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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (2 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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Mi marido ordeñaba las vacas por la mañana. Daba de comer a los caballos, los cerdos y las gallinas y recogía los huevos. Luego se iba al campo. Yo me ocupaba del huerto y de la casa, de la colada y de la cocina. Después de la comida, cuando mi marido se iba a trabajar, me encargaba de los animales y del bebé y de lo que hiciese falta. No es que fuera difícil, pero era un trabajo constante. Nunca había un momento de reposo. Poco después de la llegada del primer bebé, me quedé embarazada del segundo, y hasta que no fueron a la escuela, tuve las dos manos ocupadas.

No puedo quejarme de mi marido. Trabaja duro durante la larga jornada. Cuando decidimos venir a vivir a la granja, él sabía que no podríamos vivir de ella. La granja es más o menos mi puesto de vigía, a excepción de las mañanas en las que él también está. Si yo no estuviera aquí para que las cosas funcionaran, no sería capaz de organizarse solo. Tendría que trasladarse a la ciudad y trabajar en las canteras a tiempo completo. Como los dos estamos acostumbrados a la vida de granja, es preferible este arreglo.

Con sólo una ojeada a mi marido uno se hace una idea de lo que es vivir con él. Tiene un rostro alargado y delgado, con líneas que surcan sus mejillas desde los pómulos hasta la barbilla. Tiene los ojos de color azul cielo y su cabello es una capa castaña cubierta por una capa rubia más clara. Tiene el pelo largo y lacio; suelo cortárselo cuando empieza a cubrirle los ojos. Tiene el cabello abundante pero fino y siempre lo ha llevado del mismo modo, con raya a la izquierda. Se ríe pocas veces, aunque, en ocasiones, los niños solían divertirle. Con mayor frecuencia, mantiene los labios apretados y rectos, sin doblarlos ni hacia arriba ni hacia abajo. Es como si su rostro no tuviera expresión alguna. Puedo distinguir si está disgustado o molesto o cansado, pero mi padre supo juzgarlo bien y jamás se ha enfadado conmigo ni se ha mostrado agresivo. Aunque tampoco me ha mostrado nunca cariño o afecto. El placer que hemos compartido no es una muestra de sentimiento, sino de necesidad física. Diría que la vida entre mi marido y yo está ocupada. No tenemos tiempo de ocuparnos de los sentimientos, aunque los hubiera. Mi marido y yo seguimos la tradición de la gente de campo que no conoce otro modo de hacer las cosas. Cada día es una copia del anterior, y todos dependen del cambio de estación. Existe cierta comodidad en la repetición de las rutinas diarias. En una granja, uno sabe que es algo necesario para la crianza de los animales y el crecimiento del maíz. Si no estuviéramos nosotros en la granja, no habría nadie que siguiera con ello.

Aunque hoy en día existe cierta tendencia hacia la vida urbana, sabemos muy poco de la ciudad. En los años que llevamos aquí, muchos vecinos lo han dejado y se han marchado, han abandonado el campo para siempre. ¿Quién podría contarnos cómo es la ciudad?

No tenemos modo de saber cómo es la vida en las ciudades grandes o pequeñas. A veces mi marido nos contaba historias que había oído en la cantera de gente que había estado allí, pero no poníamos demasiado interés en ello. Una vez mi marido me habló de una plaza en el centro de una ciudad que, según contaban, podía albergar a miles de personas a la vez y que alguien lo había visto. Mi marido no discutió con ese hombre, pero cuando me lo contó, me confesó que no se lo creía. Decía que era pura exageración.

Mi experiencia se limitaba al trabajo en la granja. No creía que otros pudieran mantenerse ocupados en la ciudad sin animales ni campos que atender. Sentía que si alguna vez me transportaran de repente a la ciudad, estaría tan desprotegida como un bebé, incapaz de obtener ni tan siquiera necesidades básicas como la comida o la ropa. Para mí, en mi imaginación, en la ciudad todo se hacía diferente y uno tendría que aprender una utilidad totalmente nueva para cada momento del día.

La época de la que estoy hablando fue una época en la que las cosas a nuestro alrededor empezaron a cambiar. Pero estábamos demasiado atareados para percatarnos de muchos de esos cambios. En realidad, no nos concernían demasiado. Nos habíamos casado y nos habíamos trasladado a la granja en la que todavía vivíamos después de la Gran Guerra. Al principio parecía que podríamos sobrevivir sólo con la granja, pero cuando las cosas se pusieron mal para nosotros, también lo hicieron para todo el mundo. Los precios del maíz y de las patatas cayeron en picado y cuando mi marido fue a buscar trabajo como complemento a los ingresos que nos proporcionaba la granja, no pudo encontrar nada. Tras uno o dos años malos, tan malos que tuvimos que pedirle a mi padre que nos ayudara a salir del apuro, las cosas empezaron a encauzarse de nuevo y mi marido encontró el trabajo en la cantera que, aunque fuera tan sólo a media jornada, nos permitía salir a flote.

Una tarde, cuando mi marido estaba trabajando, el hombre de la Oficina de Alimentos vino a hacer una inspección a la granja, anotando todo lo que veía. Me dijo que podíamos optar a algunos beneficios, como préstamos o pienso a precios reducidos. Desde aquel día, el hombre del gobierno visitó la granja con regularidad, normalmente por la tarde, anotando en su libro cualquier cambio, como, por ejemplo, si habían nacido cerditos, cuántos celemines de patatas habíamos cultivado, cosas así. A veces nos aconsejaba que hiciéramos algo diferente y yo se lo comentaba a mi marido. Normalmente no era nada del otro mundo, por lo que a veces lo hacíamos y otras no.

Naturalmente, el gran cambio para nosotros llegó cuando llamaron a mi marido a filas. Un día, al regresar de la cantera, me dijo que estaban llamando a todos los hombres. Aunque teníamos poco dinero ahorrado, mi marido me dijo que le ofreceríamos al hombre del gobierno algo para que declarara la granja necesaria para el esfuerzo de guerra. Aquello significaba que mi marido no tendría que ir al ejército y que podría quedarse en la granja. El hombre del gobierno cogió el dinero que mi marido le ofreció y dijo que ya vería lo que podía hacer. Supongo que no fue suficiente, porque mi marido tuvo que presentarse a filas y jamás recuperamos el dinero.

Cuando mi marido se marchó, me dijo que quería que me ocupara de todo mientras estuviera fuera. Me dijo que sería capaz de hacerlo sola. Naturalmente, los niños también tendrían que ayudar. Me dijo que me concentrara en dos cosas: el huerto, para nuestra comida, y las gallinas. Calculaba que las gallinas serían nuestra fuente de ingresos externa. Aumentaríamos su número y llevaría los huevos al pueblo día sí, día no, y los vendería, ganando el dinero suficiente como para seguir adelante. Antes de irse, mi marido amplió un poco el gallinero, reemplazó algunas de las maderas que se estaban pudriendo y cerró el espacio de enfrente para separar las gallinas del resto de los animales. Mi marido me explicó cómo ocuparme de las gallinas y adónde llevar los huevos.

Mi marido tenía razón en cuanto a que podíamos salir adelante. No todo salió como estaba planeado, pero nos apañamos. El primer problema al que tuve que enfrentarme fue el de los niños. La granja dependía de la energía de que disponían para trabajar tranquilamente. Cuando mi marido se marchó, les asignó a cada uno la realización de ciertas tareas. La niña tenía que ordeñar las vacas por la tarde y vigilar a los animales más grandes. El chico tenía que mantener las herramientas en orden y cuidarse del campo, además de traer el agua cada día antes de ir a la escuela y de mantener las reparaciones al día. Pero no siempre funcionó de ese modo. Parecía que los niños cada vez pasaban menos días en casa. Le pregunté al chico por qué llegaba a casa tan tarde y me dijo:

—Tenía una reunión en las Juventudes.

—¿Y cómo es posible que no le dijeras al líder de las juventudes que tenías que llegar a casa para ayudar en la granja? —le pregunté.

—Las Juventudes es más importante que la granja —me dijo—. Un par de veces les dije que tenía que ir a casa y me castigaron por perderme las reuniones.

—Quizás deberías borrarte de las Juventudes —le sugerí—. Tu padre está en el ejército. ¿No es suficiente con un hombre en la familia realizando su labor patriótica? Especialmente teniendo en cuenta que necesitamos tu ayuda.

—Pero todo el mundo está en la misma situación. Si me castigan más veces, dudarán de mi compromiso y a la larga me expulsarán. Si me expulsan, me etiquetarán como alborotador y nadie más se atreverá a comprar nuestros huevos nunca más.

No dije nada más y mi hijo continuó pasando más tiempo con las Juventudes. El campo acabó más o menos hecho un desastre. Cuando el hombre del gobierno volvió a aparecer, vio que el campo estaba desatendido y me preguntó sobre ello, tomando notas en su libreta.

Del mismo modo, la chica empezó a pasar más tiempo con la Liga Femenina. Me sentía cada vez más agobiada con las tareas. Ahora tenía que ordeñar las vacas por la mañana y por la tarde, ocuparme del huerto, cocinar, hacer la colada, limpiar la casa y atender a las gallinas. Por las mañanas, de vez en cuando, iba al pueblo a entregar los huevos.

Cuando el hombre del gobierno me dijo que tendría que vender los caballos, supe que tenía razón. Ya no podíamos mantenerlos, alimentarlos y comprobar que estuvieran sanos, ya que apenas los utilizábamos para el trabajo en el campo. Así que, en realidad, cuando me lo dijo, mi primera reacción fue darle las gracias, porque consideré aquella solución un alivio. Cuando regresaba del pueblo, me angustiaba por el estado de los campos y por el resto de las tareas, aún más apremiantes, que había que hacer.

Vendimos los caballos. El hombre del gobierno se hizo cargo. Yo no tenía ni idea de negocios. No sabía a quién tenía que vendérselos o cuánto debía pedir por ellos. Con el dinero, pudimos comprar nuevo material para la ropa y mejor pienso para las gallinas.

Cuando mi marido se marchó en junio, ya disponíamos de unos veinticinco estantes y cuatro gallos en el corral. Habíamos hablado con el hombre del gobierno sobre nuestros planes para aumentar el gallinero hasta cien gallinas. Recibiríamos mayor cantidad de suministros de pienso y nuestra cuota mensual aumentaría de acuerdo con nuestro progreso. El primer paso consistía en vender sólo las aves más viejas y sólo aquellas que tuvieran un aspecto realmente inusual. El resto se quedaría para producir tantos pollos como fuera posible al año siguiente. Durante los últimos seis meses del año, mantendríamos todas las aves que tuviéramos, aunque no fueran ponedoras. Esta fue nuestra inversión inicial para aumentar el negocio de los huevos. El pienso más adecuado para mantener a dichas aves provenía en parte de nuestra propia cosecha de trigo. Aquel año tuvimos trigo en abundancia, porque mi marido había plantado una parcela más de lo habitual.

Justo después de vender los caballos, mi marido vino a casa de permiso. Entendió lo de los caballos y se pasó la mayor parte de las dos semanas acarreando el trigo desde el campo. Le habían concedido el permiso en aquella época precisamente para poder ayudar en la cosecha. Estaba contento de que los huevos nos proporcionaran ingresos y de que pudiéramos afrontar con ellos las necesidades provocadas por el aumento del número de animales. Una tarde, mientras mi marido estaba trabajando en el campo, me dirigí al gallinero a recoger los huevos de la tarde. Empecé a canturrear la melodía preferida de las gallinas, para que supieran que era yo. Siempre tarareo la misma melodía; parece calmar un poco a las aves y las prepara para cuando abro la puerta. Aquella vez, al abrir la puerta, alguien me agarró por detrás, me puso la mano sobre la boca y me susurró al oído:

—Por favor, no grites, no te haré daño. Por favor, déjame quedarme. Mi vida corre peligro. Por favor, no me delates o me matarán.

Intenté ver quién me estaba agarrando, pero me sujetaba los brazos y estaba justo detrás de mí, susurrándome al oído. Mi corazón latía con fuerza, pero su voz sonaba tranquilizadora y atemorizada a un tiempo. Enseguida me di cuenta de que no me haría daño, pese a encontrarse en peligro. Me dio la vuelta para que pudiera mirarle a la cara, apartó la mano de mi boca pero me hizo señas para que no dijera nada ni pidiera auxilio, suplicándome con los ojos que no le delatara. En el momento en el que le vi la cara, me relajé. No se trataba de un criminal, sino de una persona completamente aterrorizada que no tenía intención de atacarme. No dije nada, pero en cuanto le miré a los ojos, sentí que mi cuerpo se relajaba. Se miró a sí mismo para comprobar qué había visto en él para haberme relajado y empezó a sacudirse las briznas de paja y de serrín que cubrían sus ropas. Me explicó de dónde venía con un susurro ronco, mientras yo permanecía inmóvil, incapaz de hablar o de moverme:

—Me escapé. Soy alumno de la universidad. Me llevaron al campo porque me negué a abandonar la universidad. Me escapé. Por favor, deja que me quede aquí. No te haré daño. Por favor, no me delates. Me matarán en el acto si lo haces.

Yo no dije nada ni me moví un ápice, pero la mente me iba a toda velocidad. En ningún momento pensé en delatarle. No tenía ningún miedo de él, ni de su presencia allí. Sabía que mi marido estaba al otro lado de la carretera, aunque no necesitaba aquel consuelo porque no sentía miedo alguno. Sabía lo que tenía que hacer y lo haría. Actué con decisión, como si toparme con fugitivos en la granja fuera un incidente semanal. Me dirigí al rincón bajo la percha y le indiqué que me siguiera. Se agachó bajo el estante y encontró un lugar en el que no daba la luz. Se acuclilló allí y, cuando me di la vuelta para marcharme, me agarró de la mano mirándome a los ojos con gratitud. No tenía que decir nada, vi en sus ojos lo que sentía. Recogí los huevos y salí del gallinero.

Mientras me alejaba, me sentí más agitada de lo que pensaba. Me temblaba el cuerpo, el corazón y la sangre me palpitaban a toda velocidad, y con la vista buscaba señales de visitas a la granja. Quizás, pensé, hay otros en algún lugar, en el granero, en la casa. Quizás alguien se ha acercado a mi marido como se han acercado a mí. No vi nada que indicara que hubiera alguien más en la granja, ni que alguien se hubiera percatado de la presencia del hombre en el gallinero.

Durante el rato que tardé en poner los huevos en la despensa, conseguí apaciguar el cuerpo y hacer que el rostro volviera a la normalidad. En aquel momento no pensaba en contárselo o no a mi marido, tan sólo trataba de recuperarme de los diversos sobresaltos: la sorpresa, el primer momento de pánico, el haber aceptado tácitamente esconder a aquella persona en el gallinero. Todavía no estaba segura de que también tuviera que esconderse de mi marido. Mientras me calmaba e iba seleccionando los huevos, mi marido entró en casa y empezó a charlar sobre el campo y sobre nuestro hijo, quien podría estar haciendo algo para ayudar a traer el trigo. Cuando ahora pienso en ello, me doy cuenta de que tendría que haber aprovechado aquel momento para contarle a mi marido que había una persona en el gallinero. Después de todo, con frecuencia ocurren cosas poco habituales. Debería habérselo dicho, haber interrumpido lo que estaba diciendo y contarle que alguien me había abordado en el gallinero y que se escondía bajo la percha. Pero no estaba preparada para contárselo. En aquel momento no sabía que nunca encontraría el momento adecuado para hacerlo. El secreto nació en aquel instante, sin premeditación, sin malicia. El secreto creció en aquellos instantes intuitivos e irreflexivos, cuando podría habérselo contado pero no lo hice. No tenía la intención de proteger a aquel hombre; no sentía que estuviera ocultándolo, simplemente estaba allí. No entendía el peligro del que hablaba, pero por su mirada al marcharme supe que no revelaría su presencia. Fue aquel instante, cuando me cogió de la mano y me miró con aquella intensidad; una mirada que me recordaba a la de un perro que tuvimos que se encogía y nos miraba de soslayo, reconociendo su vulnerabilidad, pero retándonos a encontrar la bendición que nos privara de un dolor tan fácilmente alcanzado. Aquella mirada tan honesta, tan directa, de sus ojos a los míos. Aquellos ojos tan oscuros me habían entregado su confianza y una promesa. La confianza que depositaba en mí de no ser traicionado, de que no delataría dónde se encontraba; la promesa de que jamás olvidaría aquel momento de su existencia.

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