Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
—¡Pues claro que no! —exclamó Julia.
—Vuelvo a hacerte la misma pregunta: ¿de qué o de quién tienes miedo?
—De nada.
—Querida, tengo trabajo, así que si ya no confías en mí lo suficiente para abrirme tu corazón, déjame que vuelva a mi inventario —replicó Stanley, haciendo un amago de dirigirse a la trastienda.
—¡Bostezabas con un libro en la mano cuando he entrado! ¡Qué mal mientes! —dijo Julia riéndose.
—¡Por fin se borra esa expresión triste! ¿Quieres que vayamos a andar un poco? Pronto abrirán las tiendas del barrio, seguro que necesitas un nuevo par de zapatos.
—Si vieras todos los que tengo muertos de risa en el armario y que nunca me pongo...
—¡No hablaba de satisfacer tus pies, sino tu ánimo!
Julia cogió el pequeño reloj dorado. Le faltaba el cristal que protegía la esfera. Lo acarició con la punta de los dedos.
—Es realmente bonito —dijo retrasando el minutero.
Y, bajo el impulso de su gesto, la manecilla de las horas también se lanzó marcha atrás.
—Estaría tan bien poder volver atrás.
Stanley observó a Julia.
—¿Retrasar el tiempo? Aun así no conseguirías devolverle su juventud a esta antigualla. Mira las cosas de otra manera, este reloj nos ofrece la belleza de su antigüedad —contestó Stanley, devolviendo el reloj a su sitio—. ¿Me vas a contar de una vez lo que te preocupa?
—Si te propusieran hacer un viaje para seguir el rastro de la vida de tu padre, ¿aceptarías?
—¿Cuál sería el riesgo? En lo que a mí respecta, si tuviera que ir al fin del mundo para recuperar allí un mísero fragmento de la vida de mi madre, ya estaría sentado en el avión molestando a las azafatas, en lugar de perder el tiempo con una loca, aunque fuera la que he elegido como mejor amiga. Si tienes la oportunidad de hacer un viaje así, ve sin dudarlo.
—¿Y si fuera demasiado tarde?
—Sólo es demasiado tarde cuando las cosas son definitivas. Aunque haya desaparecido, tu padre sigue viviendo a tu lado.
—¡No sospechas hasta qué punto!
—Por mucho que quieras convencerte de lo contrario, lo echas de menos.
—Hace muchos años que me acostumbré a su ausencia. He aprendido tan bien a vivir sin él...
—Querida, hasta los niños que nunca han conocido a sus verdaderos padres sienten tarde o temprano la necesidad de recuperar sus raíces. A menudo resulta cruel para quienes los han criado y amado, pero así es la naturaleza humana. Uno avanza a duras penas en la vida cuando no sabe de dónde viene. De modo que, si tienes que emprender no sé qué periplo para saber por fin quién era tu padre, para reconciliar tu pasado y el suyo, hazlo.
—No tenemos muchos recuerdos juntos, ¿sabes?
—Quizá más de los que tú piensas. ¡Por una vez, olvida ese orgullo que tanto me gusta y emprende este viaje! Si no lo haces por ti, hazlo por una de mis grandes amigas, te la presentaré algún día, es una madre estupenda.
—¿Quién es? —preguntó ella con una pizca de celos en la voz.
—Tú, dentro de unos años.
—Eres un amigo maravilloso, Stanley —dijo Julia besándolo en la mejilla.
—¡El mérito no es mío, querida, es de esta infusión!
—Felicita a tu amigo de Vietnam, su té tiene de verdad virtudes asombrosas —añadió Julia antes de salir.
—Si tanto te gusta, te reservaré unas cuantas cajas, te estarán esperando hasta que vuelvas. ¡Lo compro en la tienda de la esquina!
Julia subió los escalones de cuatro en cuatro y entró en el apartamento. El salón estaba desierto. Llamó varias veces pero no obtuvo respuesta. Sala de estar, dormitorio, cuarto de baño, una visita al piso de arriba confirmó que la casa estaba vacía. Reparó en la foto de Anthony Walsh, en su marquito de plata, que destacaba ahora sobre la repisa de la chimenea.
—¿Dónde estabas? —le preguntó su padre, sobresaltándola.
—¡Qué susto me has dado! ¿Y tú, dónde te habías metido?
—Me conmueve profundamente que te preocupes por mí. He ido a dar un paseo. Me aburría mucho aquí solo.
—¿Qué es eso? —quiso saber Julia, señalando el marco en la repisa de la chimenea.
—Estaba preparando mi habitación ahí arriba, puesto que es ahí donde piensas guardarme esta noche, y he encontrado esto de pura casualidad..., bajo un montón de polvo. ¡No iba a dormir con una foto mía en la habitación! La he puesto aquí, pero puedes buscarle otro sitio si lo prefieres.
—¿Sigues queriendo que nos vayamos de viaje? —le preguntó ella.
—Justo acabo de volver de la agencia que hay al final de tu calle. Nada podrá sustituir nunca el contacto humano. Una chica encantadora, de hecho se parece un poco a ti, sólo que ella sonríe... ¿De qué estaba yo hablando?
—De una chica encantadora...
—¡Eso es, sí! No le ha importado saltarse un poquito las normas. Después de teclear en su ordenador durante al menos media hora (de hecho había llegado a pensar que estaba copiando las obras completas de Hemingway), por fin ha conseguido imprimir un billete a mi nombre. ¡He aprovechado para que nos pusiera en primera clase!
—¡Desde luego, cómo eres! Pero ¿qué te hace pensar que voy a aceptar...?
—Nada de nada; pero si tienes que pegar estos billetes en tu futuro álbum de recuerdos, pues ya para el caso tanto te da que sean de primera clase. ¡Es una cuestión de estatus familiar, querida!
Julia se precipitó hacia su habitación, y Anthony Walsh le preguntó que adonde iba ahora.
—A preparar una bolsa de viaje, para dos días —contestó, insistiendo en el número de días—, es lo que querías, ¿no?
—Nuestra aventura durará seis días, las fechas no se podían modificar; por mucho que le he rogado y suplicado a Élodie, la chica encantadora de la agencia de la que te acabo de hablar, a ese respecto no ha habido manera de convencerla.
—¡Dos días! —gritó Julia desde el cuarto de baño.
—Oh, mira, haz lo que quieras, en el peor de los casos te comprarás otro par de pantalones allí y listo. Por si no te habías dado cuenta, ¡tienes el vaquero roto, se te ve un trozo de rodilla!
—¿Y tú, te vas con las manos vacías? —preguntó Julia, asomando la cabeza por la puerta.
Anthony Walsh avanzó hacia la caja de madera que seguía en mitad del salón y levantó una trampilla que escondía un doble fondo. En el interior había una pequeña maleta de cuero negro.
—Han previsto lo necesario para estar elegante durante seis días, ¡exactamente lo que me dura la batería! —dijo, no sin cierta satisfacción—. Mientras estabas fuera, me he permitido recuperar mis documentos de identidad, los que te entregaron a ti. Asimismo, me he permitido también recuperar mi reloj —añadió, mostrando orgulloso su muñeca—. ¿No te importa que lo lleve sólo durante estos días? Será tuyo cuando llegue el momento; o sea, entiendes lo que quiero decir...
—¡Te agradecería mucho que dejaras de hurgar en mi apartamento!
—¡Querida, para hurgar en tu casa habría que ser espeleólogo! He encontrado mis efectos personales en un sobre de papel de estraza, ¡que ya estaba abandonado en tu desván, en medio de todo el desorden reinante!
Julia cerró su equipaje y lo dejó en la entrada. Avisó a su padre de que tenía que volver a salir un momento y que regresaría en cuanto le fuera posible. Ahora debía justificarle a Adam su partida.
—¿Qué piensas decirle? —quiso saber Anthony Walsh.
—Me parece que eso sólo nos incumbe a nosotros dos —replicó Julia.
—Me trae sin cuidado lo que le incumba a él, es lo que te concierne a ti lo que me interesa.
—¿Ah, sí? ¿Qué pasa, eso también forma parte de tu nuevo programa?
—Sea cual sea el motivo que pienses invocar, no te aconsejo que le digas adonde vamos.
—Y supongo que debería seguir los consejos de un padre que tiene mucha experiencia en cuestión de secretos.
—Tómatelo como un simple consejo de hombre a hombre. Y ahora, corre. Tenemos que salir de Manhattan dentro de dos horas como máximo. .
El taxi dejó a Julia en la avenida de las Américas, ante el número 1350. Entró corriendo en el gran edificio de cristal que albergaba el departamento de literatura infantil de una importante editorial neoyorquina. No tenía cobertura de móvil en el vestíbulo, por lo que le rogó a la recepcionista que la pusiera en contacto telefónico con el señor Coverman.
—¿Va todo bien? —preguntó Adam al reconocer la voz de Julia.
—¿Estás en una reunión?
—Estamos maquetando, terminamos dentro de un cuarto de hora. ¿Quieres que reserve una mesa en nuestro restaurante italiano a las ocho?
La mirada de Adam se posó en la pantalla de su teléfono.
—¿Estás dentro del edificio?
—En la recepción...
—No es un buen momento, estamos todos en la reunión de presentación de las nuevas publicaciones...
—Tenemos que hablar —lo interrumpió Julia.
—¿No puede esperar a esta noche?
—No puedo cenar contigo, Adam.
—¡Voy en seguida! —contestó colgando a la vez.
Se encontró con Julia en el vestíbulo, su prometida tenía ese rostro sombrío que hacía presagiar una mala noticia.
—Ven, hay una cafetería en el sótano —dijo Adam.
—No, prefiero que vayamos a caminar por el parque, estaremos mejor fuera.
—¿Tan grave es la cosa? —le preguntó al salir del edificio.
Julia no contestó. Subieron por la Sexta Avenida. Tres manzanas después, entraron en Central Park.
Las avenidas llenas de vegetación estaban casi desiertas. Con los auriculares en las orejas, algunas personas corrían a toda velocidad por el parque, concentradas en el ritmo de su carrera, herméticas al mundo, en especial a los que se contentaban con un simple paseo. Una ardilla de pelaje rojizo avanzó hacia ellos y se irguió sobre las patas traseras en busca de algo de comer. Julia metió la mano en el bolsillo de su gabardina, se arrodilló y le tendió un puñado de avellanas.
El descarado pequeño roedor se acercó y vaciló un instante, mirando fijamente el botín que codiciaba, goloso. Las ganas pudieron más que el miedo y, con un rápido movimiento, atrapó la avellana y se alejó unos metros para mordisquearla ante la mirada enternecida de Julia.
—¿Siempre llevas avellanas en los bolsillos de tu impermeable? —le preguntó Adam, divertido.
—Sabía que iba a traerte aquí, de modo que he comprado un paquete antes de coger el taxi —contestó Julia tendiéndole otra avellana a la ardilla, que había atraído a otras compañeras.
—¿Me has hecho salir de una reunión para mostrarme tus dotes de amaestradora?
Julia esparció sobre el césped el resto del paquete de avellanas y se puso en pie para proseguir el paseo. Adam la siguió.
—Me voy a marchar —dijo con voz triste
—¿Me dejas? —se inquietó Adam.
—No, tonto, sólo unos días.
—¿Cuántos?
—Dos, quizá seis, más no.
—¿Dos o seis?
—No lo sé.
—Julia, apareces de repente en mi oficina, me pides que te siga como si todo el mundo a tu alrededor acabara de derrumbarse, ¿podrías al menos evitarme tener que arrancarte las palabras con sacacorchos, una a una?.
—¿Tan valioso es tu tiempo?
—Estás enfadada, es tu derecho, pero yo no soy la causa de tu rabia. No soy tu enemigo, Julia, me contento con ser la persona que te ama, y no siempre es fácil. No pagues conmigo cosas de las que yo no tengo la culpa.
—El secretario personal de mi padre me ha llamado esta mañana. Tengo que arreglar algunos asuntos suyos fuera de Nueva York.
—¿Dónde?
—En el norte de Vermont, en la frontera con Canadá.
—¿Por qué no vamos juntos este fin de semana?
—Es urgente, no puede esperar.
—¿Tiene esto algo que ver con que se hayan puesto en contacto conmigo los de la agencia de viajes?
—¿Qué te han dicho? —preguntó Julia con voz insegura.
—Ha ido alguien a verlos. Y por un motivo que no he entendido del todo, me han devuelto el importe de mi billete, pero no el del tuyo. No han querido darme más explicaciones. Ya estaba en la reunión, no he podido entretenerme mucho.
—Seguramente será cosa del secretario de mi padre. Se le dan muy bien este tipo de cosas, ha tenido buen maestro.
—¿Vas a Canadá?
—A la frontera, ya te lo he dicho.
—¿De verdad te apetece hacer este viaje?
—Creo que sí —contestó ella con expresión sombría.
Adam rodeó los hombros de Julia con el brazo y la estrechó contra sí.
—Entonces ve donde tengas que ir. No te pediré más explicaciones. No quiero pasar dos veces por alguien que no confía en ti, y además tengo que volver al trabajo. ¿Me acompañas hasta la oficina?
—Me voy a quedar aquí un poco más.
—¿Con tus ardillas? —preguntó Adam, irónico.
—Sí, con mis ardillas.
Le dio un beso en la frente y echó a andar hacia atrás despidiéndose de ella con la mano.
—¿Adam?
—¿Sí?
—Qué mala suerte que tengas esa reunión, me habría encantado...
—Ya lo sé, pero tú y yo no hemos tenido mucha suerte estos últimos días.
Adam le sopló un beso.
—¡Ahora sí que tengo que irme! ¿Me llamarás desde Vermont para decirme que has llegado bien? Julia lo observó alejarse.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó Anthony Walsh en tono jovial, nada más volver su hija.
—¡Fantásticamente bien!
—¿Entonces por qué pones esa cara de funeral? Dicho esto, más vale tarde que nunca...
—¡Eso mismo me pregunto yo! ¿Quizá porque, por primera vez, he mentido al hombre al que amo?
—No, mi querida Julia, es la segunda vez, se te ha olvidado lo de ayer... Pero si quieres, podemos decir que estabas calentando motores y que esa vez no cuenta.
—¡Mejor me lo pones! He traicionado a Adam por segunda vez en dos días, y él es tan maravilloso que ha tenido la delicadeza de dejarme marchar sin hacerme la más mínima pregunta. Cuando subía al taxi, he caído en la cuenta de que me había convertido en la mujer que me había jurado no ser nunca.
—¡No exageremos!
—¿Ah, no? ¿Qué puede haber peor que engañar a alguien que confía en ti hasta el punto de no preguntarte nada?
—¡Que a uno le interese tanto su propio trabajo que se despreocupe por completo de la vida del otro!
—Viniendo de ti, ese comentario tiene narices.
—¡Sí, pero como tú bien dices, viene de alguien experto en la cuestión! Creo que el coche está abajo... No deberíamos retrasarnos mucho. Con todas estas medidas de seguridad, hoy en día se pasa más tiempo en los aeropuertos que en los aviones.