La voz de los muertos (18 page)

Read La voz de los muertos Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La voz de los muertos
8.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Lo has olvidado? —susurró Olhado —. ¿Has olvidado cómo era?

En la escena, Miro por fin se dio la vuelta y salió; Marcão lo siguió hasta la puerta, gritándole. Entonces se giró hacia la habitación y se quedó allí, jadeando como un animal exhausto por la caza. En la imagen Grego corrió hacia su padre y se agarró a su pierna, gritando hacia la puerta, dejando ver claramente, por la expresión de su cara, que estaba repitiendo las crueles palabras que su padre había dirigido a Miro. Marcão se liberó del niño y caminó con propósito decidido hacia la habitación trasera.

—No hay sonido —dijo Olhado —. Pero podéis oírlo, ¿verdad?

Ender sintió que el cuerpo de Grego temblaba en su regazo.

—Ahí está, un golpe, un crujido, ella se cae al suelo, ¿podéis sentir en vuestra carne la manera en que su cuerpo golpea el cemento?

—Cállate, Olhado —dijo Miro.

La escena generada por ordenador terminó.

—No puedo creer que grabaras eso —dijo Ela.

Quim lloraba y no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo.

—Lo maté —dijo —. ¡Lo maté!, ¡lo maté!, ¡lo maté!

—¿De qué hablas? —preguntó Miro, desesperado —. ¡Tenía una enfermedad que le estaba pudriendo por dentro, era congénito!

Ender negó con la cabeza.

—¡Recé pidiendo que muriera! —chilló Quim. Su cara estaba roja de pasión; lágrimas, mocos y saliva rodeaban sus labios —. ¡Le recé a la Virgen, le recé a Jesús, les recé al abuelo y a la abuela! ¡Dije que iría al infierno si él moría, y lo hicieron, y ahora iré al infierno y no lo lamento! ¡Dios me perdone, pero me alegro!

Salió de la habitación hecho un mar de lágrimas.

Una puerta se cerró en la distancia.

—Bueno, ya tenemos otro milagro certificado a cargo de Os Venerados —dijo Miro —. Su santidad está asegurada.

—Cállate —dijo Olhado.

—Y es el que nos dice una y otra vez que Cristo nos pide que perdonemos al viejo puñetero —continuó Miro.

Grego empezó a temblar tan violentamente en el regazo de Ender que éste se preocupó. Se dio cuenta de que susurraba una palabra. Ela vio también el desasosiego de Grego y se arrodilló delante del niño.

—Está llorando. Nunca le había visto llorar así…

—¡Papá!, ¡papá!, ¡papá! —susurraba Grego.

Sus temblores habían dado paso a grandes sacudidas, casi convulsivas en su violencia.

—¿Tiene miedo de Padre? —preguntó Olhado.

Su cara mostraba preocupación por Grego. Para alivio de Ender, todas las caras estaban llenas de preocupación. Había amor en esta familia, y no sólo la solidaridad común por haber vivido bajo la ley del mismo tirano durante todos estos años.

—Papá se ha ido —dijo Miro, confortándolo —. Ya no tienes que preocuparte.

—Miro, ¿no observaste el recuerdo de Olhado?

Los niños pequeños no juzgan a sus padres, los aman. Grego intentaba con todas sus fuerzas ser como Marcos Ribeira. Los demás tal vez os alegréis de que muriera, pero para Grego fue el fin del mundo.

A ninguno se le había ocurrido. Incluso ahora era una idea preocupante; Ender pudo ver que retrocedían ante ella. Y, sin embargo, sabían que era

verdad. Ahora que Ender lo había señalado, era obvio.

—Deus nos perdoa —murmuró Ela —. Dios nos perdone.

—Las cosas que hemos dicho —susurró Miro.

Ela le tendió las manos a Grego, que rehusó ir con ella. En cambio, hizo exactamente lo que Ender esperaba, y para lo que estaba preparado. El niño se dio la vuelta y se abrazó al cuello del Portavoz de los Muertos y lloró amarga, histéricamente.

Ender se dirigió amablemente a los otros, que miraban sin saber qué hacer.

—¿Cómo podía mostraros su pena, cuando pensaba que le odiabais?

—Nunca hemos odiado a Grego —dijo Olhado.

—Al menos debería haberlo sabido —dijo Miro —Sabia que sufría más que ninguno de nosotros, pero nunca se me ocurrió…

—No te eches la culpa —intervino Ender —. Es el tipo de cosa que sólo puede ver un extraño.

La voz de Jane susurró en su oído.

—Nunca deja de sorprenderme, Andrew, la forma en que conviertes a la gente en plasma.

Ender no podía contestarle, y ella tampoco le habría creído de todas formas. No había planeado esto. Había salido sobre la marcha. ¿Cómo podía haber supuesto que Olhado tendría una grabación del mal trato que Marcão daba a su familia? Su única reflexión auténtica fue con Grego, e incluso eso fue instintivo: tenía consciencia de que Grego deseaba desesperadamente a alguien que tuviera autoridad sobre él, alguien que actuara como un padre para él. Ya que su propio padre había sido cruel, Grego entendía la crueldad como prueba de amor y fuerza.

Ahora sus lágrimas empapaban el cuello de Ender con tanto calor como, un momento antes, lo había hecho la orina en sus muslos.

Había supuesto lo que haría Grego, pero Quara le pilló desprevenido. Mientras los otros miraban a Grego llorar en silencio, se levantó de la cama y se encaminó directamente a Ender. Tenía los ojos llenos de furia.

—¡Apesta! —le dijo con firmeza. Entonces se marchó de la habitación y se dirigió a la parte trasera de la casa.

Miro apenas contuvo la risa, y Ela sonrió. Ender alzó las cejas como si dijera: a veces se gana, a veces se pierde.

Olhado pareció oír las palabras que no había dicho. Desde su silla junto al ordenador, el niño de los ojos metálicos dijo suavemente:

—También ha ganado con ella. Es lo máximo que le ha dicho a alguien fuera de la familia desde hace meses.

«Pero yo no estoy fuera de la familia —dijo Ender en silencio —. ¿No te has dado cuenta? Ahora estoy en la familia, os guste o no. Me guste o no.»

Después de un rato Grego dejó de llorar y se quedó dormido. Ender lo llevó a su cama. Quara estaba ya dormida al otro lado de la habitación. Ela ayudó a Ender a quitarle los pantalones empapados de orina y cambiarle la ropa interior. Su contacto fue suave y delicado, y Grego no se despertó.

De vuelta a la habitación, Miro observó a Ender clínicamente.

—Bien, Portavoz, tendrá que decidir. Mis pantalones le quedarán demasiado cortos y demasiado ajustados en la entrepierna, pero los de Padre le quedarán grandes.

A Ender le llevó un momento recordar. La orina de Grego se había secado hacía rato.

—No te preocupes. Puedo cambiarme cuando llegue a casa.

—Madre aún tardará otra hora en llegar. Ha venido a verla, ¿no? Podemos limpiar sus pantalones mientras tanto.

—Tus pantalones, entonces —dijo Ender —. Me arriesgaré con lo de la entrepierna.

Dona Ivanova

Es una vida de constante decepción. Sales y descubres algo, algo vital, y entonces cuando vuelves a la estación escribes un informe completamente inocuo donde no se menciona nada de lo que hemos aprendido a través de la contaminación cultural.

Sois demasiado jóvenes para comprender lo que es esta tortura. Padre y yo empezamos a hacer esto porque no podíamos soportar el ocultar conocimientos a los cerdis. Descubrirás, como he hecho yo, que no es menos doloroso ocultar conocimientos a tus colegas científicos. Cuando los veis esforzarse con un tema, sabiendo que tienes la información que podría resolver fácilmente su problema; cuando ves que se acercan a la verdad y, por falta de la información que tienes, se alejan de sus conclusiones correctas y vuelven al error… no seríais humanos si no os causara angustia.

Debéis tenerlo presente siempre: es la ley de ellos, su elección. Ellos son los que construyen la muralla que los distancia de la verdad, y nos castigarían si les dejáramos saber lo fácilmente que puede rebasarse esa muralla. Y por cada científico framling que ansía conocer la verdad hay diez estúpidos descabeçados que desprecian el conocimiento, que nunca idean una hipótesis original, cuya única labor es escudriñar los escritos de los verdaderos científicos para detectar pequeños errores, o contradicciones, o lapsus en el método. Estos moscones pululan sobre todos los informes que hacéis, y si no tenéis cuidado, de vez en cuando os cogerán.

Eso significa que no podéis mencionar a un solo cerdi cuyo nombre no se derive de nuestra contaminación cultural: «Cuencos» podría decirles que les hemos enseñado la manera de hacer vasijas rudimentarias. «Calendario» y «Cosechador» son obvios. Y ni el propio Dios podría salvarnos si se enteran de que uno de ellos tiene por nombre Flecha.

 

Nota de Liberdade Figueira de Medici a Ouanda Figueira Mucumbi y Miro Ribeira von Hesse, retirado de los archivos lusitanos por orden del Congreso y presentada como evidencia en el Juicio in absentia contra los Xenólogos de Lusitania acusados de los cargos de Traición y Alevosía.

Novinha se quedó en la Estación Biologista a pesar de que su trabajo había acabado hacía más de una hora. Las plantas de patatas clónicas estaban todas dentro de las soluciones nutritivas; ahora todo sería cuestión de hacer observaciones diarias para ver qué alteraciones genéticas produciría la planta más robusta con la raíz más útil.

«Si no tengo nada que hacer, ¿por qué no me voy a casa?» No tenía respuesta. Sus hijos la necesitaban, eso era seguro; no les hacía ningún bien marchándose de casa cada mañana muy temprano y regresando a casa sólo después de que los pequeños estuvieran ya dormidos. Y sin embargo incluso ahora, sabiendo que debería regresar, estaba sentada en el laboratorio, mirando sin ver nada, sin hacer nada, sin ser nada.

Pensó en irse a casa, y no pudo imaginar por qué no sentía alegría ante la perspectiva. «Después de todo —se recordó —Marcão está muerto. Murió hace tres semanas. Ni un segundo demasiado tarde. Hizo todo lo que tenía que hacer, todo lo que yo necesitaba, y yo hice todo lo que quiso, pero todas nuestras razones expiraron cuatro años antes de que él se pudriera por fin. En todo este tiempo nunca compartimos un momento de amor, pero nunca pensé en abandonarle. El divorcio habría sido imposible, pero el abandono habría sido suficiente. Para acabar con las palizas.» Todavía tenía la cadera lastimada de la última vez que la había tirado al suelo. «¡Qué encantadora herencia dejaste detrás, Cão, mi perro esposo!»

El dolor de la cadera se incrementó al pensarlo. Asintió con satisfacción. «No es ni mas ni menos que lo que merezco, y lo lamentaré cuando sane.

Se incorporó y se puso a caminar, sin cojear, aunque el dolor era agudo. «No me molesta. No es más que lo que merezco.»

Caminó hasta la puerta y la cerró al salir. El ordenador apagó las luces en cuanto se marchó, excepto aquellas necesarias para las plantas que se encontraban en forzosa fase de fotosíntesis. Amaba las plantas, sus pequeñas bestias, con sorprendente intensidad. «Creced —les decía noche y día —, creced y floreced.» Sólo reconocía y lamentaba aquellas que se quedaban en el camino cuando estaba claro que no tenían ningún futuro. Ahora, mientras se alejaba de la estación, aún podía oír su música subliminal, los gritos de células infinitesimales a medida que crecían y se multiplicaban hasta formar modelos mucho más elaborados. Iba de la luz a la oscuridad, de la vida a la muerte, y el dolor emocional se hacía más fuerte, en perfecta sincronía con la inflamación de sus articulaciones.

Al acercarse a la casa desde lo alto de la colina, pudo ver las luces a través de las ventanas. La habitación de Quara y Grego estaba oscura: no tendría que soportar sus insoportables acusaciones; las de Quara en silencio, las de Grego por medio de locuras hoscas y perversas. Pero había otras muchas más luces encendidas, incluyendo su propio cuarto y la habitación principal. Algo imprevisto sucedía, y no le gustaban las cosas imprevistas.

Olhado estaba sentado en el comedor, con los auriculares puestos, como de costumbre; esta noche, sin embargo, también tenía el enchufe de interface conectado al ojo. Aparentemente, estaba repasando viejos recuerdos visuales del ordenador, o quizá borrando algunos que llevara consigo. Como tantas otras veces, con anterioridad, ella deseó poder borrar sus propios recuerdos y reemplazarlos por otros más agradables. El cadáver de Pipo. Se desembarazaría con alegría de ese recuerdo y lo reemplazaría por alguno relativo a los gloriosos días en que los tres estaban juntos en la Estación Zenador. Y el cuerpo de Libo envuelto en su mortaja, aquella dulce carne unida solamente por la presencia del tejido; le gustaría tener en cambio otros recuerdos de su cuerpo, el contacto de sus labios, la expresividad de sus manos delicadas. Pero los buenos recuerdos desaparecían, enterrados a mucha profundidad por el dolor. «Robé todos aquellos buenos días, y por eso me los quitaron y fueron reemplazados por lo que me merezco.»

Olhado se giró para mirarla, con el enchufe emergiendo obscenamente de su ojo. Ella no pudo controlar su temblor, su vergüenza. «Lo siento —dijo en silencio —. Si hubieras tenido otra madre, sin duda alguna tendrías tus ojos. Naciste para ser el mejor, el más sano, el más íntegro de mis hijos, Lauro, pero naturalmente nada de mi vientre podía permanecer intacto mucho tiempo.»

No dijo nada de esto, por supuesto, y tampoco Olhado le dijo nada. Ella se dio la vuelta para regresar a su habitación y descubrir por qué la luz estaba encendida.

—Madre —dijo Olhado.

Se había quitado los auriculares y se estaba sacando el enchufe del ojo.

—¿Sí?

—Tenemos un visitante. El Portavoz.

Ella sintió que se helaba por dentro. «Esta noche no», gritó en silencio. Pero supo asimismo que tampoco querría verle mañana, ni al día siguiente, ni nunca.

—Sus pantalones ya están limpios, y está cambiándose en tu habitación. Espero que no te importe.

Ela salió de la cocina.

—Has vuelto —dijo —. He preparado cafezinhos. Uno para ti, también.

—Esperaré fuera hasta que se haya ido —dijo Novinha.

Ela y Olhado se miraron mutuamente. Novinha comprendió de inmediato que la consideraban como un problema a resolver; que aparentemente estaban de acuerdo con lo que el Portavoz quisiera hacer aquí. «Bien, soy un problema que no vais a resolver.»

—Madre —dijo Olhado —, no es lo que el obispo dijo. Es bueno.

Novinha le contestó con su sarcasmo más mordaz.

—¿Desde cuándo eres experto en calibrar el bien y el mal?

Una vez más Ela y Olhado se miraron. Ella sabia lo que estaban pensando. «¿Cómo podemos explicárselo? ¿Cómo podemos persuadirla?» «Bien, mis queridos niños, no podéis. Soy difícil de persuadir. Libo lo descubrió todos y cada uno de los días de su vida. Nunca me sacó el secreto. No murió por mi culpa.»

Other books

Story of My Life by Jay McInerney
Housecarl by Griff Hosker
For Love or Vengeance by Caridad Piñeiro
Zero to Hero by Seb Goffe
Double Threats Forever by Julie Prestsater
Bitter Taffy by Amy Lane
The Blood On Our Hands by Jonah Ellersby