Las aventuras de Arthur Gordon Pym (23 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Las aventuras de Arthur Gordon Pym
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Capítulo XXII

Nuestra situación, tal como se nos presentó entonces, apenas era menos aterradora que cuando creímos estar enterrados para siempre. No veíamos ante nosotros más perspectivas que la de ser inmolados por los salvajes, o la de arrastrar una existencia miserable de cautividad entre ellos. Ciertamente, podíamos ocultarnos por un tiempo a su observación entre la fragosidad de los montes o, como último recurso, en el barranco de donde acabábamos de salir; pero moriríamos de frío y de hambre durante el largo invierno polar, o seríamos descubiertos últimamente al esforzarnos por llegar hasta los indígenas.

La comarca entera parecía hormiguear de salvajes, cuyas multitudes, que percibíamos ahora, habían llegado desde las islas hasta la parte sur en balsas nuevas, sin duda con el propósito de prestar su ayuda en la captura y saqueo de la Jane. El barco permanecía aún tranquilamente anclado en la bahía, pues los de a bordo no parecían darse cuenta en absoluto de que les amenazase ningún peligro. ¡Cómo ansiábamos en aquel momento estar con ellos, para llevar a cabo su fuga, o para morir con ellos al intentar defenderlos! No veíamos ninguna posibilidad de advertirles del peligro sin provocar nuestra muerte inmediata, sin tener siquiera la remota esperanza de hacerles un beneficio. Un disparo de pistola habría bastado para informarles que había ocurrido algo malo; pero este aviso podía no hacerles comprender que su única perspectiva de salvación consistía en levar anclas en seguida, ni decirles que ningún principio de honor les obligaba ahora a quedarse, puesto que sus compañeros ya no se contaban entre los vivos. Aunque oyesen la descarga, no por eso iban a encontrarse mejor preparados para enfrentarse con el enemigo, que estaba ahora dispuesto al ataque, mucho más de lo que lo habían estado. Por eso, ningún bien, y sí un daño infinito, podía resultar de nuestro disparo, y, tras madura reflexión, nos abstuvimos de hacerlo.

Nuestra idea inmediata fue intentar precipitarnos hacia el barco, apoderarnos de una de las cuatro canoas que estaban a la entrada de la bahía, y abrirnos paso a la fuerza hasta la goleta. Pero la absoluta imposibilidad de conseguirlo mediante esta tarea desesperada se nos hizo evidente en seguida. La comarca, como he dicho antes, hormigueaba literalmente de nativos, acechando entre los arbustos y escondrijos de las colinas de modo que no fuesen vistos desde la goleta. Especialmente en nuestras más próximas cercanías, y cerrando la única senda por la que podíamos esperar alcanzar la orilla en su punto adecuado, estaba apostada toda la banda de los guerreros de pieles negras, con Too-wit a su cabeza, y al parecer esperando tan sólo algún refuerzo para emprender el abordaje de la Jane. También las canoas que se hallaban a la entrada de la bahía estaban tripuladas por salvajes, desarmados, es cierto, pero teniéndolas, sin duda, al alcance de la mano. Por tanto, nos vimos obligados, a pesar de nuestro buen deseo, a quedarnos en nuestro escondrijo, como simples espectadores del conflicto que pronto se entabló.

Al cabo de una media hora vimos sesenta o setenta balsas, o barcas planas, con batangas, llenas de salvajes que doblaban la punta sur de la bahía. No parecían tener más armas que unas mazas cortas y piedras amontonadas en el fondo de las balsas. Acto seguido, otro destacamento, aún más numeroso, apareció en dirección opuesta y con armas similares. También las cuatro canoas se llenaron rápidamente de nativos, que salían de entre los arbustos, a la entrada de la bahía, avanzando con celeridad, para unirse a los otros grupos. Así, en menos tiempo del que he tardado en decirlo, y como por arte de magia, la Jane se vio cercada por una inmensa multitud de malhechores evidentemente resueltos a apresarla a toda costa.

Que lo conseguirían, era cosa que no podíamos dudar ni por un instante. Los seis hombres que habíamos dejado en el barco, aunque luchasen resueltamente en su defensa, eran en conjunto pocos para el manejo adecuado de los cañones o para sostener un combate en tales circunstancias de desigualdad. Difícilmente podía imaginar que opondrían resistencia alguna; pero en esto me equivocaba, pues vi en seguida que recogían el cable, y presentando el costado de estribor, de modo que la andanada cayese sobre las canoas, que estaban entonces a tiro de pistola, pues las balsas estaban como a un cuarto de milla a sotavento. Debido a alguna causa desconocida, pero muy probablemente a la agitación de nuestros pobres amigos al verse en situación tan desesperada, la descarga falló por completo. Ni una canoa fue alcanzada ni un solo salvaje herido, pues al quedarse el disparo corto hicieron fuego de rebote sobre sus cabezas. El único efecto que produjo en ellos fue de asombro ante el humo y la inesperada detonación, asombro tan excesivo, que por unos momentos llegué a pensar que iban a abandonar de lleno su propósito y volverse a la orilla. Y es lo más probable que lo hubieran hecho, si nuestros hombres hubiesen sostenido la andanada con una descarga de fusilería. Pues así, como las canoas estaban próximas a ellos, no hubieran dejado de causar alguna baja, suficiente al menos, para impedir que aquella banda avanzase más, hasta que ellos hubiesen largado otra andanada sobre las balsas. Pero, en lugar de esto, dejaron a los hombres de las canoas que se recobrasen de su pánico y, mirando a su alrededor, pudieron ver que no habían sufrido daño alguno, mientras ellos corrían a babor para prepararse contra las balsas.

La descarga de babor produjo el más terrible efecto. La metralla y la doble carga de los cañones de gran calibre partieron por la mitad siete u ocho balsas, matando quizá a treinta o cuarenta salvajes en el acto, mientras un centenar, por lo menos, era precipitado al agua, casi todos mortalmente heridos. Los restantes, despavoridos por completo, iniciaron en seguida una retirada precipitada, sin esperar siquiera a recoger a sus compañeros mutilados, que nadaban en todas direcciones, lanzando gritos y aullidos de socorro. Sin embargo, este gran triunfo llegó demasiado tarde para salvar a nuestros fieles compañeros. La banda de las canoas estaba ya a bordo de la goleta en número de más de ciento cincuenta hombres, la mayoría de los cuales habían logrado trepar por las cadenas y por las redes de abordaje, incluso antes de que las mechas hubieran sido aplicadas a los cañones de babor. Nada podía resistir su rabia brutal. Nuestros hombres fueron derribados en seguida, aplastados, pisoteados y hechos pedazos en un instante.

Al ver esto, los salvajes de las balsas se repusieron de su espanto y acudieron en manada al saqueo. En cinco minutos la Jane fue escenario lamentable de una devastación y saqueo tumultuoso. Los puentes fueron cortados y hundidos: el cordaje, las velas y todas las cosas movibles sobre cubierta, demolidos como por arte de magia. Mientras, a fuerza de empujarla por la popa, arrastrándola con las canoas y remolcándola por los lados, pues nadaban a miles alrededor del barco, los miserables consiguieron al cabo hacerla encallar en la orilla (pues la amarra había sido soltada), y la entregaron a los buenos oficios de Too-wit, quien, durante todo el combate, había permanecido como un experto general en su puesto de seguridad y observación sobre las colinas; pero ahora que la victoria había sido lograda, condescendió a unirse con sus guerreros de la piel negra y participar en el saqueo.

El descenso de Too-wit nos permitió abandonar nuestro escondite y hacer un reconocimiento por la colina en las cercanías del barranco. A unos cincuenta metros de la boca de éste vimos un pequeño manantial, en el que apagamos la sed ardiente que nos consumía. No lejos del manantial descubrimos varios avellanos de los que ya he hablado. Probando sus frutos, los encontramos agradables y de un sabor muy parecido al de la avellana común inglesa. Llenamos nuestros sombreros inmediatamente, las depositamos en el barranco y volvimos por más. Mientras nos ocupábamos en recogerlas aprisa, nos alarmó un movimiento que advertimos en los arbustos, y cuando estábamos a punto de escabullirnos hacia nuestro escondite, una gran ave negra de la especie de las garzas reales se elevó lenta y pesadamente por encima de los matorrales. Me sentí tan sobrecogido, que no sabía qué hacer; pero Peter tuvo la suficiente presencia de ánimo para lanzarse sobre ella antes de que pudiera escapar, cogiéndola por el cuello. Sus forcejeos y chillidos eran tremendos, y pensábamos ya soltarlo, por miedo a que el ruido alarmase a alguno de los salvajes que podían estar emboscados en las cercanías. Pero un certero golpe dado con un cuchillo de monte lo derribé al fin al suelo, y lo arrastramos al barranco, felicitándonos de que, en todo caso, habíamos conseguido una provisión de alimento que nos duraría para una semana.

Salimos de nuevo para observar a nuestro alrededor y nos aventuramos a una distancia considerable por la ladera sur de la colina, pero no encontramos nada más que pudiera servirnos de alimento. Por tanto, recogimos una buena cantidad de madera seca y regresamos, viendo una o dos partidas de nativos encaminándose hacia la aldea, cargados con el botín del barco, y que, nos temíamos, podían descubrirnos al pasar por la falda de la colina.

Nuestra inmediata preocupación fue hacer nuestro escondite lo más seguro posible, y con este objeto colocamos algunas matas sobre la abertura de que he hablado antes, aquella por la que habíamos visto un retazo de cielo azul, cuando al remontar la sima llegamos a la plataforma. No dejamos más que un pequeño agujero lo bastante ancho para que pudiésemos ver la bahía, sin el riesgo de ser descubiertos desde abajo. Una vez hecho esto, nos felicitamos de la seguridad de nuestra posición, pues ahora estaríamos completamente libres de ser observados, durante tanto tiempo como quisiéramos permanecer en el barranco, sin aventurarnos a subir a la colina. No vimos ningún rastro de que los salvajes hubiesen estado nunca dentro de aquel agujero; pero cuando reflexionamos en la probabilidad de que la fisura a través de la cual habíamos llegado allí se había formado recientemente por el derrumbamiento del acantilado opuesto, y en que no podía descubrirse ningún otro camino para llegar a ella, nos sentimos menos regocijados ante la idea de estar seguros que aterrados porque no nos habían dejado en absoluto medio alguno para el descenso. Decidimos explorar la cumbre de toda la colina cuando se nos presentase una buena oportunidad. Entre tanto, vigilábamos los movimientos de los salvajes.

Habían ya devastado por completo el barco y se disponían ahora a prenderle fuego. A los pocos momentos vimos la humareda ascender en enormes nubes desde la escotilla principal, y, poco después, una densa masa de llamas brotó del castillo de proa. El aparejo, los mástiles y lo que quedaba de las velas ardió inmediatamente, y el fuego se propagó, rápido, a lo largo de los puentes. Todavía permanecía en sus puestos alrededor del barco una gran multitud de salvajes, golpeando con grandes piedras, hachas y balas de cañón en los pernos y en las forjas de hierro y cobre. En la playa, a bordo de las canoas y balsas, había, en la inmediata vecindad de la goleta, no menos de diez mil nativos, además de las bandas que, cargadas con su botín, se encaminaban hacia el interior o hacia las islas vecinas. Preveíamos entonces una catástrofe, y no estábamos equivocados. Primero vino una repentina sacudida (que sentimos tan bien como si hubiésemos sufrido una ligera descarga eléctrica), pero que no fue seguida por ningún signo visible de explosión. Los salvajes se quedaron evidentemente sobrecogidos, e interrumpieron por un instante su tarea y sus aullidos. Estaban a punto de reanudarla, cuando súbitamente una masa de humo surgió de los puentes, parecida a una negra y pesada nube de tormenta, y luego, como si saliese de sus entrañas, se elevó una larga columna de llama viva, hasta una altura, aparentemente, de un cuarto de milla; después, hubo una súbita expansión circular de la llama; luego, toda la atmósfera quedó mágicamente henchida, en un solo instante, de un siniestro caos de madera, metal y miembros humanos; y, por último, vino la conmoción en toda su furia, que nos derribó impetuosamente, mientras los ecos en las colinas multiplicaban el tumulto, y una densa lluvia de menudos fragmentos de los restos caía con profusión por todas partes alrededor nuestro.

El estrago entre los salvajes superó a nuestros mayores deseos, y cosecharon, en verdad, los frutos maduros y perfectos de su traición. Tal vez perecieron por la explosión un millar de hombres, mientras que por lo menos un número igual quedaron mutilados de mala forma. Toda la superficie de la bahía estaba literalmente cubierta de aquellos miserables, luchando y ahogándose, mientras en la orilla el caso era aún peor. Parecían aterrados hasta más no poder por lo repentino y total de su desconcierto, y no hacían esfuerzo alguno para socorrerse mutuamente. Al fin, observamos un cambio total en su comportamiento. De un estupor absoluto, parecieron pasar de pronto al grado más alto de excitación, y se lanzaron enloquecidamente, corriendo de acá para allá, a un cierto lugar de la bahía, con las más extrañas expresiones de horror, de rabia y de intensa curiosidad pintadas en sus rostros, y gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!».

En seguida vimos un nutrido grupo retirarse hacia las colinas, de donde tornaron al poco rato con estacas de madera. Las llevaron al sitio donde la multitud estaba más apiñada, y que entonces se separó como para revelarnos el objeto de toda aquella excitación. Percibimos algo blanco en el suelo, pero no pudimos saber inmediatamente lo que era. Al fin, vimos que se trataba de la osamenta del extraño animal de dientes y garras de color escarlata que la goleta había recogido del mar el día 18 de enero. El capitán Guy había hecho conservar el cuerpo con la intención de disecar la piel y llevarlo a Inglaterra. Recuerdo que me había dado algunas instrucciones acerca de ello, precisamente antes de nuestro arribo a la isla, y que lo habíamos llevado a la cámara y metido en una de las alacenas. Había sido despedido hasta la orilla por la explosión; pero por qué causaba tal inquietud entre los salvajes, era algo que iba más allá de lo que nosotros podíamos comprender. Aunque se apiñasen alrededor de la osamenta, a poca distancia, ninguno parecía desear acercarse del todo. Pronto los hombres de las estacas las clavaron en círculo alrededor del esqueleto, y tan pronto como completaron esta disposición, toda la inmensa multitud se precipitó hacia el interior de la isla, lanzando aquellos fuertes gritos de «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!».

Capítulo XXIII

Durante los seis o siete días siguientes permanecimos en nuestro escondite de la colina, saliendo sólo algunas veces y con muchas precauciones en busca de agua y de avellanas. Habíamos hecho una especie de cobertizo sobre la plataforma, disponiéndolo con un lecho de hojas secas, y colocando en él tres grandes piedras llanas, que nos servían de chimenea y de mesa. Encendimos fuego sin dificultad cortando dos trozos de madera seca, uno blando y otro duro. El ave que habíamos cogido en tan buen momento nos proporcionó una excelente comida, aunque su carne era algo correosa. No se trataba de un ave oceánica, sino de una especie de garza real, de un plumaje negro azabache y pardusco, y alas diminutas en proporción a su tamaño. Después vimos tres de la misma especie en las proximidades del barranco, que parecían buscar a la que habíamos capturado; pero, como no llegaron a posarse, no tuvimos ocasión de cazarlas.

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