La vuelta al mundo en 80 días (24 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: La vuelta al mundo en 80 días
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—¡He sido inepto! —decía para sí—. ¡El otro te habrá dicho quién era yo! ¡Ha partido y no volverá! ¿Dónde apresarlo ahora? Pero, ¿cómo me he podido dejarme fascinar así, yo, Fix, yo, que llevo en el bolsillo la orden de prisión? ¡Decididamente soy un animal!

Así razonaba el inspector de policía, mientras que las horas transcurrían lentamente. No sabía qué hacer. Algunas veces tenía la idea de decírselo todo a mistress Aouda, pero comprendía de qué modo serían acogidas sus palabras por la joven. ¿Qué partido tomar? Estaba tentado de irse, al través de las llanuras, en busca de Fogg. No le parecía imposible volver a dar con él. ¡Las huellas del destacamento estaban impresas todavía en el nevado suelo? Pero luego todo vestigio quedaba borrado bajo una nueva capa de nieve.

Entonces el desaliento se apoderó de Fix. Experimentó un insuperable deseo de abandonar la partida, y precisamente se le ofreció ocasión de seguir el viaje, partiendo de la estación de Kearney.

En efecto; a las dos de la tarde, mientras que la nieve caía a grandes copos, se oyeron unos silbidos procedentes del Este. Una sombra enorme, precedida de un resplandor rojizo, avanzaba con lentitud, considerablemente abultada por las brumas que le daban fantástico aspecto.

Sin embargo, ningún tren de la parte del Este era esperado todavía. El auxilio pedido por teléfono no podía llegar tan pronto, y el tren de Omaba a San Francisco no debía pasar hasta el día siguiente.

No tardó en saberse lo que era. La locomotora, que andaba a corto vapor y dando grandes silbidos, era la que, después de haberse separado del tren, había continuado su marcha con tan espantosa velocidad, llevando al maquinista y fogonero inanimados. Había corrido muchas millas, y, después, apagándose el fuego, por falta de combustible, la velocidad se fue amortiguando, hasta que la máquina se detuvo, veinte millas más allá de la estación de Kearney.

Ni el maquinista ni el fogonero habían sucumbido, y después de un desmayo bastante prolongado, habían recobrado los sentidos.

La máquina estaba entonces parada, y cuando el maquinista se vio en el desierto con la locomotora sola, comprendió lo ocurrido, y sin que pudiera atinar de qué modo se había efectuado la separación, no dudaba que el tren estaba atrás esperando auxilio.

No vaciló el maquinista sobre la resolución que debía adoptar. Proseguir el camino en dirección de Omaha, era prudente; volver hacia el tren, en cuyo saqueo estarían quizá ocupados los indios, era peligro... ¡No importa! Se rellenó la hornilla de combustible, el fuego se reanimó, la presión volvió a subir, y a cosa de las dos de la tarde, la máquina regresaba a la estación de Kearney, siendo ella la que silbaba sobre la bruma.

Fue para los viajeros gran satisfacción el ver que la locomotora se ponía a la cabeza del tren. Iban a poder continuar su viaje, tan desgraciadamente interrumpido.

Al llegar la máquina, mistress Aouda preguntó al conductor:

—¿Vais a marchar?

—Al momento, señora.

—Pero esos prisioneros... nuestros desventurados compañeros...

—No puedo interrumpir el servicio — respondió el conductor—. Ya llevamos tres horas de atraso.

—¿Y cuándo pasará el otro tren procedente de San Francisco?

—Mañana por la tarde, señora.

—¡Mañana por la tarde! Pero ya no será tiempo. ¡Es preciso aguardar!

—Imposible. Si queréis partir, al coche.

—No marcharé —respondió la joven.

Fix había oído la conversación. Algunos momentos antes, cuando todo medio de locomoción le faltaba, estaba decidido a marchar; y ahora, que el tren estaba allí y no tenía más que ocupar su asiento, le retenía un irresistible impulso. El andén de la estación le quemaba los pies, y no podía desprenderse de allí. Volvió al embate de sus encontradas ideas, y la cólera del mal éxito lo ahogaba. Quería luchar hasta el fin.

Entretanto, los viajeros y algunos heridos, entre ellos el coronel Proctor, cuyo estado era grave, habían tomado ubicación en los vagones. Se oía el zumbido de la caldera y el vapor se desprendía por las válvulas. El maquinista silbó, el tren se puso en marcha, y desapareció luego, mezclando su blanco humo con el torbellino de las nieves.

El inspector Fix se quedó.

Algunas horas transcurrieron. El tiempo era muy malo y el frío excesivo. Fix, sentado en un banco de la estación, permanecía inmóvil hasta el punto de parecer dormido. Mistress Aouda, a pesar de la nevada, salía a cada momento del cuarto que estaba a su disposición. Llegaba hasta lo último del andén, tratando de penetrar la bruma con su vista y procurando escuchar sí se percibía algún ruido. Pero nada. Aterida por el frío, volvía a su aposento para volver a salir algunos momentos más tarde, y siempre inútilmente.

Llegó la noche, y el destacamento no había regresado. ¿Dónde estaría? ¿Había alcanzado a los indios? ¿Habría habido lucha, o acaso los soldados, perdidos en medio de la nieve, andarían errantes a la aventura? El capitán del fuerte Kearney estaba muy inquieto, si bien procuraba disimularlo.

Por la noche, la nieve no cayó en tanta abundancia, pero creció la intensidad del frío.

La mirada más intrépida no hubiera considerado sin espanto aquella oscura inmensidad. Reinaba un absoluto silencio en la llanura, cuya infinita calma no era turbada ni por el vuelo de las aves ni por el paso de las fieras.

Durante toda aquella noche, mistress Aouda, con el ánimo entregado a siniestros pensamientos, con el corazón lleno de angustias, anduvo errando por la linde de la pradera. Su imaginación la llevaba a lo lejos, mostrándole mil peligros; no es posible expresar lo que sufrió durante tan largas horas.

Fix permanecía quieto en el mismo sitio, pero tampoco dormía. En cierto momento se le acercó un hombre, y le habló, pero el agente lo despidió, después de haberle respondido negativamente.

Así transcurrió la noche. Al alba, el disco medio apagado del sol se levantó sobre un horizonte nublado, pudiendo, sin embargo, la vista extenderse hasta dos millas de distancia. Phileas Fogg y el destacamento se habían dirigido hacia el Sur, y por este lado no se divisaba más que el desierto. Eran entonces las siete de la mañana.

El capitán, muy caviloso, no sabía qué partido tomar. ¿Debía enviar otro destacamento en auxilio del primero? ¿Debía sacrificar más hombres, con tan poca probabilidad de salvar a los que se habían sacrificado primero? Pero su vacilación no duró, y llamó con una señal a uno de sus tenientes, dándole orden de hacer un reconocimiento por el Sur, cuando sonaron unos tiros. ¿Era esto una señal? Los soldados salieron afuera del fuerte, y a media milla vieron una pequeña partida que venía en buen orden.

Míster Fogg iba a la cabeza, y junto a él estaban Picaporte y los otros dos viajeros, librados de entre las manos de los sioux.

Había habido combate a diez millas al sur de Kearney. Pocos momentos antes de la llegada del destacamento, Picaporte y los dos compañeros estaban luchando con sus guardianes, y el francés había ya derribado tres a puñetazos, cuando su amo y los soldados se precipitaron en su auxilio.

Todos, salvadores y salvados, fueron acogidos con gritos de alegría, y Phileas Fogg distribuyó a los soldados la prima que les había prometido, mientras que Picaporte repetía, no sin alguna razón:

—¡Decididamente, es preciso convenir en que cuesto muy caro a mi amo!

Fix, sin pronunciar una palabra, miraba a míster Fogg, y hubiera sido difícil analizar las impresiones que luchaban en su interior. En cuanto a mistress Aouda, había tomado la mano del
gentleman
y la estrechaba con las suyas sin poder pronunciar una palabra.

Entretanto, Picaporte, tan luego como llegó, había buscado el tren en la estación, creyendo encontrarle allí dispuesto a correr hacia Omaba, y esperando que se podría ganar aún el tiempo perdido.

—¡El tren, el tren! —gritaba.

—Se marchó —respondió Fix.

—Y el tren siguiente, ¿cuándo pasa? — preguntó míster Fogg.

—Esta noche.

—¡Ah! —dijo simplemente el impasible
gentleman.

Capítulo XXXI

Phileas Fogg estaba veinticuatro horas atrasado, y Picaporte, causa involuntaria de esta tardanza, estaba desesperado. Había arruinado indudablemente a su amo.

En aquel momento, el inspector se acercó a míster Fogg, y mirándole bien enfrente, le preguntó:

—Con formalidad, señor Fogg; ¿tenéis prisa?

—Con mucha formalidad —respondió Phileas Fogg.

—Insisto —repuso Fix. ¿Tenéis verdadero interés en estar en Nueva York el 11, antes de las nueve de la noche, hora de salida del vapor de Liverpool?

—El mayor interés.

—Y si el viaje no hubiera sido interrumpido por el ataque de los indios, ¿hubierais llegado a Nueva York el 11 por la mañana?

—Sí, con doce horas de adelanto sobre el vapor.

—Bien. Tenéis ahora veinte horas de atraso. Entre veinte y doce, la diferencia es de ocho. Luego con ganar estas ocho horas tenéis bastante. ¿Queréis intentarlo?

—¿A pie?

—No, en trineo de vela. Un hombre me ha propuesto este sistema de transporte.

Era el hombre que había hablado al inspector de policía durante la noche, y cuya oferta había sido desechada.

Phileas Fogg no respondió a Fix; pero éste le enseñó el hombre de que se trataba, y el
gentleman
después, Phileas Fogg y el americano, llamado Mudge, entraban en una covacha construida junto al fuerte Kearney.

Allí, míster Fogg examinó un vehículo bastante singular, especie de tablero establecido sobre dos largueros, algo levantados por delante, como las plantas de un trineo, y en el cual cabían cinco o seis personas. Al tercio, por delante, se elevaba un mástil muy alto, donde se envergaba una inmensa cangreja. Este mástil, sólidamente sostenido por obenques metálicos, tendía un estay de hierro, que servía para guindar un foque de gran dimensión. Detrás había un timón espaldilla, que permitía dirigir el aparato.

Como se ve, era un trineo aparejado en balandra. Durante el invierno, en la llanura helada, cuando los trenes se ven detenidos por las nieves, esos vehículos hacen travesías muy rápidas, de una a otra estación. Están, por lo demás, muy bien aparejados, quizá mejor que un balandro, que está expuesto a volcar, y con viento en popa corren por las praderas, con rapidez igual, si no superior a la de un expreso.

En pocos instantes se concluyó el trato entre míster Fogg y el patrón de esa embarcación terrestre. El viento era bueno. Soplaba del Oeste muy frescachón. La nieve estaba endurecida, y Mudge tenía grandes esperanzas de llegar en pocas horas a la estación de Omaha, donde los trenes son frecuentes y las vías numerosas en dirección a Chicago y Nueva York. No era difícil que pudiera ganarse el atraso; por consiguiente, no debía vacilarse en intentar la aventura.

No queriendo míster Fogg exponer a mistress Aouda a los tormentos de una travesía al aire libre, con el frío, que la velocidad había de hacer más insoportable, le propuso quedarse con Picaporte en la estación de Kearney, desde donde el buen muchacho la traería a Europa, por mejor camino y en mejores condiciones.

Mistress Aouda se negó a separarse de míster Fogg, y Picaporte se alegró mucho de esta determinación. En efecto, por nada en el mundo hubiera querido separarse de su amo, puesto que Fix le acompañaba.

En cuanto a lo que entonces pensaba el inspector de policía, sería difícil decirlo. ¿Su convicción estaba quebrantada por el regreso de Phileas Fogg, o bien lo consideraba como un bribón de gran talento, por creer que después de cumplida la vuelta al mundo, estaría absolutamente seguro en Inglaterra? Tal vez la opinión de Fix, respecto de Phileas Fogg, se había modificado; pero no por eso estaba menos decidido a cumplir con su deber, y, más impaciente que todos, a ayudar con todas sus fuerzas el regreso a Inglaterra.

A las ocho, el trineo estaba dispuesto a marchar. Los viajeros, casi puede decirse los pasajeros, tomaron asiento, muy envueltos en sus mantas de viaje. Las dos inmensas velas estaban izadas,y al impulso del viento el vehículo corría sobre la endurecida nieve a razón de cuarenta millas por hora.

La distancia que separa el fuerte Kearney de Omaba es en línea recta, a vuelo de abeja, como dicen los americanos, de doscientas millas lo más. Manteniéndose el viento, esta distancia podía recorrerse en cinco horas, y no ocurriendo ningún incidente, el trineo debía estar en Omaha a la una de la tarde.

¡Qué travesía! Los viajeros, apiñados, no podían hablarse. El frío, acrecentado por la velocidad, les hubiera cortado la palabra. El trineo corría tan ligeramente sobre la superficie de la llanura, como un barco sobre las aguas, pero sin marejada. Cuando la brisa llegaba rasando la tierra, parecía que el trineo iba a ser levantado del suelo por sus espantosas velas cual alas de inmensa envergadura. Mudge se mantenía, por medio del timón, en la línea recta y con un golpe de espadilla rectificaba los borneos que el aparejo tendía a producir. Todo el velamen daba presa al viento. El foque, desviado, no estaba cubierto por la cangreja. Se levantó una cofa y dando al viento un cuchillo, se aumentó la fuerza del impulso de las demás velas. No podía calcularse la velocidad matemáticamente; pero era seguro que no bajaba de las cuarenta millas por hora.

—Si nada se rompe —dijo Mudge—, llegaremos.

Y Mudge tenía interés en llegar dentro del plazo convenido, porque míster Fogg, fiel a su sistema, lo había engolosinado con una crecida oferta.

La pradera por donde corría el trineo era tan llana, que parecía un inmenso estanque helado. El ferrocarril que cruzaba por esa región subía del Suroeste al Noroeste por Grand-lsland, Columbus, ciudad importante de Nebraska, Schuyler, Fremon y luego Omaha. Seguía en todo su trayecto por la orilla derecha del rio Platte. El trineo, atajando, recorría la cuerda del arco descrito por la vía férrea. Mudge no podía verse detenido por el río Platte, en el recodo que forma antes de llegar a Fremont, porque sus aguas estaban heladas. El camino se hallaba, pues, completamente libre de obstáculos, y a Phileas Fogg sólo podían darle cuidado dos circunstancias: una avería en el aparato o un cambio de viento.

La brisa, sin embargo, no amainaba, y antes al contrario, soplaba hasta el punto de poder tumbar el palo, si bien le sostenían con firmeza los obenques de hierro. Esos alambres metálicos, semejantes a las cuerdas de un instrumento, resonaban como si un arco hubiese provocado sus vibraciones. El trineo volaba, acompañado de una armonía plañidera de muy particular intensidad.

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