lado—. Cormac no desaprovecha la compañía de las mujeres más bellas de sus dominios. Ya me entendéis, privilegios del monarca, pequeños placeres que Dios a buen seguro disculpa a quienes soportan la responsabilidad de guiar al pueblo…
—¡Ayudasteis a Ultán para venderlo! —gritó ella—. ¡A alguien de fuera! He indagado y sé algunas cosas sobre vuestros tratos…
—¡Basta!
Cormac lanzó la copa con furia y ésta rodó hasta la otra punta de la sala. Durante el silencio que siguió nadie se atrevió a cruzar su mirada con la del monarca. Dana parecía haberse encogido.
—¡Ya es suficiente! —El rey se levantó y caminó hacia la muchacha—. Consentí que te desposaras con uno de mis mejores soldados y por tu indecente conducta lo he perdido para siempre. ¿O negarás que durante años te has prostituido en la propia casa conyugal? —Cormac no pudo contenerse más y una brutal bofetada resonó en la estancia—. Fui benévolo contigo, pero tus pecados han ofendido a Dios y te han emponzoñado el alma.
Dana pareció comprender su error y trató de serenarse. Se había enfrentado al monarca ante sus invitados: la ofensa era imperdonable.
—Señor, os lo suplico —rogó con voz quebrada mientras las lágrimas trazaban surcos blancos en la mugre—. Permitid que me reúna con mi pequeño allá donde esté. —La muchacha miró fugazmente a la esposa de Cormac—. Podría pagaros…
—¿No te da vergüenza? —bramó el monarca fingiéndose escandalizado pero disfrutando de verla rendida a su voluntad—. ¡Eres una mujer casada! ¡La esposa de un soldado retirado! ¿Tanto te gusta tu oficio de ramera? Ultán ha marchado avergonzado de ti y ahora me acusas a mí de la pérdida de tu hijo. ¿No serás tú la culpable? —Su dedo índice la señalaba acusatorio—. Sé cosas de ti, Dana, ¡todos las sabemos! Frecuentas a los druidas del bosque, preparas filtros y bebedizos que vendes a los incautos aldeanos que no pueden costearse un médico. Tu actitud indecorosa y esas siniestras actividades han ofendido a Dios. ¡No me culpes a mí de tus desdichas!