—Así que, básicamente, el problema es que eres un neurótico.
—Llámalo como quieras. No pienso tener más hijos y se acabó.
—¿Y qué dice Marga?
—Marga está de acuerdo. Nunca le hizo ilusión ser madre y además, desde el punto de vista práctico, es como si Solange fuese suya, pero sin haber tenido que pasar por el embarazo, el parto y todo eso de las estrías.
Victoria se encogió de hombros. Tampoco era la más indicada para hablar de las bondades de la familia —ella sí que no tenía ningún interés en aumentar la población mundial—, pero pensó que Jan no había considerado la cuestión desde todos los ángulos. En su opinión, su amigo adoptaba la postura más cómoda al no analizar detenidamente la aquiescencia de Marga, que a buen seguro era consecuencia de su docilidad y sus deseos de besar el suelo que Jan pisaba. Si Jan no quería hijos, no habría hijos. Pero las cosas no eran tan sencillas. Nunca lo son, y menos en ese tipo de asuntos.
Para Victoria, la adoración que Marga sentía por Jan era toda un arma de doble filo. Por un lado, la tranquilizaba saber que su amigo iba a pasarse la vida al lado de una mujer cuyo único objetivo era hacerle sentir el rey del universo. Alguien dispuesto a cuidarlo, mimarlo, quererlo sin ambages, entenderlo hasta en sus mayores rarezas. Lo de Marga con Jan era idolatría en estado puro. Pero, por otra parte, Victoria no podía evitar sentir una sombra de desprecio hacia una mujer tan dispuesta a renunciar voluntariamente a sí misma en beneficio de otro, ni siquiera aunque el otro fuera Jan. Y eso complicó sutilmente la relación de ambas.
A Victoria nunca se le ocultó que él hubiese dado la mitad de su reino a cambio de que entre ella y Marga naciese esa lúcida amistad que surge a veces entre las mujeres (Jan siempre insistía en que, pese a la leyenda negra de rivalidades y celos, cuando alcanzaban la madurez, resultaban mucho mejores amigas que los hombres), y sabiendo lo importante que era para Jan, Victoria lo intentó con toda el alma. Pero no dio resultado, y bien sabe Dios que no por culpa de Marga, que seguro que ponía toda la carne en el asador para alcanzar el objetivo soñado. Pero no era una cuestión de buena voluntad, sino de algo más difícil.
En el fondo, a Victoria, Marga nunca le gustó del todo. Le molestaba el evidente sentimiento de inseguridad que transmitía, esa sensación que emanaba de estar de más en todas partes, incluso aquel embobamiento infantil que demostraba con respecto a Jan. Y, por supuesto, su conciencia de ser inferior a cualquier persona que se cruzase en su camino. En cuanto pudo conocerla mejor, catalogó a Marga como una de esas mujeres desconfiadas que nunca encuentran nada bueno en las rebajas, pues creen que cualquier prenda de saldo oculta una tara, que todos los descuentos están ahí para disfrazar botones rotos, bolsillos descosidos y mangas contrahechas. Las personas así piensan que sólo los candidatos al timo pueden pretender comprar algo con un descuento del setenta por ciento, y se pierden las gangas de la misma forma que se pierden muchas otras cosas, por estar siempre buscando tres pies al gato. Jamás se lo dijo a Jan, pero Victoria estaba segura de que, en lo más profundo de su corazón, Marga no se fiaba de ella, de la misma forma que no se fiaba de las ofertas de los grandes almacenes.
Así que aquella amistad con la que Jan había soñado quedó transformada en una especie de sucedáneo del cariño, en un afecto superficial que era preferible no poner a prueba. Por suerte, tanto Marga como Victoria habían aprendido a disimular. A ojos de un tercero, cualquiera hubiese podido pensar que eran las mejores amigas del mundo, y quizá ambas estaban orgullosas de haber sabido construir esa fachada de cartón piedra. Un decorado endeble de amor simulado que podría venirse abajo en cualquier momento de no estar allí Jan para reforzarlo de forma constante. Fue entonces cuando Victoria recordó que Jan ya no estaría nunca más, y se preguntó qué pasaría entre ellas a partir de entonces. Aunque, sin Jan, ¿qué más daba ya lo que pudiese pasar con Marga?
Victoria soportó el funeral sorprendentemente bien. De hecho, lo pasó casi sin enterarse, ensimismada como estaba en sus propias elucubraciones. Se fijó en que Solange y Marga tenían los ojos clavados en el féretro. Ella ni siquiera miró la caja. Jan se había marchado, y su cuerpo no estaba en ningún sitio. Al acabar la ceremonia, salió sólidamente protegida por Herder. Todo el que lo viera junto a ella, seguro y firme, grave y entero, pensaría a buen seguro que aquel hombre era algo así como una sólida roca, una playa avistada en medio de un naufragio, un saliente al que aferrarse para evitar una caída. No supo explicarlo, pero se alegró de pensar que juntos provocaban esa sensación. Quizá ése era su principal problema: lo mucho que en el fondo le importaba la opinión de los demás. Saber que todos la consideraban afortunada por llevar al lado a Herder van Halen no le dejaba tiempo para reconocer que quizá sería mejor estar sola.
Se escabulló buscando un taxi antes de que alguien la reconociera entre la gente. Por fortuna, los amigos más cercanos habían entrado en la capilla, y sólo quienes estaban en el tanatorio por puro compromiso habían consentido ocupar la última fila. Allí no había ningún rostro familiar, y Victoria se sintió aliviada. No le apetecía hablar con nadie.
Se acomodó en el taxi junto a Herder, que dio al conductor la dirección del hotel. Recordó la invitación de Marga para reunirse con ella y con Solange en la casa familiar, pero dudó unos segundos sobre la conveniencia de ir. De hecho, a esas alturas estaba ya solemnemente arrepentida de haber cedido al impulso de viajar a España. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿De qué servía su presencia en una ceremonia absurda a la que el propio Jan había sido ajeno? ¿Por qué había tenido que montar el numerito de la fiel amiga que pierde el bofe por acudir a un funeral? Jan ya estaba muerto así que… ¿Qué más daba que ella estuviese en Madrid o en Kuala Lumpur? Se quitó las gafas negras y se secó el sudor de las aletas de la nariz.
—Tengo que ir a la embajada.
La voz de Herder la sacó de sus cavilaciones.
—¿Por qué?
—Hay un nuevo embajador. Le conozco, fuimos compañeros en un seminario en Brown. Quiere saludarme. Me ha invitado a comer.
Así que era eso. La solicitud de Herder, su atenta gestión de la crisis, su disponibilidad, escondían simplemente una ocasión de mantener un encuentro con un diplomático en un país extranjero.
—No creo que se alargue mucho. Espérame en el hotel. Duerme una siesta o… o date un baño.
«Qué considerado de tu parte organizarme la agenda.»
—De acuerdo. Que el taxi te deje en la embajada, nos queda de camino. Luego sigo yo al hotel. Te espero allí… o tal vez salga a comer fuera, ya veremos.
—¿Qué tal estás?
Ella no contestó. Hizo con los hombros un gesto que podía entenderse como de resignación, aunque alguien más interesado en el comportamiento ajeno que el aspirante a senador Herder van Halen lo hubiese interpretado de otra forma. Lo que Victoria quería darle a entender es que no pensaba perder el tiempo en explicarle cómo se sentía, entre otras cosas porque tampoco lo iba a entender. Si en siete años había sido incapaz de comprender su relación con Jan, ¿cómo iba a hacerse una idea de lo que para ella significaba su desaparición definitiva?
El coche se detuvo frente a la puerta de la embajada. Un edificio horrible, pensó Victoria, y sintió cierto placer al compartir su impresión con su marido patriota y chauvinista.
—Debe de ser la embajada más fea de todo Madrid —le dijo al despedirse.
—Es por seguridad. —La besó levemente en los labios—. Procura descansar. Luego te veo.
El aire ardiente del mes de agosto entró por la puerta abierta. Victoria se reclinó en el asiento buscando la protección del aire acondicionado.
—¿En qué hotel me dijo que se alojaban? —preguntó el taxista.
Victoria lo pensó un momento. Era lo más sensato que podía hacer: regresar a su habitación climatizada, pedir un almuerzo rápido al servicio de habitaciones, dormir una larga siesta, meterse en el jacuzzi. Luego, hacer el equipaje, llamar a la secretaria de Herder y pedirle que reservase dos pasajes de vuelta en el primer avión que saliese al día siguiente con destino a cualquier lugar de Estados Unidos. Poner tierra de por medio entre ella y los restos del desastre. Alejarse de Madrid, de su pasado, de su vida anterior. De todo lo que quedaba de Jan, y que, al no estar él, debería dejar de tener sentido cuanto antes.
Tomó aire unos segundos.
¿A quién quería engañar?
—En realidad, no voy a ir al hotel. Lléveme a la calle Recoletos. Me están esperando allí.
La casa de Jan. También era la de Marga, por supuesto, y obviamente la de Solange, pero había sido de Jan antes que de nadie, y a Victoria le gustaba pensar que también era un poco suya. Después de todo, ella le había ayudado a encontrarla, igual que ayudó a hacer la reforma, y a comprar los muebles y a dar de alta la luz, y el agua, y el teléfono. Era un piso precioso. Ciento ochenta metros cuadrados en pleno centro de Madrid, cinco balcones a la calle Recoletos, un salón inmenso y una cocina llena de luz. Había sido una ocasión de oro. Noventa millones de pesetas en 1996. Eso sí, estaba hecho una pena y hubo que gastar un disparate en arreglarlo. Pero por aquel entonces Jan estaba obsesionado con la idea de que necesitaba comprar una casa después de vivir durante toda la vida en distintos apartamentos de alquiler que habían pasado por todos los grados de habitabilidad que oscilan entre el lujo y lo cochambre, siempre en función de la fase económica que atravesara. Sus trabajos irregulares le obligaban a adaptarse a las circunstancias, así que no le parecía ningún drama vivir en un apartamento de diseño y tener que dejarlo para instalarse en un estudio que hubiese podido ser calificado de pocilga. Pero luego llegó Solange, y en un par de años Jan asumió que no podía someter a una criatura a aquel ir y venir demencial. Era el momento de elegir un hogar definitivo, de decorar una habitación con nubecitas azules y lunares de color rosa.
Desde el punto de vista económico, era el mejor momento para dar el salto a la categoría de propietario. En aquella época Jan había empezado a jugar en Bolsa —a Victoria le daba miedo aquella forma de referirse al ejercicio bursátil,
jugar
, como si las subidas y bajadas fuesen en el fondo una partida de póquer—, y se le habían dado bien las inversiones. Era un tipo con suerte, reconocía él, aunque tampoco ocultaba a nadie que dedicaba dos horas al día a estudiar los movimientos precisos de aquel particular ajedrez. No se había hecho rico, por supuesto, pero sí ganado lo suficiente como para comprar aquella casa y convertirla en un lugar para vivir, lo cual no había sido nada fácil. Vic y Jan pasaron horas hablando con proveedores, lidiando con obreros informales, con vendedores de azulejos, instaladores de parquet y demás fauna y flora del acondicionamiento de viviendas.
Todos pensaban que eran un matrimonio, y la mayoría de las veces no se preocupaban por sacar a ninguno de su error. Al fin y al cabo, no era fácil que volviesen a ver al fontanero, al carpintero o a los pintores y, como Jan se encargaba de recordar, todos serían más escrupulosos en el trabajo si estaban convencidos de que había una mujer al mando de la flota. Así que jugaron a ser esposo y esposa delante de aquellos desconocidos, y Victoria encontraba secretamente divertido ejercer de adusta señora de la casa y protestar por la altura del rodapié o llamar la atención sobre una puerta mal lijada. Luego, cuando Jan se casó, Victoria supo que se había quedado sin derecho alguno sobre aquella casa que había considerado una posesión lejana, y le fastidió sentirse levemente rabiosa. Las broncas con los obreros, los presupuestos retocados, las informalidades del calefactor, toda la pequeña colección de miserias que trae consigo una casa nueva deberían haber sido cosa de Marga, que iba a comerse toda la miel sin recibir previamente ni el amago del aguijonazo de una de las abejas.
Fue Solange quien le abrió la puerta.
—¿Dónde te habías metido? Te busqué a la salida del funeral. Pensé que te habías marchado… yo…
Se echó a llorar otra vez. Victoria le pasó la mano por el cabello, un cabello algo aceitoso, tan parecido al de Jan, aunque tal vez el exceso de grasa fuese cosa de la adolescencia.
—Herder tenía prisa. —Le encantaba echarle la culpa de todo.
Besó a Solange en la frente y volvió a mirarla. Estaba guapísima incluso así, con la cara hinchada de tanto llorar. Llevaba puestos unos pantalones pitillo de color gris oscuro, unas bailarinas negras y una camiseta de algodón larga hasta las rodillas y estampada con una enorme calavera. Una camiseta horrible que sólo alguien como Solange podía llevar encima y seguir pareciendo lista para ocupar la portada de una publicación de moda para adolescentes.
—¿Hay mucha gente ahí dentro?
Solange negó con la cabeza. Iba a hacer la enumeración, pero Chloe apareció por el pasillo. Dichosa Chloe, que parecía tener el don de la ubicuidad.
—Hola de nuevo, Victoria. Me alegro de que hayas llegado. Ahí dentro todos preguntan por ti. No sabían que habías venido desde América.
Estupendo. Así que ahora iba a convertirse en la estrella invitada. Detectó cierto retintín en la declaración de Chloe. A lo mejor pensaba que aquel papel le correspondía a ella y que iba a serle usurpado. Le dieron ganas de decirle que no tenía ninguna intención de relegarla al puesto de segunda
vedette
. «Quédate con los aplausos, Chloe. Quédate con la atención del público, quédate con todo lo que tú quieras.»
—Solange, querida, descansa un poco. —Se volvió hacia Victoria como buscando una aliada—. Lleva casi dos días sin dormir. Yo creo que debería echarse.
«Yo cgeo que debeguía echagse.» Vic decidió que en aquella ocasión era preferible ponerse del lado del más fuerte.
—Tu madre tiene razón. Duerme un rato. Te… te veré luego y hablaremos.
Error. No debería haberse comprometido a esa futura charla. Además, ¿de qué se suponía que iban a hablar? Con esas promesas, parecía estar dejando una puerta abierta a las expectativas de los otros. «Menos mal que has venido.» «Gracias a Dios que estás aquí.» Como si ella pudiese ser la panacea de todos los males. Como si su caro bolso de piel llevase oculta una varita mágica capaz de resolver los problemas. Quizá en una época había sido así, pero ya no. Tenía otra vida lejos de Madrid. Lejos de Solange, de Marga. Lejos de Jan. Más lejos que nunca, a partir de ahora.