2 de agosto. Continúa el mismo espantoso tiempo de calor y calma. La aurora nos sorprende en un deplorable estado de abatimiento físico y moral. El agua del cántaro está ya completamente estropeada, convertida en una especie de masa gelatinosa, una masa compuesta de gusanos y limo. La tiramos, lavamos el cántaro hundiéndolo en el mar, echándole después un poco de vinagre de nuestros tarros de tortuga en conserva. Apenas podemos soportar la sed y tratamos en vano de aliviarla con vino, que es como echar leña al fuego, excitándonos hasta un grado de embriaguez. Después procuramos calmar nuestros sufrimientos con agua de mar; sentimos inmediatamente las más violentas náuseas, por lo que no volvimos a probar esta mezcla. Pasamos todo el día acechando con ansiedad una oportunidad para bañarnos, pero sin éxito, pues el barco estaba completamente asediado por todos lados de tiburones, sin duda los mismos monstruos que habían devorado a nuestro infortunado compañero la noche antes y que estaban esperando otro festín semejante. Esta circunstancia nos produjo el más amargo sentimiento, y nos llenó de los presentimientos más deprimentes y desconsoladores. Habíamos experimentado un gran alivio cuando nos bañábamos, y tener que privarnos de este recurso de una manera tan espantosa era más de lo que podíamos soportar. También nos preocupaba el peligro inmediato, pues al menor resbalón o movimiento falso podía arrojarnos al alcance de aquellos monstruos voraces, que frecuentemente avanzaban hacia nosotros, nadando por barlovento. Ni nuestros chillidos ni nuestros golpes parecen asustarlos. Aun cuando uno de los más grandes fue alcanzado por el hacha de Peter, hiriéndole gravemente, persiste en sus intentos de lanzarse sobre nosotros. Al caer la noche una nube oscureció el cielo, pero con gran angustia nuestra, pasó sin descargar. Es completamente imposible imaginar los sufrimientos que nos causa la sed en este momento. Pasamos la noche sin dormir, tanto por la sed como por el miedo a los tiburones.
3 de agosto. No hay perspectivas de salvación, y el bergantín se inclina cada vez más, de modo que ni siquiera podemos mantenernos de pie sobre cubierta. Nos ocupamos en atar el vino y la carne de tortuga, de suerte que no los perdamos en caso de que el barco dé la vuelta. Arrancamos dos fuertes cabos del portaobenque del trinquete y los clavamos con el hacha en el casco, por el lado de sotavento, quedando como medio metro dentro del agua, no muy lejos de la quilla, pues estábamos ya casi de costado. Sujetamos nuestras provisiones a estos clavos, por parecernos que estaban más seguras allí que en el sitio donde las teníamos antes, debajo de las cadenas. Sufrimos una terrible agonía a causa de la sed durante toda la jornada, pues no tuvimos ninguna oportunidad para bañarnos, ya que los tiburones no nos abandonan ni un instante. Nos fue imposible dormir.
4 de agosto. Un poco antes del amanecer notamos que el barco estaba dándose la vuelta, y nos despabilamos rápidamente para impedir que el movimiento nos arrojase al agua. Al principio la vuelta fue lenta y gradual, y nos apresuramos a trepar a sotavento, después de haber tomado la precaución de dejar colgando unas cuerdas de los clavos en que habíamos sujetado nuestras provisiones. Pero no calculamos suficientemente la aceleración del impulso, pues fue haciéndose tan excesivamente violenta, que no pudimos contrarrestarlo, y antes de que nos diésemos cuenta de lo que sucedía, nos vimos lanzados bruscamente al mar, y tuvimos que forcejear a varias brazas debajo de la superficie, con el enorme barco justamente encima de nosotros.
Al hallarme bajo el agua me vi obligado a soltar cuerda, y viendo que estaba completamente debajo del barco y mis fuerzas casi exhaustas, apenas luché por la vida y me resigné a morir en unos instantes. Pero volví a equivocarme de nuevo, pues no había tenido en cuenta el rebote natural del casco por el lado de sotavento. El torbellino ascendente del agua, que el barco originó al volverse parcialmente hacia atrás, me devolvió a la superficie mucho más bruscamente de lo que me había sumergido. Al llegar arriba me encontré a unos veinte metros del casco, en la medida en que yo podía juzgar. El barco se hallaba con la quilla al aire, balanceándose violentamente de un lado para otro, y el mar estaba muy agitado girando en todas direcciones y formando grandes remolinos. No podía ver a Peter. Una barrica de aceite flotaba a pocos metros de mí y varios otros artículos del bergantín aparecían esparcidos.
Mi terror principal era ahora por causa de los tiburones, pues sabía que se hallaban en los alrededores. A fin de disuadirlos, si era posible, de que se acercasen a mí, sacudí vigorosamente el agua con los pies y las manos mientras nadaba hacia el barco, haciendo mucha espuma. Estoy seguro de que este ardid tan simple fue lo que me salvó la vida, pues todo el mar alrededor del bergantín, momentos antes de volcarse, estaba tan plagado de aquellos monstruos, que debí de estar, y realmente estuve, en contacto con algunos de ellos durante mi avance hacia el barco. Afortunadamente, alcancé sin novedad el costado de la embarcación, aunque tan debilitado por el violento ejercicio, que no hubiera podido encaramarme en lo alto sin la oportuna ayuda de Peter, quien ahora, con gran alegría mía, apareció a mi vista (pues se había encaramado a la quilla por el lado opuesto del casco) y me arrojó el cabo de una cuerda, una de las que estaban atadas a los clavos.
Apenas libres de este peligro, nuestra atención se fijó en la espantosa inminencia de otro: el de nuestra absoluta inanición. Toda nuestra reserva de provisiones había sido barrida por las olas, a pesar de todo el trabajo que nos tomamos para asegurarlas, y no viendo ya ni la más remota posibilidad de obtener más, nos entregamos a la desesperación, llorando como niños, sin tratar de consolarnos uno al otro. Es difícil imaginarse una debilidad semejante, y quienes nunca se han hallado en una situación parecida, la considerarán sin duda inverosímil; pero debe recordarse que nuestros cerebros estaban tan completamente trastornados por la larga serie de privaciones y terrores a que habíamos estado sometidos, que no podríamos ser considerados justamente en aquel tiempo como seres racionales. En peligros posteriores, casi tan grandes, si no mayores, soporté con entereza todos los males de mi situación, y Peter, como se verá, dio muestras de una filosofía estoica casi tan increíble como su actual y pueril derrumbamiento. La diferencia es debida a la distinta condición mental.
El vuelco dado por el bergantín, incluso con la consiguiente pérdida del vino y de la tortuga, no hubieran empeorado, en realidad, mucho más nuestra situación, a no ser por la desaparición de las ropas de cama, con las que hasta aquí podíamos recoger el agua de lluvia, y del cántaro que empleábamos para guardarla; pues encontramos todo el casco, desde un medio metro a un metro de las cintras hasta la quilla, así como la quilla misma, cubierto de una espesa capa de grandes percebes, que resultaron ser un alimento excelente y muy nutritivo. Por tanto, en dos aspectos importantes, el accidente que tanto habíamos temido, nos benefició más que nos perjudicó; nos proporcionó una reserva de provisiones que no podía agotarse, consumiéndola con moderación, en un mes, y contribuyó en gran manera a nuestra comodidad en cuanto a posición se refiere, pues nos hallábamos mucho más a gusto y con mucho menos peligro que antes.
Pero la dificultad de conseguir agua nos impedía ver todos los beneficios resultantes del cambio de nuestra situación. A fin de estar listos para aprovecharnos inmediatamente de cualquier chaparrón que cayese, nos quitamos las camisas, para valernos de ellas como habíamos hecho con las sábanas, aunque, naturalmente, no esperásemos recoger por este medio, aun en las circunstancias más favorables, más que un cuartillo cada vez. No hubo señales de nubes durante todo el día y las angustias de la sed se hicieron casi intolerables. Por la noche, Peter consiguió dormir una hora, aunque muy inquieto; pero mis intensos sufrimientos no me dejaron pegar los ojos ni un solo instante.
5 de agosto. Hoy se levantó una suave brisa que nos ha llevado a través de una gran cantidad de algas, entre las cuales tuvimos la suerte de encontrar once pequeños cangrejos, que nos proporcionaron varias deliciosas comidas. Como su caparazón era muy blando, nos los comimos enteros, y hallamos que nos daban menos sed que los percebes. No viendo rastro de tiburones entre las algas, nos aventuramos a bañarnos, y permanecimos en el agua cuatro o cinco horas, durante las cuales experimentamos una sensible disminución de nuestra sed. Esto nos alivió bastante, y pasamos la noche algo más confortablemente que la anterior, y los dos logramos conciliar un poco el sueño.
6 de agosto. Este día hemos recibido la bendición de una lluvia abundante y continua, que duró desde mediodía hasta el anochecer. Lamentamos amargamente la pérdida del cántaro y de la garrafa, pues pese a los pocos medios que teníamos para recoger el agua, hubiésemos llenado no una, sino ambas vasijas. Tal como estábamos, para calmar los embates de la sed, nos tuvimos que contentar con dejar que las camisas se empapasen y retorcerlas luego de modo que el precioso líquido nos escurriese en la boca. En esta ocupación hemos pasado todo el día.
7 de agosto. Justamente al despuntar el día, mi compañero y yo, al mismo tiempo, descubrimos una vela hacia el este, que evidentemente venía hacia nosotros. Saludamos la gloriosa aparición con un prolongado aunque débil grito de enajenación, e inmediatamente comenzamos a hacer todas las señales que podíamos, agitando las camisas al aire, saltando tan alto como nuestro débil estado nos lo permitía e incluso gritando con toda la fuerza de nuestros pulmones, aunque el barco debía de estar lo menos a quince millas de distancia. Sin embargo, el buque seguía acercándose a nuestro casco, y veíamos que, si mantenía su rumbo, llegaría a aproximarse tanto que no podría menos de vernos. A eso de una hora después de que lo descubrimos, vimos claramente gente sobre cubierta. Era una goleta larga y baja, con la arboladura muy inclinada a popa y aparentemente con la tripulación completa. Entonces comenzamos a alarmarnos, pues no podíamos imaginar que no nos viesen y temimos que nos dejasen abandonados a nuestra suerte, acto de diabólica barbarie que, por increíble que parezca, se ha perpetrado repetidas veces en el mar, en circunstancias muy similares a la nuestra, y por seres a quienes considerábamos como pertenecientes a la especie humana. Pero, en este caso, por la misericordia de Dios, estábamos destinados a llevarnos un chasco agradabilísimo. Pues en seguida advertimos una repentina conmoción en la cubierta del barco desconocido, el cual inmediatamente izó una bandera inglesa y, ceñido por el viento, avanzó en línea recta hacia nosotros. Media hora después, nos hallábamos en su cámara. Resultó ser la Jane Cuy, de Liverpool; su capitán, Guy, se dedicaba a pescar y a traficar por los mares del Sur y del Pacífico.
La Jane Cuy era una hermosa goleta de ciento ochenta toneladas de capacidad. Era extraordinariamente fina de costados, y con viento y tiempo moderado, el velero más rápido que jamás he visto. Sin embargo, sus cualidades como buque no eran tan buenas, y su calado era demasiado para el oficio a que se la había destinado. Para este servicio especial es más conveniente un barco más grande, de un calado proporcionalmente ligero, es decir, un barco de trescientas a trescientas cincuenta toneladas. Debería estar aparejada como un barco y, en otros aspectos, ser de una construcción diferente a la usual de los barcos de los mares del Sur. Era absolutamente necesario que estuviera bien armada. Deben tener, por ejemplo, diez o doce carronadas de doce libras, y dos o tres cañones largos del doce, con bocas de bronce, y cajas impermeables en cada cofa. Las áncoras y los cables deben ser de mayor resistencia que los que se requieren para otros oficios; y, sobre todo, su tripulación tenía que haber sido más numerosa y eficaz; para un barco como el que he descrito, se necesitaban no menos de cincuenta o sesenta hombres vigorosos y capaces. La Jane Cuy tenía una tripulación de treinta y cinco hombres, todos ellos hábiles marineros, además del capitán y del piloto; pero no estaba bien armada ni equipada, como un navegante conocedor de los peligros y dificultades del oficio hubiera deseado.
El capitán Guy era un caballero de modales muy corteses y de una gran experiencia en el tráfico del Sur, al que había dedicado la mayor parte de su vida. Pero le faltaba energía y, en consecuencia, ese espíritu emprendedor que es aquí un requisito imprescindible. Era copropietario del barco en que navegaba y tenía plenos poderes para navegar por los mares del Sur con el primer cargamento que le viniese a mano. Como suele suceder en estos viajes, llevaba a bordo cuentas de cristal, espejos, eslabones, hachas, hachuelas, sierras, azuelas, cepillos, cinceles, escofinas, barrenas, rebajadores de rayos, raspadores, martillos, clavos, cuchillos, tijeras, navajas de afeitar, agujas, hilo, porcelanas, telas, baratijas y otros artículos semejantes.
La goleta zarpó de Liverpool el 10 de julio, cruzó el Trópico de Cáncer el día 25, a los 20º de longitud oeste, y llegó a Sal, una de las islas de Cabo Verde, el día 29, donde cargó sal y otros artículos necesarios para el viaje. El día 3 de agosto abandonó las islas del Cabo Verde con rumbo al sudoeste, llegando hasta la costa de Brasil, cruzando el Ecuador entre los meridianos 280 y 300 de longitud oeste. Éste es el derrotero que suelen seguir los barcos que van desde Europa al Cabo de Buena Esperanza, o que hacen la ruta a las Indias Orientales. Siguiendo este rumbo evitaban las calmas y las fuertes comentes contrarias que reinan constantemente en la costa de Guinea, por lo que, a fin de cuentas, ésta resulta ser la vía más corta, pues nunca faltan vientos del oeste una vez que se ha llegado al Cabo. La intención del capitán Guy era hacer su primera escala en la Tierra de Kerguelen, no sé bien por qué razón. El día que fuimos recogidos, la goleta se hallaba a la altura del cabo San Roque, a 31º de longitud oeste; así, pues, cuando nos encontraron habíamos ido a la deriva, probablemente, de norte a sur, no menos de veinticinco grados.
A bordo de la Jane Cuy fuimos tratados con todas las atenciones que requería nuestra desventurada situación. A eso de los quince días, durante los cuales seguíamos rumbo al sudeste, con brisas suaves y buen tiempo, tanto Peter como yo nos repusimos por completo de los efectos de nuestras pasadas privaciones y espantosos sufrimientos, comenzando a recordar lo que había pasado, más como una pesadilla de la que felizmente habíamos despertado, que como acontecimientos que hubiesen sucedido en la realidad. Posteriormente he podido comprobar que esta especie de olvido parcial lo produce la repentina transición de la alegría a la pena, o de la pena a la alegría, y el grado de olvido es proporcional al grado de diferencia en el cambio. Por eso, en mi caso, me sentía ahora incapaz de darme plena cuenta de las fatigas que había soportado durante los días pasados en el barco. Los incidentes se recuerdan, pero no los sentimientos que nos produjeron en el momento de ocurrir. Sólo sé que, cuando sucedieron, entonces, pensé que la naturaleza humana no podía soportar mayor grado de angustia.