A unos tres metros del grupo Travis abrió fuego, a través de la ventanilla abierta. Una de las mujeres cayó. Las otras no se movieron. Betty agachó la cabeza; sus manos seguían firmes sobre el volante y tenía el pie sobre el acelerador. El camión se lanzó sobre el grupo de mujeres, arrojándolas al borde del camino. Travis miró hacia atrás; las haploides habían quedado tendidas e inmóviles sobre el pedregullo.
El camino seguía en dirección al edificio, dentro de los terrenos del sanatorio, luego describía una curva y desembocaba en la autopista. Ahora el camión se desplazaba más velozmente. Seguían pasando algunas balas cerca de los fugitivos. Una de ellas alcanzó el camión, a pocos centímetros de la cabeza de Travis. Se volvió para mirar. Una bala de rifle estaba incrustada allí.
Betty seguía en el volante. Giró bruscamente hacia el sur, haciendo chirriar los neumáticos del camión. El rápido giro lanzó al lado opuesto a los hombres que viajaban en la caja del camión. Betty aceleró aún más. El viento silbaba con fuerza a través de las ventanillas.
—El otro camión no ha podido escapar —dijo Travis, dejando un momento la pistola sobre sus piernas.
—Estoy segura de que nos seguirán —dijo Betty—. Cogerán coches particulares. Ahora tenemos que salir de este camino.
Travis abrió la ventanilla que comunicaba con la parte posterior del vehículo.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó.
—McNulty tiene mal el brazo —dijo Bill Skelley—. Los demás están bien.
—¿Quiénes son los que van ahí? —volvió a preguntar Travis, estirándose para mirar a través de la ventanilla. Pero no pudo ver nada debido a la oscuridad que reinaba en la caja del vehículo.
—Los dos chicos, Bobby Covington y Dick Wetzel —contestó Bill—. Además, están Marvin Peter y Gus Powers. Kleiburne y Stone se encuentran justo debajo de la ventanilla, a tu lado. El doctor Leaf está curándole el brazo a McNulty. Ah…, falta Margano. Casi me olvido de él. Está sentado a mi lado.
—¿Tienen algún cojín ahí delante?
Travis reconoció la voz del doctor Leaf, el cual añadió:
—Aquí hay demasiado zarandeo para McNulty.
Travis le pasó, a través de la ventana, el pequeño cojín de cuero que se hallaba debajo del asiento delantero.
—¿No crees que deberíamos tomar un camino lateral, Travis? —sugirió Bill—. Seguramente nos seguirán, y si nos quedamos aquí nos van a sorprender con toda facilidad.
—Precisamente estábamos hablando de eso, Bill.
—Si no me equivoco, aún no hemos pasado frente a una iglesia blanca. Allí, a la izquierda, hay un camino de grava. Es mejor seguirlo. Al cabo de unos dos kilómetros encontraremos otro camino de grava paralelo a éste, que va directamente a Fostoria. Solía usarlo cuando había mucho tráfico.
—Entonces lo tomaremos. Mantened los ojos bien abiertos; es posible que nos persigan.
Travis se enderezó, después de cerrar la ventanilla.
—¿Quieres que conduzca?
—Ahora no es conveniente detenerse —dijo Betty—. La doctora Garner debe de estar pisándonos los talones.
En realidad, no había ninguna razón para que Travis tomara el volante. Betty conducía el camión como un veterano. Apretaba el acelerador a fondo; los neumáticos producían un constante chirrido sobre el asfalto, mientras el velocímetro indicaba que iban a más de cien por hora. Las manos de Betty estaban tensas sobre el volante, los nudillos completamente blancos. A la pálida luz del tablero de mandos, Travis percibió el brillo de sus rubios cabellos. Tenía un perfil casi angelical. La nariz, ligeramente respingona, una encantadora barbilla, los labios carnosos. ¡Qué contraste con las otras haploides que había visto, con excepción, quizá, de Rosalee Turner!
Oyeron un fuerte golpeteo en la ventanilla de atrás. Travis se giró. Bill tenía la cara pegada contra el vidrio. Abrió la ventana.
—Se acerca un automóvil a toda velocidad —dijo Bill—. Todavía nos falta bastante para llegar a la curva.
—Somos los únicos en la carretera —dijo Betty—. Deben de habernos visto girar.
—Tenemos que decidirnos entre hacerles frente en marcha o escondernos en algún recodo —dijo Bill—. Si seguimos un poco más encontraremos una curva muy cerrada y un sendero. Si consiguiéramos llegar hasta allí, podríamos girar y esperar que ellas pasen de largo.
—Vamos a intentarlo, Bill —dijo Travis—. A toda velocidad, Betty.
Travis miró hacia atrás y pudo distinguir los faros de un vehículo que se acercaba por el camino; debía estar a un kilómetro y medio de distancia. A veces desaparecía tras la cortina de polvo que levantaba el camión. Pero cuando volvía a aparecer, estaba cada vez más próximo.
—Ya hemos llegado al camino —gritó Bill—. Ahora hay una curva a la derecha y luego el sendero. Girad aquí.
Betty disminuyó la velocidad para tomar la curva. Luego entró en el sendero oculto entre los árboles, a unos treinta metros de la carretera, y frenó. Apagó los faros y paró el motor.
Inmediatamente, los hombres bajaron del camión y se reunieron en la parte posterior. Pocos minutos después oyeron el zumbido de un automóvil que se acercaba por la curva, y sus faros iluminaron por un instante la fronda. Travis y sus compañeros se arrojaron cuerpo a tierra. Vieron el automóvil cuando pasó frente al extremo del sendero. Iba a toda velocidad y vibraba poderosamente.
—¡Al camión! —dijo Travis.
Todos subieron al vehículo. Betty sugirió a Travis que tomara el volante. Travis hizo girar el vehículo y se dirigió hacia el camino principal. Casi habían llegado, cuando otro automóvil apareció en la curva y pasó a toda velocidad. Travis no perdió ni un minuto. Puso el motor en marcha y el camión avanzó, con los neumáticos escupiendo grava, hasta la carretera. Continuaron en la dirección por donde habían venido.
—El segundo coche está girando —gritó Bill—. ¡Más rápido!
Travis tomó la curva y aumentó la velocidad en el tramo recto; luego la disminuyó para doblar hacia el sur; finalmente, volvió a acelerar. No era suficiente. Por los retrovisores podía ver los faros de un automóvil que se acercaba rápidamente.
Cuando se encontraron a unos veinte metros de distancia, los perseguidores abrieron fuego. Los muchachos del camión respondieron con la única pistola que tenían. Betty abrió la ventanilla y les pasó su automática y la de Travis para que se defendieran mejor. Entonces comenzó en serio el tiroteo. Una bala perforó la ventanilla. El proyectil pasó de largo, atravesando también el parabrisas. De pronto, las luces del automóvil que los perseguía viraron bruscamente. Los hombres del camión lanzaron gritos de alegría. Los faros desaparecieron.
Bill se asomó nuevamente a la ventanilla.
—Ningún herido —dijo—. Me pareció que esos automóviles llevaban largas antenas. ¿Es posible, Betty?
—Sí, Bill —contestó Betty—. La doctora Garner piensa en todo. Seguramente estaban transmitiendo nuestra posición a los otros vehículos.
—Y el otro automóvil estará encima de nosotros dentro de un minuto —dijo Travis.
—Podemos girar en una infinidad de lugares —dijo Bill, mirando hacia atrás para ver si se acercaban los coches. Luego continuó—: Sugiero que doblemos por cualquiera de estos caminos laterales y nos detengamos para ocultarnos durante un rato. No nos falta mucho para llegar a la casa de Ernie Somers, pero puede que no tengamos tanta suerte si nos encontramos con otro coche… ¿Por qué no buscas un buen camino lateral, Travis?
—De acuerdo.
Travis disminuyó ligeramente la velocidad y se introdujo por un camino lateral. Después de avanzar un trecho, se desvió hacia otro camino. Luego siguió serpenteando a medida que se adentraban en la zona arbolada. Finalmente, tomaron una curva que los condujo a un frondoso bosque. Las ramas y arbustos rozaban los costados del camión. Continuaron hasta llegar a una bifurcación, pero ambos senderos eran igualmente intransitables a causa de la densa vegetación. Allí se detuvieron.
El silencio era impresionante. Con los faros apagados, contemplaron el bosque, que parecía mágico bajo el cielo sin luna. Sólo había luz suficiente para distinguir los árboles que semejaban negros y erguidos pilares sosteniendo un cielo cubierto de estrellas.
—Podéis bajar —dijo Travis a los de atrás—, pero no os alejéis mucho del camión. Y tened las armas preparadas.
Betty y Travis se unieron al grupo que se hallaba al lado del vehículo. Pensando en que sus perseguidores tal vez estaban recorriendo todos los caminos, incluso los laterales, resolvieron que lo mejor sería permanecer allí por lo menos durante quince minutos; tenían la esperanza de que las haploides iniciaran la búsqueda por otros lugares.
—Mejor sería seguir adelante —comentó el doctor Leaf—, pero ya que tenemos la oportunidad, descansaremos un rato.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Travis, rodeando con su brazo la cintura de Betty, que apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Supongo que las radiaciones tardan unas treinta y seis horas en alcanzar su máxima intensidad. Usted recordará que las emanaciones comenzaron en Union City el jueves, alrededor de las diez de la mañana y el viernes por la noche comenzaron a afectar a los hombres. A las diez de la noche, muchos ya habían muerto o estaban moribundos. A medianoche, el desastre era casi completo.
—El informe que vimos en el teletipo del «Star» decía que las emanaciones comenzaron en Chicago el viernes por la mañana —comentó Travis—. De acuerdo con eso, ellos habrán tenido todavía un margen de tiempo para ponerse a salvo.
—Sí. Pero tendríamos que prevenirles… Hoy es sábado; deberíamos avisarles antes de las seis de la tarde, antes de que ocurra algo realmente serio.
Mientras hablaban podían ver el vaho de su aliento a la pálida luz. Hacía frío y Travis notaba que Betty estaba temblando, pero no tenía nada con que abrigarla.
—En caso de que otra ciudad hubiera sido afectada, lo habríamos leído en el informe, ¿verdad, Travis? —preguntó el doctor Leaf—. ¿Qué puede decirnos, Betty? Usted se encontraba en la sala de comunicaciones, en el sanatorio.
—Chicago fue la primera ciudad atacada, después de Union City —respondió ella—. Pero en este momento están recibiendo radiaciones todas las grandes ciudades.
Como la joven seguía temblando, Travis la llevó a la cabina del camión, donde la temperatura era menos fría. Se sentó junto a ella. Betty se acurrucó entre sus brazos y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—¿En qué piensas? —le preguntó Betty en voz baja.
—¡Qué hermosa eres!
—No debes decir eso.
—Ya lo sé. Pero sucede que estoy enamorado de ti.
—De una haploide —dijo ella tristemente.
—¿Qué diferencia hay? Tú y yo nos casaremos.
—¿Te gustan los niños? —preguntó Betty.
—Por supuesto. ¿Y a ti?
Ella le miró sorprendida.
—Supongo que sabes…
—Sí. Ya lo sé. Quiero que olvides todas esas cosas. Hay muchísimas mujeres que no pueden tener hijos y no son haploides. En caso de que nos casáramos y alguno de nosotros fuera estéril…
—¿Adoptaríamos otros niños?
—Exactamente. Tú serías una maravillosa madre.
Travis sintió que una lágrima de Betty le humedecía la mano.
—Toma —dijo, extendiéndole su pañuelo—, no está muy limpio pero creo que te hará falta.
Ella se sonó la nariz.
—No sé por qué te amo. Ninguna haploide de las que conozco ama a un hombre. Pero yo te quise desde el mismo instante en que te vi en el Union City Hospital, cuando fui a liberar al doctor Tisdial de su penosa existencia.
—La doctora Garner dijo que el doctor Tisdial era su esposo, que riñó con él y cuando volvió después de varios años, se mostró muy disgustado por lo que su mujer estaba haciendo. Entonces ella lo encerró en el sanatorio.
—Ese relato es exacto sólo en parte —dijo Betty—. Mi madre… Siempre he llamado mamá a la doctora Garner, y consideraba al doctor Tisdial como mi padre, puesto que ellos me criaron. Pues bien, mi madre tenía pérdidas temporales de la memoria. Entonces no parecía la misma persona. Quizá tengas razón… Quizá no esté en sus cabales.
—Ella me habló acerca de su hermano. Betty asintió.
—Eso debe de haberla trastornado. Le hemos oído contar ese episodio una y mil veces. Lo relata muy bien… Las muchachas se impresionan mucho y eso contribuye a que vean las cosas tal como ella quiere que las vean.
Travis aceptó el cigarrillo que Betty le ofrecía.
—¿Por qué dices que no era absolutamente exacto lo que ella afirmó del doctor Tisdial?
Betty suspiró y se apoyó contra Travis.
—Ella se imagina que él la abandonó alrededor de mil novecientos veinte, cuando había comenzado a producir las haploides. Fue entonces cuando la doctora Garner empezó a usar su nombre de soltera. En realidad, él nunca la dejó. Estuvo junto a ella constantemente. Era su marido y sentía verdadero cariño por ella. En algunas épocas eran muy felices, pero eso duraba muy poco, pues a menudo tenían violentas peleas. Papá y yo solíamos conversar largamente. Él estaba seguro de que lograría convencerla. Papá y yo nos queríamos mucho… Creo que él llegó a pensar que su mujer no estaba bien de la cabeza, pero la quería demasiado para internarla en un sanatorio. Por otra parte, las criaturas que ella estaba produciendo debían tener un hogar. Toda su felicidad estaba cifrada en el trabajo que realizaba con las haploides. El doctor Tisdial trató repetidas veces de desviar su actividad en otra dirección, pero ella no se rendía. Hacia el final ella le trataba de un modo ruin.
Betty volvió a sonarse la nariz, se frotó los ojos y prosiguió su relato.
—Cuando ella inventó la máquina radiactiva, el doctor Tisdial se decidió a actuar. Le dijo que si no la destruía y renunciaba a sus planes, avisaría a la policía. Ella lo encerró en el Sanatorio; mientras tanto, se dedicaba a fabricar los primeros aparatos en Union City. Muchas haploides trabajaban allí…, vivían en el piso de arriba. Yo le visitaba a menudo; le habían recluido en la misma habitación del sótano donde os encerraron a vosotros. Había envejecido; estaba muy triste y resignado. Siempre me pedía que le contara las últimas noticias. Un día observé un resplandor peculiar en sus ojos. Luego supe que se había escapado. Mamá estaba fuera de sí, pues pensaba que quizás habría ido a avisar a la policía. Varias compañeras y yo misma pasamos largas horas buscándole. Había ido a la casa de la calle Winthrop para tratar de destruir las máquinas. Llegó demasiado tarde, pues la mayor parte había sido distribuida ya por todo el país.