Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Su secreto temor, el que nunca osaba nombrar, era que ese abrazo furtivo, arrancado en el recodo de una escalera, hubiera sido el último y tener que decidirse a pasar página.
El final de mi antigua vida y el principio de la nueva, quizás, pensó volviendo a las explicaciones de Alexandre, que le indicaba el camino para llegar a la leñera del superintendente de los jardines de la reina.
Encontraron el sitio. Una casita de ladrillo rojo frente a una gran casa también de ladrillo rojo que resplandecía, iluminada, en la noche negra. Philippe aparcó el coche ante una barrera, la abrió y dejó a Alexandre la misión de llamar a la puerta.
—¡Becca! ¡Becca! —susurró Alexandre—. Soy yo, Alexandre... ¡Abre!
Philippe se había inclinado sobre una ventana de cristales pequeños e intentaba atisbar el interior de la casita. Vio una vela encendida, una mesa redonda y una estufa vieja cuyo resplandor teñía de rojo la oscuridad, pero no a Becca.
—A lo mejor no está —dijo.
—O tiene miedo de abrir y que la descubran —respondió Alexandre.
—Deberías asomarte por la ventana y llamarla...
Alexandre se colocó ante el marco de la ventana y golpeó repetidas veces diciendo Becca, Becca, soy yo, Alexandre, cada vez más fuerte.
Oyeron un ruido en el interior, después unos pasos, y la puerta se abrió.
Era Becca. Una mujercita de cabellos blancos, envuelta en chales y retales de lana. Les vio a ambos y después su mirada de extrañeza volvió a posarse en Alexandre.
—
Hello, luv
, ¿qué haces aquí?
—He venido a buscarte. Quiero que vengas con nosotros, a casa. Te presento a mi padre...
Philippe se inclinó. Pestañeó al reconocer una bufanda larga de cachemira azul ribeteada en beige que en una ocasión le regaló a Iris, que se quejaba de morirse de frío en Megève y se arrepentía de haber dejado París y las fiestas de Navidad.
—Buenas noches, señora —dijo inclinándose.
—Buenas noches, señor —dijo Becca mirándole de arriba abajo, con la mano apoyada sobre el quicio de la puerta, que permanecía entreabierta.
Tenía el cabello canoso peinado con una raya muy recta, y recogido a los lados con dos horquillas en forma de delfín, una rosa y otra azul.
—Alexandre ha tenido una idea excelente —prosiguió Philippe—, le gustaría que pasara usted la Navidad en nuestra casa...
—Te instalarías en el cuarto de la ropa. Ya hay una cama y está calentito y podrías comer y dormir allí el tiempo que...
—El tiempo que desee permanecer con nosotros —le interrumpió Philippe—. Nada es definitivo, usted hará lo que quiera y, si desea marcharse mañana, lo aceptaremos con mucho gusto, sin obligarla a quedarse.
Becca se pasó una mano por el pelo, lo alisó con las yemas de los dedos. Se ajustó el chal, colocó bien los pliegues de la falda, buscando en el recorrido de sus dedos febriles una respuesta que dar a ese hombre y a ese chico que esperaban en el umbral, respetuosos, sin empujarla, como si comprendieran que el momento era importante y que en cierto modo estaban alterando toda su vida. Les pidió que le dejaran pensárselo, les explicó que su invitación la sorprendía en un momento en el que había hecho las paces con la noche, las paces con el frío, las paces con el hambre, las paces con esta vida que llevaba, y que debían comprender que pensaría mejor a solas, con la espalda apoyada contra la puerta. Se negaba a que la imaginasen mendigando, reducida a la miseria, implorando caridad, quería decidir con toda libertad y para ello necesitaba unos instantes de soledad y de reflexión. La vida que llevaba era extraña, lo sabía, pero era la que había elegido. O si acaso no la había elegido, la había aceptado por una especie de valentía y de pureza, y valoraba esa elección porque así se sentía libre.
Philippe asintió y la puerta se cerró lentamente, dejando a Alexandre sorprendido.
—¿Por qué ha dicho todo eso? No he entendido nada.
—Porque es una mujer estupenda. Una buena persona...
—¡Ah! —dijo Alexandre mirando fijamente la puerta, desamparado—. ¿Crees que no quiere venir?
—Creo que le estamos pidiendo algo muy importante que puede cambiar toda su vida y duda... Yo la comprendo.
Alexandre se contentó con esa respuesta durante unos minutos, después volvió a plantear, inquieto:
—Y si no quiere venir, ¿la dejamos aquí?
—Sí, Alexandre.
—¡Eso es porque tú no quieres que venga! ¡Te avergüenza recogerla en tu casa porque es una vagabunda!
—¡Claro que no! No tiene nada que ver conmigo. Quien decide es ella. Es una persona, Alexandre, una mujer libre...
—¡Aun así para ti sería un gran alivio!
—¡Te prohíbo que digas eso, Alex! ¿Me oyes? Te lo prohíbo.
—Vale, pues si no viene, yo me quedo aquí con ella... ¡No voy a dejarla sola en Nochebuena!
—¡Ni pensarlo! Te cogeré del cuello y te llevaré a casa... ¿Sabes qué? No te mereces tener una amiga como Becca. No has entendido quién es...
Alexandre calló, dolido, y ambos esperaron en el mayor de los silencios.
Por fin, la puerta de la leñera se abrió y Becca se irguió en el umbral, con sus múltiples bolsas de plástico en la mano.
—Voy con ustedes —dijo—, pero ¿puedo llevarme mi silla? Me temo que desaparecería si la dejase aquí.
Philippe estaba plegando la silla de Becca para guardarla en el maletero cuando sonó su móvil. Cogió el teléfono y se lo pegó a la oreja mientras mantenía la silla doblada entre sus piernas. Era Dottie. Hablaba a toda velocidad y Philippe no entendía lo que decía entre tanto sollozo que ahogaba las palabras.
—Dottie..., cálmate. Respira hondo y cuéntame... ¿Qué pasa?
Oyó que ella se separaba del teléfono, inspiraba profundamente y proseguía con el mismo tono entrecortado:
—He salido a cenar con mi amiga Alicia, que también estaba sola esta noche, ella estaba deprimida y yo también, porque esta tarde me han echado del trabajo. Justo antes de marcharme, cuando estaba recogiendo y dejándolo todo bien limpio para volver al trabajo el lunes, mi jefe ha entrado y me ha dicho: estamos obligados a hacer recortes dolorosos de personal y usted se va. Así... ¡Ni una palabra más ni una menos! Entonces hemos ido al pub Alicia y yo, hemos hablado, hemos bebido, un poco, te lo juro, no demasiado, y había dos tíos que se nos han acercado y les hemos enviado a hacer gárgaras, ellos se lo han tomado a mal y nos han seguido cuando nos marchamos... Y después Alicia ha subido a un taxi porque vive lejos y yo he vuelto andando y, debajo de casa, me han cogido y me han... ¡y estoy harta! ¡Estoy harta! La vida es demasiado dura y ya no quiero volver a mi casa y ya no quiero estar sola en mi casa, tengo mucho miedo por si vuelven...
—Pero ¿qué te han hecho exactamente?
—¡Me han pegado y tengo el labio roto y un ojo que ya no cierra! ¡Y estoy harta, Philippe! Porque yo soy una buena chica. No hago daño a nadie y lo único que consigo es que me echen del trabajo y que me aticen dos tíos que no tienen nada en la cabeza...
Y se puso a sollozar otra vez. Philippe le conminó a calmarse mientras pensaba en lo que convenía hacer.
—¿Dónde estás, Dottie?
—He vuelto al pub, no quiero quedarme sola... Tengo mucho miedo. Y además, ¡no son formas de pasar la Nochebuena!
Se le quebró la voz y gritó que estaba harta.
—Bueno —decidió Philippe—, no te muevas. Voy para allá...
—¡Oh! ¡Gracias! Qué amable eres... Te espero dentro, tengo mucho miedo de salir, incluso a la acera...
Philippe luchó un buen rato con la silla, se pilló un dedo entre dos muelles, soltó un taco, aulló y después cerró el maletero suspirando de alivio. ¡Becca no debía de doblar muy a menudo esa silla!
A la una de la madrugada aparcó por fin delante de su casa. Entre dos montones de nieve. Annie salió del coche la primera, buscando en la oscuridad dónde poner los pies para no resbalar, medio dormida, inquieta ante la idea de tener que reorganizar la casa, instalar camas, pero y la señorita Dottie, ¿dónde va a dormir, señor Philippe? Conmigo, Annie, ¡y no será la primera vez!
* * *
—¿A qué hora llegan nuestros invitados? —preguntó Junior mientras extendía betún negro sobre los nuevos mocasines que había recibido por Navidad dentro de una bonita caja. Por fin iba a tener zapatos a juego con su elegante indumentaria. Ya no soportaba las zapatillas con velcro. No combinaban con el resto. Había visto esos mocasines en un escaparate al volver del parque con su madre. En una tienda para niños: Seis Pies Tres Pulgares. Allí estaban expuestos. En toda una gama de colores. El modelo se llamaba Ignace y el precio que marcaban era razonable: cincuenta y dos euros. Él había apuntado con un dedo afirmando eso es lo que quiero en Navidad, zapatos de los que no me avergüence... Josiane había aminorado el paso, los había observado un buen rato y había respondido: lo pensaré. Después había añadido: ¿de qué color los quieres? Él había estado a punto de responder de todos los colores... pero se había contenido. Conocía a su madre, su sentido de la economía, sus principios educativos y había optado por un color clásico: negro. Ella había asentido. El cochecito se había vuelto a poner en marcha y Junior se había hundido en su sillita, satisfecho. El asunto, en su opinión, estaba resuelto.
—Creo que estarán aquí a las doce y media —respondió Josiane en camisón, ocupada en rallar el queso emmental.
En una cacerola, a fuego lento, se fundían la mantequilla y la harina. Algo más lejos, guarecidos en una cesta de mimbre, reposaban unos hermosos huevos frescos puestos por gallinas que corretean al aire libre todo el día.
—Entonces saldrán de su casa sobre las doce —calculó Junior extendiendo con cuidado la crema negra sobre la piel de los zapatos.
—Es de suponer —respondió precavidamente Josiane. Desconfiaba de las preguntas de su hijo, que a menudo la llevaban a territorios peligrosos.
—Si a las doce y media llaman a nuestra puerta, ¿qué hora será entonces en el reloj de su casa que habrán abandonado media hora antes? —inquirió Junior pasando delicadamente el trapo por el borde de los mocasines.
—Pues... ¡también las doce y media, claro! —exclamó Josiane echando el queso rallado en un bol y reservándolo.
Con la satisfacción de quien ha sabido responder a la pregunta trampa del examinador, puso la mezcla sobre el fuego y la diluyó, añadió un chorro de leche fría y mezcló hasta que el conjunto espesó y adoptó una hermosa consistencia.
—No —le corrigió Junior—. Serán las doce y media en tiempo absoluto, tienes razón, pero no las doce y media en tiempo local, porque no tienes en cuenta la velocidad de la luz y de la señal que transmite la luz para calcular el tiempo... El tiempo no puede ser definido de forma absoluta y existe un lazo indisoluble entre el tiempo y la velocidad de las señales que miden ese tiempo. Lo que tú llamas tiempo cuando haces referencia a la hora de un reloj, por ejemplo, no es más que el tiempo local. El tiempo absoluto es un tiempo que no tiene en cuenta las imposiciones del tiempo real. Un reloj en movimiento no se mueve al mismo ritmo que un reloj en reposo. ¡Cometes los mismos errores que Leibniz y Poincaré! ¡Lo sabía!
Josiane empezó a sudar, se secó la frente con cuidado de no derramar bechamel sobre la encimera y pidió clemencia.
—¡Junior! ¡Te lo suplico, déjalo! ¡Es Navidad, un día de tregua! ¡No empieces a calentarme la cabeza! ¡No tengo ni un minuto de descanso! ¿Te has lavado los dientes esta mañana?
—¡La astuta mujer desvía la conversación del objeto por ella incomprendido! Lleva su discurso hacia un ataque traidor con el fin de salvar la cara y seguir teniendo el mando —declamó Junior introduciendo la mano con firmeza en el empeine del mocasín para verificar que el betún estaba bien extendido y la piel impregnada.
—¿De qué sirve un cerebro bien nutrido si se tiene un aliento asqueroso? —se quejó Josiane—. ¿Te crees que con el tiempo seducirás a alguna chica con esos discursos de sabio Cosinus? ¡No! Las seducirás con una bonita sonrisa, una dentadura perfecta y un aliento a clorofila verde.
—Pleonasmo, madre querida, ¡pleonasmo!
—¡Junior! ¡Para o te humillo delante de todo el mundo durante la comida sirviéndote papilla y poniéndote un babero alrededor del cuello!
—¡Venganza mezquina! «Los hijos de los dioses, por así decir, no se ajustan a las leyes de la naturaleza y son la excepción. No esperan casi nada del tiempo y del paso de los años. En ellos el mérito se adelanta a la edad. Nacen instruidos y son ya hombres perfectos mientras el común de los mortales no ha salido aún de la infancia». La Bruyère, mi querida madre. Hablaba de mí sin saberlo...
Josiane se volvió y le miró, estupefacta, apuntándole con la punta de la cuchara de madera.
—Pero... ¡Junior! ¿Ahora lees solo? Si eres capaz de citar a La Bruyère, ¿es que has aprendido a descifrarlo?
—Sí, madre, y quería darte una sorpresa en Navidad.
—¡Dios mío! —gimió Josiane golpeándose el pecho con la cuchara de madera llena de salsa—. ¡Es una catástrofe! Vas demasiado deprisa, amor mío, vas demasiado deprisa... Ningún profesor podrá enseñarte nada... Todos se sentirán superados, enloquecidos, deprimidos. Pensarán que son tontos de capirote, habrá que curarles... ¡Podrían incluso denunciarte a los medios de comunicación y te convertirías en un fenómeno de feria!
—Tú dame libros y yo me encargaré de educarme solo. Significará un ahorro enorme para vosotros...
Josiane gimió, desolada.
—Pero las cosas no son así... Has de aprender con un profesor... Seguir un programa, tener un método, yo qué sé... Se necesita un orden en todo eso. El saber es sagrado.
—El saber es algo demasiado importante para dejarlo en manos de los profesores...
—Vas a convertirte en un ser insoportable..., ¡en un monstruo en miniatura!
Y luego perdió el control y maldijo: ya no sabía cuántos huevos había añadido. Necesitaba seis para el suflé, ni uno más, ni uno menos.
—¡Junior! ¡Te prohíbo que me hables mientras cocino! O si no, me lees un cuento para niños..., algo que me entretenga y no me moleste.
—¡No te pongas nerviosa! Cuenta las cáscaras, divide la cifra obtenida por dos y obtendrás tu número de huevos, ¡mujer de poca ciencia! En cuanto a los cuentos para niños, olvídalos, me anquilosan el cerebro y no me producen el menor cosquilleo en la espina dorsal... Porque yo necesito ese cosquilleo exquisito para saber que estoy vivo. ¡Mi hambre de aprender es insaciable, mamá! Me aburren las historias para niños de mi edad.