Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online
Authors: Mark Twain
Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico
Le interrumpo y digo:
—Están en una situación horrible, y...
—¿Quiénes?
—Pues padre y madre y mi hemanita y la señorita Hooker, y si fuera usted allí con su transbordador...
—¿Adónde? ¿Dónde están?
—En el barco que ha naufragado.
—¿Qué barco?
—Pues el único que hay.
—¿Cómo? ¿No te referirás al
Walter Scott?
—Sí.
—¡Cielo santo! ¿Qué hacen ahí, por el amor de Dios?
—Bueno, no fueron a propósito.
—¡Seguro que no! Pero, Dios mío, ¡si no tienen ni una oportunidad si no se marchan a toda velocidad! Pero, ¿cómo diablos se han metido en eso?
—Es muy fácil. La señorita Hooker estaba de visita allá en el pueblo...
—Sí, en el desembarcadero de Booth... sigue.
—Estaba allí de visita en el desembarcadero de Booth y justo a media tarde se puso en marcha con su negra en el transbordador de caballos para pasar la noche en casa de su amiga, la señorita como se llame —no lo recuerdo—, y perdieron el timón y empezaron a dar vueltas y bajaron flotando, de popa, y se quedaron enganchadas en el barco naufragado, y el del transbordador y la negra y los caballos se perdieron, pero la señorita Hooker se agarró y se subió al barco. Bueno, como una hora después llegamos nosotros en nuestra gabarra de mercancías y estaba tan oscuro que no vimos el barco hasta que chocamos con él y nos quedamos enganchados, pero nos salvamos todos salvo Bill Whipple, con lo bueno que era... casi hubiera preferido ser yo, de verdad.
—¡Por Dios! Es lo más raro que he oído en mi vida. Y entonces, ¿qué hicisteis?
—Bueno, gritamos y armamos mucho ruido, pero ahí el río es tan ancho que no nos oía nadie. Así que padre dijo que alguien tenía que ir a la costa a buscar ayuda. Yo era el único que sabía nadar, por eso me vine, y la señorita Hooker dijo que si no encontraba ayuda antes, que viniese aquí a buscar a su tío, que él lo arreglaría todo. Llegué a tierra una milla más abajo y vengo andando desde entonces, tratando de que la gente haga algo, pero todos dicen: «¿Qué? ¿con una noche así y con esta corriente? No tiene sentido; vete a buscar el transbordador de vapor». Si quisiera usted ir y...
—Por Dios que me gustaría y, dita sea, no sé si voy a ir, pero, ¿quién diablo lo va a pagar? ¿Crees que tu papá...?
—Bah, eso está arreglado. La señorita Hooker dijo que su tío Hornback...
—¡Diablos! ¿Ése es tío suyo? Mira, ve a esa luz que ves allá y gira al oeste al llegar, y aproximadamente un cuarto de milla después llegas a la taberna; diles que te lleven a toda prisa a casa de Jim Hornback y que él lo pagará todo. Y no pierdas el tiempo, porque querrá tener la noticia. Dile que tendré a su sobrina a salvo antes de que él pueda llegar al pueblo. Ahora vete rápido; voy ahí a la vuelta a despertar a mi maquinista.
Salí hacia la luz, pero en cuanto él se dio la vuelta retrocedí, me metí en el bote, achiqué el agua y luego me introduje en la parte tranquila del río a unas seiscientas yardas y me escondí entre algunos botes de madera, porque no podía quedarme tranquilo hasta ver que el transbordador se ponía en marcha. Pero, en general, me sentía bastante bien por haberme preocupado tanto de la banda, aunque mucha gente no lo hubiera hecho. Ojalá lo hubiera sabido la viuda. Pensé que estaría orgullosa de mí por ayudar a aquellos sinvergüenzas, porque los sinvergüenzas y los tramposos son la gente por la que más se interesan la viuda y la gente buena.
Bueno, en seguida apareció el barco naufragado, todo oscuro y apagado, que iba deslizándose a la deriva. Me recorrió el cuerpo un sudor frío y me dirigí hacia él. Estaba muy hundido, y al cabo de un momento vi que no había muchas posibilidades de que quedara nadie vivo a bordo. Le di una vuelta entera y grité un poco, pero no respondió nadie; había un silencio sepulcral. Me sentí un poco triste por los de la banda, aunque no mucho, pues calculé que si ellos podían aguantarlo yo también.
Entonces va y aparece el transbordador, así que me fui hacia la mitad del río, en una larga deriva aguas abajo, y cuando me pareció que ya no se me podía ver levanté los remos para mirar hacia atrás y vi que el transbordador daba vueltas y buscaba en torno al barco los restos de la señorita Hooker, porque el capitán sabría que su tío Hornback querría verlos, y después en seguida el transbordador abandonó y se dirigió a la costa; yo me puse a mi trabajo y bajé a toda velocidad por el río.
Me pareció que pasaba muchísimo tiempo hasta ver la luz de Jim, y cuando por fin apareció daba la sensación de estar a mil millas. Cuando llegué, el cielo estaba empezando a ponerse un poco gris hacia el este, así que nos dirigimos hacia una isla y escondimos la balsa, hundimos el bote, nos acostamos y nos quedamos dormidos como troncos.
D
ESPUÉS
, cuando nos levantamos, miramos en qué consistía el botín que había robado la banda en el barco naufragado y encontramos botas y mantas y ropa y toda clase de cosas distintas, un montón de libros y un catalejo y tres cajas de cigarros. Ninguno de los dos habíamos sido nunca así de ricos en la vida. Los cigarros eran de primera. Nos pasamos todo el principio de la tarde en el bosque, charlando, y yo leyendo los libros y en general pasándolo bien. Le conté a Jim todo lo ocurrido en el barco y en el transbordador y dijo que esas cosas eran aventuras, pero que no quería más. Dijo que cuando yo me metí en la cubierta superior y él se volvió a rastras a la balsa y vio que había desaparecido casi se muere, porque pensó que pasara lo que pasara para él ya había acabado todo, pues si no se salvaba se ahogaría, y si se salvaba el que lo viera lo devolvería a casa para cobrar la recompensa y entonces seguro que la señorita Watson lo vendía en el Sur. Bueno, tenía razón; casi siempre tenía razón; tenía una cabeza de lo más razonable para un negro.
Le leí a Jim muchas cosas sobre reyes y duques y condes y todo eso, y lo bien que se vestían y lo elegantes que se ponían y cómo se llamaban unos a otros «su majestad», «su señoría», «su excelencia» y todo eso, en lugar de «señor», y a Jim se le salían los ojos y estaba muy interesado. Va y dice:
—No sabía que había tantos. Casi nunca había oído hablar de ellos, más que del viejo aquel del rey Salamón, sin contar los reyes de la baraja. ¿Cuánto cobra un rey?
—¿Cobrar? —digo yo—; pues lo menos mil dólares al mes si quieren; pueden llevarse lo que quieran; todo es suyo.
—Estupendo, ¿no? Y ¿qué tienen que hacer, Huck?
—¡No hacen nada! ¡Qué cosas dices! Están ahí y nada más.
—No; ¿de verdad?
—Pues claro que sí. No hacen más que estar ahí, salvo a lo mejor cuando hay guerra; entonces se van a la guerra, o si no van de caza. Sí, con halcones y todo eso... ¡Shhh! ¿no has oído un ruido?
Salimos del bosque a mirar, pero no había nada más que el paleteo de la rueda de un buque de vapor a lo lejos, que daba la vuelta a la punta, así que volvimos.
—Si —dije—, y otras veces, cuando las cosas están aburridas, se meten con el Parlamento, y si no hacen las cosas como quieren ellos, les cortan la cabeza. Pero donde más tiempo pasan es en el harén.
—¿En el qué?
—En el harén.
—¿Qué es el harén?
—Donde tienen a sus mujeres. ¿No sabes lo que es el harén? Salomón tenía uno donde había por lo menos un millón de mujeres.
—Pues es verdad; me... me se había olvidado. Un harén es una pensión, supongo. Seguro que en el cuarto de los niños hay mucho jaleo. Y seguro que las mujeres se pelean mucho, de forma que hay más jaleo. Pero dicen que el Salamón era el hombre más sabio que ha vivido. Yo no me lo acabo de creer, porque, ¿para qué iba un tío tan sabio a querer vivir en medio de todo aquel escándalo? No... seguro que no. Un hombre sabio se haría construir una fábrica de calderas y entonces podría apagarlo todo cuando quisiera descansar.
—Bueno, pero en todo caso fue el hombre más sabio del mundo, porque me lo ha dicho la viuda, nada menos.
—Me da igual lo que haya dicho la viuda; no era tan sabio. Se le ocurrían algunas de las ideas más raras que he oído en mi vida. ¿Sabes lo del niño que quería partir en dos?
—Sí, la viuda me lo contó.
—¡Pues entonces! ¿No te parece la idea más idiota del mundo? No tienes más que pensarlo medio minuto. Ese tronco de allá, ése es una de las mujeres; ése eres tú, el otro tronco; yo soy Salamón, y ese billete de un dólar es el niño. Los dos lo queréis. ¿Qué hago yo? ¿Voy a buscar entre los vecinos para ver de quién es el billete y dárselo al dueño, como es normal, como haría cualquiera que tuviese la menor idea? No; voy y rompo el billete en dos y te doy una mitad a ti y la otra a la mujer. Eso es lo que iba a hacer el Salamón con el niño. Y lo que yo te digo: ¿De qué vale a naide medio billete? No se puede comprar nada con eso. ¿De qué vale medio niño? Yo no daría nada por un millón de medios niños.
—Pero, dita sea, Jim, es que no entiendes nada... Dita sea, es que no te enteras.
—¿Quién? ¿Yo? Vamos. No me vengas diciendo a mí que no lo entiendo. Creo que entiendo lo que es sentido común y lo que no. Y el hacer una cosa así no tiene sentido. La pelea no era por medio niño; la pelea era por un niño entero, y el hombre que crea que puede solucionar una pelea por un niño entero con medio niño es que no sabe lo que es la vida. No me hables a mí del tal Salamón, Huck. Ya he visto yo a muchos así.
—Pero te digo que no lo entiendes.
—¡Dale con que no lo entiendo! Yo entiendo lo que entiendo. Y, entérate, lo que hay que entender de verdad es más complicado; mucho más complicado. Es cómo criaron al Salamón. Piénsalo: un hombre tiene sólo uno o dos hijos; ¿va ese hombre a andar partiéndoles en dos? No, ni hablar; no se lo puede permitir. Él sabe apreciarlos. Pero un hombre que tiene cinco millones de hijos por toda la casa, ése es diferente. A ése le da igual partir en dos a un niño que a un gato. Quedan muchos más. Un niño o dos más o menos no le importaban nada al Salamón, ¡maldito sea!
Nunca he visto un negro así. Se le metía una cosa en la cabeza y ya no había forma de sacársela. Nunca he visto a un negro que le tuviera tanta manía a Salomón. Así que me puse a hablar de otros reyes y dejé en paz a ése. Le hablé de Luis XVI, al que le cortaron la cabeza en Francia hacía mucho tiempo, y de su hijo pequeño, el delfín, que habría sido rey, pero se lo llevaron y lo metieron en la cárcel y algunos dicen que allí se murió.
—Pobrecito.
—Pero otros dicen que se escapó y que vino a América.
—¡Eso está bien! Pero se sentirá muy solo... Aquí no hay reyes, ¿verdad, Huck?
—No.
—Entonces no puede conseguir trabajo. ¿Qué va a hacer?
—Bueno, no sé. Algunos se hacen policías y otros enseñan a la gente a hablar francés.
—Pero, Huck, ¿es que los franceses no hablan como nosotros?
—No, Jim; tú no entenderías ni una palabra de lo que dicen... ni una sola palabra.
—Bueno, ¡queme cuelguen! ¿Porqué?
—No lo sé, pero es verdad. He visto en un libro algunas de las cosas que dicen. Imagínate que viene un hombre y te dice «parlé vu fransé»; ¿qué pensarías tú?
—No pensaría nada; le partiría la cara; bueno, si no era blanco. A un negro no le dejaría que me llamara eso.
—Rediez, no te estaría llamando nada. No haría más que preguntarte si sabes hablar francés.
—Bueno, entonces, ¿por qué no lo dice?
—Pero si es lo que está diciendo. Así es como lo dicen los franceses.
—Bueno, pues es una forma ridícula de decirlo y no quiero seguir hablando de eso. No tiene sentido.
—Mira, Jim; ¿hablan los gatos igual que nosotros?
—No, los gatos no.
—Bueno, ¿y las vacas?
—No, las vacas tampoco.
—¿Hablan los gatos igual que las vacas o las vacas igual que los gatos?
—No.
—Lo natural y lo normal es que hablen distinto, ¿no?
—Claro.
—¿Y no es natural ni normal que los gatos y las vacas hablen distinto de nosotros?
—Hombre, pues claro que sí.
—Bueno, entonces, ¿por qué no es natural y normal que un francés hable diferente de nosotros? Contéstame a ésa.
—Huck, ¿son los gatos iguales que los hombres?
—No.
—Bueno, entonces, no tiene sentido que los gatos hablen igual que los hombres. ¿Son las vacas iguales que los hombres? ¿O son las vacas iguales que los gatos?
—No, ninguna de las dos cosas.
—Bueno, entonces no tienen por qué hablar como los hombres o los gatos. ¿Son hombres los franceses?
—Sí.
—¡Pues entonces! Dita sea, ¿por qué no hablan igual que los hombres? Contéstame tú a ésa.
Vi que no tenía sentido seguir gastando saliva: a los negros no se les puede enseñar a discutir. Así que lo dejé.
C
ALCULAMOS QUE
en tres noches arribaríamos a El Cairo, al final de Illinois, donde llegan las aguas del río Ohio, y eso era lo que buscábamos. Venderíamos la balsa y tomaríamos un barco de vapor para remontar el Ohio hasta los estados libres, y ahí ya no tendríamos problemas.
Bueno, como a la segunda noche empezó a bajar la niebla y fuimos a buscar una barra de arena donde amarrar, porque era inútil seguir adelante con la niebla; pero cuando me adelanté a remo en la canoa, con la cuerda para amarrar, no había más que unos tronquitos. Eché la cuerda a uno de ellos, justo junto al reborde de la orilla, pero allí la corriente era muy fuerte y la balsa bajaba a tanta velocidad que lo arrancó de raíz y siguió adelante. Vi que la niebla se hacía más densa y me sentí tan mal y tan asustado que no pude moverme durante casi medio minuto, según me pareció, y entonces ya no se veía la balsa; no se veía más allá de veinte yardas. Salté a la canoa y corrí a popa, agarré el remo y di una paletada, pero no se movía. Tenía tanta prisa que no la había desamarrado. Me puse en pie y traté de desamarrarla, pero estaba tan nervioso que me temblaban las manos de forma que casi no podía hacer nada con ellas.
En cuanto logré ponerme en marcha, me puse a perseguir la balsa a toda velocidad, directamente hacia la barra de arena. Aquello estaba bien pensado, pero la barra no mediría ni sesenta yardas de largo, y en cuanto la dejé atrás me metí en medio de aquella niebla blanca y densa sin tener ni la menor idea de adónde iba.
Pensé que no valía la pena remar; sabía que a las primeras de cambio iba a encallar en la orilla o en una barra de arena o algo así; me quedé inmóvil dejando que la canoa bajase a la deriva, pero se pone uno muy nervioso cuando no tiene nada que hacer con las manos en un momento así. Pegué un grito y escuché. A lo lejos, no sé dónde, oí otro grito apagado y me animé algo. Fui allá a toda velocidad, escuchando atento por si lo volvía a oír. La siguiente vez que lo oí, vi que no me dirigía hacia él, sino hacia su derecha, y a la próxima hacia su izquierda, y tampoco avanzaba mucho, porque yo iba dando vueltas de acá para allá, mientras que aquella voz bajaba recta todo el tiempo.