Read Las Hermanas Penderwick Online
Authors: Jeanne Birdsall
—A mí siempre me pasa lo mismo. Duele, ¿eh? —dijo Cagney.
—Bueno, no es para tanto.
El la ayudó a bajar de la camioneta y luego cargó con el rosal.
—Toma la pala. Lo plantaremos juntos.
Mientras Rosalind ayudaba al jardinero con el rosal, Jane se dirigía tranquilamente hacia Arundel Hall. Rosalind le había indicado que no fuera por el túnel del seto, así que debía recorrer el camino entero.
—Buenos días, señora Tifton —practicaba mientras iba andando. Era uno de los dos discursos que habían preparado la noche anterior en la RHEMP—. Soy Jane Penderwick, la hija de Martin Penderwick, que ha alquilado la casita de Arundel. ¿Podría hablar con Jeffrey, por favor?
Tenía la esperanza de no encontrarse con la señora Tifton y no necesitar ese discurso. ¿Qué le habría contado el tal Jeffrey a su madre? Era posible que ya estuviese disgustada con las Penderwick.
Luego se puso a recitar el otro discurso.
—Buenos días, Jeffrey Me llamo Jane Penderwick, y he sido escogida oficialmente como portavoz de Skye Penderwick, a quien tuviste la desgracia de conocer ayer... ¡Uy!
Skye había jurado que la mataría si decía la parte de la desgracia, pero a ella le parecía tan romántica que se moría de ganas de pronunciarla.
Siguió el camino a través del seto y rodeó el jardín. Ahí estaba, Arundel Hall en todo su esplendor. Jane ralentizó el paso, comenzando nuevamente el discurso para Jeffrey, aunque algo más nerviosa.
—Buenos días, Jeffrey. Me llamo Jane Penderwick, y he sido escogida oficialmente como portavoz de Skye Penderwick, a quien tuviste la... a quien conociste ayer. Skye me ha pedido que te presente sus disculpas por... ¡Maldita sea! ¿Qué venía ahora?
Estaba lo bastante cerca de la mansión para poder examinar la ventana en que había visto a Jeffrey el día anterior. Había fantaseado con la posibilidad de que estuviese allí de nuevo. Ella le haría señas y, tal vez, él bajaría para hablar. Sin embargo, la ventana estaba cerrada, así que tendría que llamar a una de las puertas. Las hermanas habían debatido durante un buen rato sobre cuál debían escoger. La elegante puerta de roble de la entrada fue rechazada, ya que todas opinaban que lo más probable es que apareciese por ella la señora Tifton. Con todo, todavía quedaban muchas otras. Habían advertido, por lo menos, tres o cuatro, y eso tan sólo en la parte del edificio visible desde el coche. Finalmente, Rosalind había decidido que Jane llamase a la puerta más sencilla que encontrase. Con un poco de suerte, la señora Tifton no acostumbraría abrir puertas sencillas.
Jane rodeó la casa, dejando atrás puerta tras puerta, aunque todas le parecían elegantes. Entonces, en la parte trasera se topó con una puerta verde con un timbre metálico y un felpudo en que se leía:
«BIENVENIDOS.»
—Sabrina Starr inspeccionó el lugar, pero no vio nada peligroso. ¿Acaso se trataba de una trampa? No obstante, ¿a quién le preocupa el peligro cuando hay una misión que cumplir?
Sin más, tocó el timbre.
—Ya voy —respondió una voz de mujer desde el interior.
Jane siguió hablando para sí:
—Buenos días, señora Tifton. Soy Jane Penderwick, la hija de la casita de Arundel. No, no, no; la hija de Martin...
De repente se abrió la puerta, y una mujer regordeta y con el cabello gris se quedó mirándola. «Ésta no puede ser la señora Tifton», pensó Jane. Nadie la definiría jamás como una estirada. Una mujer amable, eso es lo que diría la gente de ella.
—Qué alivio —dijo Jane—. Aunque Sabrina Starr poseía el valor suficiente para enfrentarse a sus adversarios, resultaba más agradable cuando no tenía que hacerlo.
—¿Y tú quién eres? —preguntó la mujer, que no parecía impresionada en absoluto por Sabrina Starr.
Jane decidió inmediatamente que debía hacer lo posible por caerle bien.
—Me llamo Jane Penderwick.
—Claro, de la casita. Cagney me dijo que tú y tu familia habíais llegado. Me dijo que se trataba de un profesor y de un montón de chicas.
—Y de
Hound.
—Ah, sí, el perro que hay que esconder de la señora Tifton.
—¿No le gustan los perros?
—Digamos que el vuestro no es de su tipo. Por cierto, yo soy la señora Churchill, el ama de llaves, pero todos me llaman Churchie. ¿Quieres pasar?
A Jane, entrar en la mansión le habría gustado más que nada. En el ambiente flotaba un delicioso olor a bollería recién hecha, y lo más probable era que Churchie le ofreciera lo que fuese que olía tan bien y que tuvieran una agradable charla sobre la familia Tifton; incluso cabía la posibilidad de que le mostrara la casa por dentro. Sin embargo, aquél no era momento de trivialidades. Debía llevar a cabo una misión.
—Muchas gracias, pero tal vez en otra ocasión. Tengo que hablar con Jeffrey. ¿Está aquí?
—Espera —contestó Churchie, y volvió a entrar.
Jane se había concentrado demasiado en memorizar los discursos para ponerse a imaginar el aspecto de Jeffrey. Skye no le había contado nada de él, y ella lo había visto demasiado poco tiempo y desde demasiado lejos para poder hacerse una idea. Por otra parte, sabía exactamente qué aspecto tendría Arthur, el chico que aparecía en la nueva entrega de las aventuras de Sabrina Starr. Tendría los ojos de un león, el cabello rojizo y rizado, y una expresión melancólica pero noble, causada por sus años de sufrimiento. Todo aquel que lo viese se quedaría prendado de él y cantaría alabanzas hacia su persona, como...
—Hola —dijo entonces una voz de chico.
Jane abrió los ojos, que había cerrado para imaginarse mejor a Arthur. Delante de ella había un chaval de carne y hueso al que atender. No tenía los ojos de un león ni el cabello rojizo, pero de repente Jane comprendió que el cabello castaño y los ojos verdes también podían tener su encanto. Y, aunque aquel rostro exhibía demasiadas pecas para ser considerado noble, era evidente que no pertenecía a alguien que le iba con el cuento a su madre.
—¿Qué tal va la cabeza?
El chico se inclinó un poco para que ella pudiese ver mejor el morado de su frente.
—Estoy bien. Churchie me puso hielo en cuanto llegué a casa.
—Me alegro —dijo Jane, radiante, recobrando la compostura. Todavía no había llevado a cabo su misión—. Tengo un discurso para ti.
—¿Seguro que no quieres pasar, Jane? —insistió el ama de llaves, que estaba justo detrás del chico.
—Tiene un discurso —explicó Jeffrey.
—¡Por Dios! —exclamó Churchie.
—Usted también puede escuchar si lo desea —dijo Jane.
—¿Cómo iba a perdérmelo?
Jane carraspeó, juntó las manos detrás de la espalda y comenzó.
—Buenos días, Jeffrey. Me llamo Jane Penderwick, y he sido elegida oficialmente como portavoz de Skye Penderwick, a quien conociste ayer. Skye me ha pedido que te traslade sus más sinceras disculpas por haber chocado contigo y por su comportamiento, que fue de lo más grosero, y espera que la perdones y que no te lo tomes como algo personal. Fin. —Hizo una reverencia y dio por concluido el parlamento.
Churchie se puso a aplaudir.
—No tenemos demasiados discursos por aquí. Y éste ha sido uno de los buenos. ¿Qué te ha parecido, Jeffrey?
—Ha estado bien. Acepto sus disculpas.
—¿Tan pronto? —se sorprendió Jane—. Suponía que tendría que persuadirte, así que había pensado decirte más cosas. Por ejemplo, que Skye suele decir lo que no debe, y que contigo no ha hecho una excepción; y que a veces, cuando ya la conoces, es una persona muy agradable; luego había pensado pedirte que tuvieras piedad de unas chicas huérfanas de madre que han crecido sin la bondadosa influencia de una mujer, lo que tampoco cuenta realmente, porque nuestro padre es una persona de lo más amable, pero creía que eso sonaba bien. Todavía tengo más, por si todo esto no ha servido de nada.
—Ya es suficiente —le aseguró Jeffrey—. Aunque ha sido un discurso genial.
—Sí, muy bien estructurado —coincidió Churchie.
—¡Gracias! —dijo Jane, que no se sentía tan orgullosa de sí misma desde el discurso que había pronunciado para la inauguración del nuevo patio de recreo de la Escuela de Educación Primaria de Wildwood.
Además, al cabo de un minuto se sintió todavía más orgullosa, ya que Jeffrey aceptó regresar con ella a la casita para degustar las galletas caseras con pepitas de chocolate que habían preparado sus hermanas. ¡Lo había conseguido! ¡Había restablecido el orgullo herido del supuesto enemigo y estaba a punto de conducirlo al Campamento Penderwick! Ni siquiera Rosalind lo habría hecho mejor.
Jane se despidió de Churchie, y los dos niños partieron hacia la casita conversando sin descanso. Por fortuna, parecía que a él le gustaba charlar tanto como a ella, lo cual le daba a la niña la oportunidad de hacer algunas investigaciones para su nueva historia. Había tenido algún que otro problema para decidir de qué iba a hablar Arthur, con la excepción de los oscuros años que había pasado en prisión, y eso, evidentemente, no bastaba. Jeffrey parecía ansioso por hablar de cualquier cosa. Le contó que los había visto llegar desde la ventana de su habitación, pero que su madre lo había llamado justo cuando volvían a subir al coche, y que por eso había desaparecido de forma tan repentina. Jane, por su parte, le contó que Hound había vomitado por el camino, pero que Cagney había sido de lo más amable al respecto. Luego Jeffrey le contó lo simpático que era Cagney siempre y todas las cosas que hacía por él, como el túnel que había practicado en el seto para que pudiera escabullirse de las señoras del Club de Jardines que solían visitar Arundel, y lo de Darwin, la iguana que le había regalado y que él había tenido que dar a la hija de Churchie, que estaba casada y vivía en Boston, porque a su madre el animal le daba escalofríos. Jane le contó todo sobre sus hermanas; cómo se llamaban, que Rosalind era la más guapa, que Skye era la más lista y que Risitas era la más pequeña. Entonces Jeffrey le contó que él era hijo único y que, a veces, se sentía solo, a lo que Jane contestó que al menos durante las siguientes tres semanas iba a estar acompañado, porque ella y sus hermanas estarían allí. Eso a él le pareció fantástico, y Jane le dijo que tenían que darse prisa porque las galletas debían de estar a punto, y que todo el mundo estaría encantado de conocerlo.
Como, al revés de lo que había prometido, Rosalind no estuvo de vuelta al cabo de unos minutos, Skye debió enfrentarse sola a la preparación de las galletas. Acabó de batir la masa, colocó un poco en cada molde, encendió el grill y metió las fuentes dentro. Ya no quedaba otra cosa que esperar y ver si Jeffrey aparecía por allí, así que subió a su habitación, pulcra y blanca, y se olvidó por completo de las galletas.
Por eso, cuando comenzó a salir humo del horno, no había nadie en la cocina para advertirlo. El señor Penderwick estaba donde había estado desde el desayuno: en su habitación, leyendo libros sobre flores silvestres. Jane y Jeffrey todavía no habían llegado; Rosalind estaba fuera con Cagney, trasplantando el rosal; y Risitas y
Hound
se hallaban en el cercado jugando a que eran astronautas en la luna. Skye, en su cuarto, se había puesto a estudiar.
—Si un árbol proyecta una sombra de veinte metros, y un poste que mide cinco proyecta una sombra de cuatro, ¿cuánto mide el árbol? Vale, si la altura del árbol es
X,
entonces dividido entre veinte es... Mmm... —Skye no dejaba de anotar cifras en su libro de matemáticas—. Por lo tanto,
X
es igual a cien entre cuatro, o sea, veinticinco. Qué fácil. Soy la mejor. A ver, el siguiente. Cuatro litros de helado...
Continuó resolviendo problema tras problema mientras la cocina se iba llenando de humo. Nada podía distraerla, ni siquiera el ladrido lejano de
Hound,
que trataba de advertirle del peligro. Hasta que oyó puertas cerrándose y gente corriendo por las escaleras, no alzó la cabeza y olisqueó. ¿Qué era ese olor?
Bajó deprisa a la cocina, y no pudo creer lo que vio. Rosalind estaba sacando dos fuentes de galletas carbonizadas del horno, mientras Cagney se dedicaba a meter una manguera desde el jardín, y Risitas y
Hound
correteaban alrededor de la mesa jugando a los bomberos. Por todos lados no había más que humo, humo y más humo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Skye.
—Pues que has quemado las galletas y casi incendias la casa; eso es lo que ha ocurrido —respondió Rosalind, tosiendo—. ¿Por qué has encendido el grill? ¿En qué estabas pensando?
Skye no distinguía un grill de un horno ni de un fogón, pero estaba demasiado avergonzada para reconocerlo delante de Cagney, así que puso cara de perplejidad.
—No estaba pensando en nada.
—Bueno, eso es obvio. No sabía que fueras tan incompetente en la cocina.
Rosalind se estaba excediendo. Skye lo sabía, y también sabía que su hermana lo sabía, a juzgar por la expresión de su rostro. Además, Skye sabía que Rosalind estaba a punto de disculparse, pero ya era demasiado tarde, y acabó perdiendo los nervios.
—Me has prometido que volverías a ayudarme, pero no lo has hecho, así que es tanto culpa tuya como mía. Además, estas malditas galletas no eran idea mía, sino tuya y de Jane. Yo jamás le prepararía galletas a un chico, ¡sobre todo a un ricachón engreído con una madre estirada!
De repente la cocina se quedó en silencio, y ya nadie miraba a Skye. Todos habían vuelto la vista hacia la puerta. Poco a poco, Skye se giró y vio lo último que habría deseado ver en aquel momento: Jane y Jeffrey estaban al otro lado de la puerta mosquitera, contemplándolo todo.
y, de nuevo, Jeffrey se quedó tan pálido que Skye pudo contarle las pecas de la cara.
—Oh, no —balbuceó la niña, deseando que se hubiera quemado toda la casa y que los escombros se le hubieran caído encima.
En ese preciso instante el señor Penderwick entró en la cocina.
—Madre mía —dijo, tan campante—. Parece que hemos tenido un pequeño accidente. Buenos días, Cagney; te has puesto temprano con la manguera. Y tú debes de ser Jeffrey Tifton, ¿no? Me alegro de conocerte, chico.
Un nuevo héroe
El señor Penderwick creía en las bondades de dar largos paseos. Siempre decía que caminar aclaraba la mente, así que Skye se imaginó que por eso la había mandado a pasear con Jane, Jeffrey y Risitas, mientras él y Rosalind ventilaban la cocina: para que su mente se despejara y se aclarase también la tensión que había entre ella y Jeffrey. Por supuesto, ya se había disculpado por haber dicho del hijo de la señora Tifton que era un niño rico y engreído, y él había contestado que no tenía importancia, pero eso era lo máximo a lo que habían llegado y desde entonces casi ni habían cruzado la mirada.