—¡Por Dios, Augustus! —exclamé, realmente asustado—. ¿Qué te duele?… ¿Qué te sucede?… ¿Qué vas a hacer?
—¿Qué me sucede? —balbuceó con la mayor sorpresa aparente y, soltando al mismo tiempo la caña del timón, cayó al fondo de la barca—. ¿Qué me sucede?… Nada… ¿Por qué?… Nos vamos a casa… ¿no lo estás viendo?
Comprendí entonces toda la verdad. Corrí hacia él para levantarlo. Estaba borracho, horriblemente borracho… Ya no podía tenerse en pie, ni hablar, ni ver. Tenía los ojos completamente vidriosos; y cuando en mi acceso de desesperación le solté, rodó como un tronco hasta el agua del fondo, de donde acababa de levantarlo. Era evidente que, durante la noche había bebido más de lo que yo sospeché, y que su conducta en la cama había sido el resultado de un estado de embriaguez muy acentuado; estado que, como sucede en la demencia, permite a la víctima frecuentemente imitar el comportamiento exterior de una persona en plena posesión de su juicio. Mas la frialdad del ambiente había producido su efecto natural: la energía mental comenzó a acusar su influencia antes, y la confusa percepción que indudablemente tuvo entonces de su peligrosa situación contribuyó a apresurar la catástrofe. Se hallaba ahora completamente sin sentido, y no había probabilidad alguna de que lo recobrase en muchas horas.
Tal vez sea muy difícil que el lector se dé cuenta de lo extremado de mi terror. Los vapores del vino se habían disipado, dejándome a la par atemorizado e irresoluto. Sabía que era incapaz de gobernar la barca, y que un viento recio y una fuerte bajamar nos precipitaban a la destrucción. Evidentemente, se estaba levantando una tempestad a nuestras espaldas; no teníamos brújula ni provisiones, y era evidente que, si manteníamos nuestro derrotero, perderíamos de vista la tierra antes de romper el día. Estos pensamientos, con otros muchos igualmente espantosos, pasaban por mi mente con desconcertante rapidez, y durante unos momentos me tuvieron paralizado e incapaz de hacer nada. La barca cortaba las aguas con terrorífica velocidad, desplegada al viento, sin un rizo en el foque ni en la vela mayor, con las bordas deslizándose enteramente bajo la espuma. Fue realmente maravilloso que no zozobrase, pues Augustus, como he dicho antes, había abandonado el timón y yo estaba demasiado agitado para pensar en cogerlo. Mas, afortunadamente, la barca se mantuvo a flote, y poco a poco fui recobrando mi presencia de ánimo. El viento seguía arreciando espantosamente, y cada vez que nos alzábamos por un cabeceo de la barca, sentíamos romper las olas sobre nuestra bovedilla, inundándonos de agua; pero yo tenía los miembros tan entumecidos que casi ni me daba cuenta de ello. Al fin, aguijoneado por la resolución que da la desesperación, corrí al mástil y largué toda la vela mayor. Como era de esperar, cayó volando por fuera de la borda, y, al empaparse ésta de agua, arrastró consigo al mástil. Este último accidente fue lo único que me salvó de la muerte inminente. Sólo con el foque, navegué velozmente arrastrado por el viento, embarcando agua de cuando en cuando, pero libre del temor de una muerte inmediata. Empuñé el timón y respiré con más libertad al ver que aún nos quedaba una esperanza de salvación.
Augustus seguía sin sentido en el fondo de la barca, y como corría inminente peligro de ahogarse, pues había unos treinta centímetros de agua donde él yacía, me las ingenié para medio incorporarlo, dejándole sentado y pasándole por el pecho una cuerda que até a la argolla de la cubierta del tumbadillo. Arregladas así las cosas del mejor modo posible, en mi estado de agitación y entumecimiento, me encomendé a Dios y me preparé a soportar lo que sobreviniese, con toda la fortaleza de mi voluntad.
Apenas había tomado esta resolución, cuando de improviso un estrepitoso y prolongado alarido, como si procediese de las gargantas de mil demonios, pareció envolver a la barca por todas partes. Jamás en la vida olvidaré la intensa angustia de terror que experimenté en aquel momento. Se me erizó el cabello, sentí que la sangre se me helaba en las venas y que mi corazón cesaba de latir, y sin ni siquiera alzar la vista para averiguar la causa de mi alarma, me desplomé sin sentido y cuan largo era sobre el cuerpo de mi compañero.
Al volver en mí, me hallaba en la cámara de un ballenero (el Pingüino) que se dirigía a Nantucket. Varias personas se inclinaban sobre mí, y Augustus, más pálido que la muerte, me daba fricciones en las manos. Al verme abrir los ojos, sus exclamaciones de gratitud y alegría excitaban alternativamente la risa y el llanto de los rudos personajes allí presentes. Entonces se nos explicó el misterio de nuestra salvación. Habíamos sido arrollados por el ballenero, que iba muy ceñido por el viento, para acercarse a Nantucket con todas las velas que podía aventurar desplegadas, y en consecuencia venía casi en ángulo recto a nuestro derrotero. En la atalaya de proa iban varios vigías, pero ninguno vio nuestra barca hasta el momento en que era ya imposible evitar el choque, y sus gritos de aviso eran los que me habían asustado de un modo tan terrible. Según me contaron, el enorme barco pasó inmediatamente sobre nosotros, con más facilidad que nuestra pequeña embarcación hubiera pasado por encima de una pluma, y sin notar el más leve impedimento en su marcha. Ni un grito surgió de la cubierta de la víctima; sólo se oyó un débil y áspero chasquido mezclado con el rugir del viento y del agua, al ser sumergida la frágil barca y rozar por un instante la quilla de su destructor. Y eso fue todo. Creyendo que nuestra barca (que, como se recordará, estaba desmantelada) era un simple e inútil casco a la deriva, el capitán (capitán E. T. Block, de New London) siguió su ruta sin preocuparse más del asunto. Por fortuna, dos de los vigías afirmaron resueltamente que habían visto a una persona en el timón, y hablaron de la posibilidad de salvarla. Siguió una discusión, cuando Block se encolerizó y, después de un rato, dijo que «no tenía ninguna obligación de estar vigilando constantemente los cascarones de nuez, que su barco no estaba destinado a una tontería semejante, y que si había algún hombre en el agua, nadie tenía la culpa más que el propio interesado, y que podía ahogarse e irse al diablo», o cosa por el estilo. Henderson, el primer piloto, al oír cosas de este jaez, se hizo cargo del asunto, tan justamente indignado como toda la tripulación, ante aquellas palabras que revelaban una horrenda crueldad. Habló claramente, al verse apoyado por los marineros; le dijo al capitán que era digno de estar en galeras, y que desobedecería sus órdenes aunque lo ahorcasen al poner pie en tierra. Zarandeando a Block, que se puso muy pálido y no respondió nada, se dirigió a grandes zancadas a la popa, empuñó el timón y con voz firme dijo:
«¡Orza a la banda!». La gente voló a sus puestos, y el barco viró diestramente. Todo esto había llevado casi cinco minutos, y las posibilidades de salvar a cualquiera eran muy escasas, admitiendo que hubiese alguien a bordo de la barca. Sin embargo, como el lector ha visto, Augustus y yo fuimos salvados, y nuestra salvación pareció deberse a dos de esas casualidades inconcebiblemente afortunadas que los sabios y los piadosos atribuyen a la especial intervención de la providencia.
Mientras el barco permanecía al parió, el piloto mando arriar el chinchorro y saltó dentro de él con los dos hombres, de los que, según creo, afirmaban haberme visto al timón. Acababan de apartarse del costado del ballenero (la luna seguía brillando luminosamente), cuando el barco dio un violento bandazo a barlovento, y Henderson, en el mismo instante, levantándose de su asiento, gritaba a la tripulación que calase. No decía nada más, repitiendo con impaciencia su grito: «¡Ciad, ciad!». La tripulación cumplió la orden de retroceder con la mayor presteza; mas ya el barco había dado la vuelta y lanzado de lleno en su marcha, aunque todos los marineros se esforzaban por acortar velas. A pesar del peligro del intento, el piloto se asió a las cadenas mayores en cuanto estuvieron a su alcance. Un nuevo y violento bandazo sacó el costado de estribor del barco fuera del agua casi hasta la quilla, y entonces se hizo evidente la causa de su ansiedad. Sujeto del modo más singular al terso y reluciente casco (el Pingüino estaba forrado y abadernado de cobre), y chocando violentamente contra él a cada movimiento del barco, se veía el cuerpo de un hombre. Después de varios esfuerzos inútiles, realizados durante los bandazos del barco, fui sacado al fin de mi peligrosa situación y subido a bordo, pues aquel cuerpo era mío propio. Al parecer, uno de los pernos que sujetaban la madera del casco se había salido y abierto paso a través de la chapa de cobre, y había detenido mi marcha cuando yo pasaba por debajo del barco, fijándome de modo tan extraordinario a su fondo. La cabeza del perno había atravesado por el cuello la chaqueta de lana verde que llevaba puesta, y me había rasgado la parte posterior de mi cuello entre dos tendones, hasta la altura de la oreja derecha. Inmediatamente me metieron en la cama, aunque parecía que mi vida se había extinguido por completo. No iba ningún médico a bordo. Pero el capitán me trató con todas las atenciones, para enmendar, supongo, a los ojos de la tripulación, su atroz conducta en la parte inicial de la aventura.
Mientras tanto, Henderson se había vuelto a apartar del barco, aunque ahora soplaba un viento casi huracanado. No habían pasado muchos minutos cuando tropezó con algunos fragmentos de nuestra barca, y poco después uno de los hombres que le acompañaban le aseguró que, a intervalos, entre el rugir de la tempestad, oía un grito pidiendo auxilio. Esto indujo a los arriesgados marineros a perseverar en la búsqueda durante más de media hora, aunque el capitán Block les hacía reiteradas señales para que regresasen, y aunque a cada minuto que pasaban sobre las aguas en tan frágil bote se exponían al más inminente y mortal peligro. Realmente, es casi imposible concebir cómo la diminuta embarcación en la que estaban pudo escapar de la destrucción ni un solo instante. Pero estaba construida para el servicio ballenero y se hallaba provista, como tenía motivos para creerlo, de depósitos de aire, al modo de los botes salvavidas que se emplean en la costa de Gales.
Después de haber buscado en vano durante el mencionado espacio de tiempo, decidieron regresar al barco; mas apenas habían tomado esta resolución cuando un débil grito surgió de un objeto oscuro que pasaba flotando rápidamente cerca de ellos. Se lanzaron en su persecución y enseguida le dieron alcance. Resultó ser la cubierta intacta del tumbadillo del Ariel. Augustus se agitaba junto al mismo, al parecer en los últimos estertores de la agonía. Al cogerlo, vieron que estaba atado con una cuerda a la flotante madera. Esta cuerda, como se recordará, era la que yo le había echado alrededor del pecho y anudado a la argolla, para mantenerle en posición erguida, y al hacerlo así había preparado, sin saberlo, el medio de conservar su vida. El Ariel era de endeble construcción y, al pasar por debajo del Pingüino, su armazón saltó en pedazos lógicamente; la cubierta del tumbadillo, como era de esperar, fue levantada por la fuerza del agua al entrar allí y, al ser separada de cuajo de las vigas maestras, quedó flotando (con otros fragmentos, sin duda) en la superficie, sosteniendo a flote a Augustus, quien escapó así de una muerte terrible.
Hasta media hora después de haber sido puesto a bordo del Pingüino no pudo dar cuenta de sí, ni entender las explicaciones que le daban acerca de la naturaleza del accidente que le había sucedido a nuestra barca. Al fin, se rehízo del todo y habló mucho de sus sensaciones mientras estuvo en el agua. La primera vez que recobró algo el conocimiento se halló debajo del agua, girando con velocidad vertiginosa y atado con una cuerda que daba tres o cuatro vueltas muy apretadas cerca del cuello. Un instante después se sintió elevado súbitamente; su cabeza chocó violentamente con un cuerpo duro y volvió a sumirse en la inconsciencia. Al recobrarse de nuevo, se hallaba en plena posesión de sus sentidos, aunque tuviese en grado sumo confusa y nublada la razón. Ahora se daba cuenta de que había sucedido algún accidente y de que estaba en el agua, aunque tenía la boca por encima de la superficie y podía respirar con cierta libertad. Tal vez en aquellos momentos la cubierta iba empujada velozmente por el viento y él era arrastrado tras ella, como si flotase de espaldas. Naturalmente, mientras conservase aquella posición era casi imposible que se ahogase. De pronto, un golpe de mar lo arrojó directamente sobre el puente, donde procuró mantenerse, lanzando a intervalos gritos de socorro. Exactamente un momento antes de ser descubierto por Mr. Henderson, se había visto obligado a soltar su asidero por falta de fuerzas y, al caer en el mar, se había dado por perdido. Durante todo el tiempo de sus luchas no había tenido el más leve recuerdo del Ariel, ni de ninguno de los asuntos relacionados con la causa de su desastre. Un vago sentimiento de terror y de desesperación se había apoderado por completo de sus facultades. Cuando finalmente fue recogido, le habían abandonado todas sus facultades mentales; y, como dije antes, llevaba casi una hora a bordo del Pingüino hasta que se dio cuenta de su situación. Por lo que se refiere a mí, fui reanimado de un estado que bordeaba casi la muerte (y después de haber probado en vano todos los demás medios durante tres horas y media) gracias a vigorosas fricciones con franelas mojadas en aceite caliente, procedimiento sugerido por Augustus. La herida de mi cuello, aunque tenía un aspecto terrible, era de poca importancia, en realidad, y me repuse pronto de sus efectos.
El Pingüino entró en puerto hacia las nueve de la mañana, después de haber capeado una de las borrascas más recias desencadenadas en Nantucket. Augustus y yo logramos llegar a casa de Mr. Barnard a la hora del desayuno, que, por fortuna, se había retrasado algo, debido a la reunión de la noche anterior. Imagino que todos los que se sentaban a la mesa se hallaban demasiado fatigados para advertir nuestro aspecto de cansancio, pues, naturalmente, no hubiera resistido el más leve examen. Sin embargo, los muchachos de nuestra edad escolar pueden realizar maravillas para fingir, y creo firmemente que ninguno de nuestros amigos de Nantucket tuvo la más ligera sospecha de que la terrible historia contada por unos marineros en la ciudad acerca de que habían pasado por encima de una embarcación en el mar y de que se habían ahogado unos treinta o cuarenta pobres diablos, tenía que ver con nuestra barca Ariel, con mi compañero y conmigo mismo. Los dos hemos hablado muchas veces del asunto, pero sin estremecernos jamás. En una de nuestras conversaciones, Augustus me confesó francamente que nunca en toda su vida había experimentado una sensación tan aguda del desaliento como cuando a bordo de nuestra pequeña embarcación se dio cuenta del alcance de su embriaguez y sintió que se estaba hundiendo bajo los efectos de su influencia.