Las cosas que no nos dijimos (16 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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Anthony se lo quitó en seguida de las manos.

—Lo abrirás después del desayuno.

—¿Qué es? —quiso saber Julia.

—Eso de ahí —dijo señalando el cestito de bollería—, alargado y con los extremos torcidos, son croissants; los bollitos rectangulares de los que sobresale a cada lado un trocho marrón están rellenos de chocolate, y las grandes caracolas con frutos secos encima son bollos de pasas.

—Me refería a lo que estás escondiendo detrás de tu espalda, con un lazo rojo.

—Acabo de decirte que eso es para después.

—Entonces ¿por qué lo habías puesto encima de mi plato?

—He cambiado de idea, será mejor dejarlo para después.

Julia aprovechó que Anthony se había vuelto de espaldas para arrebatarle con un gesto seco el rollo que tenía aún entre las manos.

Deshizo el lazo y desenrolló la hoja de papel. El rostro de Tomas le sonreía de nuevo.

—¿Cuándo lo compraste? —le preguntó.

—Ayer, cuando nos fuimos del muelle. Tú andabas delante, sin prestarme atención. Le había dado una generosa propina a la dibujante, y me dijo que me lo podía llevar, el cliente no lo había querido, y ella no lo necesitaba para nada.

—¿Por qué?

—Pensé que te haría ilusión, como te pasaste tanto tiempo mirándolo...

—Te pregunto la verdadera razón de que lo compraras —insistió Julia.

Anthony se sentó en el sofá, mirando fijamente a su hija.

—Porque tenemos que hablar. Esperaba que nunca tuviéramos que tratar este tema, y reconozco que vacilé antes de abordarlo. De hecho, no me imaginaba ni remotamente que nuestra escapada nos pudiera llevar a ello y corriera el riesgo de verse comprometida, pues anticipo de antemano tu reacción; pero, puesto que las señales, como tú bien dices, me muestran el camino..., tengo entonces que confesarte una cosa.

—Déjate ya de rodeos y ve al grano —dijo Julia en tono cortante.

—Julia, me parece que Tomas no está lo que se dice muerto.

Adam sentía que se enfurecía por momentos. Había viajado sin equipaje para salir lo antes posible del aeropuerto, pero los pasajeros del vuelo 747 proveniente de Japón ya habían invadido las garitas de la aduana. Consultó su reloj. Calculaba, por la cola que se extendía ante sí, que pasarían al menos veinte minutos antes de que pudiera coger un taxi.

«Sumimasen!»
Justo en ese momento se le vino esa palabra a la memoria. Su homólogo en una editorial japonesa la empleaba tan a menudo que Adam había concluido que disculparse era probablemente una tradición nacional.
«Sumimasen,
discúlpeme», repitió diez veces, abriéndose paso entre los pasajeros del vuelo de la JAL; y, diez
Sumimasen
más tarde, Adam lograba mostrar su pasaporte al agente de las aduanas canadienses, que le estampó un sello y se lo devolvió en seguida. Haciendo caso omiso de la prohibición de utilizar los teléfonos móviles hasta la zona de recogida de equipajes, lo sacó del bolsillo de su chaqueta, lo encendió y marcó el número de Julia.

—Me parece que es la melodía de tu teléfono; debes de habértelo dejado en la habitación —dijo Anthony con voz incómoda.

—No cambies de tema. ¿Qué quieres decir exactamente con que «no está lo que se dice muerto»?

—Vivo sería un término que también podría aplicársele...

—¿Tomas está vivo? —preguntó Julia, que de pronto sentía que perdía el equilibrio.

Anthony asintió con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Por su carta; normalmente, la gente que ya no es de este mundo no puede escribir. Exceptuándome a mí, claro... No había caído, pero es otra cosa maravillosa...

—¿Qué carta? —quiso saber Julia.

—La que recibiste suya diez meses después de su terrible accidente. El matasellos era de Berlín, y su nombre figuraba en el reverso del sobre.

—Nunca recibí ninguna carta de Tomas. ¡Dime que no es verdad!

—No podías recibirla porque te habías ido de casa, y yo no podía hacértela llegar porque te habías marchado sin dejarme una dirección. Imagino que, pese a todo, esto será un buen motivo más que añadir a tu lista.

—¿Qué lista?

—La de las razones por las que me odiabas.

Julia se levantó y apartó la mesa del desayuno.

—Habíamos quedado en no hablar en pasado, ¿recuerdas? ¡Así que puedes conjugar esa última frase en presente! —gritó antes de salir del salón.

La puerta de su habitación se cerró con un portazo, y Anthony, que se había quedado solo en mitad del salón, se sentó en el lugar que ocupaba su hija un momento antes.

—¡Qué desperdicio! —murmuró, mirando el cestito de bollería.

Esta vez, en la zona de espera para coger un taxi, no había forma de colarse. Una mujer de uniforme indicaba a cada pasajero el vehículo que le era asignado. Adam tendría que esperar su turno. Volvió a marcar el número de Julia.

—¡Contesta o apágalo, es irritante! —dijo Anthony entrando en la habitación de Julia.

—¡Fuera de aquí!

—¡Julia! ¡Por Dios, fue hace casi veinte años!

—¿Y en casi veinte años nunca encontraste la ocasión de hablarme de ello? —le gritó.

—¡En veinte años no hemos tenido tú y yo muchas ocasiones de hablar! —contestó él con tono autoritario—. Y aun así, ¡no sé si lo habría hecho! ¿Para qué? ¿Para darte un pretexto más para interrumpir lo que habías empezado? Tenías tu primer empleo en Nueva York, un pequeño apartamento en la calle 42, un novio que daba clases de teatro, si no me equivoco, y otro más que exponía sus horribles cuadros en Queens, al que de hecho dejaste justo antes de cambiar de trabajo y de peinado, ¿o quizá fuera al revés?

—¿Y cómo estás al corriente de todo eso?

—Que mi vida nunca te haya interesado no quiere decir que yo no me las apañara siempre para estar al tanto de la tuya.

Anthony miró largo rato a su hija y regresó al salón. Ella lo llamó cuando estaba a punto de entrar por la puerta.

—¿La abriste?

—Nunca me he permitido leer tu correspondencia —le dijo sin volverse.

—¿La conservaste?

—Está en tu habitación, o sea, me refiero a la que ocupabas cuando vivías en casa. La guardé en el cajón del escritorio en el que estudiabas; pensé que era el lugar donde debía esperarte.

—¿Por qué no me dijiste nada cuando volví a Nueva York?

—¿Y por qué esperaste seis meses antes de llamarme cuando volviste a Nueva York, Julia? ¿Y lo hiciste porque te diste cuenta de que te había visto por el escaparate de esa tienda del Soho? ¿O fue porque, después de tantos años de ausencia, por fin empezabas a echarme un poquito de menos? Si crees que siempre he ganado la partida, te equivocas.

—¿Porque para ti era un juego?

—Espero que no: de niña se te daba muy bien romper tus juguetes.

Anthony dejó un sobre encima de su cama.

—Te dejo esto —añadió—. Desde luego debería haberte hablado de ello antes, pero no tuve la posibilidad de hacerlo.

—¿Qué es? —quiso saber Julia.

—Nuestros billetes para Nueva York. Se los he encargado esta mañana al recepcionista del hotel mientras dormías. Ya te lo he dicho, había anticipado tu reacción, y me imagino que nuestro viaje termina aquí. Vístete, coge tu bolso y reúnete conmigo en el vestíbulo. Voy a pagar la cuenta del hotel.

Anthony cerró la puerta sin hacer ruido al salir de su habitación.

La autopista estaba abarrotada, el taxi se desvió por la calle Saint-Patrick. También allí el tráfico era denso. El taxista le propuso volver a la 720 un poco más lejos y atajar por el bulevar Rene Lévesque. A Adam le traía sin cuidado el itinerario siempre que fuera el más rápido. El conductor suspiró, por mucho que su cliente se impacientara, él no podía hacer más. Dentro de treinta minutos llegarían a su destino, quizá menos si el tráfico mejoraba una vez que hubieran pasado la entrada a la ciudad. Y pensar que según algunos los taxistas no eran amables... Subió el volumen de la radio para poner fin a su conversación.

Ya se veía el tejado de una torre del barrio de negocios de Montreal, por lo que el hotel ya no quedaba muy lejos.

Con su bolso al hombro, Julia cruzó el vestíbulo y se dirigió con paso resuelto a la recepción. El empleado abandonó su mostrador para ir de inmediato a su encuentro.

—¡Señora Walsh! —dijo abriendo los brazos de par en par—. El señor la está esperando fuera, la limusina que les hemos llamado llega con un poco de retraso, hoy hay un tráfico de locos.

—Gracias —contestó Julia.

—Siento muchísimo, señora Walsh, que tengan que dejarnos antes de tiempo, espero que la calidad de nuestro servicio no tenga nada que ver con su partida, ¿verdad? —preguntó, contrito.

—¡Sus croissants son increíbles! —replicó Julia al instante—. ¡Y, de una vez por todas, no soy la señora, sino la señorita Walsh!

Salió del hotel y vio a Anthony, que la esperaba en la calle.

—La limusina ya no debería tardar..., anda, mira, ahí viene.

Una Lincoln negra aparcó justo a su altura. Antes de bajar para recibirlos, el conductor abrió el maletero desde dentro. Julia entró en el coche y se instaló en el asiento de atrás. Mientras el botones guardaba su equipaje, Anthony rodeó el vehículo. Un taxi tocó la bocina y no lo atropello de milagro.

—¡Hay que ver la gente, es que no mira! —exclamó furioso el taxista, aparcando en doble fila delante del hotel Saint-Paul.

Adam le tendió un puñado de dólares y, sin esperar el cambio, se precipitó hacia las puertas giratorias. Se presentó en la recepción y pidió que le pusieran con la habitación de la señorita Walsh.

Fuera, una limusina negra esperaba pacientemente a que un taxi tuviera a bien despejar el paso. El conductor del vehículo que le bloqueaba la salida estaba contando un fajo de billetes y no parecía tener ninguna prisa.

—El señor y la señora Walsh ya se han marchado del hotel —le contestó, afligida, la recepcionista a Adam.

—¿El señor y la señora Walsh? —repitió él, insistiendo mucho en la palabra «señor».

El empleado de mayor rango hizo un gesto de exasperación y se presentó a Adam.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —quiso saber, muy vehemente.

—¿Ha pasado la noche mi mujer en este hotel?

—¿Su mujer? —preguntó el empleado, lanzándole una mirada por encima del hombro.

La limusina seguía sin poder salir.

—¡La señorita Walsh!

—Sí, la señorita pasó la noche en este hotel, pero ya se ha marchado.

—¿Sola?

—No creo haberla visto acompañada —contestó el recepcionista, cada vez más incómodo.

Un concierto de bocinas hizo que Adam se volviera para mirar a la calle.

—¿Señor? —intervino el recepcionista para recuperar su atención—. ¿Podemos ofrecerle quizá un desayuno o un pequeño tentempié?

—¡Su empleada acaba de decirme que el señor y la señora Walsh se habían marchado del hotel! Eso suman dos personas, ¿estaba sola o no? —insistió Adam con tono firme.

—Nuestra colaboradora se habrá equivocado —afirmó el empleado, fulminándola con la mirada—, tenemos muchos clientes... ¿Desea tomar un té, o un café tal vez?

—¿Hace mucho que se ha marchado?

De nuevo, el recepcionista lanzó una mirada discreta a la calle. La limusina negra arrancaba por fin. Dejó escapar un suspiro de alivio al verla alejarse.

—Pues hace ya un buen rato, me parece —dijo—. ¡Tenemos zumos excelentes! Permítame que lo acompañe a nuestro salón de desayuno, será nuestro invitado.

13

No intercambiaron una sola palabra en todo el viaje. Julia tenía la nariz pegada a la ventanilla.

Cada vez que viajaba en avión, buscaba tu rostro entre las nubes, me imaginaba tus rasgos en esas formas que se estiraban en el cielo. Te había escrito cien cartas y recibido cien tuyas, dos por cada semana que pasaba. Nos habíamos jurado reencontrarnos en cuanto me fuera posible. Cuando no estudiaba, trabajaba para ganar lo necesario para volver algún día contigo. Hice de camarera en restaurantes, de acomodadora de cine, o simplemente de repartidora de propaganda; y cada gesto que realizaba, lo hacía pensando en la mañana en que por fin llegaría a Berlín, a ese aeropuerto en el que estarías esperándome.

¿Cuántas noches me dormí en tu mirada, en el recuerdo de la risa que nos entraba de repente por las calles de la ciudad gris? A veces tu abuela me decía, cuando me dejabas sola con ella, que no creía en nuestro amor. Que no duraría. Había demasiadas diferencias entre nosotros: yo, la chica del Oeste, y tú, el chico del Este. Pero cada vez que volvías y me abrazabas, la miraba por encima de tu hombro y le sonreía, segura de que no tenía razón. Cuando mi padre me hizo subir a la fuerza a ese coche que esperaba debajo de tus ventanas, grité tu nombre, hubiera querido que lo oyeras. La noche en que las noticias informaron del «incidente» de Kabul que se había cobrado la vida de cuatro periodistas, entre ellos uno alemán, supe en ese mismo instante que estaban hablando de ti. Se me heló la sangre. Y en ese restaurante en el que secaba vasos detrás de una vieja barra de madera, me desmayé. El presentador decía que vuestro vehículo había saltado por los aires al pisar una mina olvidada por las tropas soviéticas. Como si el destino hubiera querido alcanzarte, no dejarte jamás ir al encuentro de tu libertad. Los periódicos no precisaban nada más, cuatro víctimas, al mundo le basta con esa información; qué importa la identidad de los que mueren, qué importan sus vidas, los nombres de aquellos a los que dejan en la ausencia. Pero yo sabía que eras tú el alemán del que hablaban. Tardé dos días en conseguir dar con Knapp; dos días en los que no pude tragar bocado.

Y por fin me devolvió la llamada; por el timbre de su voz, comprendí al instante que había perdido a un amigo, y yo al hombre al que amaba. Su mejor amigo, decía sin cesar. Se sentía culpable de haberte ayudado a hacerte periodista; y yo, con el alma hecha pedazos, lo consolaba. Te había ayudado a ser quien querías ser. Le decía cuánto te reprochabas a ti mismo no haber sabido jamás encontrar las palabras para darle las gracias. Entonces Knapp y yo hablamos de ti, para que no nos abandonaras del todo. Fue él quien me dijo que nunca identificarían vuestros cuerpos. Un testigo contó que cuando la mina explotó, vuestro camión saltó por los aires. Trozos de chapa cubrían la calzada a decenas de metros a la redonda, y allí donde habíais muerto sólo quedaba un cráter abierto y una carcasa destrozada, testigos del absurdo de los hombres y de su crueldad. Knapp no se perdonaba haberte enviado allí, a Afganistán. Una sustitución de última hora, decía llorando. Ojalá no hubieras estado junto a él cuando buscaba a alguien para partir inmediatamente. Pero yo era consciente de que te había ofrecido el regalo más hermoso que podías esperar. Lo siento, lo siento, repetía Knapp entre hipidos, y yo, desesperada, era incapaz de derramar una sola lágrima, llorar me habría quitado un poco más de ti. No fui capaz de colgar, Tomas, dejé el auricular sobre la barra, me quité el delantal y salí a la calle. Eché a andar sin saber hacia adonde iba. A mi alrededor, la ciudad vivía como si nada hubiera pasado.

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