Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan (12 page)

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
5.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Están las dehesas que estallan. Caen de las ramas de las encinas lluvias de oro.

Nadie ha descrito la encina florecida en primavera como José Antonio Muñoz Rojas, el prodigioso escritor y poeta de Antequera. Su libro
Las cosas del campo
siempre me espera por las noches en la mesilla.

Encinas de mil años. Jamás mutiladas. Son como ellas han querido ser. Ni una poda, ni una cirugía. Vuelvo a Muñoz Rojas, que en estas fechas vigila el nacimiento de los lirios, y la llegada multicolor de los abejarucos, y el florecimiento de las encinas. «¿No habéis visto florecer una encina? No habéis visto nada de un temblor y una nobleza semejante. Se enciende levemente, pero no como el granado en ascua, sino en miel, en un dorado llover que hace grande y tierno el aire alrededor.» Así están mis encinas. Llovidas de miel, de racimos dorados, de sepias tenues. Y entre sus troncos todas las flores de la primavera andaluza. Andamio primero del prodigio de Dios.

Seré tonto, pero alguien me ha compensado llenándome el alma de amor por el campo, por mi tierra, por Andalucía la Baja, la que abraza desde el sur de Córdoba hasta Cádiz y los Puertos y nos besa en Sevilla.

Noche en Sevilla, en el Alfonso. Marsa me espera en el corredor del bar. La mitad de los camareros son del Sevilla y la otra mitad, del Betis. Gente estupenda, que lleva muchos años en el hotel y nos conoce a todos. Extraordinaria Marsa. Bebe una pócima verde esmeralda, como las selvas y las piedras de su tierra.

—¡Cristian!

—¡Marsa!

El abrazo ha sido de órdago. ¡Qué mujer! Todo en ella es carnal, vegetal y mineral.

Lleva unos pantalones vaqueros y una camisa blanca abierta hasta el tercer botón. Se ha comprado de todo y me ha traído un regalo precioso, según ella. Los papeles están a punto y nos casaremos en pocos días. Se ha desencuadernado de risa cuando le he contado lo del suicidio de Mamá y la escena de Julio
el Rastrojero.
No me he dejado nada en el tintero. El asalto a La Zarzuela, las declaraciones en la Audiencia

Nacional, el espanto de mi madre en la cama con sus Panamá Jack, la vuelta a casa, el intento de suicidio. Sólo he omitido mi paso por el puticlub con el inspector Forladas.

Natural, por otra parte. Me refiero a la omisión. Y hemos cenado en Oriza, bien como siempre. Y cuando me estaba tomando el whisky de la digestión, me ha entrado la fogarada, lo que en mi campo llaman la «fogará», una sensación de pasión enloquecida, una izada en el mástil de la bandera del amor.

—Marsa, que me viene.

—¿Que te viene o que te ha venido?

—Que me ha venido.

"¡CRISTIÁN! ¡MARSA!"

—Pues procura contenerlo.

—Presiento el Orinoco.

—Detenlo en el dique.

—No hay dique.

—Pues vamos.

Calle San Fernando hacia el río. Besos, abrazos, paradas y carreras. En nuestra habitación, el vendaval de siempre. Tormenta y terremoto. Todo por el suelo, los edredones vencidos, las almohadas sometidas, los cuadrantes dispersos. Y el Orinoco que rompe el dique, y la selva que se inunda, y gritan los tucanes y los guacamayos, y entre el guirigay, mis brazos que recorren el cuerpo de Marsa, y las manos de Marsa que arañan mi espalda. Y el alarido de los monos aulladores, y el vuelo escarlata de los ibis, y al fin el silencio de la noche, con los líquidos cambiados y los cuerpos unidos. Mujer de bronce, camino abierto hacia la locura.

En La Jaralera, la marquesa viuda se disponía a pasar su última noche. Lo tenía decidido. Tomaría con el desayuno una buena dosis de tranquilizantes. Tomás acababa de llegar y le había hecho a María partícipe de sus gestiones.

—Señora marquesa, Tomás ha vuelto del pueblo. Trae algo.

—Que venga inmediatamente.

Pocos minutos después, Tomás golpeaba con respetuosa precaución la puerta, recién instalada, del cuarto de la marquesa.

—¿Se puede?

—Se puede.

—Señora, aquí le traigo una cosita que no puede fallar. Me la ha proporcionado el veterinario.

—Mal empezamos.

—La idea ha sido de su hijo.

—Peor seguimos.

—Es una pastilla que ayuda a morir a las muías sin sufrimientos.

—Tomás, que no respondo…

—Señora, o hablamos con confianza y sin susceptibilidades, o no tenemos nada que hacer.

—Me niego a aceptar que hablar con confianza signifique que usted me compare a una mula.

—Lo que he querido decir, y me he expresado mal, señora marquesa, es que si esta pastilla es eficaz con una mula, con usted tiene que ser fulminante.

—Deme esa pastilla.

De un gurruño de pañuelo, Tomás extrajo la gragea milagrosa. Una pastilla como un duro de tiempos de Alfonso XIII.

—Una pastilla así no me pasa por las tragaderas ni con una manguera a presión, Tomás.

—Se parte en dos, y se toma en dos buchaítas.

—Prefiero los tranquilizantes. De cualquier forma, déjeme la pastilla de la mula, por si acaso.

—¿Será esta noche, señora?

—No, Tomás. Mañana durante el desayuno.

—Buenas noches, señora marquesa.

—Mi última noche, Tomás.

Son las doce de la noche. Tomás me llama.

—Señor marqués. Su madre ha aceptado la pastilla, aunque creo que va a optar por los tranquilizantes. La he visto muy decidida.

—Entonces, Tomás, lo mejor es no importunarla. Nada más molesto para un suicida que sentir excesiva expectación en su entorno. Lo más correcto por mi parte es respetarla.

—Será durante el desayuno. Ha pedido a María que le prepare, además de lo habitual, un par de huevos con beicon.

—No le encuentro el fundamento. Si se va a suicidar, lo de los huevos con beicon me parece innecesario.

—Si usted me lo permite, señor, me voy a levantar y yo mismo se los voy a hacer.

Como servidor de más rango de la casa, me corresponde el honor de preparar el último desayuno a la señora.

—Me emocionas, Tomás. Ya sabes… que los huevos tengan puntillitas en la clara.

No le gustan demasiado crudos. Y que sean huevos de nuestras gallinas. De yema naranja.

—Serán de premio, señor marqués. No se preocupe.

—Y que don Crispín esté alerta. Por si le llega el arrepentimiento. Mándame el coche a las diez en punto. Buenas noches, Tomás. Con puntillitas en la clara.

—Buenas noches, señor.

Marsa me mira intrigada. En dos palabras le he resumido la llamada de Tomás y las intenciones de mi madre.

—No te importa demasiado tu madre, amor mío.

—Eres un águila.

Lo cierto es que me he sentido un algo acosado por la mala conciencia. Y que la noche me asusta. He abrazado a Marsa y poco a poco, como quien no quiere la cosa, las sombras se han ido apoderando de mi mente, de mi cuerpo y de mis reacciones.

Sevilla de noche. No la siento. Me he dormido.

La marquesa oraba al pie de la cama en su última noche. Lo cierto es que no rezaba. Regañaba a Dios.

«Señor. Me diste un marido que al principio fue estupendo, pero durante muy poco tiempo. Me diste un hijo que ha salido fatal, y que además se dio un trompazo en la cabeza el día de su bautizo. Me diste muchísimo dinero y un campo precioso.

Pero me quitaste una barbaridad. ¿Por qué te llevaste tan precipitadamente al Caudillo? ¿Qué has ganado, Señor, con Franco en el Cielo y tan lejos de España?

Hemos perdido la vergüenza. Mi hijo se casó con la hija del Guarda Mayor, que en paz descanse, no el Guarda Mayor sino su hija, mi nuera, rompiendo toda la tradición de los Sotoancho. Y tuvo cinco hijos de golpe, que es una barbaridad. Y

ahora está enamorado de una pájara de Colombia, con la que tuvo de soltero relaciones pecaminosas. Y además, Señor, y esto es lo peor, quiere llevarla a la boda del Príncipe, y dejarme a mí tirada, con lo que me importan esas cosas, que si me importan tanto esas cosas no es por mi culpa, Señor, sino por la Tuya, que me has hecho así. Me has dado mucha vida, y ha llegado el momento más esperado por Ti, Señor. Que me abraces, que me acojas, que me recibas y me invites a sentarme a Tu lado para fastidiar a todos los rojos, los envidiosos y los malvados, que sin duda alguna, se habrán colado en el Cielo porque san Pedro es un cobarde y un marica que no supo defenderte cuando tuvo que hacerlo. Si no te importa, Señor, mañana mismo me presentas al Caudillo al que no tuve la oportunidad de conocer personalmente y por el que siento una gran admiración. Espero, Señor, que no te hayas dejado influir por los resentidos, que los tienes a manta en tu bando. Te ruego, y si me lo permites, te lo exijo, que no me coloques en el Purgatorio, si es que debo pasar por él, al lado de chinos, japoneses, moros o subsaharianos, que así es como llaman ahora a los negritos de toda la vida. Y si no, que te enseñen las huchas del "Domund", que a veces Señor no te enteras de cómo van las cosas. He decidido suicidarme porque ya estoy harta de que me mantengas alejada de mis deberes celestiales. En mi caso, Tú lo sabes, el suicidio no es falta sino buen detalle. Te pido que, mañana mismo, cuando esté a Tu lado, se organice un conflicto social en España, y el Príncipe suspenda su boda y a mi hijo le expropien La Jaralera. Se ha portado conmigo fatal,

Señor. Si no te molesta, procura que no sea feliz. Y no me parece correcto pedirte que me lleves a la nube de mi marido. Prefiero permanecer a Tu vera porque Tú jamás has tenido carácter, y Te hace falta una persona fuerte que Te influya como es debido, que a Ti te traicionaron todos, san Pedro, Judas, los romanos, los judíos, los palestinos, los árabes en general, los rusos y no sigo con la relación porque Te va a entrar un complejo de inferioridad de padre y muy señor mío.

"SEÑOR, MAÑANA MISMO ME PRESENTAS AL CAUDILLO."

Has sido bastante flojo, Señor, y así están las cosas en la tierra, que son un desastre, y como no quiero ser testigo del desmoronamiento final, me voy a Tu lado, y que sea lo que Tú quieras, pero yo ya calentita en la nube que me hayas preparado.

Y ahora, déjame dormir, que mañana es el día de Nuestro reencuentro. Que no se case el Príncipe, y si se casa, que mi hijo tenga un accidente y no pueda asistir a la boda. Hasta mañana, Dios Mío.»

Terminada la pía oración, la marquesa viuda de Sotoancho se lavó los dientes, y notando un mínimo movimiento en uno de ellos, se dijo a sí misma:

—La semana que viene tengo que ir al dentista.

Se metió en la cama y se puso a roncar.

A las 8.30 en punto, Tomás, María y don Crispín ingresaban solemnemente en el cuarto de la inmediata difunta. La inmediata difunta roncaba como un lirón cuando María dejó entrar la primaveral luz del sol por los ventanales. Tomás, erguido y juncal, portaba una bandeja con un desayuno de hotel de lujo en Londres. Dos huevos fritos con puntillitas en las claras y yemas anaranjadas, beicon, café con leche, un
brioche
y un cruasán. Por si acaso, había añadido queso, mermelada y un par de chocolatinas. Todavía, con uno sólo de los ojos abiertos, la marquesa viuda inició su habitual tanda de reparos.

—Tomás, lo de las chocolatinas es una cursilería. No soy Isabel Preysler, y no me dedico a los Ferrero Rocher.

—Te lo había advertido, Tomás —terció María.

—Pero hay que reconocer que los huevos fritos tienen un aspecto inmejorable.

Gracias, María.

—Se los ha hecho Tomás, señora marquesa.

—Tendrías que dedicarte a la cocina en lugar de hacer el payaso con el ídem al cuadrado de mi hijo.

—La cocina es muy sacrificada, señora.

—Y me parece que dos bollos son muchos bollos.

—Como se trata de su último desayuno, hemos pensado que le gustaría elegir.

Los dos ojos abiertos.

—Odio que me miren mientras desayuno. Puerta.

—¿Cuándo va a ingerir la pastilla, señora? —preguntó Tomás desde su más candorosa inocencia.

—Después de bañarme. María, prepárame el baño. Una persona como yo tiene que entrar en el Cielo limpia e inmaculada. María, el jabón de lilas, que estamos en primavera. Ustedes dos, al pasillo.

—Deduzco, y siento una gran alegría con mi deducción, que no tiene usted ningunas ganas de suicidarse —comentó don Crispín.

—Deduce mal, como casi siempre. Desayuno, me baño y me suicido. ¿Has encontrado el jabón de lilas, María?

—Sí, señora marquesa.

—¿Está nuevo?

—A estrenar.

—¿No ha caducado?

BOOK: Las dos bodas: el Príncipe y Sotoancho se casan
5.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Moth to the Flame by Sara Craven
Legacy by Scott McElhaney
Selected Stories (9781440673832) by Forster, E.; Mitchell, Mark (EDT)
Seducing the Highlander by Michele Sinclair
JustPressPlay by M.A. Ellis
Breath of Earth by Beth Cato
Counting on Starlight by Lynette Sowell
The Wordy Shipmates by Sarah Vowell
Lady of Sin by Madeline Hunter
Silhouette by Arthur McMahon