La vida exagerada de Martín Romaña (69 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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—Habrá que seguir con el tratamiento por lo menos hasta abril, Martín.

—¿Con todo?

—En fin, tal vez se pueda empezar a reducir la dosis un poco antes, pero eso dependerá de lo que me vayas contando en tus cartas.

—Sí, claro; y también de cómo me vaya en París este otoño y este invierno.

—Sí, claro… ¿Cuándo es la partida?

—Dentro de tres días.

—¿Quieres cenar con nosotros mañana? María Teresa estaría feliz…

—Yo… también —dije, recordando la cena anterior.

—Bien, te vienes a eso de las nueve. Te tendré listos todos los medicamentos que necesitas.

Nos tuteábamos desde nuestra despedida, en julio, y mientras él me iba diciendo que tenía bastantes muestras gratis, pero que iba a necesitar más y que las conseguiría a tiempo, yo iba recordando demasiadas cosas. No, esta vez no haría el ridículo, esta vez entraría sin tratar de engañar a nadie, llegaría tan mal como me estaba sintiendo, en el fondo qué importa, para eso está él, para curarme, para enseñarme aunque sea a sonreír de nuevo; no, ni siquiera intentaré decirle que la comida típica catalana me gusta, bah, será una cena aburridísima para ellos y triste para mí, en el fondo qué importa.

Pero los enormes deseos de vivir esconden infinitas posibilidades de sorpresa, y hasta hoy me río al recordar cómo gocé aquella noche. Nunca sentí tanto cariño y emoción en presencia de esa pareja tan divertida, inteligente y encantadora. Desde julio los llamaba por sus nombres, porque así me lo habían pedido ellos, pero fue durante esa despedida de septiembre que para mí empezaron a ser realmente increíbles. Para empezar, él me recibió con una tonelada de remedios y muy preocupado ante la perspectiva de que los fuese a perder.

—Pero ¿por qué los voy a perder, José Luis?

—Es que te van a costar carísimos, Martín.

—Te aseguro que no los voy a perder, José Luis.

—Hazme caso, muchacho…

Y no paraba de incrustarme cajitas y más cajitas en los bolsillos, deformándomelos todos, casi desgarrándolos en su afán de que nada sobresaliera, de que nada se me fuera a caer por la calle, eres muy distraído, Martín.

—Tú también, José Luis —apareció María Teresa—; te has olvidado de estos frascos de valium… ¡Martín, qué gusto de verte!

Y mientras yo la saludaba, él le iba quitando nervioso las cajitas de valium, para acuñármelas en los bolsillos, te doy todo el que tengo, Martín, guárdalo para los momentos de gran ansiedad. A la sala llegué con el terno completamente deformado, y me encontré con tal cantidad de bocaditos que no tuve más remedio que preguntar si había otros invitados. No, Martín, pero como la vez pasada quedamos tan mal contigo, esta noche te hemos preparado bocaditos muy variados para que los pruebes, primero, y luego comas sólo los que más te gusten. El lío, claro, fue que todos me gustaron. Entonces José Luis dijo que un buen bocadito exigía siempre un buen trago, y mientras iba repitiendo eso sí, de licor ni una gota, Martín, empezó a servirme un whisky tan enorme que María Teresa tuvo que intervenir.

—Va a pensar que estamos locos, José Luis.

—Es cierto, me distraje; no debes tomar ni una sola gota de licor, Martín.

Y me echó un poquito más, todavía, ofreciéndome luego tal cantidad de embutidos, contraindicadísimos todos, que llegué a la conclusión de que aquel asombroso comportamiento sólo podía deberse al gran afecto que sentía por mí y a su enorme afán de verme sano algún día. Entre ambas cosas, se le había dislocado por completo el tiempo, y el Martín Romaña que tenía ahí, comiendo contraindicaciones y bebiéndose un vasote de whisky, era el que deseaba invitar cuando lo de esa noche fuera ya cosa del pasado.

En la mesa, por supuesto, brilló por su ausencia la cocina catalana. No toqué el tema, en aquella oportunidad, por temor a angustiarlos más todavía, pero tampoco he querido tocarlo en las invitaciones que me han hecho desde entonces: me encanta y me siento sanísimo y lleno de una alegre y emotiva sonrisa interior cuando evocamos nuestra primera comida juntos, qué horror, Martín, ¿te acuerdas?, todos nuestros platos típicos que te hicieron llorar de depresión, y en plena depresión, qué bárbaros, por Dios, siempre nos arrepentimos, Martín. Yo entonces interrumpo y les pregunto por los pijamas de José Luis. Porque con lo de los pijamas empezó el bochinche que me hizo saber, sentir, creer profundamente que sólo un hombre como él podía llevarme a buen puerto. Fue un breve y delicioso incidente familiar. María Teresa aprovechó mi presencia, el whisky, y el buen humor de su esposo, para anunciarle que le tenía una mala noticia. ¿Cuál?, preguntó José Luis, sin darle mayor importancia al asunto, pero casi se atraganta cuando ella le soltó que había encontrado la lavandería cerrada y que sólo le quedaba un pijama limpio para esa noche, el que tú odias porque las mangas te quedan ligeramente cortas. Me miró, y mientras él estallaba, me explicó que sería cosa de dos milímetros más o menos.

—Perdónenme, por favor, por haberles arruinado la cena —agregó, muerta de risa—, pero realmente deseaba que Martín supiera en manos de quién está.

Una de las sensaciones más extraordinarias que puede experimentar un ser humano es la de volverse a reír después de tanto tiempo. Aún la recuerdo, aún revive en mí cada vez que entro a casa de los Llobera. Tuve, también, aquella noche, la certeza de que con José Luis lograría curarme, de que a mí sólo podía entenderme y curarme un hombre que primero te escuchaba hablar de fobias, terrores y angustias, después te aconsejaba y recetaba, y todo para acabar temblando él de nervios porque las mangas de su único pijama limpio era dos milímetros más cortas que las de todos los inalcanzables pijamas que habían quedado cautivos en una maldita lavandería cerrada. Y que a lo mejor mañana no abría, además. Esto fue lo último que se le ocurrió al pobre José Luis, aquella noche. Y mientras me despedía de María Teresa en la puerta del departamento, él me iba sacando de un bolsillo una cajita de valium, porque lo que es esta noche, Martín…

Seguía contento cuando llegué a casa de los Feliu. Y durante la noche me puse a contemplar el sueño de Inés, preguntándome por qué no le había contado todas esas cosas antes de acostarnos, y respondiéndome que jamás las habría comprendido, Inés habría enmudecido, habría hecho una mueca antes de bizquear, a lo mejor hasta habría pensado que no sólo el paciente era un hombre podrido, también el médico. Sin embargo, la idea no me resultó tan insoportable en un primer momento. Pero no se trataba esta vez del inmenso
qué importa
de una gran depresión. Era otra cosa. Era la confianza, la seguridad que me iba invadiendo. Podía sanar. Con un médico como José Luis, con una persona como María Teresa, no se podía no sanar. Yo necesitaba estar sentado en su casa, bebiendo y comiendo con ellos, y completamente sano. Ellos no me habían fallado, yo no podía fallarles. Ellos me habían hecho reír. Ellos deseaban verme sano, yo soñaba con regresar sano a Barcelona… Iba pensando y sintiendo estas cosas mientras contemplaba a Inés dormir, y por eso al cabo de un rato la idea empezó a volvérseme bastante insoportable. Una pieza no encajaba, una frase del hombre en quien había puesto toda mi confianza empezaba a convertir aquella noche en una nueva pesadilla insomne. José Luis no creía demasiado en un futuro con Inés a mi lado. En una oportunidad me había dicho que volvería a amar, en otra me habló del enorme poder regenerador del amor, en otra del extraño simbolismo que se ocultaba en aquellas palabras que inevitablemente se me escapaban al tropezar con algún obstáculo: Octavia de Cádiz. Hoy, hace años que lo entendí todo, claro, y hace años que entendí también la frase que tiempo después pronunciaría la Octavia que me tocó conocer y amar.

—Martín, algún día comprenderás que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.

Me tomé un buen somnífero, me entregué por completo a la idea de una recuperación más rápida que la que el propio José Luis imaginaba, lo recordé extrayendo impaciente una cajita de valium de mi bolsillo, pensé que un sabio que no es humano, muy humano, no es sabio ni es humano ni me cura a mí, y me quedé dormido jurándome que regresaría a Barcelona sano y en tiempo récord.

Y soñando con estas cosas logré reincorporarme más o menos a la vida cotidiana en París, volver por necesidad al trabajo, conversar con Inés, hablar de sus deseos de partir, convencerla de que esperara un poco todavía, de que lo pensara más, e incluso ubicar a una monjita muy cerca de casa para lo de las inyecciones. Inés bizqueaba pero se iba quedando, y hasta aceptó varias veces que regresara al departamento con mi inyección recién puesta.

—Si la monjita supiera el favor que me hace con cada ampolleta —le dije, una vez—, si supiera para qué me sirven y lo que estamos haciendo… Pobre monjita, ni se lo imagina, seguro, pero yo siento que me inyecta un poco de fe cada vez que voy al dispensario.

Inés no se inmutó. Parecía haber perdido toda posibilidad de sonreír, y llegó a bizquear hasta cuando hacíamos el amor. Frecuentaba siempre las reuniones del Grupo, pero creo que hasta al Grupo le bizqueaba ya. Digo esto, porque lo soñé una noche, y porque recién ahora que lo rememoro y escribo me doy cuenta de que fue un sueño premonitorio. ¡Increíble!, recién hoy comprendo hasta qué punto ese sueño pudo haberme ayudado a penetrar, a descubrir el secreto profundo de Inés, y también a hacer algo por comprenderla mejor.

Pero entonces lo importante era soñar despierto, escribirle a José Luis, y esperar aquella carta que me permitiría reducir la dosis. Celebramos el Año Nuevo, me tomé varias copas, y agarré a patadas a medio mundo. Recuerdo haberle ocultado eso a José Luis, y el espantoso estallido de rabia que le produjo a Inés verme tan grotesco. Logré hacer las paces con ella hablándole una vez más de su partida.

Pero nos besamos, y me dejó ponerme una inyección. Le juré y me juré que batiría todos los récords, que muy pronto llegaría sano a Barcelona. Pero fue entonces cuando empezó a picarme el culo: abril de 1970.

Sí, fue entonces: abril de 1970, y justo cuando acababa de recibir la carta de José Luis, diciéndome que podía reducir la dosis de tres a dos Anafraniles. En un par de meses estaré sano, me decía, en junio todo esto pertenecerá al pasado, me repetía, sin darle mayor importancia a lo del culo. Qué tenía que ver el culo con el cerebro, qué tiene que ver el culo con las témporas.

Pero maldita sea, tuvieron mucho que ver, tuvieron demasiado que ver, se confundieron, se convirtieron en la misma cosa, en algo que Octavia, cuando se lo conté, rechazaba y rechazaba: no, no podía haber pasado por situaciones tan asquerosas, tan horribles, tan horripilantes, no, no me hables de eso, Martín. Pero yo insistí en contarle hasta el último detalle porque deseaba que supiera a fondo de Inés, de mí, y de mi mala suerte. De cómo unas estúpidas hemorroides pudieron convertirse en lo que ella, con gran acierto, muchísima pena, enorme crispación, y no digamos nada del asco, llamó vía crucis rectal. Y de cómo aquel vía crucis me hizo llegar por fin a Barcelona, pero más jodido que nunca, para variar.

EL VÍA CRUCIS RECTAL DE MARTÍN ROMAÑA

Lo he pensado mucho, y la verdad es que no encuentro mejor definición: ésta fue, por donde se la tome, culo y cabeza sobre todo, una historia de mierda, y por consiguiente no me será nada fácil contarla desde adentro, como se suele decir. Empiezan a terminárseme además las páginas de mi querido cuaderno azul. Increíble. Con lo grueso que es pensé que me cabrían algunos años más de vida exagerada, pero acabo de darme cuenta de que voy a tener que correr, incluso, para llegar con Inés al aeropuerto y la escena todo-lo-contrario-de-un-final-feliz que le tengo prometida, sabe Dios desde cuándo, al pobre lector. Luego añadiré unas cositas más, un epílogo, por ejemplo, para atar algunos cabos, descansaré un tiempo porque empiezo a sentir ya los primeros efectos de un largo y minucioso trabajo literario, y después saldré en busca de un cuaderno rojo, porque sobre Octavia sólo se puede escribir en un cuaderno rojo. Nuestra relación, tan candente como exagerada, justifica esta elección. Y también el nivel de intimidad que me gustaría crear con ella a lo largo de todo mi trabajo. Sería muy agradable, porque Octavia fue la encarnación de la ternura y de la coquetería. El lector se preguntará por qué digo
fue
y no
es
la encarnación. Yo mismo no lo sé aún. Resulta en efecto imposible averiguar estas cosas antes de haberse metido cuerpo y alma en el alma de una novela (será la segunda que escribo), porque la ficción le sale a uno de pronto con leyes tan sorprendentes como variables, y porque en algunos casos la novela se anticipa a la vida y en otros sucede todo lo contrario. Escribir es llegar a saber, o por lo menos tratar de. En fin, no quiero insistir más en estas verdades de perogrullo.

La verdad de mierda, ahora. A principios de abril Inés logra sonreír cuando le cuento que José Luis acaba de autorizarme a reducir la dosis, ya que mis cartas revelan mejoría. Nos sentamos a conversar un buen rato, como viejos amigos, y mientras le voy contando que para junio seré un hombre nuevo, un hombre modernizado y reconstruido, ella vuelve a sonreír, y yo empiezo a pensar si esta sonrisa se debe a:

1. Mi mejoría.

2. Inés pensando: Martín está mejor = pronto podré irme.

Le otorgo el beneficio de la duda, porque si no la vida en ese momento de paz y contento sería en realidad una mierda, y seguimos conversando como viejos amigos mientras yo me veo constantemente obligado a apoyarme sobre un brazo del sillón, de tal manera que más de medio culo pueda quedar en el aire porque otra vez me está picando y necesito rascarme. Hace unos días también me va ardiendo cada vez un poquito más. La conversación de los viejos amigos sigue y yo estoy esperando que Inés termine de contarme que Mocasines se fue a Lima hace dos meses, que de allá han llegado noticias de que ha cambiado mucho y de que hasta ha entrado a trabajar a un ministerio. No suelto sarcasmo alguno porque aún atravieso un período en que este tipo de asuntos qué importan, allá ellos, y en cambio aprovecho la confianza de la que me ha dado prueba mi vieja amiga al contarme estas cosas, para decirle me jodí, Inés, tengo hemorroides, con lo cual rompo por completo el encanto de una larga amistad: en cosa de segundos, Inés se vuelve a casar conmigo, recorre uno por uno los mil episodios de nuestra vida conyugal, y llega por fin al presente, acompañada de una impresionante bizquera.

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