Después de darle vueltas y más vueltas al problema, Réol llegó a la conclusión de que había cometido una grave equivocación: en vez de postular frontalmente un aumento de sueldo, debió solicitar la ayuda a los matrimonios jóvenes que el servicio social de la empresa concedía a las familias para facilitarles el acceso a la propiedad, la reconstrucción o modernización de su vivienda principal o la adquisición de bienes de equipo. El responsable del servicio social, a quien pudo ver Réol el doce de mayo, le respondió que aquella ayuda era perfectamente posible en su caso, a condición, claro estaba, de que los Réol estuvieran efectivamente casados. Ahora bien, aunque ya llevaban más de cuatro años viviendo juntos, nunca habían regularizado, como se dice, su situación, y nunca, ni siquiera después del nacimiento de su hijo, habían tenido intención de hacerlo.
Así pues, se casaron a principios del mes de junio, con la mayor simplicidad posible, pues, entre tanto, no habían dejado de degradarse sus condiciones materiales: la comida de boda, con los dos padrinos como únicos invitados, tuvo por marco un self-service de los Grandes Bulevares, y usaron anillos de latón como alianzas.
La preparación de la gran reunión del segundo jueves de junio tuvo a Réol demasiado ocupado para que se pudiera dedicar a reunir los numerosos documentos que debían figurar en su expediente de solicitud de ayuda social. Este no quedó completo hasta el miércoles 7 de julio. Y desde el viernes 16 de julio hasta el lunes 16 de agosto a las ocho cuarenta y cinco, la CATMA estuvo cerrada sin que hubiera decidido nada al respecto.
No había ni que soñar en ir de vacaciones. Mientras el niño se pasaba todo el verano en Laval, en casa de los abuelos maternos, ellos, gracias a su vecino Berger que los recomendó a un compañero suyo, trabajaron un mes, él de lavaplatos, ella como vendedora de cigarrillos y
souvenirs
(ceniceros, pañuelos con la torre Eiffel y el Moulin Rouge, muñequitas vestidas de
french-cancan
, encendedores farola con la marca «Rue de la Paix», Sacré-Coeur nevados, etc.) en un local que se llamaba
La Renaissance
: era un restaurante búlgaro-chino, situado entre Pigalle y Montmartre, en el que tres veces cada noche se desembarcaban cargamentos de turistas Paris by Night, que por setenta y cinco francos todo incluido recorrían París iluminado, cenaban en
La Renaissance
(«hechizo bohemio, recetas exóticas») y pasaban a paso ligero por cuatro cabarets,
Les Deux Hémisphères
(«Strip-tease y Chansonniers; toda la gracia picaresca de París»),
The Tangerine Dream
(donde dos oficiantes, Zazoua y Aziza, ejecutaban la danza del vientre),
Le Roi Venceslas
(«sótanos abovedados, ambiente medieval, juglares, viejas canciones libertinas») y por último La Villa d’Ouest («a show-place of elegant depravity. Spanish nobles, Russian tycoons and fancy sports of every land crossed the world to ride in»), antes de que los volvieran a su hotel, mareados de champán dulzón, licores sospechosos y zakouskis cenicientos.
Cuando volvió Réol a la CATMA, se llevó una mala sorpresa: la comisión de ayuda social, inundada de solicitudes, acababa de decidir que de allí en adelante sólo examinaría los expedientes que le llegaran por vía jerárquica con el visto bueno del jefe de servicio y del director del departamento de que dependiera el interesado. Réol puso su expediente en la mesa de la señorita Yolande y le suplicó que hiciera todo lo posible para que el jefe de servicio garrapateara tres renglones de apreciaciones mesuradas y añadiera su rúbrica.
Pero el jefe de servicio nunca estampaba su firma a la ligera y a menudo, como decía él mismo en son de guasa, hasta le daban calambres en la pluma. De momento lo importante era la preparación del informe trimestral de septiembre, al que, por motivos que sólo él conocía, parecía atribuir una importancia particular. Y tres veces le mandó repetir a Réol su informe, reprochándole cada vez el que interpretase las estadísticas en un sentido pesimista en vez de hacer hincapié en los progresos realizados.
Réol, rabiando por dentro, se resignó a esperar dos o tres semanas más; su situación era cada vez más precaria, debían seis meses de alquiler más cuatrocientos francos al tendero. Menos mal que por fin, después de esperar dos años, Louise consiguió apuntar a su hijo en la guardería municipal, librándose así de los treinta o cuarenta francos que les costaba diariamente dejárselo a alguien.
El jefe de servicio faltó todo el mes de octubre: participaba en un viaje de estudios por Alemania Federal, Suecia, Dinamarca y Países Bajos. En noviembre, una otitis vírica lo obligó a parar tres semanas.
Réol, desesperado, renunció a presenciar algún día el éxito de sus gestiones. Entre el uno de marzo y el treinta de noviembre, el jefe de servicio había llegado a faltar cuatro meses completos, y Réol calculó que, entre los fines de semana alargados, los puentes, los túneles, las sustituciones, las misiones y los regresos de las misiones, los cursillos, los seminarios y demás desplazamientos, en nueve meses no había pasado ni cien días en su despacho. Y eso sin contar las tres horas que se tomaba para ir a almorzar ni las salidas a las seis menos veinte para no perder el tren de la seis y tres. No había motivo para que las cosas cambiaran. Pero, el lunes seis de diciembre, el jefe de servicio fue nombrado subdirector del Servicio Exterior y, en la embriaguez de su ascenso, envió por fin el expediente con un informe favorable. Quince días más tarde se concedió la ayuda social a los Réol.
Fue entonces cuando el servicio financiero de la Sociedad advirtió que el importe de los plazos efectuados por el matrimonio Réol para la adquisición de su dormitorio superaba el techo autorizado para los préstamos a las familias: el veinticinco por ciento de los ingresos, deducidos los gastos correspondientes a la vivienda principal. ¡El crédito concedido a los Réol era, pues, ilegal y la Empresa no tenía derecho a avalarlo!
Así pues, al final del primer año, Réol no había conseguido ni aumento de sueldo ni ayuda social y tenía que empezarlo todo otra vez con un jefe de servicio nuevo.
Este, recién salido de una escuela superior, fanático de la informática y la prospectiva, reunió a todos sus colaboradores el día de su llegada y les hizo saber que el trabajo de la sección «Estadística y Previsiones» se fundamentaba en métodos obsoletos, por no decir anacrónicos, que resultaba inoperante pretender elaborar una política válida a medio o a largo plazo partiendo de informaciones recogidas sólo trimestralmente y que, a partir de entonces, bajo su dirección, se llevarían a cabo estimaciones diarias sobre muestras socioeconómicas puntuales, a fin de poder fundarse en todo momento en un modelo evolutivo de las actividades de la empresa. Dos programadores del Centro de Cálculo hicieron lo que había que hacer y, a las pocas semanas, Réol y sus compañeros se encontraron inundados de legajos mecanografiados en los que se veía con mayor o menor claridad que el diez por ciento de los cultivadores normandos optaban por la fórmula A, mientras el cuarenta y ocho coma cuatro por ciento de comerciantes de la región Midi-Pyrenées se declaraban satisfechos con la fórmula B. La sección «Estadística y Previsiones», acostumbrada a unos métodos más clásicos, en los que se contaban las pólizas suscritas o canceladas trazando palotes (cuatro palotes verticales y el quinto horizontal encima de los cuatro primeros), entendió rápidamente que debía tomar medidas si no quería ahogarse del todo y comenzó una huelga de celo que consistió en acribillar a preguntas más o menos pertinentes al nuevo jefe de servicio, a los dos especialistas en informática y a los ordenadores. Los ordenadores aguantaron el tipo, los especialistas también, pero el nuevo jefe de servicio acabó hundiéndose y, a las siete semanas, pidió el traslado.
Este episodio, que se hizo célebre en la empresa con el nombre de La Disputa entre los Antiguos y los Modernos, no solucionaba en absoluto el problema de Réol. Había conseguido que sus suegros le prestaran dos mil francos para hacer frente a los atrasos del alquiler, pero sus deudas se multiplicaban por todas partes y cada vez encontraba menos soluciones. Por más que Louise y él acumulaban las horas extraordinarias, por más que se encargaban de los servicios de guardia los domingos y días festivos, aceptaban trabajos a domicilio (redacción de sobres, copia de ficheros comerciales, confección de jerseys, etc.), el abismo entre sus ingresos y sus necesidades no cesaba de ahondarse. En febrero y marzo empezaron a llevar al Monte de Piedad sus relojes, las joyas de Louise, el televisor y la cámara fotográfica de Maurice, una Konika autorreflex equipada con teleobjetivo y flash electrónico, a la que quería como a las niñas de sus ojos. En abril, nuevas amenazas de desahucio por parte del administrador los obligaron a recurrir de nuevo a un préstamo privado. Sus padres y sus mejores amigos escurrieron el bulto y fue la señorita Crespi la que los salvó in extremis, sacando de la Caja de Ahorros los tres mil francos que había economizado para pagarse el entierro.
Sin poder recurrir la decisión del servicio social, sin jefe de servicio para respaldar una nueva solicitud de aumento de sueldo, pues el antiguo subjefe de servicio, que se encargaba interinamente de sus funciones, no quería arriesgar su plaza tomando la menor iniciativa, no le quedaba ya a Réol nada que esperar. El quince de julio, Louise y él decidieron que estaban hartos, que no pagarían nada más, que podían embargarles lo que quisieran, que no harían nada para defenderse. Y se fueron de vacaciones a Yugoslavia.
A su vuelta, se amontonaban debajo del felpudo las citaciones y los últimos avisos de embargo. Les cortaron el gas y la electricidad, y, a petición del administrador, los subastadores preparaban ya la venta forzosa de sus muebles.
Fue entonces cuando se produjo lo increíble: en el momento mismo en que se pegaba en la puerta de la casa un aviso amarillo que anunciaba la subasta del mobiliario Réol (magnífico dormitorio moderno, gran reloj de péndulo, bufete estilo Luis XIII, etc.) se realizaría dentro de cuatro días, Réol, al llegar a la oficina, se enteró de que acababan de nombrarlo subjefe de servicio y su sueldo pasaría de mil novecientos a dos mil setecientos francos mensuales. Con lo que el importe de los plazos mensuales pagados por el matrimonio Réol resultaba prácticamente inferior a la cuarta parte de sus ingresos, y los servicios financieros de la CATMA pudieron, aquel mismo día, desbloquear una ayuda excepcional de un total de cinco mil francos. Aunque, para evitar el embargo, Réol tuvo que pagar las cuantiosas comisiones de ujieres y subastadores, pudo regularizar, en los dos días siguientes, su situación con el administrador y la E.D.F.-G.D.F.
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Tres semanas después pagaron la última mensualidad del dormitorio y, casi sin esfuerzo, al año siguiente, saldaron su deuda con los padres de Louise y con la señorita Crespi, y recobraron relojes, joyas, televisor y cámara fotográfica.
Hoy, tres años después, Réol es jefe de servicio y el dormitorio comprado con tantas penalidades no ha perdido nada de su esplendor. Sobre la moqueta de nailon violeta, la cama, en el centro de la pared, es una concha de curva rebajada forrada con un tejido imitación ante, de color ámbar, acabados «talabartería superior», con cintura y hebilla de cobre y un cubrecama de pieles acrílicas de color blanco. Dos mesillas de noche del mismo estilo, con tablero de metal brillante, focos móviles y una radio-despertador PO-GO
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incorporado, la acompañan a lado y lado. En la pared de la derecha se encuentra una cómoda-tocador montada sobre una base semielíptica de metal, cubierta de tela imitación ante, con dos cajones y un compartimento para frascos, gran espejo de setenta y ocho centímetros y puf aparejado. En la pared de la izquierda se halla un gran armario de luna de cuatro puertas, con zócalo recubierto de aluminio anodizado mate, frontón luminoso y molduras cubiertas, igual que los lados, de un tejido armonizado con el resto del dormitorio.
Cuatro objetos más recientes se han agregado a este mobiliario inicial. El primero es un teléfono blanco colocado en una de las mesillas de noche. El segundo, encima de la cama, es un grabado rectangular grande en un marco de piel verde botella: representa una plazoleta a orillas del mar: dos niños están sentados en el pretil del muelle y juegan a los dados. Un hombre lee el diario en las gradas de un monumento, a la sombra del héroe que esgrime el sable. Una chica llena un cubo en la fuente. Un vendedor de fruta está echado junto a su balanza. Al fondo de una taberna, por la puerta y las ventanas abiertas de par en par, se ven dos hombres sentados ante una botella de vino.
El tercer objeto, entre el tocador y la puerta de la habitación, es una cuna en la que duerme a pierna suelta, boca abajo, un recién nacido;
y el cuarto es una ampliación fotográfica, clavada con cuatro chinchetas en la madera de la puerta; representa a los cuatro Réol: Louise, que lleva un vestido estampado con flores, coge de la mano al hijo mayor, y Maurice, con las mangas de la camisa blanca subidas más arriba de los codos, levanta en vilo, en dirección al objetivo, al pequeño desnudo, como si quisiera mostrar que está perfectamente constituido.
Busco a un tiempo
lo eterno y lo efímero.
El despacho de Bartlebooth es una habitación rectangular con las paredes cubiertas de estanterías de madera oscura; la mayor parte de ellas están ahora vacías, pero quedan aún 61 cajas negras, idénticamente cerradas con cintas grises lacradas, reunidas en los tres últimos estantes de la pared del fondo, a la derecha de la puerta acolchada que da al gran recibidor y de cuyo marco hace años y años que cuelga una marioneta india de gruesa cabeza de madera que, con sus grandes ojos rasgados, parece velar sobre este recinto austero y neutro como un guardián enigmático y casi inquietante.
En el centro de la estancia, una lámpara escialítica, suspendida mediante un completo juego de cables y poleas que reparten su masa enorme por toda la superficie del techo, ilumina con su luz infalible una gran mesa cuadrada, cubierta con un paño negro, en cuyo centro se extiende un puzzle casi acabado. Representa un pequeño puerto de los Dardanelos cerca de la desembocadura de aquel río que los antiguos llamaban Maiandros, el Meandro.
La costa es una franja de arena, cretácica, árida, poblada de retamas espaciadas y árboles enanos; en primer término, a la izquierda, se abre una cala llena a rebosar de decenas y decenas de barcas de casco negro cuyos delgados palos se entrecruzan en una red inextricable de líneas verticales y oblicuas. Detrás, como otras tantas manchas de color, se escalonan por las laderas de unas lomas poco abruptas viñas, viveros, amarillos campos de mostaza, negros jardines de magnolios, rojas canteras de piedra. Más allá, en toda la parte derecha de la acuarela, ya muy tierra adentro, aparecen, con precisión sorprendente, las ruinas de una ciudad antigua: milagrosamente conservado durante siglos y siglos bajo las capas de aluviones acarreados por el río sinuoso, el enlosado de mármol y piedra de calles, moradas y templos, recién sacado a la luz del día, dibuja en el suelo mismo algo así como las huellas dactilares exactas de la ciudad: es un entrecruzamiento de callejas extremadamente angostas, un plano a escala natural de un laberinto modélico hecho de callejones sin salida, patinillos, encrucijadas y atajos que ciñen los vestigios de una acrópolis vasta y suntuosa bordeada de restos de columnas, pórticos derrumbados, escaleras abiertas que suben a azoteas hundidas, como si, en el corazón de aquel dédalo ya casi fosilizado, se hubiera querido disimular adrede aquella explanada insospechable, a imagen de esos palacios de los cuentos orientales a los que se lleva de noche a un personaje que, conducido de nuevo a su casa antes del amanecer, no habrá de hallar nunca la mansión mágica, a la que acaba creyendo que fue sólo en sueños. Un cielo violento, crepuscular, cruzado por nubes de un rojo oscuro, domina aquel paisaje inmóvil y achatado del que parece haberse expulsado toda forma de vida.