Authors: Alexander Lernet Holenia
Mirando hacia arriba, examinó la casa. Era una construcción vieja, aunque no descuidada. Las paredes oscuras parecían casi negras. En la planta baja había algunos comercios. La casa en cuestión llevaba el número cuatro.
Fonseca atravesó el portal. Al término del angosto y oscuro corredor arrancaba una escalera de piedra en forma de caracol. En el pasillo todo estaba silencioso. Al pie de la escalera, junto a la puerta de la vivienda del portero, se veía un tablero con los botones de las campanillas correspondientes a cada uno de los pisos. Por debajo de los botones se leían los nombres de los inquilinos.
Fonseca encendió un fósforo y leyó aquellos nombres. Entre ellos no había siquiera uno que le fuera conocido.
Estaba citado para la una con unos amigos con los que debía almorzar luego en casa de su hermano. Habían convenido en encontrarse en el café de Gerstner para después ir todos juntos a almorzar. Aunque Fonseca no abrigaba la menor duda de que Gabrielle saldría de aquella casa de un momento a otro para volver a la suya, abandonó su puesto de observación poco antes de la una. Verla salir de la casa no tenía ya gran importancia. Le bastaba haber comprobado que la joven había permanecido en ella casi una hora. En Viena, donde todo el mundo se conoce, una joven de la buena sociedad no visita inocentemente a gente cuyo nombre no es conocido. Y si había ido a visitar a una modistilla o a una profesora de idiomas, o a una antigua nodriza, no tenía por qué haberse vuelto tantas veces mientras se dirigía a aquella casa.
Cuando Fonseca llegó al café de Gerstner ya estaban allí los amigos con los que debía encontrarse. Después de saludarlos, se encerró en la cabina telefónica y llamó a Lukavski. Consiguió hablar con él enseguida, pues Lukavski acababa de llegar a su casa. Hablaron durante algunos minutos. Luego, Fonseca salió de la cabina de teléfono, se acercó al mostrador y pidió un vaso de jerez.
Mientras se hallaba charlando distraídamente con sus amigos, al ir a coger su copa su brazo chocó con el de una mujer. Cuando se volvió para disculparse descubrió que la mujer era su desconocida de aquella misma mañana.
La joven le miró y se sonrió, pero sólo un instante, pues luego se dirigió nuevamente hacia la señora, mayor que ella, con la que estaba hablando. «La suerte se me presenta de nuevo en el camino —pensó Fonseca—. ¡Cuántas veces encontramos mujeres encantadoras, que por un momento se nos presentan ante nuestros ojos, pero a las que ya nunca volvemos a ver! En cambio, en una misma mañana, ya es la segunda vez que me encuentro con esta atractiva mujer.»
Permaneció en el café todo el tiempo que la desconocida se quedó en él, aunque los amigos de Fonseca insistían en que ya era hora de marcharse. Fonseca quería saber si también la joven había reparado por fin en él. Pero si ésta, efectivamente, había advertido la existencia de Fonseca, no manifestó la menor señal de ello. Fonseca ni siquiera pudo establecer si la hermosa mujer lo había reconocido. Lo cierto es que se quedó bastante tiempo en el salón. Continuó hablando con la señora que la acompañaba y se marchó al cabo de diez minutos. Entonces también se marchó Fonseca con sus amigos.
Después del almuerzo se habló, durante la sobremesa, de las distintas posibilidades del juego y de la suerte de los jugadores en general; se pidieron cartas, se discutieron distintas combinaciones y se jugó para probarlas; al cabo de pocos minutos, Fonseca había ganado una buena suma, tanto más importante para él cuanto que su hermano, administrador de los bienes de la familia, que se veía en medio de grandes dificultades financieras, sólo le pasaba una exigua renta. Desde luego que Fonseca habría perdido su ganancia con tanta rapidez como la había ganado si no lo hubieran llamado al teléfono en ese momento. Pensó que quien lo llamaba era Lukavski, pero no; era la propia hermana de Fonseca, Marie Tükheim, que vivía, casada, en Moravia, y en ese momento se hallaba pasando unas semanas en Viena. Pidió a su hermano que las acompañara a ella y a una amiga, que quería comprar una silla de montar, para aconsejarlas en la compra, pues Fonseca entendía mucho de esas cosas, en tanto que las mujeres nada, o casi nada.
—¡Y todavía hay gente que compra sillas de montar! Dime, ¿no es tu amiga una joven alta, rubia, de ojos grises y de piernas muy bien formadas?
—Sí —respondió sorprendida la hermana de Fonseca—, no está nada mal. Pero, ¿cómo lo sabes?
—Durante todo el día de hoy tuve suerte —replicó Fonseca—. ¿Por qué no habría de tener también la suerte de que esa persona fuera la que yo pienso?
Y, en efecto, lo era. Habían convenido en encontrarse frente al Bristol y cuando Fonseca vio a la mujer que llegaba con su hermana, comprobó que se trataba de su desconocida. Marie Tükheim la presentó como la señorita Leeb o von Leeb y al mismo tiempo susurró que su madre era una Martinitz, que se había casado con su administrador. La hermana de Fonseca, ya desde muy joven, había adquirido esa costumbre propia de las damas ancianas de susurrar discretamente cosas, de tal manera que todo el mundo pudiera oírlas.
Pero Fonseca se interesaba menos por el pasado de la hermosa muchacha que por su futuro. La encontraba aún más encantadora que antes. «¡Cómo puede andar por el mundo una muchacha tan bonita —pensó— sin haberse casado todavía!»
—Me siento más que dichoso por conocerla —dijo el joven—. ¡La casualidad, en virtud de la cual la encuentro una y otra vez, parece hasta franquear sus propios límites! Pero, en verdad, no existe la casualidad. El azar no es sino la necesidad, o fatalidad, en la que no queremos creer.
—¿Cómo? —preguntó Marie Tükheim—. Entonces, ¿ya se conocían?
—Sí y no —dijo sonriendo la bella—. En todo caso, tu hermano tiene un modo original de pretender conocer a la gente. Espera hasta que se presente por sí misma la ocasión de conocerla.
La hermana de Fonseca dijo entonces que no quería turbar el placer de los dos jóvenes; que, compraran o no la silla de montar, ella misma no entendía absolutamente nada del asunto y que, por lo tanto, estarían más cómodos sin su presencia.
Y, después de andar unos cuantos pasos en compañía de los jóvenes, se despidió de ellos.
—¿Me será lícito creer —preguntó Fonseca mientras seguía a su hermana con la mirada— que esta casualidad no lo es en realidad? ¿Sería posible que, aunque yo no la conociera, supiera usted quién soy yo, y que...?
—No se le hacen a una mujer semejantes preguntas —replicó la joven—. ¿De qué le serviría a usted, por lo demás, saberlo? Sólo lograría quedar decepcionado por el hecho de que yo quisiera realmente conocerle...
—¿Y a eso llama usted una decepción?
—Hoy tal vez no —dijo la muchacha—; pero seguramente sí dentro de unos días.
—¿Dentro de unos días? —exclamó Fonseca colmado de felicidad.
—Permítame, pues, más bien, que sea yo quien se maraville por haber conseguido usted trabar conocimiento conmigo con tanta rapidez.
—¿Y verdaderamente quería usted comprar una silla?
—Desde luego.
—¿Una silla para cazar?
—Una silla para cazar.
Fueron, pues, a comprar la silla y luego permanecieron aún dos horas juntos, hasta que el joven pidió autorización a la muchacha para volver a verla. Además, estaba dispuesto a renunciar a una invitación que había aceptado para el atardecer con tal de no separarse de su dama, pero ésta a su vez le aseguró que también ella tenía un compromiso. Mientras tanto, habían sonado las cinco y media de la tarde.
Lo habían invitado para las cinco a casa de una señora von Malowetz que vivía en Hietzing. Cuando llegó al lugar en cuestión eran ya casi las seis de la tarde y, con gran sorpresa, encontró abierta la puerta de par en par y la casa vacía, sin el menor signo de invitados. Había, en cambio, muchos obreros ocupados en reparar el piso.
—¿Es que la señora von Malowetz ya no vive aquí? —preguntó Fonseca a uno de los hombres que se disponía a subir por la escalera y entrar en la casa.
—No —contestó el hombre—, hace ya dos semanas que no vive aquí.
—¿Y no sabe usted adónde se mudó?
El obrero le dio las señas del nuevo domicilio, que se hallaba en una de las calles laterales de la avenida de Schönbrunn. La nueva casa de la señora von Malowetz se encontraba situada, pues, al otro lado del parque.
Bien pudiera ser que la señora von Malowetz, de acuerdo con su manera extravagante de ser, se hubiera olvidado de comunicar a sus invitados que se mudaba. Fonseca pensó si no sería mejor volverse inmediatamente a su casa.
—¿Y no se presentaron otras personas para preguntar lo mismo que yo? —quiso informarse Fonseca.
—No —dijo el hombre—, no vino nadie.
De manera que, por lo menos, los otros estaban informados del cambio de domicilio.
Eran las seis y media cuando Fonseca llegó a la Schönbrunnerstrasse que, aunque poco elegante, era, sin embargo, más distinguida que la calle por la que tenía que doblar Fonseca. El joven se maravilló de que la Malowetz se hubiera mudado a aquel barrio. Las casas parecían desiertas, casi en ruinas; eran edificios de un miserable suburbio. Muchas de ellas presentaban lugares derruidos y las paredes, en parte amarillentas, en parte de un color entre gris y negro. Caía la tarde. De las ventanas frente a las cuales pasaba Fonseca salían los ruidos propios de viviendas modestas y el agudo olor de la pobreza. Fonseca pensó que la Malowetz o bien se había vuelto loca, o debía de haber caído en la miseria. Pero, entonces, ¿para qué invita a gente a su casa? Sin embargo, muchas veces le había ocurrido que en esa ciudad tan extrañamente construida, detrás de barrios miserables, se podían encontrar agradables parajes. Esperaba, pues, que de pronto se abriera ante su vista un ameno barrio. Pero la calle continuaba su curso sin variaciones. Seguía tan triste como al principio. Dos niños jugaban en la calzada, pero de pronto el juego se convirtió en riña y uno de ellos, perseguido por el otro, salió corriendo y gritando. La gente que pasaba por allí no prestó la menor atención al incidente. Tampoco miraron a Fonseca; sólo un perro, un mastín amarillento, comenzó a correr junto a él, jugueteando y oliéndole la mano, y cuando, por fin, la sostuvo suavemente entre las fauces rosadas, pareció como si quisiera guiar al joven. En la conciencia de Fonseca afloró un recuerdo de algo que no consiguió precisar; vago recuerdo que desapareció, no obstante, enseguida, cuando el joven pensó que lo que el mastín olía era probablemente el rastro de los perros de su casa.
El edificio en que vivía la Malowetz parecía algo mejor que los demás del barrio, pero ya la escalera de entrada estaba muy mal iluminada, y cuando Fonseca recorrió los peldaños tuvo la impresión de que unos ojos le observaban a través de la enrejada ventana que daba al descansillo de la escalera. Todo aquello le pareció muy extraño y, sobre todo, encontró ridículo el ir a visitar a esa maniática. Recordó que, además, siempre se había aburrido extremadamente en su casa.
Por fin hizo sonar la campanilla de la puerta de entrada. Una criada, correctamente vestida de negro con un delantal blanco, le abrió la puerta. En las perchas del vestíbulo colgaban muchos sobretodos y sombreros. Fonseca se quitó el sombrero y los guantes. Luego la criada le indicó que aguardase en una sala.
Pero en aquella cámara no había nadie, ni tampoco apareció nadie; además, todo el mobiliario que veía era distinto del que conociera en casa de la señora de Malowetz. ¿No sería víctima de una equivocación? Fonseca pensaba que tal vez el obrero le había dado una dirección equivocada, o tal vez bien pudiera ser asimismo que Fonseca no hubiera entendido exactamente lo que el hombre le dijera.
Todo estaba silencioso, salvo que, en alguna parte, en una casa alejada, alguien tocaba el piano. La música sonaba como algo infinitamente triste, que viniera de otro mundo. Fonseca se sintió presa de una extraña sensación de ensueño, como si se encontrara en un estado irreal. Ya debían de haber pasado unos veinte minutos desde que entrara en aquella sala. Pero le pareció que ese tiempo (y el tiempo general), si bien podía dividirse, no podía sin embargo ser medido realmente. Podía fraccionárselo en partes todas iguales entre sí, en minutos, o en horas; pero, ¿qué duración tenía realmente un minuto o una hora? Nadie podía establecerlo. Se mide el tiempo según el movimiento de un objeto —en última instancia, por las revoluciones de la Tierra— y se divide luego ese tiempo en fracciones iguales: en horas y en minutos. Pero, ¿cuánto tiempo necesitaba verdaderamente la Tierra para cumplir una rotación?
Percibimos el hálito del día y de la noche, como el lento batir de alas blancas y negras de inmensos cóndores, y sólo podemos medir la duración de ese batir de alas con referencia a los movimientos de los cuerpos estelares, pero, ¿cuánto tiempo necesitan éstos para cumplir sus revoluciones?
En suma, que el tiempo en sí no existe..., pero puede existir. Se trata, simplemente, de no darse cuenta de que existe. En efecto, es grave percatarse de ello. Lo mejor es olvidarlo. O bien es preciso llenar el tiempo con las cosas en que consiste su curso. Entonces, el tiempo adquiere una duración sensible; de otro modo su duración es algo que no podemos percibir. Y asimismo es espantoso sentir cómo el tiempo se nos desliza entre las manos o sentir que no cesa de transcurrir.
Pues el tiempo se nos escapa sólo para transcurrir eternamente y sólo transcurre para desaparecer...
Al fin Fonseca tampoco hubiera podido decir si hacía un breve o un largo espacio de tiempo que esperaba en aquella sala. Tenía, sin embargo, la impresión de que más bien se trataba de una larga espera. Pero, por último, dejó también de tener conciencia del tiempo. El tiempo se llenaba con las cosas de las que estaba constituido. Y estaba constituido sólo por sus pensamientos. Y la esencia de sus pensamientos, como la de todo pensamiento, era tan indeterminable como el tiempo mismo. Tal vez los que pensara fueran verdaderos pensamientos; así como el prisionero en su cárcel o el santo en su cueva ya no consideran su felicidad o su desdicha, sino que sólo atienden a las oscilaciones de la gracia, derramada desde lo alto, que les hacen soportar la existencia o, al esfumarse, los dejan desprovistos de todo, Fonseca sólo sentía que pensaba o que los pensamientos se apartaban de él.
Pero, ¿cuáles eran esos pensamientos? El joven no lo sabía. Se sobresaltaba y luego no podía acordarse qué había pensado. Volvió a caer en un estado de entorpecimiento mental y luego volvió a meditar acerca de cosas más concretas. Pensó en todo aquel día, en ese extraño día que había vivido y en la mucha suerte que ya desde por la mañana le acompañaba. Por un largo rato pensó si no se debía también a esa misma suerte el que ahora hubiera ido a parar a aquella sala y si sencillamente no habría tenido toda esa suerte únicamente para ir a dar a ese lugar... A decir verdad, ya no sabía por qué se encontraba en aquella casa, pues, en definitiva, ¿cómo aquel hombre que había encontrado en la primitiva morada de la señora Malowetz podía haberle dado su nueva dirección? Es más, ¿cómo podía saber que había sido la Malowetz la que había vivido en aquellas habitaciones que se reparaban ahora para que otra persona las ocupara? ¡Todo eso en modo alguno concernía al obrero! ¿Cómo, entonces, podía saberlo? Trató de representarse la figura de aquel hombre. Era fornido, un poco más bajo que Fonseca, pero éste ya no consiguió recordar nada más del obrero; ahora le resultaba increíblemente difícil pensar en algo determinado; debía de ser el piano que, sonando cada vez con mayor intensidad, le hacía adormecerse. Y de pronto, como si alguien lo estuviera tocando junto a él, resonó con tal violencia que lo anonadó.