Ya tan cerca, los arqueros redentores se vieron obligados a disparar horizontalmente a los lacónicos, y las flechas se incrustaron en sus escudos. Otra sorpresa: los mercenarios habían contratado ellos mismos a otros hombres para que lucharan por ellos. Siendo como eran malos arqueros, dado que habían desdeñado durante demasiado tiempo el afeminamiento que para ellos suponía luchar a distancia, habían llevado consigo cuatrocientos arqueros de la Pequeña Italia que iban justo detrás de los lacónicos, a la derecha, y que estaban recibiendo la mayoría de las flechas que no habían conseguido impactar en el grueso del ejército atacante. Ciento cincuenta de ellos ya estaban muertos, y los demás detenidos. Pero entonces, cuando los arqueros redentores tenían la posibilidad de disparar según su voluntad, ignoraron a los arqueros de la Pequeña Italia, y éstos contaron con tiempo suficiente para recuperarse y disparar a su vez contra los arqueros redentores.
Tuvo lugar entonces un terrible desconcierto. Al no esperar el ataque de arqueros, y poco acostumbrados a recibir la misma medicina que solían repartir ellos, los arqueros redentores sucumbieron al pánico y la confusión ante una lluvia de flechas que fue a caer entre sus concentradas filas, a razón de casi una por cabeza. Los centenarios y los sargentos gritaban por encima de los chillidos de los heridos: «¡AGACHAD LA CABEZA! ¡AGACHAD LA CABEZA! ¡AGACHAD LA CABEZA!».
«¡Cuidado!», se gritaban unos a otros. «¡Mirad!». «¡PORAHÍ!, ¡POR AHÍ!». Un redentor recibe una flecha en el pecho, pero es el superviviente que tiene al lado el que se estremece como un caballo que recibe un latigazo inesperado. Algunos hombres se agachan y se encogen por nada, otros simplemente se quedan en pie y reciben una flecha en el estómago o en la cara, como si el ataque los hubiera pillado completamente por sorpresa. Los arqueros que habían devastado de aquel modo a la caballería Materazzi menos de un año antes se veían indefensos, sin poder hacer nada, mientras los lacónicos, apenas afectados por sus flechas, embestían como un ariete contra las filas de los Cordelias negros.
El estruendo que produjo el choque de escudos grandes contra pequeños tuvo más de feo estrépito que de grandiosa colisión. Pero en todo el mundo sólo los redentores podrían haber recibido con sus armaduras el impacto de una fuerza tan grande, y lanzada a tal velocidad, y resistir. Algunos rompían la fila, redentor y lacónico se enredaban uno sobre el otro en un torpe embarullamiento. Mala cosa para los mercenarios que esperaban que resistieran o que cayeran todos a una, y que al penetrar en las filas enemigas morían en el suelo a manos de los norbetinos que estaban aguardándolos.
Entonces empezaron los empujones, los gritos y las rítmicas señales de cada lado para que actuaran todos al unísono, señales que eran como bramidos en el juego de tira y afloja de los carnava les. Los hombres de detrás empujaban a los de delante, que hacían lo mismo contra los que tenían delante a su vez, hombros contra espaldas, gruñendo y empujando a cada uno a su sitio, y así todo el camino hasta la línea frontal. En la colina, desde tan lejos, el rojo oscuro de las capas de los lacónicos y los variados colores de las sodalidades redentoras parecían aceite y agua derramados sobre una mesa. Pero aquí y allí, a lo largo de la línea divisoria, se veían pequeñas manchas de color mezclado que duraban hasta que los intrusos caían muertos, o bien retrocedían para volver a integrarse en las filas propias.
Entonces recibieron una segunda sorpresa: sabiendo que se las veían con hombres que, al igual que ellos, no hacían otra cosa que luchar y aprender a luchar, los lacónicos habían robado cierto invento de alguna de las muchas guerras en que habían participado: sacaron sus nuevas espadas tornadas a los Strouds, que medían casi un metro de largas y se curvaban abruptamente al final. Semejante arma les permitía atravesar fácilmente los escudos de los redentores, y hacerlo con una fuerza terrible hasta llegar al yelmo del que tenían delante. Como eran yelmos diseñados para recibir sólo un golpe o corte, se partían ante la fuerza de algo que parecía al mismo tiempo una maza y un pico. Las terribles heridas infligidas con cada uno de esos golpes aplastantes hacían temblar las filas de los Cordelias negros. Entonces hubo una última vuelta de tuerca cuando entró en juego la horrible destreza de los lacónicos. El flanco derecho del ejército lacónico estaba constituido por los hombres más fuertes, en tanto que la sección central se hallaba bloqueada. En cuanto en la retaguardia de esta sección central comprendieron que la fila del centro no cedería, se desplazaron hacia el flanco derecho, haciéndolo de ese modo aún más fuerte. La parte central y el flanco derecho de los redentores empezaron a retroceder lentamente, mientras los Cordelias negros caían ante las curvas espadas y eran reemplazados por otros hombres más débiles o con peor armadura. El flanco izquierdo sufrió un derrumbe, incapaz de resistir las curvas espadas, la fuerza de los lacónicos, y el rápido y repentino refuerzo de aquel flanco. «¿QUÉ ES ESO? ¿QUÉ? ¡ESPERAD! ¡QUEDAOS AHÍ! ¡QUEDAOS AHÍ!». Confusión, colapso y gri tos: tanto en un lado como en el otro, la mayoría de los soldados no tenían ni idea de si estaban a punto de vencer, o de morir.
En medio de aquel estruendo de gritos, órdenes, trompetas que tronaban instrucciones y lamentos de los moribundos, el flanco derecho de los lacónicos rompió el frente enemigo. Aquellos que podían hacerlo, echaron a correr; aquellos que no podían, encontraron la muerte. Y tan sólo sus cuerpos, resbalosos a causa de la sangre, los excrementos y la tierra, entorpecían el avance de los lacónicos. Los mercenarios perdían el equilibrio al pisar los cuerpos que yacían a sus pies, sobre la fofa pesadez de los muertos, en las manos de los moribundos que se aferraban a los vivos, ante la algarabía permanente de los heridos, algunos de los cuales seguían intentando luchar y eran capaces de apuñalar a los tambaleantes mercenarios que, empujados por detrás, perdían de repente la ordenación y se volvían vulnerables.
Muchos más lacónicos murieron en aquel giro decisivo pero confuso de la batalla que en los diez años anteriores de lucha. Pero cuando ese paso quedó superado, la batalla estaba concluida, aunque no la matanza. Van Owen seguía observando con horror desde lo alto de su colina, incapaz de hacer otra cosa que enviar sus magras reservas de hombres a morir, retrasando una derrota inevitable. En aquellos momentos, mientras los redentores del centro y el flanco derecho seguían luchando, los lacónicos les atacaron desde un lado, y con toda sencillez, aunque con mucha profusión de sangre, se los llevaron por delante como quien sacude el mantel con los restos al final de un picnic. Los redentores que no huyeron, perdieron la vida.
La segunda batalla que contemplaban Henri el Impreciso y Cale había resultado ser una nueva masacre. Los purgatores que los rodeaban habían estado gritando palabras de ánimo, gritadas con tanta fuerza que Henri el Impreciso les había mandado callar de malos modos. Estaba a punto de hacerles notar que aquellos a los que animaban eran hombres que hubieran aplaudido en su ejecución, y que los miraban como si fueran muertos vivientes, como hombres sin alma. Cale comprendió lo que Henri el Impreciso estaba a punto de decir, porque él pensaba exactamente lo mismo, pero le puso una mano en el brazo para hacerle callar. Aquella vez, a diferencia del fiasco de monte Silbury, Cale no se sentía implicado, y se retiró mucho antes de la terrible conclusión de la batalla. Pero, a diferencia de lo que les pasó a los redentores aquel día, él tuvo un golpe de suerte.
En el pelotón de purgatores, algunos lloraban, otros rezaban por los muertos y los moribundos.
—¡Muerte, juicio, infierno y gloria! —clamaba el purgator Giltrap, que en otro tiempo había sido el Catequista de Meynouth antes de ser condenado por tres de las nueve ofensas contra la razón.
A lo cual, recordando la reprimenda de Henri el Impreciso, respondieron los otros en voz baja:
—Las últimas cuatro cosas en que vivimos.
Con la cabeza gacha, los dos muchachos que marchaban al frente pudieron ocultar sus indecorosas sonrisas.
Al volver hacia el Golán, Cale protegía a la columna desplazándose por rodeos a lo largo de los Dedos del Machair, llamados así porque, largos, bajos y finos, sus regordetes extremos apuntaban al camino que bordeaba las cumbres. Los lacónicos no eran mejores jinetes que ellos arqueros, pero tenían reservas, no empleadas aquel día, de hombres que podían desplazarse rápidamente porque lo hacían a caballo, y antes de que abandonaran el risco, Cale los había visto en la distancia, recorriendo lentamente su camino por el otro lado del promontorio de Van Owen. Cale retrocedió lentamente hacia el Golán, con cautela, por si se tropezaba con tropas lacónicas montadas. A lo largo de los dedos, a cada lado y justo bajo la cima de aquellas colinas, tenía exploradores montados en burro, bien firmes sobre las irregulares laderas, con un ojo avizor para vislumbrar cualquier cosa que pudiera representar una amenaza. Justo ante el extremo regordete de los dedos, uno de ellos hizo señas a Cale para que se acercara adonde él se encontraba, en la cima. Cale subió a pie, acompañado por Henri el Impreciso, y entonces el explorador les señaló un grupo de unos veinte redentores que emprendían camino hacia el Golán.
—¿Será Van Owen? —preguntó Henri el Impreciso, mientras Cale miraba por el catalejo.
—Supongo que sí —respondió Cale, pasándole el catalejo a Henri—. Mirad hacia allá.
Henri el impreciso miró en la dirección que le indicaba Cale. Alrededor de treinta lacónicos a caballo marchaban en persecución de la guardia de Van Owen, que parecía, a juzgar por la lentitud con que se desplazaba, completamente inconsciente de que estaba a punto de ser atacada.
—No le arriendo la ganancia a Van Owen —dijo Henri—. Por lo que vi, esa guardia está formada por viejos, predicadores, y un par de vigilantes de la ortodoxia.
Cale volvió a coger el catalejo y observó cómo se acercaban los lacónicos a caballo. Su cerebro trabajaba como un martillo. Aun sin catalejo, Henri el Impreciso podía distinguir con bastante claridad. En cinco minutos los lacónicos se habían acercado a unos doscientos metros, antes de que los descubrieran los hombres más retrasados de la guardia de Van Owen. Henri el Impreciso observó cómo pasaron todos a la vez del galope lento al galope tendido. Salvo cinco o seis guardias que rodeaban al que debía de ser Van Owen, todos se quedaban atrás para cortarles el paso a los atacantes, interponiéndose entre ellos y Van Owen. Sin embargo, aunque los lacónicos no fueran muy buenos jinetes, seguían siendo mejores que los redentores, y contaban además con mejores caballos. Estaba claro que los redentores no tardarían en ser alcanzados. Mostrando al menos algo de sensatez, los guardias se dirigieron a una pequeña colina que en el paisaje parecía apenas algo más que un grano con pretensiones. Desmontando, los guardias de Van Owen adoptaron una disposición circular alrededor de su general, y de ese modo aguardaron. Cale le pasó el catalejo a Henri el Impreciso. Entonces éste vio cómo desmontaban los lacónicos, a no más de treinta metros de Van Owen, y se disponían en rápida formación para ascender el pequeño montículo. Y acto seguido empezó la lucha.
Cale hizo ademán de volver a descender la pendiente, pero Henri el Impreciso lo agarró del brazo.
—¿Qué pensáis que hacéis?
—¿Yo...? Voy a salvar a Van Owen. Vos quedaos aquí.
—¿Por qué?
—Vale. Venid conmigo.
—No pienso ayudar a ese cerdo. ¿Por qué queréis hacerlo vos?
—Mirad y aprended, joven.
—Estáis como una cabra.
—Ya lo veremos. —Y diciendo eso, bajó de la colina como una cabra montesa.
Henri el Impreciso aguardó en lo alto del dedo, junto con el explorador, que seguía montado en su burro, y se limitó a observar mientras Cale y sus purgatores bajaban a la llanura y se iban a encontrarse con la lucha, en lo que más tarde llamarían Colina del Imbécil, a menos de un kilómetro de distancia de Henri.
Mientras veía avanzar rápidamente a Cale y a los purgatores, Henri comprendió que su amigo no era tan impulsivo como le había parecido al principio. Siempre que fuera lo bastante rápido, Cale podría atacar a los lacónicos por la retaguardia. Apretados entre las filas de redentores, la segura victoria de los lacónicos se convertiría en una derrota casi inevitable. Además, Cale no se arriesgaría a atacar directamente. Henri el Impreciso siempre decía que los ballesteros podían reemplazar fácilmente a los arqueros, porque estos últimos necesitaban años de práctica. La ballesta, sin embargo, ofrecía los mismos resultados, y a veces aún mejores, en tan sólo unos meses. Así resultó la cosa cuando Cale hizo desmontar a sus purgatores, a unos sesenta metros de la cima de la Colina del Imbécil, y permaneció en pie detrás de ellos, a cierta distancia, y empezó a darles instrucciones para que dispararan a los lacónicos con las ballestas. Después, ese mismo día, uno de los purgatores le dijo a Henri el Impreciso que uno de ellos había puesto en cuestión la orden, a causa del peligro que entrañaba para la guardia de Van Owen. La respuesta de Cale había sido pegarle un puñetazo tan fuerte que, como lo describió el purgator, «la nariz le reventó como una ciruela madura».
Fuera el que fuera el peligro en la Colina del Imbécil para la eminente guardia de honor, el efecto en los lacónicos resultó devastador. En cosa de un minuto, cayeron media docena de mercenarios de capa roja. No tenían más elección que salir y atacar a Cale y sus purgatores. Pero con la guardia de honor detrás, parecía que sus posibilidades se limitaban a elegir entre un tipo de derrota u otro. Cargaron colina abajo, y eran una imagen aterradora incluso desde la distancia a la que lo contemplaba Henri. Con sólo tres bajas más, penetraron entre los purgatores. Lo que siguió fue una lucha terrible y muy igualada, en la que no se sabía quién llevaba las de ganar. No tendría que haber sido así, pero la guardia de honor de Van Owen, en vez de bajar de la Colina del Imbécil y proporcionar a los lacónicos la imposible tarea de luchar por delante y por detrás, se limitó a quedarse donde estaba, contemplando cómo los hombres que habían acudido en su rescate entablaban una lucha desesperada por conservar la vida. Pese a su inferioridad numérica, que ahora era de dos a uno, los lacónicos iban con armadura, si bien no era tan pesada como la de los hombres que no iban a caballo, y se encontraban en la parte de arriba, en un terreno ideal para su modo de luchar. Los purgatores lucharon ya sin ventaja ninguna y comprobando que, en vez de perseguir a los lacónicos tal como dictaba el sentido común, la guardia de honor había decidido quedarse mirando. Cale se puso las manos delante de la boca, en forma de bocina, y gritó: