Read La virgen de los sicarios Online
Authors: Fernando Vallejo
No sé si entre aquellas casitas campesinas que quedaban estaba la del pesebre, o sea, quiero decir, la del pesebre más hermoso que hayan hecho los hombres desde que se estableció la costumbre de armar en diciembre nacimientos o belenes para conmemorar la llegada a esta mísera tierra a un establo, a una pesebrera, del Niño Dios. Todas las casitas campesinas de la carretera, desde que salíamos caminando de Santa Anita hacia Sabaneta tenían pesebre, y abrían las ventanas de los cuarticos que daban al corredor delantero para que lo viéramos. Pero ningún pesebre más hermoso que el de la casita que digo yo: ocupaba dos cuartos, el primero y el del fondo, llenos de maravillas: lagos con patos, rebaños, pastores, vaquitas, casitas, carreteritas, un tigre, y arriba de la montaña, en lo más alto, la pesebrera en la que el veinticuatro de diciembre iba a nacer el Niño Dios. Pero estábamos apenas a dieciséis, en que empezaba la novena y en que hacíamos los pesebres, y faltaban exactamente ocho días para el día, la noche, más feliz. Ocho días de una dicha interminable en espera.
Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en este mundo tuyo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol. Cuando la humanidad se sienta en sus culos ante un televisor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay esperanzas. Dan grima, dan lástima, dan ganas de darle a la humanidad una patada en el culo y despeñarla por el rodadero de la eternidad, y que desocupen la tierra y no vuelvan más.
Pero no me hagas caso que te estoy hablando de cosas bellas, de diciembre, de Santa Anita, de los pesebres, de Sabaneta. El pesebre de la casita que te digo era inmenso, la vista de uno se perdía entre sus mil detalles sin saber por dónde empezar, por dónde seguir, por dónde acabar. Las casitas a la orilla de la carretera en el pesebre eran como las casitas a la orilla de la carretera de Sabaneta, casitas campesinas con techitos de teja y corredor. O sea, era como si la realidad de adentro contuviera la realidad de afuera y no viceversa, que en la carretera a Sabaneta había una casita con un pesebre que tenía otra carretera a Sabaneta. Ir de una realidad a la otra era infinitamente más alucinante que cualquier sueño de basuco. El basuco entorpece el alma, no la abre a nada. El basuco empendeja.
Mira Alexis: Yo tenía entonces ocho años y parado en el corredor de esa casita, ante la ventana de barrotes, viendo el pesebre, me vi de viejo y vi entera mi vida. Y fue tanto mi terror que sacudí la cabeza y me alejé. No pude soportar de golpe, de una, la caída en el abismo.
Pero dejemos esto, sigamos por esa noche de caminata hacia Sabaneta. íbamos todos, mis padres, mis tíos, mis primos, mis hermanos y la noche era tibia, y en la tibieza de la noche parpadeaban las estrellas incrédulas: no podían creer lo que veían, que aquí abajo, por una simple carretera, pudiera haber tanta felicidad. El taxi pasó frente a Bombay, esquivó un bache, otro, otro, y llegó a Sabaneta. Un tropel entre un carrerío llenaba el pueblo. Era la peregrinación de los martes, devota, insulsa, mentirosa. Venían a pedir favores. ¿Por qué esta manía de pedir y pedir? Yo no soy de aquí. Me avergüenzo de esta raza limosnera.
En el oleaje de la multitud, entre un chisporroteo de veladoras y rezos en susurros entramos al templo. El murmullo de las oraciones subía al cielo como un zumbar de colmena. La luz de afuera se filtraba por los vitrales para ofrecernos, en imágenes multicolores, el espectáculo perverso de la pasión: Cristo azotado, Cristo caído, Cristo crucificado. Entre la multitud anodina de viejos y viejas busqué a los muchachos, los sicarios, y en efecto, pululaban.
Esta devoción repentina de la juventud me causaba asombro. Y yo pensando que la Iglesia andaba en más bancarrota que el comunismo... Qué va, está viva, respira. La humanidad necesita para vivir mitos y mentiras. Si uno ve la verdad escueta se pega un tiro. Por eso, Alexis, no te recojo el revólver que se te ha caído mientras te desvestías, al quitarte los pantalones. Si lo recojo me lo llevo al corazón y disparo. Y no voy a apagar la chispa de esperanza que me has encendido tú. Prendámosle esta veladora a la Virgen y oremos, roguemos que es a lo que vinimos: "Virgencita niña, María Auxiliadora que te conozco desde mi infancia, desde el colegio de los salesianos donde estudié; que eres más mía que de esta multitud novelera, hazme un favor: Que este niño que ves rezándote, ante ti, a mi lado, que sea mi último y definitivo amor; que no lo traicione, que no me traicione, amén".
¿Qué le pediría Alexis a la Virgen? Dicen los sociólogos que los sicarios le piden a María Auxiliadora que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. ¿Y cómo lo supieron? ¿Acaso son Dostoievsky o Dios padre para meterse en la mente de otros? ¡No sabe uno lo que uno está pensando va a saber lo que piensan los demás!
En la iglesita de Sabaneta hay a la entrada un Señor Caído; en el altar del centro está Santa Ana con San Joaquín y la Virgen de niña; y en el de la derecha Nuestra Señora del Carmen, la antigua reina de la parroquia. Pero todas las flores, todos los rezos, todas las veladoras, todas las súplicas, todas las miradas, todos los corazones están puestos en el altar de la izquierda, el de María Auxiliadora, que la remplazó. Por obra y gracia suya esta iglesita de Sabaneta antaño apagada hoy está alegre y florecida de flores y milagros. María Auxiliadora, la virgen mía, de mi niñez, la que más quiero los está haciendo. "Virgencita niña que me conoces desde hace tanto: Que mi vida acabe como empezó, con la felicidad que no lo sabe".
Entre el susurro de las voces dispares mi alma se fue yendo hacia lo alto como un globo encendido, sin amarras, subiendo, subiendo hacia el infinito de Dios, lejos de esta mísera tierra.
Le quité la camisa, se quitó los zapatos, le quité los pantalones, se quitó las medias y la trusa y quedó desnudo con tres escapularios, que son los que llevan los sicarios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo y son: para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen. Eso según los sociólogos, que andan averiguando. Yo no pregunto. Sé lo que veo y olvido. Lo que sí no puedo olvidar son los ojos, el verde de sus ojos tras el cual trataba de adivinarle el alma.
"Toma", le dije cuando terminamos y le di un billete. Lo recibió, se lo guardó y siguió vistiéndose.
Salí del cuarto y lo dejé vistiéndose, y dejé también de paso mi billetera en mi saco y el saco en la cama para que se llevara lo que quisiera: "Todo lo mío es tuyo, corazón –pensé–. Hasta mis papeles de identidad". Después, más tarde, conté los billetes y estaban los que había dejado. Entonces entendí que Alexis no respondía a las leyes de este mundo; y yo que desde hacía tiempos no creía en Dios dejé de creer en la ley de la gravedad.
Al día siguiente nos fuimos a Sabaneta y en adelante siguió conmigo hasta el final. Y al final dejó el horror de esta vida para entrar en el horror de la muerte. "A la final", como dicen en las comunas.
Hombre, fíjese usted, que me viniera a dar el destino acabando lo que me negó en la juventud, ¿no era un disparate? Alexis debió llegarme cuando yo tenía veinte años, no ahora: en mi ayer remoto. Pero estaba programado que nos encontráramos ahí, en ese apartamento, entre relojes quietos, esa noche, tantísimos años después. Después de lo debido, quiero decir.
La trama de mi vida es la de un libro absurdo en el que lo que debería ir primero va luego. Es que este libro mío yo no lo escribí, ya estaba escrito: simplemente lo he ido cumpliendo página por página sin decidir. Sueño con escribir la última por lo menos, de un tiro, por mano propia, pero los sueños sueños son y a lo mejor ni eso.
Este apartamento mío está rodeado de terrazas y balcones. Terrazas y balcones por los cuatro costados pero adentro nada, salvo una cama, unas sillas y la mesa desde la que les escribo. "¡Cómo! –dijo Alexis cuando lo vio–. ¿Aquí no hay música?"
Le compré una casetera y él se compró unos casetes. Una hora de estrépito aguanté. "¿Y tú llamas a esta mierda música?" Desconecté la casetera, la tomé, fui a un balcón y la tiré por el balcón: al pavimento fue a dar cinco pisos abajo a estrellarse, a callarse. A Alexis le pareció tan inmenso el crimen que se rió y dijo que yo estaba loco. Que no se podía vivir sin música, y yo que sí, y que además eso no era música. Para él era música "romántica", y yo pensé: a este paso, si eso es romántico, nos va a resultar romántico Schónberg.
"No es música ni es nada, niño. Aprende a ver la pared en blanco y a oír el silencio". Pero él no podía vivir sin ruido, "música", ni yo sin él.
Así que al día siguiente le compré otra casetera y aguanté otra hora el estrépito antes de explotar y de ir a desconectarle el monstruo para tirarlo por el balcón. "¡No!" gritaba Alexis abriendo los brazos en cruz como Cristo tratando de detenerme. "Niño, así no podemos vivir, yo no soporto esto. Prefiero incluso que fumes basuco, pero en silencio, callado". Y él que no, que nunca había fumado basuco. Y yo: "Yo prejuicios no tengo. Lo que pasa es que tengo los oídos rotos".
Entonces, extrañado por ese comportamiento irracional mío me preguntó si me gustaban las mujeres. Le contesté que sí y que no, que dependía. "¿De qué?" "De sus hermanos". Se rió y me pidió que hablara en serio. Le expliqué, en serio, que por cuanto a la fisiología se refería, las únicas dos con que me había acostado sí, sí me habían gustado, pero que ahí acababa la cosa pues más allá no había nada porque para mí las mujeres era como si no tuvieran alma. Un coco vacío. Y que por eso con ellas era imposible el amor.
"Es que yo estudié con los curitas salesianos del colegio de Sufragio. Con ellos aprendí que la relación carnal con las mujeres es el pecado de la bestialidad, que es cuando se cruza un miembro de una especie con otro de otra, como por ejemplo un burro con una vaca. ¿Ves?" Después, sabiendo que me iba a contestar que sí, por no dejar, le devolví la pregunta y le pregunté si a él le gustaban las mujeres. "No", contestó, con un "no" tan rotundo, tan inesperado que me dejó perplejo. Y era un "no" para siempre: para el presente, para el pasado, para el futuro y para toda la eternidad de Dios: ni se había acostado con ninguna ni se pensaba acostar. Alexis era imprevisible y me estaba resultando más extremoso que yo.
Conque eso era pues lo que había detrás de esos ojos verdes, una pureza incontaminada de mujeres. Y la verdad más absoluta, sin atenuantes ni importarle un carajo lo que piense usted que es lo que sostengo yo. De eso era de lo que me había enamorado. De su verdad.
Tengo muy presentes los sucesos de mis primeros días con Alexis. La mañana, por ejemplo, en que salí dejándolo en el apartamento en su estrépito, a comprar en la farmacia de abajo unos tapones para los oídos. Cruzando la Avenida San Juan, de regreso, presencié un atraco: veo que en la fila de carros detenidos por el semáforo un hombre grasoso, un cerdo, está atracando con un revólver un jeep que maneja un muchacho: uno de esos muchachitos linditos, riquitos, hijos de papá que me fascinan (también). El muchacho sacó las llaves, saltó del jeep, echó a correr y de lejos le gritó al hombre: "¡Te quedé conociendo, hijueputa!" El hombre, enfurecido, sin poderse llevar el jeep porque no tenía las llaves, con el atraco frustrado, burlado, hijueputiado, se dio a perseguir al muchacho disparándole. Uno de los tiros lo alcanzó. Cuando cayó el muchacho el hombre se le fue encima y lo remató a balazos. Por entre el carrerío detenido y el caos de bocinas y de gritos que siguió se perdió el asesino. El "presunto" asesino, como diría la prensa hablada y escrita, muy respetuosa ella de los derechos humanos. Con eso de que aquí, en este país de leyes y constituciones, democrático, no es culpable nadie hasta que no lo condenen, y no lo condenan si no lo juzgan, y no lo juzgan si no lo agarran, y si lo agarran lo sueltan... La ley de Colombia es la impunidad y nuestro primer delincuente impune es el presidente, que a estas horas debe de andar parrandiándose el país y el puesto. ¿En dónde? En Japón, en México... En México haciendo un cursillo.
Del presunto asesino no quedó sino el "presunto" flotando sutilmente en el aire de la Avenida San Juan, hasta que en el smog de los carros la presuntez se esfumó. O la presunción, si prefieren y les da por la corrección del idioma en este que fuera país de gramáticos, siglos ha.
De los ladrones, amigo, es el reino de este mundo y más allá no hay otro. Siguen polvo y gusanos. Así que a robar, y mejor en el gobierno que es más seguro y el cielo es para los pendejos. Y mire, oiga, si lo está jodiendo mucho un vecino, sicarios aquí es lo que sobra. Y desempleo. Y acuérdese de que todo pasa, prescribe. Somos efímeros. Usted y yo, mi mamá, la suya. Todos prescribimos.
"El pelao debió de entregarle las llaves a la pinta esa", comentó Alexis, mi niño, cuando le conté el suceso. O mejor dicho no comentó: diagnosticó, como un conocedor, al que hay que creerle. Y yo me quedé enredado en su frase soñando, divagando, pensando en don Rufino José Cuervo y lo mucho de agua que desde entonces había arrastrado el río. Con "el pelao" mi niño significaba el muchacho; con "la pinta esa" el atracador; y con "debió de" significaba "debió" a secas: tenía que entregarle las llaves. Más de cien años hace que mi viejo amigo don Rufino José Cuervo, el gramático, a quien frecuenté en mi juventud, hizo ver que una cosa es "debe" solo y otra "debe de". Lo uno es obligación, lo otro duda. Aquí les van un par de ejemplos: "Puesto que sus hermanos se enriquecen con contratos públicos y él lo permite, también el presidente debe de ser un ladrón". O sea, no afirmo que lo sea, aunque parece que lo creo. Y por parecer creer no hay difamación, ¿o sí, doctor? ¿Por tan poca cosa se puede uno ir a la cárcel cuando nos están matando a todos vivos? Y "debe" a secas significa que se tiene que, como cuando digo: "La ley debe castigar el delito". ¡Pero cuál ley, cuál delito! Delito el mío por haber nacido y no andar instalado en el gobierno robando en vez de hablando. El que no está en el gobierno no existe y el que no existe no habla. ¡A callar!
Los tapones de algodón no sirven definitivamente para los oídos. Dejan pasar la música disco o "heavy metal". O no es que la dejen pasar, es que vibra el hueso, el temporal, y la vibración taladra el cerebro. Así que el problema de la casetera de Alexis y mi amor por él no tiene solución. Sin solución me voy solo a la calle. Solo como nací, a jugarme la vida y a visitar iglesias.