Las Dos Sicilias (16 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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—No puedo recordarlo —respondió por fin—; pero, dígame, ¿conoce usted al capitán Gasparinetti?

—¿Se refiere usted al que se hallaba en la reunión de los Flesse la noche en que Engelshausen fue asesinado...?

—Sí. ¿Se le parece al señor von Pufendorf?

—¿A quién? ¿Al capitán? ¿Cómo se le ocurre a usted semejante cosa? No conozco personalmente a von Pufendorf, pero creo que ambos no presentan la menor semejanza, con la excepción de su elevada estatura.

—¿Y por qué lo cree?

—Porque tuve entre mis manos la fotografía y la filiación del ruso, y su aspecto en nada concuerda con el del capitán Gasparinetti. Por ejemplo, von Pufendorf es rubio (con ese rubio propio de los eslavos, que es característico de tantos rusos); en cambio el capitán es decididamente moreno. Pero, ¿por qué me pregunta usted eso?

—Porque había esperado hacerme una idea de la imagen de ese von Pufendorf a través de la de Gasparinetti. Vemos, por así decirlo, muchos conocidos que no sabemos quiénes son y prácticamente, después de haber vivido un tiempo en la misma ciudad, ha visto uno a todos los hombres que habitan en ella.

—Pues es muy posible que haya usted visto también a von Pufendorf.

El coronel no entendió exactamente lo que Gordon quería decir.

—¿Y no sabrá usted, por casualidad, algo también sobre Gasparinetti? —preguntó Rochonville.

Gordon lo miró.

—Sólo tengo unos cuantos datos —respondió el comisario—, informaciones que recogí, por lo demás, acerca de todos los invitados que aquella noche estuvieron en la reunión de los Flesse.

—He olvidado en qué regimiento sirvió Gasparinetti.

La sonrisa de Gordon se acentuó. Ahora verdaderamente se sonreía.

—En el noveno regimiento de ulanos, si no me equivoco —dijo Gordon—. ¿Le parece a usted muy valioso ese dato?

—¿En el noveno regimiento de ulanos? —exclamó el coronel.

—Sí. ¿Por qué se sorprende usted tanto cada vez que se entera de cuál fue el regimiento en el que alguien sirvió?

—Es que ese regimiento no existió.

—¿Qué regimiento?

—El noveno de ulanos.

—¿Por qué no habría de existir? ¿Acaso no teníamos por lo menos trece regimientos de ulanos? Por ejemplo, mi cuñado sirvió en el decimotercero.

—Pero el noveno y el décimo no existían. Es decir, sólo existieron en su origen, pero hace ya mucho tiempo que se disolvieron. De manera que tiene que equivocarse usted al creer que Gasparinetti sirvió en el noveno regimiento.

—Estoy seguro de no equivocarme —dijo Gordon—. Puede que yo le parezca acaso un hombre superficial; sin embargo, tengo presente todo cuanto pudiera revestir importancia y probablemente aún algo más.

—Bien se advierte, con todo, que usted nunca fue soldado.

Gordon se encogió de hombros.

—Es posible que su empleado, el que anotó el número del regimiento de Gasparinetti, se haya equivocado o lo haya oído mal —dijo el coronel.

—Ningún empleado, por lo menos en la casa de los Flesse, anotó el número del regimiento de Gasparinetti. Se equivoca usted si cree que hoy se continúa aún preguntando el número de su regimiento a la gente que se interroga... con la excepción, acaso, de los miembros de su propio regimiento partenopeo. El número del regimiento de Gasparinetti tiene que haberle llegado al expediente por otras vías.

—¿Por cuáles? —preguntó el coronel, mientras pensaba a qué había querido referirse Gordon con su alusión histórica.

—Es de suponer que por una vía equivocada, como usted mismo sostiene. Pero esto carece de toda importancia, como ya le dije. Supongamos, pues, que por error no se haya inscrito el verdadero número del regimiento y que el capitán Gasparinetti haya servido en el séptimo o duodécimo de ulanos, o, si quiere usted, en cualquier regimiento de húsares. Esa circunstancia en nada cambia el asunto.

—¿Qué asunto?

—El suyo, coronel —dijo Gordon—. No el mío, por supuesto. Pero, a decir verdad, ya lo he entretenido demasiado tiempo, coronel Rochonville, y le ruego que me disculpe el haberle importunado. De todos modos, me atrevo a esperar que no pasará usted del todo por alto la insignificante proposición que motivó mi visita.

Y diciendo esto se puso de pie.

Sumido en sus pensamientos, el coronel le miró un rato con ojos distraídos y luego también él se puso en pie.

—¿Dónde se encuentra, pues, Lukavski? —preguntó.

—El oficio de soldado es en verdad un oficio duro —dijo Gordon—, pues de otro modo hace ya mucho que me hubiera preguntado usted cómo se encontraba el mayor. No en vano me reprochó, hace un instante, el que yo nunca haya sido soldado.

—Pues bien, ¿dónde está el mayor?

—En Ödenburg —dijo Gordon—. En el hospital. Y los restantes participantes de esa disputa armada se hallan, por el momento, en manos de las autoridades húngaras.

—¿Y quiénes eran (para emplear su expresión) esos participantes?

—El teniente coronel von Schustekh, el capitán Vargha, el señor von Pufendorf, el señor Harff, el conde Golenischtschev, un buen grupo de hombres que, aunque equivocadamente, estaban resueltos a corregir mi trabajo. Sin embargo, bien advierte usted, y es de suponer que para alivio suyo, que los señores Marschall y Silverstolpe (este último, de todos modos, ya no cuenta para este género de empresas) y el cabo Slatin no figuran entre ellos.

El coronel no entendió por qué Silverstolpe ya no contaba para «ese género de empresas».

—Noto —dijo— que también a usted le interesa establecer a qué regimientos puede haber pertenecido la gente.

—Sólo en este caso particular —dijo Gordon—, como ya le indiqué a usted. Por eso, estimado coronel, me permito rogarle, como tuve ya ocasión de hacerlo, que cuide con la misma solicitud que yo el que los miembros del regimiento que al nacer tuvo como madrina a la hija de María Teresa y a Emma Hamilton, se abstengan de emprender cualquier acción aislada. Hoy ya no se impone la orden de María Teresa para premiar semejantes hazañas.

Y después de decir esto, se despidió con una sonrisa.

3

Una vez que Gordon se hubo marchado, el coronel permaneció inmóvil y pensativo. Pero si alguien, entrando súbitamente, le hubiera preguntado en qué pensaba, probablemente Rochonville no habría sabido decirlo. Sin embargo, le parecía que iba a asaltarlo un pensamiento muy preciso; ya se sentía a punto de apresarlo, pero, así y todo, no hubiera podido decir de qué pensamiento se trataba, ni qué era lo que andaba buscando. Todos nuestros pensamientos verdaderamente importantes son inspiraciones. El pensamiento consciente nos lleva siempre sólo a resultados sin importancia. No es el cerebro el que nos obedece, sino que nosotros obedecemos a nuestro cerebro.

En el coronel se agitaban muchas ideas; es más, probablemente hasta fuera un número infinito de pensamientos. Un cerebro incapaz de pensar al mismo tiempo en dos cosas distintas cuando está consciente, piensa inconscientemente y simultáneamente en millares de cosas: algunas de ellas se muestran con toda nitidez, lo mismo que en un banco de peces se ven con gran claridad los que están más próximos a la superficie del agua, en tanto que los otros pensamientos se desdibujan cada vez más en las profundidades de la conciencia, como los peces en la oscuridad de un río. El coronel no se había preocupado antes por la suerte que correrían los restos de su regimiento (los seis oficiales y el suboficial), pero ahora, que también esos restos estaban a punto de desaparecer, adquiría aguda conciencia de ellos. Y también percibía claramente cómo se dispersaban y desaparecían los restos de otros regimientos y de todo el ejército, después de haber vuelto de la guerra. Tenía la impresión de no encontrarse ya en su cuarto, sino al aire libre, en medio de un paisaje singular (singular por una razón que el coronel no podía precisar). Creía encontrarse en unas praderas, ligeramente onduladas, en las que se levantaban, dispersos, grupos de árboles y arbustos. Aunque el cielo parecía cubierto, el aire era de una claridad extraordinaria; era otoño. Al coronel le parecía que no se encontraba solo, sino que por allí pasaba una multitud de otros hombres que no iban aislados, sino en grupos, y que al marchar se perdían en la lejanía. Esa gente parecía cargada con algunos equipos que, por ciertos indicios, podía inferirse que se tratara de instrumentos de medición. Los grupos daban la impresión de estar elevados un palmo del terreno. La manera vacilante con que andaban de un lado a otro hacía también suponerlo así. Pero, de pronto, el coronel advirtió que lo que llevaban eran armas.

Eran armas y hombres que, en realidad, no estaban agrupados arbitrariamente sino según distintas banderas, alrededor de las cuales se unían. Cada grupo tenía su bandera, que llevaba uno de los miembros de la tropa. Aquellos hombres, cargados con armas y mochilas, llevaban largos capotes cuyos bordes rozaban el follaje caído en el suelo. Y con los extremos de sus armas exploraban aquel suelo.

En el primer momento, el coronel no comprendió qué hacían aquellos hombres. Muchos habían desenvainado las espadas; otros tenían asidos los fusiles por la culata y otros llevaban largas varas que, sin duda, eran lanzas. Con la punta de las hojas de los sables y con el extremo de los cañones de los fusiles buscaban en el suelo alguna cosa. Y de pronto, el coronel comprendió lo que buscaban. Buscaban sus tumbas.

Eran hombres que buscaban sus propias tumbas, los lugares en los que habían de ser enterrados; no podía ser otra cosa. El coronel recordó la afirmación de Gasparinetti según la cual todos buscamos sólo nuestra propia tumba y la comprendió claramente. En efecto, eso era lo que hacían aquellos hombres: con los extremos de sus espadas y de sus otras armas hurgaban en el follaje muerto, removían piedras y, casi como si empuñaran varitas mágicas, buscaban debajo de los chatos arbustos, debajo de las ramas de los árboles y debajo de mohosas rocas, los lugares de su sepultura.

El coronel paseaba su mirada de uno a otro grupo y bajo sus ojos todo el paisaje se ampliaba rápidamente; veía mucho más lejos de lo que realmente es capaz de alcanzar el ojo humano; toda la campiña estaba cubierta de tropas que se movían como sombras; más aún, la mirada del coronel llegaba hasta las montañas y también las laderas de ésas se hallaban llenas de tales sombras. El follaje de los árboles exhibía todos los colores otoñales, desde el amarillo al rojo rosado, desde el pardo, color de la tierra, hasta el rojo de la piel de los zorros; todo comenzaba ya a marchitarse y al mismo tiempo se veía nieve en el bosque de los árboles resinosos, porque el año estaba ya bastante avanzado, aunque no tanto para que en las aún cálidas ramas de pinos y abetos no aparecieran sino raros copos de nieve. Era aquél el espectáculo que se ve a veces en el fondo de algún cuadro de Altdorfer, como resultado de una de sus osadas experiencias de composición. Y, por debajo de los árboles, en todas partes, pululaban aquellas figuras de hombres. Había comenzado a caer la noche y la luna, en sus tres cuartos, se hallaba fijada en el aire de grafito, como una moneda de oro retorcida. Y en medio de la penumbra los hombres continuaban buscando.

El mundo estaba lleno de hombres que buscaban su sepultura. Entre ellos había muchos que vivieron en épocas remotas; pero otros estaban aún vivos y tal vez hubiera también algunos aún no nacidos. Llevaban los más variados trajes, corazas y uniformes, aunque todos iban envueltos en aquellos largos capotes y las banderas ondeaban por encima de sus cabezas. ¿En virtud de qué mandato buscaban los lugares en los que su vida terminaría? ¿Quién los había llevado a las colinas y a los bosques, a los desiertos y a las llanuras cubiertas de nieve? ¿La voluntad de sus jefes y generales o una voluntad mayor y más universal? Porque, aun cuando algunos pudieran pensar que obedecían sólo a su voluntad, puede que no fuera la suya, sino la de algo distinto, la que empujara a los pueblos. Podía ser la miseria, o la nostalgia por otros países, o el hambre, o la codicia por mujeres extranjeras. Bien pudiera ser que uno u otro encontrara lo que buscaba. Pero lo que todos buscaban eran sus tumbas.

En efecto, era aquél el momento de retornar a la tierra de la que todos habían salido. Aquí y allá la nieve había comenzado a caer, por lo visto, prematuramente, y no sólo en las faldas de las montañas, sino también en las colinas de la campiña. Ya había llegado la parte más larga del invierno. Y el invierno había hecho imposible la permanencia de los hombres en aquellos lugares en los que habían vivido durante todo el verano hasta bien entrado el otoño; ya no era posible cobijarse a la sombra de las encinas y el peso de la nieve destruía el follaje del arce, entre cuyas hojas susurraban las almas de los desaparecidos, como aliento del viento. Todas las hojas estaban cubiertas de nieve y sobre la nieve caían las hojas heladas; y así como a un ser humano, después de ciertas enfermedades, se le cae todo el cabello, caían de pronto y al mismo tiempo todas las hojas de los árboles. Y esas hojas, que absorbían más luz que la nieve que todo lo circundaba, se hundían, una tras otra, en la nieve. Había llegado el momento de que los muertos también desaparecieran. Atrás quedaban aquellas tardes estivales en las que, desde los bosquetes del jardín, los vivos habían mirado hacia la casa y encontrado la tarde demasiado larga, sin tener conciencia de lo que era vivir; atrás quedaban las reuniones de sombras celebradas junto al reloj de sol, y atrás el tiempo en que los prados sin sombras mostraban las campánulas agitadas por la brisa. Ahora era preciso prepararse y partir. Había que tomar las armas y los equipos ya medios podridos, a causa de la humedad, para despedirse de los prados y las fuentes, junto a las que se había vivido mucho tiempo; y así, con un último suspiro, las almas partían. Emprendían su marcha hacia las entradas de la tierra. Iban hasta el fin de los precipicios cubiertos de nieve que conducían hacia abajo. Y aquel tropel de sombras, que pasaban una tras otra por las aberturas de la tierra, pasaba por valles cada vez más bajos, valles ya más tibios y húmedos, hasta que esa multitud llegaba a las aguas subterráneas, a los tristes ríos y lagos de azul estigio, y allí subía en barcas, y, apiñada, llegaba a la otra orilla para continuar, ejército espectral y pululante, descendiendo cada vez más...

El coronel se estremeció. Le parecía que había estado sumido largo tiempo en sus divagaciones, aunque probablemente sólo había transcurrido un breve lapso... Y, tal vez, sólo un instante muy fugaz. En efecto, todavía humeaba el cigarrillo que había dejado en un cenicero, antes de acompañar a Gordon hasta la puerta, y que no había vuelto a tomar cuando retornó a la habitación. Tal vez se hubiera adormecido un instante, y en el momento de despertar —o, mejor dicho, al representarse ese despertar— se le ocurrió de pronto una idea.

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