Las correcciones (30 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
12.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

—A Jonah le encantaría —dijo Enid.

—Me encantaría
completamente
—dijo Jonah, echándose al coleto otra buena cucharada de helado—. Creo que resultarían las mejores Navidades de mi vida.

—Yo también lo creo —dijo Enid.

—Estamos en marzo —dijo Gary—. No se habla de las Navidades en marzo. ¿Os dais cuenta? Tampoco se habla de ellas en junio ni en agosto. ¿Os dais cuenta?

—Bueno —dijo Alfred, levantándose de la mesa—. Me voy a la cama.

—Yo voto por St. Jude en Navidades —dijo Jonah.

Lo de enrolar a Jonah directamente en su campaña y utilizar a un muchachito como punto de apoyo le pareció a Gary un truco muy rastrero por parte de Enid. Tras dejar a Jonah acostado, le dijo a su madre que las Navidades deberían ser ahora la última de sus preocupaciones.

—Papá ya no es capaz ni de instalar un interruptor —dijo—. Y tenéis una gotera en el piso de arriba y se está colando el agua en la parte de la chimenea…

—Adoro esta casa —dijo Enid, desde el fregadero de la cocina, mientras restregaba la sartén de las costillas de cerdo—. Papá lo único que tiene que hacer es cambiar un poco de actitud.

—Necesita medicación o tratamiento de choque —dijo Gary—. Y si tú quieres consagrar tu vida a su servicio, allá tú. Si quieres vivir en una casa vieja, con toda clase de peplas, tratando de mantenerlo todo como a ti te gusta, pues allá tú, también. Si quieres consumirte haciendo ambas cosas a la vez, no hay nada que yo pueda hacer. Pero no me pidas que planifique las Navidades en marzo, sólo para quedarte tranquila.

Enid colocó la sartén de las costillas, en posición vertical, sobre la encimera que había junto al ya atestado escurridor de platos. A Gary le constaba que su obligación era agarrar un trapo y ponerse a secar, pero el revoltijo de sartenes húmedas y platos y cubiertos de su cena de cumpleaños lo dejaba sin fuerzas. Secar todo aquello se le antojaba una tarea digna de Sísifo, como reparar todo lo que estaba estropeado en casa de sus padres. El único modo de evitar la desesperación era no involucrarse.

Se sirvió una copita de brandy, para dormir mejor, mientras Enid, como a puñaladas de infelicidad, arrancaba los restos de comida que el agua había adherido al fondo del fregadero.

—Según tú, ¿qué es lo que tendría que hacer? —preguntó.

—Vender la casa —dijo Gary—. Poneros mañana mismo en contacto con una agencia.

—¿Y mudarnos a uno de esos pisos modernos, con todas las cosas unas encima de otras? —Enid se sacudió de la mano, en la basura, los asquerosos fragmentos húmedos—. Cuando yo tengo que pasar el día fuera, Dave y Mary Beth invitan a papá a comer. A él le encanta, y yo me siento la mar de cómoda, sabiendo que está con ellos. El pasado otoño estaba en el jardín, plantando un tejo nuevo, y no conseguía arrancar el tocón del anterior, y entonces se presentó Joe Person con una piqueta, y se pasaron la tarde entera trabajando mano a mano.

—No debería ponerse a plantar tejos —dijo Gary, lamentando ya la escasez de su copa inicial—. No debería trabajar con piquetas. Apenas puede tenerse en pie.

—Sé muy bien que no podemos estar aquí para siempre, Gary. Pero quiero disfrutar de unas últimas Navidades en familia, verdaderamente como Dios manda. Y quiero…

—¿Te pensarías lo de la mudanza si pasásemos todos aquí las Navidades?

Una nueva esperanza dulcificó la expresión de Enid.

—¿Os pensaríais Caroline y tú lo de venir?

—No puedo prometer nada —dijo Gary—. Pero si con eso te vas a sentir más a gusto cuando pongas la casa en venta, desde luego que nos pensaríamos…

—Me encantaría que vinierais. Me encantaría.

—Pero tienes que ser realista, mamá.

—Vamos a dejar que pase este año —dijo Enid—, vamos a preparar las Navidades aquí, como quiere Jonah, y luego ya veremos.

Gary regresó a Chestnut Hill con un notable empeoramiento de su anhedonia. Como proyecto para el invierno, había estado destilando cientos de horas de vídeos caseros para recopilarlos en una cinta de dos horas, más manejable, una especie de Grandes Momentos de los Lambert de los que luego pudiera hacer buenas copias y tal vez enviarlos como tarjetas de Navidad. En la última fase de edición, según iba visionando una y otra vez sus escenas familiares preferidas y volviendo a sincronizar sus canciones preferidas
(Wilde Horses, Time After Time,
etc.), empezó a odiar las escenas y odiar las canciones. Y cuando, ya en el nuevo laboratorio fotográfico, puso la atención en los Doscientos Mejores Momentos de los Lambert, descubrió que tampoco le producía ningún placer la contemplación de imágenes estáticas. Se había pasado años dándole vueltas a la idea de los Grandes Momentos, pensando siempre que sería una especie de fondo mutuo perfectamente equilibrado y revisando una y otra vez, con gran satisfacción, las imágenes que a su entender mejor encajaban en el proyecto. Ahora se preguntaba a quién pretendía impresionar con esas imágenes. ¿A quién pretendía convencer, además de a sí mismo, y de qué? Sintió el extraño impulso de quemar sus viejas fotos preferidas. Pero su vida entera estaba estructurada como corrección o enmienda de la vida de su padre, y Caroline y él hacía mucho tiempo que habían llegado a la conclusión de que Alfred estaba clínicamente deprimido, y, dado que la depresión clínica tiene bases genéticas y es, en lo sustancial, hereditaria, Gary no tenía más remedio que seguir plantando cara a la anhedonia, seguir apretando los dientes, seguir haciendo todo lo posible por
divertirse.

Se despertó con una erección apremiante y con Caroline junto a él en las sábanas.

La lámpara de su mesilla de noche seguía encendida, pero, por lo demás, la habitación estaba a oscuras. Caroline yacía en postura de sarcófago, de espaldas sobre el colchón y con una almohada bajo las rodillas. Por las alambreras del dormitorio se filtraba el aire fresco y húmedo de un verano que empezaba a fatigarse. Ningún viento agitaba las hojas del sicomoro cuyas ramas abajeras colgaban frente a las ventanas.

En la mesilla de noche de Caroline había una ejemplar en tapa dura de
Término medio: Cómo ahorrarles a tus hijos la adolescencia que TÚ tuviste
(Caren Tamkin, Doctora en Filosofía, 1998).

Parecía dormida. Su largo brazo, sin flaccidez alguna, gracias a las sesiones de natación en el Cricket Club, tres veces por semana, descansaba a su lado. Gary miró su naricilla, su boca grande y roja, la pelusa rubia y el brillo sin gracia del sudor en el labio superior, la porción decreciente de piel muy clara que quedaba expuesta entre el borde de la camiseta y el elástico de sus viejos shorts de gimnasia del Swarthmore College. El pecho más cercano a Gary presionaba contra el interior de la camiseta, y la definición carmín del pezón quedaba levemente visible a través del tejido dilatado de la camiseta…

Cuando extendió la mano y le alisó el cabello, el cuerpo entero de Caroline saltó como si le hubieran aplicado un desfibrilador.

—¿Qué pasa? —dijo él.

—La espalda me está matando.

—Hace una hora te estabas riendo y te encontrabas estupendamente. ¿Ahora te vuelve a doler?

—Se me está pasando el efecto del Motrin.

—Una misteriosa resurgencia del dolor.

—No me has dicho ni una sola palabra cariñosa desde que me empezó a doler la espalda.

—Porque es mentira que te duela tanto —dijo Gary.

—Dios mío. ¿Otra vez?

—Dos horas de fútbol y de hacer el gamberro bajo la lluvia no son el problema. El problema es que suene el teléfono.

—Sí —dijo Caroline—, porque tu madre se niega a gastarse diez centavos en dejar un mensaje. Tiene que dejarlo sonar tres veces, y colgar, y volver a dejarlo sonar tres veces, y colgar, y…

—No tiene nada que ver con nada que hayas hecho tú —dijo Gary—. ¡Es mi madre! Vino en una alfombra mágica y te pegó un golpe en la espalda, porque quiere que sufras.

—Después de pasarme la tarde oyendo sonar el teléfono y dejar de sonar y volver a sonar, tengo los nervios destrozados.

—Caroline, te vi cojear
antes de meterte en la casa.
Vi la cara que ponías. No me digas que no te estaba doliendo antes.

Ella negó con la cabeza.

—¿Sabes lo que pasa?

—¡Y luego te pones a escuchar!

—¿Sabes lo que pasa?

—Te pones a escuchar por el único teléfono libre de la casa, y tienes la cara dura de decirme…

—Gary, estás deprimido. ¿No te das cuenta?

Él se rió.

—No lo creo.

—Estás melancólico y suspicaz y obsesivo. Vas por ahí con cara de pocos amigos. No duermes bien. No disfrutas con nada.

—Estás cambiando de tema —dijo él—. Mi madre llamó porque tiene una propuesta razonable para las Navidades.

—¿Razonable? —Caroline lanzó ahora una carcajada—. Se vuelve majareta en cuando salen a relucir las Navidades. Es una lunática, Gary.

—Anda allá, Caroline. De veras.

—¡Lo digo en serio!

—De verdad. Caroline. Van a vender la casa muy pronto y además quieren que les hagamos una última visita, antes de morirse, Caroline, antes que mueran
mis padres.

—Siempre hemos estado de acuerdo en esa cuestión. Siempre hemos dicho que cinco personas que llevan una vida llena de ocupaciones no tienen por qué meterse en un avión, en plena temporada alta de vacaciones, para que dos personas sin nada que hacer en este mundo no tengan que desplazarse hasta aquí. Y con muchísimo gusto los he…

—Una leche, con muchísimo gusto.

—Hasta que, de pronto, ¡las reglas cambian!

—No los has tenido aquí con muchísimo gusto, para nada, Caroline. Hemos llegado a un punto en que ni siquiera les apetece estar aquí más de cuarenta y ocho horas.

—¡Será por culpa mía!

Dirigía sus gestos y sus expresiones faciales, de un modo un poco siniestro, al cielorraso.

—Lo que no te entra en la cabeza, Gary, es que ésta es una familia emocionalmente sana. Yo soy una madre llena de amor y llena de comprensión. Tengo tres hijos inteligentes, creativos y emocionalmente sanos. Si tú crees que hay un problema en esta casa, más vale que te eches un vistazo a ti mismo.

—Estoy haciendo una propuesta razonable —dijo Gary—, y tú me sales con que estoy «deprimido».

—O sea que ni siquiera se te ha pasado por la cabeza.

—En cuanto saco a colación las Navidades, estoy deprimido.

—En serio, ¿me estás diciendo que ni siquiera se te ha pasado por la cabeza, en los seis últimos meses, la posibilidad de que tengas un problema clínico?

—Caroline, es una grave muestra de hostilidad decirle a otra persona que está loca.

—No, si esa persona tiene un problema clínico en potencia.

—Mi propuesta es que vayamos a St. Jude —dijo él—. Si te niegas a que hablemos del asunto como personas hechas y derechas, tomaré yo solo la decisión.

—¿Ah sí? —Caroline emitió un sonido de desprecio—. Puede que Jonah se vaya contigo. Pero a ver cómo convences a Aaron y a Caleb de que se metan en el avión. No tienes más que preguntarles dónde quieren pasar las Navidades.

Sólo tienes que preguntarles con qué equipo juegan.

—Pues estaba yo en la idea de que somos una familia —dijo Gary— y hacemos las cosas juntos.

—Eres tú quien está tomando decisiones unilaterales.

—Dime que éste no es un problema de los que liquidan un matrimonio.

—Eres tú quien ha cambiado.

—Porque no, Caroline, esto es, no, esto es ridículo. Hay muy buenas razones para que hagamos una excepción, por una vez, este año.

—Estás deprimido —dijo ella—, y quiero que vuelvas a mí. Estoy harta de vivir con un anciano deprimido.

Gary, por su parte, quería que volviese a él la Caroline que sólo unas noches antes se le había abrazado vigorosamente en la cama, al estallar una fuerte tormenta. La Caroline que se le echaba en los brazos nada más entrar en la habitación. La chica casi huérfana cuyo más ferviente deseo era jugar en
su
equipo.

Pero también era cierto que siempre le había gustado mucho lo dura que podía ser, lo poco que se parecía a los Lambert, la escasa comprensión que manifestaba hacia su familia. A lo largo de los años había ido recogiendo ciertas observaciones hechas por ella, en una especie de Decálogo Personal, Las Diez Mejores Frases de Caroline, y solía utilizar esa recopilación para reforzar sus propias actitudes y añadirles sustancia:

1.
No te pareces en nada a tu padre.

2.
No tienes que pedir perdón por comprarte un BMW.

3.
Tu padre abusa emocionalmente de tu madre.

4.
Me gusta el sabor de tu semen.

5.
El trabajo es la droga que echó a perder la vida de tu padre.

6.
¡Vamos a comprar las dos cosas!

7.
Tu familia tiene una relación patológica con la comida.

8.
Eres un hombre increíblemente guapo.

9.
Denise está celosa de lo que tienes.

10.
No hay absolutamente nada útil en el sufrimiento.

Llevaba años y años suscribiendo ese credo, se había sentido profundamente deudor de Caroline por cada una de las frases, y ahora empezaba a preguntarse qué era lo que había de cierto en ellas. Quizá nada.

—Mañana por la mañana llamaré a la agencia de viajes —dijo.

—Hazme caso —le replicó Caroline de inmediato—: más vale que llames al doctor Pierce, en vez de tanto llamar a la agencia. Necesitas hablar con alguien.

—Necesito a alguien que diga la verdad.

—¿Quieres la verdad? ¿Quieres que te diga por qué no voy?

Caroline se sentó en la cama, adoptando el extraño ángulo que su dolor de espaldas requería.

—¿De verdad quieres saberlo?

A Gary se le cerraron los ojos. Los grillos del exterior sonaban como agua corriendo sin fin por las cañerías. De la distancia llegó un rítmico ladrido de perro, como el ruido que hace una sierra en su trayectoria descendente.

—La verdad —dijo Caroline— es que cuarenta y ocho horas a mí me parece bastante bien. No quiero que mis hijos recuerden las Navidades como una época en que todo el mundo la emprende a gritos con todo el mundo. Lo cual, a estas alturas, parece básicamente inevitable. Tu madre entra por las puertas llevando a cuestas el equivalente de trescientos sesenta días de manía navideña, porque lleva obsesionada con el asunto desde enero; y luego, por supuesto,
¿Dónde está la figurita del reno hecha en Austria? ¿No os gusta? ¿No la ponéis? ¿Dónde está? ¿Dónde está la figurita del reno hecha en Austria?
Tiene sus manías de comida, sus manías de dinero, sus manías de ropa, y tiene diez maletas de equipaje, todo lo cual, hasta hace bien poco, a mi marido sí que le parecía un problema, pero ahora, de pronto, sin previo aviso, se pone de su parte. Ahora habrá que poner la casa patas arriba buscando una figurita cursi de tienda de souvenir que no vale ni trece dólares, pero que tiene un enorme valor sentimental para tu madre…

Other books

What Movies Made Me Do by Susan Braudy
Jaylin's World by Brenda Hampton
Discovering Sophie by Anderson, Cindy Roland
MERMADMEN (The Mermen Trilogy #2) by Mimi Jean Pamfiloff
Dancing for Her Demon by Cynthia Sax
Jumpers by Tom Stoppard