Las amistades peligrosas (32 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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Por una fortuna increíble, mis criados mayores habían pasado la noche en tertulia en el cuarto de mi doncella y todavía no estaban acostados. Como ésta al acudir a mi alcoba me oyó hablar con mucha vehemencia, se asustó y llamó a todos. Ya se imaginará usted qué escándalo resultaría de esta escena. Mis criados estaban furiosos, y vi el momento en que mi ayuda de cámara mataba a Prevan. Confieso que en aquel momento me alegré de tener tantos defensores; pero, reflexionando hoy, hubiera preferido que hubiese entrado sola mi doncella, pues hubiera bastado y se hubiera evitado el escándalo que me aflije.

En lugar de ello, el alboroto ha despertado a los vecinos; mis criados han hablado, y es hoy la noticia de todo París. Prevan está en prisión, por orden del comandante de su cuerpo, que ha tenido la atención de venir para darme excusas, según me dijo. Este arrestó va a dar más que hablar todavía, mas no he podido obtener el evitarlo. Todos mis conocimientos de la Corte y ciudad han venido a informarse de mí; pero no me era posible recibir, y las pocas personas que he visto me han dicho que todo el mundo me haría justicia, y que la indignación general contra Prevan llegaba al calmo. Seguramente lo merece, mas esto no me quita el terrible disgusto de un lance tan desagradable.

Además, este hombre tendrá algunos amigos, que deben ser muy malos, ¡y quién sabe la que inventarían por dañarme! ¡Ay Dios! ¡cuán desgraciada es una mujer joven! Nada ha hecho todavía con ponerse al abrigo de la maledicencia; es preciso a más que sepa imponer respeto a la calumnia. Escríbame usted lo que hubiera hecho en mi lugar, y, en fin, lo que piense sobre este particular. Siempre ha sido usted la que me ha dado los consuelos más dulces y los avisos más prudentes, y de quien yo los recibo con mayor placer.

Adiós, mi querida y buena amiga: ya sabe usted que soy suya por la vida. Abrace de mi parte a su amable hija.

París, a 26 de setiembre de 17…

TERCERA PARTE
CARTA LXXXVIII

CECILIA VOLANGES AL VIZCONDE DE VALMONT

Muy señor mío: A pesar del placer que tengo en recibir las cartas del caballero Danceny, y aunque no deseo menos que el que podamos vernos todavía en libertad, sin embargo, no he podido resolverme a ejecutar lo que usted me propone. Primeramente, es muy peligroso; la llave que usted quiere que yo ponga en lugar de la otra, se le parece mucho, en realidad; pero, sin embargo, hay entre las dos alguna diferencia, y mi madre atiende a todo y se apercibe de todo. Además, aunque no se han servicio de ella todavía, desde que estamos aquí, puede dar una casualidad desdichada; y si se llegara a notar, estaría yo perdida para siempre. Fuera de todo esto, me parece que sería una ocasión bien mala; ¡hacer así una llave doble! me parece muy osado. Es verdad que sería usted quien tuviese la bondad de encargarse de ello: mas a pesar de eso, si se supiera, no se me echaría menos la culpa, puesto que lo habría hecho para mí. En fin, dos veces he intentado tomarla: ciertamente, sería facilísimo si se tratase de otra cosa; pero yo no sé porqué me he puesto siempre a temblar, y no he tenido valor suficiente. Creo, pues, que vale más quedarnos como estamos.

Si quiere usted ser en adelante tan complaciente conmigo como hasta ahora, siempre hallará modo de entregarme una carta. Aun para la última, si no es por la desgracia de que usted se volvió en cierto momento, nos hubiera sido cosa muy fácil. Conozco muy bien que no puede usted estar pensando siempre en esto, como yo, pero más quiero tener un poco de paciencia que aventurar tanto. Estoy segura de que Danceny diría como yo, porque todas las veces que deseaba alguna cosa que me causaba pesar, consentía al instante en renunciar a ella.

Con esta carta devolveré a usted la suya y la de Danceny, y la llave. No por eso le agradezco menos sus bondades, que le suplico me continúe. En verdad que soy muy desdichada, y que sin usted lo sería mucho más; pero al cabo es mi madre, y es menester tener paciencia. Con tal que Danceny me ame siempre y usted no me abandone, vendrá tal vez un tiempo más feliz.

Quedo suya, con el más fino reconocimiento, su más humilde y atenta servidora.

En…, a 26 de setiembre de 17…

CARTA LXXXIX

EL VIZCONDE DE VALMONT AL CABALLERO DE DANCENY

Amigo mío: Yo no tengo enteramente la culpa de que sus asuntos no vayan con tanta celeridad como usted quisiera; pues necesito no sólo luchar con la vigilancia y severidad de la señora Volanges, sino también vencer algunos otros obstáculos que su amiguita de usted me opone, la que, bien sea por frialdad o por timidez, no hace siempre lo que le aconsejo, aunque estoy bien persuadido de que sé mejor que ella lo que conviene practicar.

Yo había hallado un medio sencillo, cómodo y seguro de entregarle sus cartas, y aun de facilitar después la entrevista que usted apetece; pero no he podido reducirla a que lo ponga en ejecución Esto lo siento tanto más, cuanto veo que no hay otro para que usted se acerque a ella; y que, aun por lo que mira a la correspondencia, me recelo a cada paso que nos vamos a comprometer los tres. En vista de esto, bien podrá juzgar que ni quiero arriesgarme, ni exponer a ustedes. Me causaría, sin embargo, una verdadera aflicción el que por la poca confianza de su amiguita no pudiera serle útil. Convendrá quizá escribirle sobre este particular. Usted verá lo que quiere hacer, y decidirá: pues no basta servir a los amigos, si no se les sirve también a medida de sus deseos. Éste podría ser también un medio para que usted conociese por sí mismo su modo de pensar; pues la mujer que es dueña de sí misma, no ama tanto como lo propala. No es esto decir que yo dude de la constancia de su cortejo; pero como es muy joven, y tiene mucho miedo a su madre, que ya sabe que busca siempre ocasiones de hacerle daño, sería peligroso el dejar pasar mucho tiempo sin hablarla usted. Con todo, no debe inquietarse mucho con lo que acabo de decirle, porque en realidad yo no tengo ningún motivo de desconfianza, y hago esto principalmente a impulsos de la amistad. No me extiendo más, porque tengo algunos negocios que me llaman la atención. No he adelantado tanto como usted; pero me consuela el saber que no me excede usted en amor; y aunque mis pasos sean infructuosos, creeré haber empleado bien el tiempo, siempre que logre serle útil. Adiós, amigo mío.

En la quinta de…, a 26 de setiembre de 17…

CARTA CX

LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT

Muy señor mío: Tendré mucha satisfacción en que esa carta no le cause el más ligero sentimiento, y que en el caso de que le ocasione alguno, que pueda templarse con el que yo experimento al escribírsela. Usted debe conocerme bastante ahora para estar bien seguro de que mi intención no es la de afligirle, así como la de usted no será tampoco la de sumergirme en una eterna desesperación. Suplícole, pues, en nombre de la tierna amistad que le he prometido, y aun de los sentimientos quizás más vivos, pero seguramente no tan sinceros, que usted me ha manifestado, que no volvamos a vernos. Márchese pues, y hasta que esto se verifique, evitemos toda conversación particular y peligrosa, en que, por un poder inconcebible, sin lograr jamás decir a usted lo que quiero, paso el tiempo en escuchar lo que no debiera oír.

No tenía otra cosa más presente ayer, cuando vino a buscarme al parque, que decirle lo que le escribo hoy, y, sin embargo, no hice más que ocuparme de su amor… de su amor… al que no debo corresponder jamás. ¡Ah! le pido por favor que se aleje de mí. No tema que mi ausencia entibie mis sentimientos hacia usted; ¿y cómo he de vencerlos, cuando no tengo ya valor para combatirlos? Usted ve como todo se lo digo; pues temo menos confesar mi debilidad, que sucumbir a ella; pero este imperio que he perdido sobre mis sentimientos, le conservaré sobre mis acciones; sí, le conservaré, y estoy resuelta a ello, aunque me cueste la vida. ¡Ah! no hace mucho tiempo que yo me creía segura de no tener que sostener jamás semejante combate. Yo me daba el parabién, y quizá me gloriaba demasiado. El cielo ha castigado cruelmente este orgullo; pero lleno de misericordia, al paso que nos castiga, nos advierte también antes que caigamos; y sería dos veces culpable si continuase en ser imprudente, conociendo mi debilidad.

Cien veces ha dicho usted que no quería una felicidad comprada con mis lágrimas. ¡Ah! no hablemos ya de felicidad; pero déjeme a lo menos que recobre alguna tranquilidad. Si usted me concede lo que le pido, ¡qué nuevos derechos adquirirá sobre mi corazón! Y si éstos se fundasen sobre la virtud, no podré menos de aceptarlos. ¡Cuán agradable será mi reconocimiento! Le deberé la dulzura de gozar sin remordimientos de un deliciosa placer, cuando ahora, por el contrario, horrorizada de mis pensamientos, tiemblo ocuparme igualmente de usted que de mí. La idea sola de usted me estremece, y cuando no puedo echarla de mí, trato de combatirla; no la dejo, pero la rechaza.

¿No sería mejor para ambos el hacer cesar este estado de turbación y de ansiedad?

¡Oh, caro vizconde, cuya alma siempre sensible, aun en medio de sus errores, ha conservado amor a la virtud, tenga consideración a mi deplorable estado, y no rebase mi súplica! Un interés más dulce, pero nó menos tierno, sucederá a estas violentas agitaciones. Entonces respiraré con sus beneficios; desearé vivir, y diré, en medio de la alegría de mi corazón: ¿Cree usted comprar a un precio excesivo el fin de mis tormentos, con someterse a unos ligeros sacrificios, que lejos de imponerlos, se los suplico? ¡Ah! si para hacerle feliz fuera necesario consentir en ser desgraciada, créame que no dudaría un momento en ello; para ser culpable… no, no, amigo; antes moriré mil veces.

Avergonzada, y en vísperas de ser atacada por los remordimientos, temo a los otros y a mí misma. Me sonrojo cuando estoy en sociedad, y me estremezco cuando estoy sola. No arrastro ya más que una vida dolorosa, y no estaré tranquila sino cuando usted quiera. Por más loables que sean mis resoluciones, no bastan para asegurarme. He formado ésta desde ayer, y, sin embargo, he pasado toda la noche llorando. Vea a su amiga, aquella que usted ama, pedirle confusa y rendida el reposo de su inocencia.

¡Ay, Dios mío! Si usted no mediara, ¿me hubiera visto nunca precisada a hacer una súplica tan humillante? Nada le echo en cara. Demasiado conozco por mí misma cuán difícil es resistir a una pasión dominante. Una queja no es una murmuración. Haga usted por generosidad lo que yo hago por obligación, y agregaráse a los sentimientos que me ha inspirado el de un eterno reconocimiento. Adiós, adiós, señor vizconde.

De…, el 27 de setiembre de 17…

CARTA XCI

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