Las correcciones (6 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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Durante los quince primeros años de su vida adulta, la única experiencia de fracaso le vino de segunda mano. Su chica del
college
y de mucho después, Tori Timmelman, adepta del feminismo teórico, estaba tan en contra del sistema patriarcal de acreditaciones y su correspondiente calibración falométrica del éxito, que se negó a terminar su tesis (o no fue capaz de terminarla). Chip había crecido oyendo pontificar a su padre sobre el tema de los Trabajos de Mujer y los Trabajos de Hombre y lo importante que era mantener la diferencia entre unos y otros; por espíritu de corrección, siguió con Tori durante casi todo un decenio. Era él quien se ocupaba, casi por completo, de las tareas domésticas —lavar la ropa, limpiar, cocinar, cuidar del gato— en el pequeño apartamento que compartía con Tori. Se leyó por ella los textos de lectura complementaria y la ayudó a estructurar y volver a estructurar los capítulos de esa tesis que Tori, con la aceleración de la rabia, era incapaz de escribir. Sólo cuando el D—— College le ofreció un contrato de cinco años como profesor, con posibilidades de acceder a la titularidad (mientras Tori, que seguía sin doctorarse, aceptaba un contrato de dos años no renovables en una escuela de agricultura de Texas), logró Chip agotar por entero su reserva de culpabilidad masculina y seguir adelante con su vida.

Así, pues, cuando llegó a D—— era un hombre de treinta y tres años, muy promocionable y con un buen historial de publicaciones, y que, por añadidura, había recibido del rector del
college,
Jim Levitón, la casi completa garantía de que allí podría seguir hasta el final de su carrera docente. No había terminado el primer semestre cuando ya se estaba acostando con la joven historiadora Ruthie Hamilton y, jugando de compañero con Levitón, había conquistado para éste el campeonato de dobles del claustro de profesores que venía escapándosele desde hacía veinte años.

El D—— College, de prestigio elitista y mediano presupuesto, dependía para su supervivencia de los alumnos cuyos padres pudieran pagar matrícula completa. Con el propósito de atraerse a tales estudiantes, el
college
había construido un pabellón de recreo de treinta millones de dólares, tres cafeterías refinadas y un par de macizas «residencias» que, más que tales residencias, eran muy ilustrativas premoniciones de los hoteles en que los alumnos se alojarían en el bien remunerado porvenir que a cada uno de ellos iba a corresponderle. Había rebaños de sofás de cuero, y ordenadores en cantidad suficiente como para que ningún alumno potencial ni ninguna pareja de padres visitantes pudieran entrar en una habitación sin ver, como mínimo, un teclado disponible, incluso en el comedor y en el vestuario del campo de deportes.

Los profesores más novatos vivían en condiciones rayanas en la miseria. Chip tenía la suerte de disponer de una unidad de dos pisos, en un bloque de hormigón situado en Tilton Ledge Lane, en el lado oeste del campus. Su patio trasero daba a una corriente de agua que los regidores del
college
conocían por el nombre de Kyuper's Creek, pero que todo el mundo llamaba Carparts Creek, es decir, el riachuelo de las piezas usadas de automóvil. En la orilla de enfrente del riachuelo había una cenagosa extensión de terreno invadida por un cementerio de automóviles perteneciente al Departamento de Rehabilitación del Estado de Connecticut. El
college
llevaba veinte años presentando demandas ante la justicia estatal y federal, en un prolongado intento de proteger esa zona húmeda del «desastre» ecológico que le sobrevendría si era sometida a desecación y en ella levantaban una cárcel de mediana seguridad.

Cada mes o dos, mientras las cosas le fueron bien con Ruthie, Chip invitaba a cenar en Tilton Ledge a sus colegas y vecinos y algún que otro alumno precoz, sorprendiéndolos con langostinos, o asado de cordero, o venado con nebrina, y con postres de verdadero chiste viejo, como la fondue de chocolate. En ocasiones, a última hora de la noche, presidiendo una mesa en que se apiñaban como rascacielos de Manhattan las botellas vacías de vino californiano, Chip se sentía lo suficientemente seguro como para reírse de sí mismo, abrirse un poco y contar embarazosos relatos de su niñez en el Medio Oeste. Que su padre no sólo trabajaba largas horas en la Midland Pacific Railroad, sino que luego llegaba a casa y les leía cuentos a los niños y mantenía el jardín y la casa y despachaba un maletín entero de trabajo nocturno para la empresa, y encima encontraba tiempo para llevar un laboratorio metalúrgico muy completo en su propio sótano, donde le daban las tantas sometiendo aleaciones extrañas a tensiones químicas y eléctricas. Y que Chip, a los trece años, se enamoró perdidamente de los mantecosos metales alcalinos que su padre conservaba en queroseno, del cobalto cristalino y su tendencia a ruborizarse, del mercurio pechugón y pesado, de las llaves de paso de vidrio molido y del glacial ácido acético, hasta el punto de levantar su propio laboratorio juvenil a la sombra del de su padre. Y que su nuevo interés por la ciencia dejó encantados a Enid y Alfred, y que, alentado por ellos, puso todos sus esfuerzos en el empeño de conseguir un trofeo en la feria científica regional de St. Jude. Y que en la biblioteca municipal de St. Jude desenterró un trabajo sobre fisiología de las plantas lo suficientemente oscuro y lo suficientemente simple como para pasar por obra de un muy brillante alumno de octavo. Y que construyó un entorno controlado de madera contrachapada para cultivar avena y que primero fotografiaba los brotes con mucha minucia y luego no volvió a acordarse de ellos en varias semanas, y que cuando fue a pesar el semillero para medir los efectos del ácido giberélico en combinación con un
factor químico no identificado,
la avena se había convertido en una especie de limo seco y negruzco. Y que él, sin embargo, siguió adelante, asentando en papel graduado los resultados «correctos» del experimento, inventándose los pesos anteriores del semillero por medio de un hábil procedimiento aleatorio, y añadiendo luego los posteriores de modo que aquellos datos ficticios produjeran los resultados «correctos». Y que como ganador del primer puesto en la feria científica consiguió una Victoria Alígera de un metro de altura, chapada en plata, junto con la admiración de su padre. Y que, un año después, por la época en que su padre andaba en los trámites de registro de la primera de sus dos patentes (a pesar de las muchas cuentas pendientes que tenía con su padre, Chip siempre ponía especial cuidado en trasmitir a los demás comensales la idea de que Alfred era, a su modo, un auténtico gigante), Chip empezó a hacer como que estudiaba la población de aves migratorias en un parque situado cerca de unas tiendas de artículos para consumidores de drogas y en una librería y en casa de unos amigos con futbolín y billar. Y que en cierto barranco de ese parque encontró material pornográfico barato ante cuyas páginas deformadas por la humedad, una vez regresado a su casa, en aquel sótano donde él, a diferencia de su padre, nunca había llevado a cabo ningún experimento ni sentido el más leve atisbo de curiosidad científica, se pasaba las horas frotándose en seco la punta de la erección, sin que jamás se le ocurriera pensar que ese atroz desplazamiento perpendicular era precisamente lo que le suprimía el orgasmo (un detalle, éste, en el que tomaban especial placer sus invitados, muchos de los cuales estaban puestísimos en teorías homo), y que, como recompensa a su mendacidad y su abuso del propio cuerpo y su general pereza, le entregaron una segunda Victoria Alígera.

Envuelto en los vapores de la sobremesa, mientras atendía a sus muy complacientes colegas, Chip se sentía seguro en el convencimiento de que sus padres no habrían podido estar más equivocados con respecto a cómo era él y qué camino debía seguir en la vida. Durante dos años y medio, hasta el fiasco de Acción de Gracias en St. Jude, no tuvo problemas en el D—— College. Pero luego Ruthie lo abandonó, y una alumna de primero se precipitó, por así decirlo, a llenar el vacío que la otra acababa de dejar.

Melissa Paquette era la alumna más dotada de la clase de Introducción Teórica a la Narrativa de Consumo que Chip enseñaba durante su tercera primavera en D——. Melissa era una chica majestuosa y teatral de quien los demás alumnos tendían a mantenerse alejados, con desdén, porque no les gustaba, pero también porque ella siempre se sentaba en primera fila, justo enfrente de Chip. Tenía el cuello largo y los hombros anchos y no era exactamente lo que se dice guapa, sino más bien espléndida en lo físico. Tenía el pelo muy liso, color madera de cerezo, como los aceites de motor antes del uso. Siempre llevaba ropa comprada en tiendas de segunda mano, que más bien tendía a no sentarle bien: un traje sport de hombre, de cuadros escoceses, un vestido moda trapecio, de estampado Paisley, un mono gris, modelo mecánico de servicio oficial de reparaciones, con el nombre
Randy
bordado en el bolsillo pectoral izquierdo.

Melissa no soportaba a nadie que ella considerase tonto. Ya en la segunda clase de Narrativa de Consumo, mientras un tal Chad, un afable muchachito de pelo rastafari (en todas las clases de D—— había siempre, como mínimo, un afable muchachito de pelo rastafari), se empeñaba en resumir las teorías de Thorstein «Webern», Melissa sacó a relucir su sonrisa de suficiencia, buscando la complicidad de Chip. Ponía los ojos en blanco y articulaba «Veblen» con los labios y se agarraba el pelo. Al cabo de muy poco rato, Chip ya estaba prestando más atención a la consternación de Melissa que al discurso de Chad.

—Perdona, Chad —interrumpió ella al fin—. ¿No será Veblen?

—Vebern. Veblern. Eso estoy diciendo.

—No. Estás diciendo Webern. Y es Veblen.

—Veblern. Muy bien. Muchas gracias, Melissa.

Melissa sacudió la melena y se volvió de nuevo en dirección a Chip, una vez llevada a buen término su misión. No prestó atención a las miradas aviesas que le lanzaban los amigos y simpatizantes de Chad. Chip, en cambio, se situó en el rincón más alejado del aula, para disociarse de Melisa, y pidió a Chad que siguiera con su resumen.

Aquella misma tarde, a última hora, delante del cine estudiantil Hillard Wroth, Melissa se abrió paso a empujones entre la multitud para comunicarle a Chip que le estaba encantando Walter Benjamín. A Chip le pareció que se había colocado demasiado cerca. Demasiado cerca, también, se le colocó unos días más tarde, en la fiesta de recepción de Marjorie Garber. Recorrió a galope tendido el Parque de Lucent Technologies (antes Parque Sur) para depositar en manos de Chip uno de los trabajos semanales obligatorios del Curso de Narrativa de Consumo. Apareció de pronto a su lado en un aparcamiento con dos palmos de nieve y, con sus propias manos enfundadas en mitones y su considerable envergadura, ayudó a Chip a dejar el coche libre de nieve. Abrió un sendero con sus botas forradas de piel. No paró de dar golpéenos en la capa de hielo que cubría el parabrisas hasta que él la agarró de la mano y le quitó el rascador.

Chip había copresidido el comité encargado de redactar las muy restrictivas normas del
college
en lo tocante al trato entre profesores y alumnos. No había en estas normas nada que prohibiera a un alumno echarle una mano a un profesor para desembarazar su coche de nieve; y, por otra parte, Chip tenía plena confianza en su autocontrol, de modo que no había nada que temer. Poco tiempo después empezó a quitarse de en medio cada vez que veía a Melissa en el campus. No quería que acudiese a galope tendido y se le colocara demasiado cerca. Y cuando se sorprendió pensando si aquel color de pelo sería de bote, cortó de raíz tales lucubraciones. Nunca le preguntó si era ella quien había dejado unas rosas delante de la puerta de su despacho el día de san Valentín, ni quiso saber nada el día de Pascua, cuando le llegó una estatuilla de chocolate con la efigie de Michael Jackson.

En clase empezó a llamar a Melissa con menor frecuencia que a los demás alumnos, prestando especial atención a su némesis, el llamado Chad. Chip sabía, sin necesidad de mirarla, que Melissa estaba diciendo que sí con la cabeza, para marcar su comprensión y su solidaridad, mientras él desentrañaba algún pasaje especialmente arduo de Marcuse o Baudrillard. Melissa, por lo general, ignoraba a sus compañeros de clase, salvo cuando de pronto se daba la vuelta para manifestar su vehemente desacuerdo o sacar del error a alguien; sus compañeros, en correspondencia, bostezaban aparatosamente cada vez que ella levantaba la mano.

A fines de semestre, en un cálido viernes, Chip, al volver de su compra semanal, se encontró con que alguien había practicado actos vandálicos en la puerta de su casa. Tres de las cuatro farolas públicas que había en Tilton Ledge estaban fundidas, y la administración del
college,
evidentemente, estaba esperando a que se fundiera la cuarta para invertir en reposición de material consumible. A la escasa luz, Chip alcanzó a ver que alguien había encajado flores y ramitas —tulipanes, hiedra— en los agujeros de su putrefacta puerta mosquitera.

—Pero ¿qué es esto? —dijo—. Puedo acabar en la cárcel por tu culpa, Melissa.

Quizá dijera otras cosas antes de darse cuenta de que la entrada estaba alfombrada de tulipanes tronchados, otro acto de vandalismo, aún en marcha; y de que no se encontraba solo: de detrás de la mata de acebo que había junto a la puerta surgieron dos jóvenes muy risueños.

—¡Lo siento, lo siento! —dijo Melissa—. ¡Estaba usted hablando solo!

Chip prefirió creer que ella no había oído lo que acababa de decir, pero el caso es que el acebo no estaba ni a dos pasos de distancia. Metió la compra en la casa y encendió la luz. Con Melissa se encontraba Chad, el joven de los ricitos.

—Hola, profesor Lambert —dijo Chad, muy serio.

Llevaba puesto el mono gris de Melissa, y ella una camiseta
Libertad para Mumia Abu Jamal
que tal vez perteneciera a Chad. Melissa le tenía echado un brazo al cuello y se mantenía con la cadera encajada por encima de la del chico. Estaba arrebolada y sudorosa y muy excitada por alguna razón.

—Estábamos decorando su puerta —dijo.

—Pues, la verdad, Melissa, es un horror —dijo Chad, examinando la obra bajo la poca luz que había. De todos los ángulos colgaban tulipanes mustios. Las matas de hiedra tenían terrones en los peludos pies—. Resulta un poco exagerado llamar a esto «decoración».

—Es porque aquí no se ve nada —dijo ella—. ¿Qué pasa con la luz?

—No hay —dijo Chip—. Esto es el gueto de los bosques. Aquí es donde viven vuestros profesores.

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