Las amistades peligrosas (26 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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Comenzando, señor, por el día de su llegada a esta quinta, me confesará que al menos su reputación me obligaba a usar con usted de cierta reserva, y que hubiera podido, sin caer en exceso de mojigatería, atenerme a las expresiones del más frío cumplido. Usted mismo me hubiera disculpado y hubiera comprendido que una mujer tan poco formada, no tuviera el mérito de apreciar los suyo. Tal era, seguro, el partido de la prudencia; y me hubiera costado tanto menos seguirle cuanto que no le ocultaré que cuando la señora de Rosemonde me participó su llegada, tuve necesidad de recordar mi amistad con ella para no dejarle ver cuanto me contrariaba la noticia.

Convengo de buen grado en que usted comenzó a mostrarse bajo mejor aspecto que yo imaginara; pero convendrá a su vez que pronto se cansó de una continencia de la que por lo visto no era bastante pago para usted la idea ventajosa que me hizo formar.

Entonces, abusando de mi buena fe y mi seguridad, no temió hablarme de un sentimiento que debía ofenderme; y yo, mientras usted se ocupaba en agravar sus fallas, multiplicándolas, procuraba olvidarlas, ofreciéndole ocasión de repararlas, al menos, en parte.

Tan justa era mi demanda, que usted mismo se vio en el deber de acceder a ella; pero, abusando de mi indulgencia, aprovechó para pedirme un permiso que, sin duda, no debí concederle y que obtuvo, no obstante. De las condiciones puestas no ha cumplido ni una; y su correspondencia ha sido tal, que cada carta me ponía en el deber de no responder. En el momento en que su obstinación me obligaba a alejarle de mí, tuve la condescendencia, culpable tal vez, de tentar el único medio de acercarle dignamente, ¿pero qué importa a sus ojos mi sentimiento honrado? Usted desprecia la amistad; en su loca embriaguez sólo busca placeres y víctimas, sin tener cuenta de las desdichas y la vergüenza.

Tan ligero en sus actos como inconsecuente en sus reproches, olvida sus promesas o las viola como jugando, y después de consentir en alejarse, vuelve sin ser llamado; sin miramientos por mis ruegos, por mis razones; sin tener la atención de prevenirme. No ha temido exponerme a una sorpresa cuyo efecto, aunque bien sencillo, pudo ser interpretado en contra mía por los que nos rodean. Esta zozobra de que tenía usted culpa, no ha tratado distraerla, sino aumentarla. En la mesa toma precisamente asiento al lado mío; una ligera indisposición me obliga a salir, y en lugar de respetar mi soledad, compromete a todos a seguirme. Vuelta al salón, si doy un paso, lo encuentro a mi lado; si hablo, usted es quien me responde. La palabra más indiferente le sirve de pretexto para traer una conversación que no quiero oir, que podría comprometerme; porque, en fin, caballero, por diestro que sea usted, lo que entiendo pueden comprenderlo también los demás.

Obligada así a la inmovilidad y al silencio, no deja de perseguirme; y si miro, encuentro sus ojos. Tengo que apartar los míos, y, por una consecuencia incomprensible, atrae usted sobre mí los del círculo, en un momento en que yo quisiera sustraerme a ellos.

Y se queja de mi proceder. Cúlpeme más de indulgencia y asómbrese de que yo no haya partido al momento de su llegada. Así hubiese debido ser, y todavía me obligará a ello, si no cesa en su ofensiva persecución. No, no olvido, no olvidaré nunca lo que me debo, lo que debo a nudos que he formado, que respeto y amo, y ruégole que crea que, si llegara a verme reducida a escoger entre sacrificarlos y, sacrificarme, no titubearía ni un solo instante. Adiós, señor.

En…, a 16 de setiembre de 17…

CARTA LXXIX

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Contaba ir de caza esta mañana; pero hace un tiempo imposible. No tengo más lectura que una novela que aburriría a una colegiala. Almorzaremos dentro de dos horas lo más pronto. Así que voy a escribirle, a pesar de mi larga carta de ayer. Pero no la fastidiaré, porque voy hablarle del guapísimo Prevan. ¡Cómo! ¿no sabe acaso la famosa aventura que separó a las inseparables? Apostaría a que a la primera palabra la recuerda de pies a cabeza. Pero, vaya, pues que lo desea.

Recuerda usted que todo París miraba con asombro que tres mujeres, las tres bonitas, las tres inteligentes y que podían tener las mismas pretensiones, estuviesen íntimamente ligadas entre sí desde su entrada en sociedad. Pareció al principio la causa su extremada timidez; pero pronto rodeados de una corte numerosa, de la que se repartían los tributos, y advertidas de su valor por el interés y los obsequios de que eran objeto, su unión se estrechó aún y hubiérase dicho que el triunfo de una era de las tres. Esperábase al menos que el momento del amor traería las rivalidades. Nuestros pisaverdes se disputaban el honor de ser la manzana de la discordia; y yo mismo hubiera entonces entrado en juego, si la gran boga de la condesa de***, en aquel momento me hubiera permitido serle infiel, antes de haber obtenido el favor que solicitaba.

Entre tanto, nuestras tres hermosuras hicieron su elección, como de común acuerdo, en el mismo carnaval; y lejos de que excitase disturbios, como todos habían creído, no sirvió sino para hacer su amistad más íntima con el nuevo encanto de las comunicaciones confidenciales.

El enjambre de pretendientes desgraciados, se unió al de las mujeres celosas, y la escandalosa constancia fue sometida a la censura pública.

Los unos sostenían que en esta sociedad de inseparables (así las llamaban), la ley fundamental era la comunidad de bienes, y que el amor mismo se sujetaba a esta regla; otros aseguraban que los tres amantes estaban libres de competidores, pero no de competidoras; en fin, la cosa llegó hasta decirse que no habían sido admitidos, sino por decoro, y no habían recibido, sino un título sin funciones.

Estas voces, verdaderas o falsas, no produjeron el efecto que se esperaba. Al contrario, las parejas conocieron que estaban perdidas si se separaban en aquel momento, y tomaron el partido de resistir a la tempestad. El público, que se cansa de todo, se cansó bien pronto de una sátira infructuosa. Llevado de su inconstancia natural, se ocupó de otras cosas; y luego, volviendo a ésta con su inconsecuencia ordinaria, cambió la crítica en elogios. Como aquí todo es moda, el entusiasmo sucedió y se convirtió en verdadero delirio, cuando Prevan emprendió el verificar estos prodigios, y fijar sobre el particular la opinión del público y la suya.

Buscó, pues, a estos modelos de perfección. Admitido fácilmente en su sociedad, sacó de ello un favorable agüero. Sabía bien que las gentes dichosas no se dejan acercar con tanta facilidad. Vio, en efecto, muy pronto que aquella dicha tan pregonada era, como la de los reyes, más envidiada que apetecible. Notó que aquellos supuestos inseparables empezaban a buscar los placeres externos, y que hasta se procuraba ya distracciones, y concluyó de ello que los vínculos del amor o de la amistad estaban ya, o relajados o rotos, y sólo los del amor propio y la costumbre conservan todavía su fuerza natural.

Sin embargo, las mujeres, que la necesidad reunía, conservaban entre ellas la apariencia de la misma intimidad; pero los hombres, más libres en su proceder, hallaban deberes o negocios que los llamaban; se quejaban de ellos aún, pero no se dispensaban, y ya rara vez el número que se juntaba a pasar las noches era completo.

Esta conducta de su parte favorecía los designios del asiduo Prevan, que colocado naturalmente cerca de la que había sido abandonada cada día, hallaba alternativamente, y según las circunstancias, el remedio de rendir los mismos obsequios a las tres amigas.

Comprendió fácilmente que elegir entre ellas era perderse; que la falsa vergüenza de ser la primera que renunciase a la fidelidad, asustaría a la que prefiriese; que el amor propio herido de las otras dos, las haría enemigas del nuevo amante y no dejarían de desplegar contra él la severidad de los grandes principios; en fin, que los celos harían volver a hacer más cuidadoso a un rival que podía ser todavía temible. Todo hubiera servido de obstáculo, y todo se hacía fácil en su triple proyecto; cada mujer era indulgente, porque estaba interesada en serlo, y cada hombre también, porque creía no estarlo.

Prevan, que no tenía entonces sino una sola amada que sacrificar, tuvo la dicha de que ésta adquiriese celebridad. Su calidad de extranjera y el obsequio de un gran príncipe, que rehusó con bastante destreza, habían hecho que las gentes de la corte y de la ciudad fijasen en ella su atención; su amante disfrutaba de la parte que le correspondía de este honor, y se aprovechaba de él cerca de sus nuevas queridas.

Lo dificultoso era saber conducir a la vez las intrigas, cuya marcha debía necesariamente reglarse por la más tardía; y, en efecto, sé por uno de sus confidentes, que su mayor trabajo fue el detener una que estaba ya en sazón casi quince días antes que las otras.

En fin, el gran día llegó. Prevan, que había ya obtenido el consentimiento de las tres, era dueño de arreglar la cosa como quisiese, y lo hizo como va usted a ver. De los tres maridos, uno estaba ausente, otro partía al día siguiente, a la madrugada, y el tercero estaba en la ciudad. Las amigas inseparables debían cenar en casa de la futura viuda; pero el nuevo señor no había permitido que los antiguos servidores fuesen admitidos. En la mañana del mismo día hace tres paquetes de las cartas de su querida; acompaña al uno con el retrato que había recibido de ella; al segundo con una cifra amorosa que ella misma había pintado; y al tercero, con un mechón de sus cabellos; cada una recibió por completo este tercio de sacrificio, y consintió, en cambio, en enviar al amante desgraciado una carta ruidosa de rompimiento.

Ya era esto mucho, mas no bastante todavía. Aquella cuyo marido estaba en la ciudad, no podía disponer sino de la tarde, se convino que una incomodidad fingida, la dispensaria de ir a cenar a casa de su amiga, y que toda la parte de la noche hasta la hora de acostarse sería reservada a Prevan. La parte que corre desde esta hora hasta el amanecer, fue señalada al mismo para aquella cuyo marido estaba ausente; y el tiempo después de amanecer momento de la partida del tercer esposo, le fue indicado para la última.

Prevan, que atiende a todo, corre después a casa de su bella extranjera: allí muestra y excita el humor que le convenía, y no sale hasta hacer entablar una querella que le asegura veinticuatro horas de libertad. Hechas así sus disposiciones, volvió a su casa, contando con reposarse un poco; pero otros cuidados le esperaban allí.

Las cartas de rompimiento habían sido como un golpe de inspiración para los amantes desgraciados: cada uno de ellos no dudaba ya que era sacrificado a Prevan; y uniéndose la cólera de haber sido burlado al mal humor que causa siempre la más pequeña humillación de verse uno dejado, los tres, sin comunicarse sus ideas, pero como de concierto, habían resuelto pedir satisfacción a su venturoso rival.

Éste halló, pues, en su casa los tres carteles de desafío, y los aceptó noblemente; mas como no queriendo privarse ni de sus placeres ni de la gloria de esta aventura, fijó las citas para la mañana del día siguiente, las tres en el mismo sitio y a la misma hora. Fue en una de las puertas del bosque llamado de Bolonia.

Llegada la noche, hizo su triple carrera con igual brillo; a lo menos se ha jactado después de que cada una de sus nuevas conquistas había recibido tres veces la prenda y el juramento de su amor. Aquí, como usted piensa, las pruebas faltan a la historia; todo lo que puede el historiador imparcial es hacer notar al lector incrédulo que la vanidad y la imaginación exaltadas pueden producir prodigios; y además, que la mañana que había de seguirse a una noche tan brillante, parece debía dispensarle de tener contemplaciones para lo venidero. Sea lo que fuere, los hechos siguientes son más positivos.

Prevan fue exactamente al sitio que había señalado, y halló en él a sus tres rivales, no poco sorprendidos de encontrarse juntos, y acaso ya cada cual consolado en parte, viendo que tenía compañeros de infortunio. Se llegó a ellos con un rostro afable y cortés, y les tuvo este discurso, que se me ha repetido fielmente:

“Señores: Al hallarse ustedes reunidos en este lugar, han adivinado ya, sin duda, que cada uno de los tres tiene iguales motivos para quejarse de mí. Estoy pronto a darles satisfacción. Decidan a la suerte entre ustedes quién ha de ser el primero que intente una venganza a la que los tres tienen el mismo derecho. No he traído conmigo ni padrinos ni testigos, pues no habiéndolos buscado para la ofensa tampoco los pido para la reparación”. Luego, cediendo a su carácter de jugador, añadió: “Bien sé que rara vez se gana el siete y leva; pero sea la que fuere la suerte que el hado me destine, siempre ha vivido bastante el que ha sabido ganarse el amor de las mujeres y la estimación de los hombres”.

Mientras que sus adversarios, admirados, se miraban silenciosos, y acaso su delicadeza calculaba que este triple combate no hacía igual la partida, Prevan volvió a tomar la palabra, diciendo: “No oculto a ustedes que la noche que acabo de pasar, me ha fatigado cruelmente. Sería un acto generoso de parte de ustedes, que me permitiesen tomar algunas fuerzas. He dado mis órdenes para que me tengan pronto aquí cerca un desayuno: háganme ustedes el honor de aceptarle. Almorzaremos juntos, y, sobre todo, alegremente. Puede uno batirse por semejantes bagatelas, pero no por eso alterar nuestro buen humor”.

Fue admitido el desayuno, y dicen que jamás estuvo Prevan más amable. Tuvo el talento y destreza de no humillar a ninguno de sus rivales; de persuadirles de que los tres hubieran obtenido el mismo triunfo con igual facilidad; y, sobre todo, de hacerles confesar que ninguno hubiera dejado escapar la ocasión, como él tampoco lo había hecho. Confesados estos datos, el asunto se arreglaba por sí mismo; así es que, todavía no había acabado de desayunar, cuando había ya repetido diez veces que semejantes mujeres no merecían que hombres honrados se batiesen por ellas. Esta idea produjo la cordialidad; el vino le dio mayor fuerza, de modo que, pocos momentos después, no se contentaron con deponer toda especie de rencor, sino que se juraron mutuamente una amistad sin reserva.

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