—¿Y ésos son algunos de los tesoros de la ciudad que trajiste contigo? —preguntó Majiid acercándose hasta los caballos donde montaban las dos mujeres que Khardan había liberado.
Manejándola con tanto cuidado como si se tratase de frágil porcelana, Khardan cogió a Meryem de la cintura y la apeó de la silla. Luego la llevó de la mano ante el jeque.
—Padre, ésta es Meryem, hija del difunto sultán de Kich.
La muchacha se postró de rodillas en la arena delante del jeque.
—Honorable padre de mi salvador. Tu hijo arriesgó su vida para salvarme a mí, indigna huérfana de padres cruelmente asesinados. Me escondía en el palacio, pero me descubrieron. El amir me habría torturado hasta morir como hizo con mi padre, pero tu hijo me rescató y me llevó consigo de la ciudad.
Levantando la cabeza, Meryem miró al jeque con rostro serio y las manos entrelazadas.
—No puedo pagar su amabilidad con riquezas. Sólo puedo pagarle convirtiéndome en su esclava, y esto lo haré con mucho gusto si aceptáis a una miserable mendiga como yo en vuestra tribu.
Tocado por este bonito discurso, y encantado por su ejecutora, Majiid dirigió su mirada a Khardan, y vio los ojos de su hijo encendidos por una pasión que cualquier hombre, pensó, podría comprender. Aunque el jeque no podía ver a la mujer, velada como estaba, sí captó un vislumbre de su pelo dorado brillando al sol. También vio sus ojos azules chispeando con lágrimas de agradecimiento y pudo adivinar la esbelta gracia de la figura que se escondía tras los pliegues del
chador
. Majiid no se sorprendió, por tanto, cuando Khardan se inclinó y levantó con suavidad a Meryem hasta situarla de pie junto a él.
—Una esclava no, padre —dijo Khardan con voz enronquecida—, sino mi esposa. Le prometí que sería tratada con todo respeto en este campamento y, por tanto, puesto que no tiene ni padre ni madre propios, te pido que la acojas en tus propias viviendas como si fuese tu hija hasta que puedan hacerse los preparativos para nuestra boda.
Unos ojos negros, escondidos en las sombras, centellearon de rabia. Sintiéndose medio sofocada, Zohra se clavó las uñas en la palma de su mano y luchó por recobrar la compostura.
«¿Qué me importa a mí? —se dijo, jadeando para tomar aire y con un terrible dolor en el pecho—. ¿Qué más me da? ¡Él no es nada para mí! ¡Nada!»
Calmándose poco a poco con esta idea, y repitiéndose una y otra vez las palabras a sí misma, Zohra logró, al cabo de unos momentos, continuar observando y escuchando.
Majiid dio la bienvenida a su recién adoptada hija y se la presentó a sus esposas, quienes se congregaron en torno a ella murmurando compasivos comentarios sobre su cruel destino. La madre de Khardan condujo a la hija del sultán de la mano hasta su propia tienda. El califa la contemplaba con orgullo, con un fuego de amor en sus ojos que resultaba visible a todos los del campamento.
—¿Y qué hay de esta mujer? —inquirió Majiid mirando a la silenciosa figura envuelta en negro.
La esclava no se había movido de su sitio, sobre el caballo de Saiyad. Ni tampoco miraba a su alrededor. No había interés ni curiosidad ni miedo visibles en aquellos ojos que asomaban por encima del velo negro. Su mirada mostraba sólo aquel mismo abandono desesperado.
Con un tono indignado y colérico, Khardan habló a su padre del mercado de esclavos y de cómo había rescatado a la mujer cuando estaba a punto de ser subastada. El califa contó el excitante episodio de cuando dejara atrás a los
goums
en su veloz huida a caballo del mercado, pero guardó silencio acerca del hombre del palanquín, con su mirada cruel. Khardan no se lo había mencionado a nadie, ni tenía intención de hacerlo, pues tenía una especie de temor supersticioso a que el hecho de hablar de él pudiera invocarlo de alguna manera como a un demonio de Sul.
—Saiyad se ha ofrecido a acoger a la mujer en su harén —añadió Khardan—. Es un noble gesto de su parte, padre, ya que la mujer no tiene dote alguna.
Majiid miró interrogante al
spahi
. Saiyad se adelantó y se inclinó ante el jeque para indicar que Khardan expresaba el deseo de su corazón. Majiid se volvió hacia su hijo.
—La vida de la mujer está en tus manos, califa, pues tú eres su salvador. ¿Es ésa tu voluntad?
—Lo es, oh jeque —respondió con gran solemnidad Khardan—. Este hombre fue líder en mi ausencia y llevó a cabo sus deberes con ejemplar pericia. No se me ocurre una recompensa más adecuada.
—Así será, pues. Mujer, ven conmigo.
El jeque levantó la mirada hacia la mujer, quien seguía sentada inmóvil en su montura.
—¡Mujer!
La esclava no respondió, sino que siguió con la mirada perdida hacia adelante. Su rostro estaba tan pálido y rígido que a Majiid le recordó intranquilizadoramente a un cadáver.
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó, volviéndose hacia Khardan.
—Ha sufrido un gran trauma, padre —respondió Khardan en voz baja.
—Mm, bien, Saiyad pronto la consolará —dijo Majiid con un intento de risa que se desvaneció ante aquel rostro congelado cuya palidez resplandecía como una luna menguante.
Majiid se aclaró la garganta.
—Mujer, en adelante pertenecerás a este hombre, quien, en su piedad, se ha dignado acogerte en su familia, sin bienes ni dinero ninguno. Te someterás a su voluntad en todo y serás una sirviente solícita, y él te recompensará con su afecto y su compasión.
Saiyad se inclinó de nuevo y sonrió ampliamente a Khardan. Estirando sus brazos, cogió a la mujer y la bajó del caballo sin que ella ofreciera ninguna resistencia.
—Si hay algo más que pueda hacer por ti, mi jeque… —dijo Saiyad chupándose los labios y con su hambrienta mirada fija en la mujer—. Ha sido una larga cabalgada…
—¡Sí, claro! —sonrió Majiid—. No hay duda de que estarás cansado y deseando un respiro. ¡Adelante!
Cogiendo a la mujer por el brazo, Saiyad la condujo hasta su tienda.
Viéndola marchar, con la cabeza caída y los pies tropezando como si no viese el suelo por donde caminaba, Khardan se calló los temores que se agitaban en su corazón. Irritado, se dijo a sí mismo que todo era por el bien de la mujer. ¿Por qué no podía ser agradecida? Si Khardan no la hubiese rescatado, tal vez habría estado ahora en las garras de algún bruto, quien la utilizaría para sus sucios placeres y luego la entregaría a sus sirvientes cuando se cansara de ella. Saiyad era un hombre rudo y, ciertamente, no era guapo. Era pobre; sólo tenía una esposa, por lo que aquella ayuda adicional sería bienvenida. La vida de la esclava sería dura, pero no le faltarían comida y un techo. Saiyad no la maltrataría. Sus hijos, si ella le daba alguno, estarían bien cuidados…
Saiyad y su nueva mujer desaparecieron en la entrada de su tienda. El padre de Khardan preguntó a éste sobre la situación reinante en Kich y, con alivio, el califa desvió su atención a otros temas. Ensimismados en su conversación, los dos caminaron juntos hasta la tienda del jeque. Viendo que Jaafar los observaba con atención, Khardan consultó a su padre con la mirada y recibió un desganado cabeceo de asentimiento para incluir al otro jeque en su conversación. Los tres hombres hicieron mutis en la tienda de Majiid; Fedj, el djinn, acudió también para servirles.
Los demás
spahis
se retiraron a sus respectivas tiendas acompañados de sus familias; las mujeres lanzaban excitadas exclamaciones ante las hermosas sedas o las lámparas nuevas de latón, o bien exhibían con orgullo chispeantes brazaletes. Inadvertida, olvidada, Zohra se deslizó de nuevo al interior de su tienda. Apretando sus manos frías contra sus enfebrecidas mejillas, se dejó caer sobre los cojines de seda mordiendo su velo de frustración.
Todo estaba silencioso en el campamento. El sol, hundiéndose lentamente por el oeste, confirió una misteriosa belleza a aquella inhóspita tierra, pintando las arenas de rosado, primero, y luego de púrpura. La primera brisa fresca de la noche se deslizaba por entre las tiendas con un suave suspiro cuando, de pronto, un grito ronco rompió aquella calma.
Tan feroz fue el sonido, tan lleno de rabia, que todo el mundo en el campamento creyó que se hallaban bajo asedio. Con las armas en la mano, los hombres salieron disparados de sus tiendas, mirando salvajemente a su alrededor y preguntando qué pasaba. Las mujeres apretaron a sus hijos contra el pecho y espiaron asustadas desde las entradas. Khardan y los dos jeques salieron a toda prisa de la vivienda de Majiid.
—¿Qué sucede? En el nombre de Sul, ¿qué es lo que ocurre? —sonó la voz de Majiid como un trueno.
—¡Esto, oh jeque! —gritó una voz que, ahogada de furia, apenas si se entendía—. ¡Mirad esto!
Preparado para ver por lo menos al ejército del amir cayendo al galope sobre ellos, Majiid se volvió lleno de asombro para ver a Saiyad emerger de su tienda, llevando a la joven esclava cogida de su negro atuendo por detrás del cuello. Ésta no llevaba velo y su pelo caía en torno a él como una refulgente masa roja. Con un rabioso rugido, Saiyad la arrojó al suelo delante de la tienda del jeque. La mujer cayó de bruces, con los brazos abiertos, y allí se quedó inmóvil, boca abajo, a los pies de Majiid.
—¿Qué es esto, Saiyad? —preguntó el sorprendido jeque, enojado ante la probabilidad de haber sido molestado por nada—. ¿Qué es lo que ocurre? ¿No es virgen la muchacha? No creo que pudieras esperar tanto…
—¡Virgen! —gritó Saiyad, jadeando de furia.
Inclinándose hacia abajo, agarró un mechón de cabello rojo y levantó con violencia la cabeza de la mujer, obligándola a mirar a Majiid.
—Con que virgen, ¿eh? —repitió Saiyad—. ¡No sólo no es virgen! ¡Ni siquiera es una mujer! ¡Es un hombre!
Jaafar, mirando a Saiyad, rompió en una ruidosa carcajada. Saiyad se puso rojo de ira. Estirando el brazo, agarró la cimitarra de Khardan, arrebatándosela a éste de su propia mano.
—¡Se me ha ultrajado! —gritó Saiyad—. ¡Deshonrado!
Tiró de la mujer hasta ponerla de rodillas y, levantando la espada, la sostuvo sobre el cuello de la temblorosa figura.
—¡Me vengaré segando esta sucia cabeza de su cuerpo!
La mujer levantó la cabeza. Khardan vio cómo la expresión de aquella pálida cara experimentaba un repentino y atroz cambio; sus ojos reflejaron un terror tan espantoso como jamás había visto antes en rostro humano. No era terror del golpe que se le venía encima, parecía, sino de un recuerdo de algo tan horrible que superaba a la amenaza de muerte. Horrorizado, Khardan observó aquella cara blanca y se dio cuenta, con un sobresalto, de que aquél no era un hombre, sino un joven, no mucho mayor que Achmed. Un muchacho, solo y aterrorizado.
Una vez más Khardan vio a la mujer…, al muchacho, de pie sobre la tarima del mercado de esclavos, con aquella mirada de desesperado abandono. Ahora comprendía. Quién sabe cómo o por qué el muchacho había llegado a vestirse de mujer… Pero, tan seguro como que respiraba, él había previsto que un día sería descubierto y que su fin sería terrible. Aquel golpe de espada, al menos, sería rápido e indoloro; la gran desdicha que se dibujaba en aquel rostro pronto terminaría…
Los brazos de Saiyad se tensaron, listos para asestar el golpe mortal.
Con un rápido movimiento, y sin pararse a considerar por qué lo hacía, Khardan sujetó las manos de Saiyad y le hizo soltar la espada de un golpe.
—¿Por qué me has detenido? ¿Por qué?
Los labios de Saiyad estaban ribeteados de espuma y sus ojos, inyectados en sangre, parecían estar a punto de saltar de sus órbitas.
—Yo le salvé la vida —dijo Khardan con tono severo. Y, recogiendo su cimitarra de la arena, la metió de un enérgico empujón en su cinturón—. Por tanto, sólo yo se la puedo quitar.
—¡Entonces, tú lo matarás! ¡Debes hacerlo! ¡Te lo exijo! ¡Se me ha avergonzado! —susurró rabioso Saiyad respirando con esfuerzo y restregándose las manos repetidamente en sus ropas como si quisiera liberarse de alguna suciedad—. ¡No puedes dejarlo vivo! ¡Es asqueroso!
Haciendo caso omiso de Saiyad, así como de la rápida mirada recriminadora que su padre le lanzó, Khardan se volvió hacia el joven. La gente se apiñaba alrededor, empujándose y estirando el cuello para tener una mejor vista de la escena.
—¡Marchaos! —ordenó el califa lanzando una mirada furiosa a su alrededor.
Saiyad, fruncido el entrecejo y todavía frotándose las manos contra la parte delantera de su túnica, permaneció donde estaba. Nadie más se movió.
—Padre, ¿no estoy en mi derecho? —preguntó Khardan.
Majiid asintió mudamente con la cabeza.
—Entonces, déjame que hable con esta… ¡con este hombre!
Con gesto sombrío, Majiid se alejó cierta distancia llevándose a Jaafar consigo. Uno por uno, los demás miembros de la tribu retrocedieron formando un gran semicírculo. Khardan estaba en el centro de éste; el joven permanecía arrodillado ante él con la cabeza inclinada.
El califa miró desconcertado al joven, sin la más remota idea de lo que debía hacer. Según la ley, aquel hombre que se había disfrazado de mujer y que, al parecer, había utilizado este disfraz para incitar a otro hombre a poner sus manos sobre él, debía sin duda morir. Khardan no sería merecedor de su rango de califa de su pueblo si desafiaba la ley. Muy despacio, el califa comenzó a sacar su espada.
Y, sin embargo… ¡tenía que haber otra explicación!
El rostro del joven había vuelto a adquirir su terrible serenidad. De rodillas, con las manos firmemente entrelazadas como si estuviese haciendo acopio de todo el valor que poseía, miró a Khardan con unos ojos vacíos, afrontando la muerte con una calma desesperada que producía escalofríos a quien lo miraba.
Las palmas de Khardan comenzaron a sudar cuando flexionó sus manos sobre la empuñadura de la espada. Había matado a otros hombres antes, pero jamás a uno postrado de rodillas, nunca a uno completamente indefenso como aquél. El califa enfermaba ante la idea; y, sin embargo, no tenía elección. Moviéndose con nerviosismo en su sitio como si se estuviese colocando mejor para asestar su golpe mortal, Khardan echó una rápida mirada a su alrededor en busca de inspiración.
Y la recibió, de una fuente inesperada.
Un ligero movimiento en las sombras de una tienda atrajo su mirada. Adelantándose en silencio hasta situarse bajo la desvaneciente luz del crepúsculo, Zohra reprodujo mudamente una palabra con sus labios al mismo tiempo que se daba unos golpecitos en la cabeza con las puntas de sus dedos, como indicando que algo no iba bien con ella.