Las hogueras (8 page)

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Authors: Concha Alós

BOOK: Las hogueras
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—Quédese. Le pagaremos.

El Monegro se miró las manos extendidas. Se frotó una con la otra.

—Bien. Bueno.

Se había abierto la puerta de la casa y apareció un hombre joven. Una cara dulzona, sin estridencias de nariz, de labios ni de nada, los miró curiosa, amable:

—Pasen, pasen ustedes.

La casa olía levemente a bolas de alcanfor y a alfombras guardadas. Era fría, limpia.

11

Archibald no vivía; simplemente estaba. Como un objeto. Permanecía horas y horas medio incorporado en las almohadas cuadradas, repletas, altas, mirando los muros pelados que modelaban como una cascara la habitación larga y estrecha.

Sibila, en un diván arrimado a la pared, metida entre los cojines de cretona, parecía un gatito aburrido, encadenado tontamente a la rueda de su enfermedad. Algunas tardes salía. Se pasaba horas recorriendo las calles de Palma. Miraba escaparates, se compraba cosas, entraba en un cine. «Sal, distráete, mujer. ¿Qué vas a hacer aquí todo el día? Vete, vete, que te dé el aire.»

Hoy se había comprado revistas y pasaba sus hojas una y otra vez, con aire displicente, mojando el pulgar en su lengua con un movimiento lento y repetido. Mirando las páginas inconstante, abriendo levemente la tierna boca cuando alguna cosa de aquellas hojas brillantes y sensacionalistas le interesaba un poco.

Archibald caía de vez en cuando en un sopor agitado y la oscuridad zumbaba en sus oídos como muchas abejas alrededor de un cerezo al que le han brotado flores. Muchas abejas sobre un árbol, arracimadas, voraces, diligentes. Pero, por lo general, cuando le sobrevenía aquel sopor Archibald revivía tiempos pasados, desusado ausente, pues no era muy dado a recordar. Le parecía una pérdida de tiempo desandar lo andado. Le gustaba el presente, no el pasado, y en el futuro prefería no pensar. Sin embargo, ahora en su enfermedad volvía a vivir en su cabeza momentos y acontecimientos a los que él nunca había dado importancia ni creía que la tuvieran. Un día cualquiera tomaba en aquella evocación involuntaria una precisión minuciosa que lo dejaba sorprendido.

Era muchacho y se veía en una bicicleta. Bajaba, desde la montaña donde estaba su casa, muy temprano. Tenía ante él una jornada agotadora: por la mañana la clase en la Universidad; a mediodía, una comida rápida: un bocadillo que le había preparado su madre, a las tres comenzaba su trabajo en el taller de encuadernador, con el que se pagaba los estudios. Del taller acababa a las ocho y, en seguida, cogía la bicicleta para volver a su casa. Estudiaba hasta muy tarde para al día siguiente volver a emprender la tarea.

Un día —le había ocurrido otras veces— se le estropeó la bicicleta y como no tenía dinero para el autobús tuvo que subir la montaña, camino de su casa, a pie. Caminaba dando patadas a las pequeñas piedras que iba encontrando. El sendero, un atajo entre los árboles, era solitario, silencioso, y a lo lejos, triste, tristísimo y muy lejano, se oía el canto del cuclillo repetido una y otra vez…

Fue ese día y en aquel momento cuando pensó con rabia en la injusticia que supone el ser pobre. Se sentía cansado, débil y todas las semillas de lucha que inculcaba en él su padre le parecieron quimeras, irrealidades… Su padre era un loco. Pretendía sacar partido de una persona acabada e incapaz como él… El cuclillo seguía cantando y él se hubiera echado allí en la hierba húmeda para dormir, sin pensar en nada.

Archibald suspiró y se quedó mirando la ventana.

La ventana permanecía abierta de noche y de día, con la vidriera, una hoja de cristal con un marco pintado de blanco, atado con una cadena a la pared. La ventana, alta, inalcanzable.

El aullido de una sirena agujereó el aire de fuera, de la calle, del húmedo jardín de la Clínica. La sirena, repetida, fuerte, con premura, de insustituible urgencia, metiéndose por todos los resquicios y por los poros de las paredes y de la piel de los hombres, de las mujeres, de los animales y de las cosas. A Archibald le pareció que todo se debía quedar en suspenso al oírla, como si las gentes —todas las personas que circulaban por las calles y plazas, las que permanecían sentadas en sus cuartos, las que trabajaban y las que se estaban emborrachando delante del mostrador de un bar— se hubieran tapado la boca con las manos ante el horror desconocido que anunciaba aquella sirena y no se atrevieran a respirar.

Toda la isla podía quemarse, perderse entre las ascuas de un incendio, ser lamida por unas llamas hasta que se convirtiera en cenizas. No le importaba. Había llegado a la indiferencia. El dolor propio ya no mordía. Ya no era nada. Sólo un cosquilleo adormecido en una parte de su cuerpo, un cosquilleo que él, amodorrado, trataba de localizar.

Archibald miraba a la enfermera, que automáticamente arreglaba sus almohadas, con una indiferencia y un sopor enormes. Después volvió los ojos hacia Sibila, que, en cuclillas sobre el diván, se había descalzado y se miraba un pie del que movía lentamente los dedos.

Los ojos de Archibald eran vagos y, sin embargo, claros y pensativos, como los de una persona preocupada, como los de una gran águila atada.

—¿Fuego?

La voz de Sibila le contestó desmayadamente:

—No. Es una ambulancia. Otra ambulancia que llega.

—¡Ah!

La enfermera, que anotaba algo en un cuaderno pequeño, aclaró:

—Ha habido un accidente cerca del Mal Pas. Un autobús de turistas ha chocado. Han traído muchos heridos. Hay muertos, creo.

El Mal Pas. Un lugar hermoso. Una curva de carretera. Montaña y mar. Un precipicio salpicado de pinos y abajo, muy abajo, tranquilo, liso y desdeñoso, el mar.

—Claro, claro. Ahora me explico.

No era verdad, no se explicaba nada. Le daba todo igual. Allí, echado en aquella cama metálica, hecha con tubos de hierro, que una enfermera doblaba sobre sí misma dándole a un manubrio cuatro, seis, catorce veces al día, no le importaba que el mundo se hundiera.

No había oído otras ambulancias y, según su mujer, había habido más. A ratos no oía ni veía. Alrededor se extendía una niebla espesa y él era transportado a un mundo de ensueños o de recuerdos que se hacían vivos o morían, convirtiéndose de pronto en un paisaje gris, desierto de árboles, de montañas, de piedras, de todo.

La enfermera salió pisando blandamente. La puerta lanzó un débil quejido al cerrarse. Sibila continuaba mirando sus pies y el tiempo de Archibald se escapó de nuevo, como el hidrógeno contenido en una campana de vidrio que alguien, inadvertidamente, pone de golpe boca arriba. El tiempo huye y Archibald se encuentra en un night club cuyo nombre ha olvidado. Mujeres y bebidas blancas, incoloras, sin sabor, con un recóndito y macerado olor a tabaco puesto en remojo durante meses. Y en el night club, en su atmósfera turbia y luces cambiantes, veía a Sibila con un hombre negroide, gigantesco, al que llamaban Rosso. El hombre aquel reía jactancioso, con una casi invisible tristeza en sus ojos, amarillos, pequeños, velados por unos párpados grasientos, llenos de pliegues, en medio de la cara ancha picada de viruelas.

Sibila lucía un aire lejano, algo aterrado, tacones increíbles y telas brillantes amoldadas primorosamente a su figura. Todas las miradas se iban con ella cuando salía a bailar a la pista, alejada de todos, subida a un pedestal, enormemente alto, dorado. Y Rosso exhibía propinas fabulosas antes de darlas a un sonriente camarero que luchaba por imprimir a su cara la impasibilidad de una máscara.

Dos días después la vio en un quiosco al comprar un diario, riendo, magnífica, en la portada de papel cuché de una revista de modas. Y compró la revista a pesar de que la creyó inútil y cara.

Por eso cuando se encontró bailando con ella en la pista encerada, tres meses después, le pareció haber adquirido una joya que todos los hombres del mundo ambicionaban y una vanidad fuerte, irremediable, absorbente, le sujetó a ella y lo llevó a la irrevocable decisión de guardarla para él, de que fuera de su exclusiva y única propiedad. Meditando luego sobre esta especie de codicia, la comparó a la de los otros: los que adquirían, anhelantes, una joya grande y maldita, un brillante tallado, un brazalete, el cuadro único de un fallecido y famoso pintor, la diadema de una reina asiría, embalsamada siglos y siglos atrás. Los que compraban perdiéndose, arruinándose.

Afuera hablaban unas enfermeras. Él conocía a cada una de ellas por la voz. Reían. Al cabo de un momento salieron hacia un timbre que sonaba, haciendo chillar el mosaico con la suela de goma de sus zapatillas.

Se oía gente, visitas a otros cuartos de enfermos, y el ruido del ascensor que paraba en seco en el pasillo. El ascensor era largo y estrecho, como un nicho que sólo sirviera para transportar ataúdes. Pero llevaba también personas sanas en posición vertical y camillas con ruedas de goma cargadas con algún enfermo amarillo, los pies de punta, hacia arriba, como cartabones grotescos.

Se abrió la puerta. Se abría rápida y se cerraba lentamente, gimiendo. Tenía unos muelles arriba con un feo aparato de latón, un dispositivo automático.

Era el médico. Una holgada bata blanca atada al cuerpo con un cinturón. Unos ojos abultados de pavo real:

—¿Qué? ¿Cómo va ese ánimo?

Y paseó la mirada alrededor del cuarto, deteniéndola en Sibila, que con las piernas cruzadas comía cacahuetes. Eran unos cacahuetes pelados, tostados, que iba sacando de una bolsa de plástico alargada. Las membranas aceitosas, leves, que los envolvían, parecían esas fundas que dejan los insectos al pie de un árbol o al lado de cualquier piedra al romper la crisálida que los ha sujetado durante el invierno.

—Buen apetito, señora.

—¿Usted gusta?

—Gracias, muchas gracias.

La enfermera, que había entrado silenciosa detrás del médico, separó la sábana de Archibald. Quedó al descubierto el cuerpo dolorido y vendado. Junto a Archibald estaba la botella de cuello curvado que comunicaba con una sonda en la vejiga. Orines sanguinolentos dentro de ella. El médico cogió la botella y la levantó a la altura de sus ojos. Estuvo contemplando el contenido con atención mientras Archibald, humillado como le ocurría siempre durante las curas, separaba la vista y contemplaba el techo.

Había sido feliz. Había conseguido lo que deseaba poseer. Creyó que tenía derecho a pedir, a tener, a conservar. Luchó y venció. Después había pensado que podía descansar en la paz que ganó sin ayuda de nadie, en el bienestar que había logrado. Pero hay algo superior, inmutable, eterno y poderoso, cruel como una garra. Y aquello había decretado, sin duda, la hora del sufrimiento, de la sumisión. Se acordó del ciego sol de la carretera, el verano, la sed, la imagen de unas mulas extenuadas, sedientas, con el sol encima, rojo, cruel. Él, como aquellas bestias, estaba atravesando la carretera. Sin duda la estaba atravesando.

—Bien. Esto marcha. ¿Cuántos días hace que lo intervinimos?

La pregunta iba dirigida a Archibald, pero la contestó la enfermera, diligente, rápida:

—Siete días, doctor.

Siete días. Fue una mañana y unos días antes le habían estado pinchando los pulgares y el antebrazo para hacer análisis interminables, con aquella sangre viva y espesa que iba de sus pulgares y su antebrazo a unos tubos de ensayo transparentes. Y aquella mañana, hacía siete días, entró un individuo con una nueva jeringuilla. Un ronquido suave, el de los anestesiados, debía de salir ya por su garganta cuando oyó el chirriar de las ruedas de la camilla que entraba en la habitación. Ya no oyó nada más hasta que volvió a despertarse en la misma habitación, en la misma cama donde estaba ahora. El aire era, cuando recobró la sensibilidad, un moscardón inmenso, mareante, y él tenía el bajo vientre adormecido, con la sensación de que se le había hinchado como un alegre globo de colores.

—El proceso de cicatrización es magnífico. Ya quisieran todos los prostéticos de la Clínica mejorar como usted.

La frase era un cumplido y posiblemente también un chiste, pues la enfermera, bajita y nariguda, sonreía con aire divertido.

—¿Dolores?

—Menos.

La enfermera vaciaba la botella en el cuarto de baño. La traería limpia para colocarla de nuevo al final de la sonda. Al anochecer lo asearía a él como a un bebé, le pondría polvos de talco, cambiaría sus vendas…

—¿De vientre?

La enfermera entraba en la habitación con la botella vacía. Contestó con su pequeña voz de pájaro:

—Bien, doctor.

El médico exhaló aire y sus palabras silbaron:

—Perfecto. Esto marcha. Mañana podrá comer usted una buena sopa y pescado hervido.

Sibila los miraba con los labios entreabiertos, pintados con un carmín fuerte, duro. Tenía las manos extendidas con las palmas hacia abajo como si estuviera goteando de ellas algún líquido denso y negruzco que tardara en caer.

—Buenas tardes. A sus pies, señora.

El médico se despidió y la enfermera salió detrás de él, después de arreglar la ropa de la cama y tapar con la sábanas el gran vientre abultado de algodón y de vendas.

La sirena otra vez. Se acercaba como una ilusión de la prisa, de la eficacia, como un ejemplo vivo del cumplimiento del deber. Parecía chillar, le parecía a Archibald que gritaba:

—Nadie se desangra. Los moribundos llegan a tiempo para salvarse.

Y le parecía estar viendo a los médicos. Un gran coro blanco, esterilizado, sincronizado, a la espera de las ambulancias, con las manos abiertas, anhelantes, alrededor de la mesa de mármol. Y una gran luz cenital, la de la mesa de operaciones, iluminando los vientres abiertos, los sesos blandos, los intestinos largos, arrollados, dando vueltas. Latiendo en los vientres.

12

El Monegro empieza a comer. Come despacio, resueltamente, mojando un pedazo de pan en el aceite de la lata de sardinas con un saboreo lento y perfecto. Luego se detiene, no bruscamente pero del todo, quieta la mandíbula en mitad de la masticación, con un cantero mordisqueado a medio del camino entre la mesa y su boca. Y la perra, Canela, lo mira con los ojos fijos, sin un pestañeo, confiando, tal vez, oscuramente, en el poder de la telepatía. Y el Monegro la mira, distraído y de una manera mecánica, arranca un pellizco del cantero de pan y se lo echa. La Canela lo alcanza en el aire y trabajosamente empieza a masticarlo.

Daniel Sánchez pasea la mirada con un orgullo concentrado y taciturno por su casa: la mesa remendada, las paredes, las cuatro sillas, el hornillo de petróleo… Todo es suyo. Y la casa se la hizo él. Aprovechó las ruinas de algo que parecía un abrigo para meter ovejas, o un escondrijo de contrabandistas. Reconstruyó las paredes e hizo un techo nuevo. Trabajó duramente, durante varias semanas, en las horas que le quedaban libres de cavar el huerto del amo de Ca la Menuda, pues entonces aún no habían comenzado la carretera, y hacía jornales allí.

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