Las cruzadas vistas por los árabes (36 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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¿Cómo anunciar al ejército y al pueblo que ha muerto el sultán cuando el enemigo está a las puertas de la ciudad y el hijo de Ayyub, Turan Shah, se halla al norte de Irak, en paradero desconocido, a varias semanas de camino? Es entonces cuando interviene un personaje providencial: Shayarat-ad-dorr, «el árbol de las joyas», una esclava de origen armenio, hermosa y astuta, que lleva años siendo la esposa favorita de Ayyub. Reúne a los allegados del sultán y les ordena que guarden silencio hasta que regrese el heredero; le pide incluso al anciano emir Fajr al-Din, el amigo de Federico, que escriba una carta en nombre del sultán para llamar a los musulmanes al yihad. Según uno de los colaboradores de Fajr al-Din, el cronista sirio Ibn Wasel, el rey de Francia se enteró en seguida de la muerte de Ayyub y ello lo animó a aumentar su presión militar. Pero, en el campo egipcio, se guarda el secreto lo suficiente como para evitar que se desmoralicen las tropas.

Durante los meses de invierno, se libra una encarnizada batalla en torno a Mansurah, pero el 10 de febrero de 1250, merced a una traición, el ejército franco penetra por sorpresa en la ciudad. Ibn Wasel, que estaba a la sazón en El Cairo, cuenta:

El emir Fajr al-Din estaba en el baño cuando vinieron a anunciarle la noticia. Pasmado, montó inmediatamente a caballo, sin armadura, sin cota de mallas, para ir a ver qué pasaba. Lo atacó una tropa de enemigos que lo mató. El rey de los frany entró en la ciudad, llegó incluso al palacio del sultán; sus soldados se dispersaron por las calles mientras que los militares musulmanes y los habitantes de la ciudad intentaban salvarse huyendo desordenadamente. El Islam parecía herido de muerte y los frany iban a recoger el fruto de la victoria cuando llegaron los mamelucos turcos. Como el enemigo estaba disperso por las calles, estos jinetes se lanzaron valientemente al asalto. Sorprendían por doquier a los frany y los mataban con la espada o con la maza. Al comienzo del día, las palomas habían llevado a El Cairo un mensaje que anunciaba el ataque de los frany sin decir ni una palabra del desenlace de la batalla y, por tanto, estábamos angustiados. Todo el mundo permaneció triste en los barrios de la ciudad hasta el día siguiente, cuando nuevos mensajes nos informaron de la victoria de los leones turcos. Hubo gran regocijo en las calles de El Cairo.

Durante las semanas siguientes, el cronista va a observar, desde la capital egipcia, dos series de acontecimientos paralelos que cambiarán la faz del Oriente árabe: por una parte, la lucha victoriosa contra la última gran invasión franca; por otra, una revolución única en la historia, puesto que va a llevar al poder durante cerca de tres siglos a una casta de oficiales esclavos.

Tras su derrota en Mansurah, el rey de Francia se da cuenta de que su posición militar no se puede mantener. Incapaz de tomar la ciudad, acosado por doquier por los egipcios en un terreno fangoso atravesado por innumerables canales, Luis decide negociar. A principios de marzo, le dirige a Turan Shah, que acaba de llegar a Egipto, un mensaje conciliador en el que dice que está dispuesto a aceptar la propuesta que había hecho Ayyub de cambiar Damieta por Jerusalén. La respuesta del nuevo sultán no se hace esperar: ¡las generosas ofertas de Ayyub había que aceptarlas en tiempos de Ayyub! Ahora es demasiado tarde. De hecho, Luis puede esperar, como mucho, salvar su ejército y salir de Egipto sano y salvo, pues la presión se acentúa en torno a él. A mediados de marzo, varias decenas de galeras egipcias han conseguido infligir una severa derrota a la flota franca y han destruido o capturado cerca de un centenar de navíos de todos los tamaños, cortándoles a los invasores cualquier posibilidad de retirada hacia Damieta. El 7 de abril, al ejército invasor que intenta romper el bloqueo lo asaltan los batallones mamelucos a los que se han unido miles de voluntarios. Al cabo de una hora, los frany están acorralados. Para detener la matanza de sus hombres, el rey de Francia capitula y pide que le perdonen la vida. Lo conducen encadenado hacia Mansurah donde lo encierran en la casa de un funcionario ayyubí.

Curiosamente, esta destacada victoria del nuevo sultán ayyubí, lejos de reforzar su poder va a provocar su caída, ya que un conflicto enfrenta a Turan Shah con los principales oficiales mamelucos de su ejército. Estos últimos, que piensan, no sin razón, que Egipto les debe su salvación, exigen un papel determinante en la dirección del país, mientras que el soberano quiere aprovechar su recién adquirido prestigio para instalar a sus propios hombres en los puestos de responsabilidad. Tres semanas después de la victoria sobre los frany, un grupo de estos mamelucos, reunidos por iniciativa de un brillante oficial turco de cuarenta años, Baybars el ballestero, decide pasar a la acción. El 2 de mayo de 1250, al final de un banquete organizado por el monarca, estalla una rebelión. Turan Shah, herido en el hombro por Baybars, corre hacia el Nilo con la esperanza de huir en una barca, pero los asaltantes lo alcanzan. Les suplica que le perdonen la vida y promete irse para siempre de Egipto y renunciar al poder. Pero al último de los sultanes ayyubíes lo rematan sin compasión. Deberá incluso intervenir un enviado del califa para que los mamelucos accedan a dar sepultura a su antiguo señor.

A pesar del éxito del golpe de Estado, los oficiales esclavos vacilan en apoderase directamente del trono. Los más prudentes de entre ellos cavilan para dar con un compromiso que permita otorgar al poder naciente una apariencia de legitimidad ayyubí. La fórmula que elaboran constituirá un hito en la historia del mundo musulmán, como comenta Ibn Wasel, incrédulo testigo de ese singular acontecimiento.

Tras el asesinato de Turan Shah —cuenta—, los emires y los mamelucos se reunieron cerca del pabellón del sultán y decidieron llevar al poder a Shayarat-ad-dorr, una esposa del sultán ayyubí, que se convirtió en reina y sultana. Se hizo cargo de los negocios del Estado, estableció un sello real con su nombre bajo la fórmula de «Um Jalil», la madre de Jalil, un hij o que había tenido y que había muerto muy joven. Se pronunció en todas las mezquitas el sermón del viernes en nombre de Um Jalil, sultana de El Cairo y de todo Egipto. Fue éste un hecho sin precedentes en la historia del Islam.

Poco después de haber subido al trono, Shayarat-addorr se casa con uno de los jefes mamelucos, Aibek, y le concede el título de sultán.

El relevo de los ayyubíes por los mamelucos marca un claro endurecimiento de la actitud del mundo musulmán frente a los invasores. Los descendientes de Saladino se habían mostrado más que conciliadores con los frany. Y, ante todo, su poder en vías de debilitamiento no podía ya enfrentarse a los peligros que amenazaban al Islam tanto por el Este como por el Oeste. La revolución de los mamelucos va a revelarse en seguida como una empresa de recuperación militar, política y religiosa.

El golpe de Estado que se ha producido en El Cairo no cambia para nada la suerte del rey de Francia, acerca de la cual se había llegado a un acuerdo de principio en tiempos de Turan Shah, según el cual se liberaría a Luis a cambio de la retirada de todas las tropas francas del territorio egipcio, sobre todo de Damieta, y del pago de un rescate de un millón de dinares. Algunos días después de haber llegado al poder Um Jalil, el soberano francés recobra la libertad. No sin que los negociadores egipcios lo hubieran sermoneado: «¿Cómo un hombre con sentido común, culto e inteligente como tú, puede embarcarse de esa forma en un navío para venir a una región poblada por incontables musulmanes? Según nuestra ley, un hombre que cruza así el mar no puede actuar de testigo en un juicio. —¿Y eso por qué? —pregunta el rey. Porque se considera que no está en posesión de todas sus facultades.»

El último soldado franco saldrá de Egipto antes de que acabe el mes de mayo.

Los occidentales no volvieron a intentar invadir el país del Nilo. El «peligro rubio» va a quedar rápidamente eclipsado por aquel, mucho más terrorífico, que representan los descendientes de Gengis Khan. Desde la muerte del gran conquistador, los conflictos sucesorios han debilitado algo su imperio y el Oriente musulmán ha gozado de una inesperada tregua. Sin embargo, ya en 1251, los jinetes de las estepas han vuelto a unirse bajo la autoridad de tres hermanos, nietos de Gengis Khan, Mangu Khan, Kubilai y Hulagu. Al primero, lo nombran soberano indiscutido del imperio, con capital en Karakorum, en Mongolia; el segundo reina en Pekín; el tercero se instala en Persia y ambiciona conquistar todo el Oriente musulmán, hasta las orillas del Mediterráneo, hasta el Nilo quizás. Hulagu es un personaje complejo: muy interesado por la filosofía y las ciencias, busca la compañía de los intelectuales pero se transforma durante sus campañas en una fiera sanguinaria, sedienta de sangre y destrucción. Su actitud en materia de religión no es menos contradictoria. Muy influido por el cristianismo —su madre, su mujer favorita y varios de sus colaboradores pertenecen a la Iglesia nestoriano ha renunciado nunca, sin embargo, al chamanismo, religión tradicional de su pueblo. En los territorios que gobierna, sobre todo en Persia, se muestra en general tolerante con los musulmanes pero, llevado por su voluntad de destruir cualquier entidad política capaz de oponerse a él, tiene declarada a las más prestigiosas metrópolis del Islam una guerra de destrucción total.

Su primer blanco va a ser Bagdad. En un primer momento, Hulagu le pide al califa abasida al-Mutasim, trigésimo séptimo de su dinastía, que reconozca la soberanía mogola como sus predecesores habían aceptado, en el pasado, la de los selyúcidas. El príncipe de los creyentes, confiando demasiado en su prestigio, manda recado al conquistador de que cualquier ataque contra la capital del califato provocaría la movilización de la totalidad del mundo musulmán desde la India hasta el Magreb. Ello no impresiona en absoluto al nieto de Gengis Khan, que proclama su intención de tomar la ciudad por la fuerza. Con, al parecer, cientos de miles de jinetes, avanza, a finales de 1257, hacia la capital abasida, destruyendo al pasar el santuario de los asesinos, en Alamut, donde aniquila una biblioteca de un valor inestimable, lo que dificulta para siempre el conocimiento a fondo de la doctrina y de las actividades de la secta. El califa toma entonces conciencia de la amplitud de la amenaza y decide negociar. Propone a Hulagu pronunciar su nombre en las mezquitas de Bagdad y concederle el título de sultán, pero es demasiado tarde: el mogol ha optado definitivamente por la fuerza. Tras algunas semanas de valiente resistencia, el príncipe de los creyentes se ve forzado a capitular. El 10 de febrero de 1258 va en persona al campo del vencedor y le hace prometer que perdonará la vida a todos los ciudadanos que acepten deponer las armas. No sirve de nada, ya que exterminan a los combatientes musulmanes en cuanto quedan desarmados. Luego la horda mogola se dispersa por la prestigiosa ciudad, derribando los edificios, incendiando los barrios, matando sin piedad a hombres, mujeres y niños, cerca de ochenta mil personas en total. Sólo se salva la comunidad cristiana de la ciudad gracias a la intervención de la mujer del khan. Al propio príncipe de los creyentes lo ejecutarán por asfixia unos días después de la derrota. El trágico fin del califato abasida sume en el estupor al mundo musulmán. Ya no se trata de un combate militar por el control de una ciudad o de un país, sino de una lucha desesperada por la supervivencia del Islam.

Tanto más cuanto que los tártaros prosiguen su marcha triunfal hacia Siria. En enero de 1260, el ejército de Hulagu sitia Alepo y la toma rápidamente a pesar de una resistencia heroica. Al igual que en Bagdad, matanzas y devastaciones caen sobre la antigua ciudad, culpable de haberle opuesto resistencia al conquistador. Unas semanas después, los invasores están a las puertas de Damasco. Los reyezuelos ayyubíes que todavía gobiernan las diferentes ciudades sirias no pueden, por supuesto, atajar la marea. Algunos de ellos deciden reconocer la soberanía del Gran Khan y piensan incluso, en el colmo de la inconsciencia, en aliarse con los invasores contra los mamelucos de Egipto enemigos de su dinastía. Entre los cristianos, orientales o francos, las opiniones están divididas. Los armenios, en la persona de su rey, Hetum, se ponen declaradamente de parte de los mogoles, así como el príncipe Bohemundo de Antioquía, su yerno. En cambio, los frany de Acre adoptan una postura de neutralidad, favorable más bien a los musulmanes. Pero la impresión que prevalece, tanto en Oriente como en Occidente, es que la campaña mogola es una especie de guerra santa contra el Islam del mismo tipo que las experiencias francas. Esta impresión la refuerza el hecho de que el principal lugarteniente de Hulagu en Siria, el general Kitbuka, es un cristiano nestoriano. Tras la toma de Damasco, el 1 de marzo de 1260, los que entran como vencedores, con gran escándalo de los árabes, son tres príncipes cristianos, Bohemundo, Hetum y Kitbuka.

¿Hasta dónde van a llegar los tártaros? Hasta La Meca, aseguran algunos, para dar el golpe de gracia a la religión del Profeta. Hasta Jerusalén, en todo caso, y muy pronto. Toda Siria está convencida de ello. Nada más caer Damasco, dos destacamentos mogoles se apresuran a ocupar dos ciudades palestinas: Nablus en el centro y Gaza al suroeste. Como esta ciudad está situada en los confines del Sinaí, parece claro en esta trágica primavera de 1260 que ni el propio ejército se librará de la devastación. Hulagu no ha esperado, por cierto, el fin de su campaña siria para enviar un embajador a El Cairo para que pida la sumisión incondicional del país del Nilo. Recibieron al emisario, lo escucharon y, a continuación, lo decapitaron. Los mamelucos no bromean, sus métodos no se parecen en nada a los de Saladino. Los sultanes esclavos que llevan diez años gobernando El Cairo son el reflejo del endurecimiento y la intransigencia de un mundo árabe acosado por doquier: luchan con todos los medios, sin escrúpulos, sin gestos magnánimos, sin compromisos, pero con valor y eficacia.

Sea como fuere, hacia ellos se vuelven las miradas, ya que representan la última esperanza de atajar el avance del invasor. En El Cairo, el poder lleva unos meses en manos de un militar de origen turco, Qutuz. Shayarat-ad-dorr y su marido, Aibek, tras haber gobernado juntos durante siete años habían acabado por ser cada uno el causante de la muerte del otro. A este respecto han circulado muchas versiones durante largo tiempo. La que goza del favor de los narradores populares mezcla, como es natural, el amor y los celos con las ambiciones políticas. La sultana está bañando a su esposo como suele cuando, aprovechando ese momento de descanso e intimidad, reprocha al sultán que haya tomado por concubina a una bonita esclava de catorce años. «¿Es que ya no te gusto?» —le pregunta para enternecerlo. Pero Aibek contesta con brutalidad: «Ella es joven y tú has dejado de serlo.» Shayarat-ad-dorr se estremece de rabia. Ciega a su esposo con jabón, le dirige algunas palabras conciliadoras para adormecer su desconfianza y luego, de repente, cogiendo un puñal le atraviesa el costado. Aibek se desploma. La sultana queda unos instantes inmóvil, como paralizada. Luego se dirige a la puerta y llama a algunos esclavos fieles para que la libren del cuerpo. Pero, desgraciadamente para ella, uno de los hijos de Aibek, de quince años de edad, que se ha fijado en que el agua del baño que corre hacia el exterior está roja, se abalanza en la habitación, ve a Shayarat-ad-dorr de pie, cerca de la puerta, medio desnuda, llevando aún en la mano un puñal teñido de sangre. Ya huye por los pasillos del palacio y su hijastro la persigue y avisa a la guardia. En el momento en que van a alcanzarla, la sultana tropieza. Golpea violentamente con la cabeza una losa de mármol y, cuando llegan a su lado, ha dejado de respirar.

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