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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (16 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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—La Hermana Karoline ha mencionado que María se ha ido a vivir contigo. Estoy segura de que sentirás curiosidad por saber qué hace María yendo a trabajar a una granja. Naturalmente no sabe nada de labranza, ni siquiera ha trabajado en su corta vida. Aunque María aparenta tener unos nueve o diez años, en realidad tiene, por lo menos, unos quince. Se ha visto privada de tantísimas cosas que su crecimiento se ha detenido completamente. Se le han caído algunos dientes pero no le han salido nuevos para reemplazarlos. No ha tenido jamás la menstruación y puede que nunca la tenga. Ha estado sometida a un estado de escasez de alimentos durante demasiados años. Se ha acostumbrado a mentir y a merodear, a vivir a escondidas. No recuerda haber tenido una vida real, hace años que no va a la escuela, se ha olvidado de todo lo que pudo llegar a aprender. La experiencia le ha enseñado a no confiar en nadie, sin distinción y sin excepción. Por cierto, no está enferma, la he examinado, como he hecho con todos los niños, y María no tiene enfermedad alguna. Ciertamente ha sufrido daños permanentes en lo que a su crecimiento se refiere, pero vivirá.

»Desde muchos puntos de vista, será interesante seguir la condición mental de María durante unos años. Si todo se soluciona, ¿volverá a la normalidad? No lo sé. Para María, ahora mismo es mejor que se quede como está. Para ella lo normal sería tener una familia, hermanas y hermanos y un hogar feliz. Su madre era enfermera y su padre comerciante. No eran ricos, pero jamás les faltó de nada y tenían más que mucha gente. Siempre ha habido demanda de enfermeras y la tienda se remontaba a varias generaciones, por lo que no estaba gravada con deudas. La familia de María era fuerte y próspera. ¿He mencionado que eran felices? Eran felices. Como recordarás, las leyes prohíben a los judíos comprar cosas. He dado por supuesto que sabías que María es judía, querida Vendedora de Huevos. Lo sabías, ¿no? Bueno, pues lo es. Cuando se aprobaron las leyes que prohibían ser cliente de una tienda propiedad de judíos, el padre de María tuvo que ver cómo todos sus fieles clientes se iban a una manzana o dos de distancia para que el tendero que aprobaban las autoridades hiciese negocio. Durante un tiempo, la madre de María conservó su puesto en el hospital; siempre hacían falta enfermeras competentes. Mientras tanto, su padre, al tener tanto tiempo libre, fue reclutado por la clandestinidad, la oposición, ya sabes, los denominados problemáticos. En aquel momento ya había vendido todo el material de la tienda a su competidor, la había cerrado y se pasaba los días cuidando de sus hijos junto a su suegra, llevando a su esposa al trabajo y recogiéndola cada día. La resistencia se puso en contacto con él y le pidió ayuda para transportar a los niños al campo. No existía razón alguna para no ayudar a los niños de aquel modo, así que el padre de María empezó a hacer viajes de ida y vuelta entre la ciudad y este pueblo, transportando niños al convento en su coche. Hoy hay treinta niños viviendo con nosotros. Treinta hermosos niños cuyos padres estaban en peligro y que sólo pensaban, como tú, en salvar a sus hijos. Los niños que ahora viven en el convento, así como los que hemos conseguido colocar por el campo, como María y tú, puede que nunca más vuelvan a ver a sus padres. Lo sabemos. Ellos no lo saben. Probablemente sus padres, si siguen con vida, también lo saben. Han hecho el sacrificio más hermoso. Les han dado la vida a sus hijos dos veces. Sabían lo que les esperaba y enviaron a sus hijos al futuro. Como tú lo estás haciendo.

»El padre de María hizo muchos viajes al convento hasta que, en el último, apareció con María y una maletita, como todos los otros niños. Llamó al timbre, como siempre. Era un caballero digno, que no podía evitar tratar a todo aquel con quien se encontraba con la misma deferencia que siempre había tenido con sus clientes. Cuando llamó a la puerta, le abrió la Hermana, siempre es ella quien responde a la puerta, a pesar de sus muchas responsabilidades. Saludó a la Hermana como de costumbre, sin prisas, como si estuviera encantado de mostrarle todos sus productos tres veces si era necesario. Ella, sin la paciencia que, según ella misma, solía tener antaño, le saluda y se prepara para aceptar a la niña que trae consigo. El padre de María le sostiene la mano, ella mira hacia el suelo y le cuenta a la Hermana que aquella es su hija Rebeca y que estaría encantado, y ella agradecida, si la Hermana encontrara un lugar para que Rebeca se quedara durante un tiempo, hasta que él y su esposa puedan regresar y llevarse a su hija de vuelta a casa. La Hermana, siempre con tacto, a pesar de mostrarse brusca en ocasiones, no pudo negarse ante una situación tan conmovedora. Se siente avergonzada, sus defensas, construidas con tanto empeño, se tambalean, pero, en lugar de mostrar su dolor, la Hermana coge de la mano a Rebeca, la mano que su padre había sostenido hasta entonces, y le dice:

—Claro. Venga, entremos.

»Estoy segura de que el instinto de la Hermana era el correcto. Le dije que les había hecho a los dos un favor. Las despedidas son peligrosas, porque se alargan más de lo que deberían. Le dije que, en el futuro, le agradecerían que no hubiera permitido añadir más tiempo al dolor que les costaría toda una vida borrar. Desde entonces, la Hermana tuvo la sensación de que estaba en deuda con María, como decidió que debía llamarse. La Hermana, desde el primer momento, le ofreció todas las comodidades y consideraciones: le permitió bañarse más a menudo, le ofreció porciones extra de alimentos y menos tareas que realizar. Nunca conoció a los padres de los otros niños, pero el mal recuerdo de la llegada de María al convento se impuso a todo lo demás. Por eso decidió encontrar un lugar mejor para ella cuando se enteró de que nuestro santuario no duraría mucho más.

»Pasé algún tiempo con María. Estaba en estado de shock, traumatizada desde el primer momento. No sé si fue por culpa de la Hermana o no. Aunque María me explicó que su padre le había contado que por su trabajo en la resistencia él y su madre estaban en la lista de arrestos y que le habían avisado que se preparara. Sus padres habían aprovechado para refugiarla en el convento, al ser el único lugar que conocían. María lo entiende, por lo menos racionalmente.

»Bueno, ¿qué otra cosa podían hacer? ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a los padres de María o a los padres del resto de los niños que están aquí o en otras partes? Yo también me he unido a ellos en el exilio».

Mientras me hablaba, hipnotizándome con su relato, no dejaba de masajearme. Empezó por los brazos, y continuó acariciándome gentilmente los antebrazos hasta que quedaron prácticamente entumecidos por la repetida presión que ejercía. Poco a poco, casi sin quererlo, me masajeó las piernas mientras yo permanecía estirada en la camilla. Oía sus palabras en la lejanía y sentía sus caricias rodeándome y envolviéndome de modo protector. Fui transportada del mundo normal de los sentimientos y las preocupaciones hasta un lugar donde no sentía, sin conciencia, donde ocurrían cosas pero no a mí directamente. Seguí oyéndola hablar y sé que no apartó sus manos de mi cuerpo ni por un momento, pero ya no podía participar en lo que ocurría en la habitación. Llevaba allí tendida, escuchando y flotando, quizás una hora cuando fui consciente de una presión en el abdomen. No sabía si lo que sentía eran las manos de la doctora masajeando mi diafragma, empujando, acariciándolo, o si algo pugnaba por salir, por deslizarse al exterior. En sueños era capaz de recuperar las emociones, pero no despierta. En sueños podía oír los quejidos y los gritos que no recordaba como míos. Las manos sobre mi estómago continuaban apretando y no tardé en volver a concentrarme en lo que la doctora me estaba diciendo.

—Las cosas se ven diferentes aquí, en el campo. Las cosas que a uno le preocupan ni siquiera se contemplan en la ciudad. Cuando empezaron a recomendar que los niños de la ciudad vinieran a ayudar al campo, para la cosecha o lo que fuese, ni siquiera se comentó en las ciudades, hasta que los niños regresaron y explicaron historias sobre lo ridícula que resultaba la vida allí.

—Imaginad —nos decían—, no tienen agua corriente. Tuvimos que ocuparnos de animales sucios y estúpidos, y ni tan siquiera pudimos darnos un baño decente. Comíamos comida extraña y tuvimos que hacer un montón de faenas en la cocina, como pelar tomates y preparar las judías. Y todo eso además del trabajo en el campo, un trabajo manual, que te partía la espalda, sólo apto para las mulas.

»Desde luego, era imposible que aquellos niños valoraran la sencillez, que descubrieran la naturaleza tal y como es. Los niños de las ciudades son unos mimados y jamás se adaptarán a la vida en el campo. Siempre se quejarán de tener que ayudar a los pobres campesinos, haciendo algún trabajo estúpido durante unas semanas simplemente porque se los obliga a hacerlo. Aunque María ha llevado una vida sencilla en la ciudad, una vida sin excesivos lujos ni comodidades, pero con las mínimas necesidades cubiertas, encontrará extraña la vida en la granja. Pero este no es el principal problema de María. Necesita amor. Necesitará toda una vida para convencerse que puede ser querida. Lo que ha sufrido es más que una revolución. María ha perdido su relación con el pasado y el futuro; sólo puede experimentar el presente, y como eso ya le va bien, se niega a probar otra cosa. Se limita simplemente a coexistir junto a nosotros. Es como una víctima de guerra, un veterano con cicatrices, insensible ante las cosas que le rodean y que no pueda absorber sin dolor. Así es más fácil para ella. No esperes mucho de María; no tiene mucho más que ofrecer y tampoco puede aceptar mucho de ti. La vida ha sido particularmente cruel con ella y con los otros niños del convento, aunque aún no ha decidido aliviar su sufrimiento con la muerte.

Me ayudó a levantarme. Me puso unas vendas entre las piernas, me hizo dar algunos pasos por la habitación, siempre a mi lado y hablando con su ritmo particular. Me sirvió de apoyo mientras caminábamos de un lado a otro de la pequeña habitación y cuando, para mi sorpresa, fui capaz de caminar por mí misma, me ayudó a vestirme con la misma ropa que había traído.

—Eres muy fuerte, mi querida Vendedora de Huevos. Lo que has hecho es algo muy valiente por lo que no recibirás ninguna medalla. Tú y yo seremos las únicas que sabremos que lo mereces. Te felicito por tu compasión y tu sensibilidad.

Mientras me dirigía a casa lentamente, la cabeza me daba vueltas con nociones y murmullos. En las semanas y meses que siguieron, dispuse de poco tiempo para pensar en aquella tarde. Nunca supe cuánto había durado.

Capítulo
11

M
aría se convirtió en una responsabilidad más que no ayudó a rebajar el volumen de mis ocupaciones. Me acompañaba a todas partes, porque no podía confiarle que hiciera nada sola y porque siempre me gustaba saber dónde estaba. Aunque no era precisamente alguien alegre con quien me gustara compartir todo el día. Era pequeña y delicada, y no le gustaba ensuciarse con las tareas de la granja. Se quejaba de todo sin palabras, lo que nos ponía a todos de mal humor. Tenía que defenderla contra los argumentos que esgrimían mis hijos, para quienes nunca hacía nada. Sentía la inclinación de protestar y decirles que la niña necesitaba más cuidados antes de poder volver al trabajo. Era una experiencia nueva tener a alguien en la granja que no hacía nada, ni para sí misma ni para los animales ni para nadie.

Ahora puedo pensar en aquellos días y ver la granja como puede que lo hicieran Nathanael y María. Los excrementos de animales que cubrían el corral; las matas y la mala hierba que pugnaban por crecer pero que eran inmediatamente arrancadas por las gallinas o una vaca o pisadas por una pezuña o un pie. El olor penetrante cuando regresabas del pueblo tras una hora o dos. Un olor dulzón y penetrante que era la misma definición de la granja; sin su presencia, no sería una granja. Pero, para nosotros, aquel olor, que era una combinación del estiércol de los cerdos, de las vacas, de las gallinas, significaba nuestra comodidad, nuestra familiaridad. Ninguna granja huele como la nuestra, cada una tiene su propio aroma, como una casa que adquiere el olor de lo que se cocina en ella, de la madera utilizada para cocinar, de las botas secándose al lado de la puerta y el pan horneándose y la sopa en el hogar. Esquivábamos los excrementos con facilidad, porque conocíamos los lugares favoritos de las vacas y los cerdos. Cuando había demasiados, cubríamos con paja los lugares habituales, pero normalmente estábamos acostumbrados a esquivar los montones sin pensar mucho en ello. Estábamos acostumbrados a llevar las botas en el corral y a quitárnoslas cuando entrábamos en casa. Como la goma empezó a escasear, cuando las botas estaban demasiados gastadas y ya no podían repararse por falta de goma, utilizábamos los zapatos menos buenos y los dejábamos a la puerta y en casa llevábamos zapatillas.

María no estaba acostumbrada a los excrementos ni a nada parecido. Siempre acababa tropezando con los montones más visibles. En una ocasión, resbaló y se cayó sobre uno, pero no dijo nada, ni lloró ni se quejó. Sin embargo, cuando nos íbamos a sentar a la mesa, tuvimos que interrumpir la comida para darle un baño y ayudarle a cambiarse de ropa. Ninguno de nosotros era capaz de entender a María. Los niños la criticaban sin cesar; para ellos no hacía nada bien. El hecho de que viniese del convento no les parecía suficiente. Siempre trataban las cosas que yo decía, a excepción de las que tenían que ver con la granja, como si no tuviera credibilidad alguna. No podían creer que supiera algo, ni siquiera sobre el pueblo, y mucho menos sobre algo a mayor escala que aquello. Si mencionaba un tema que estaban aprendiendo en la escuela o en las Juventudes, lo despreciaban argumentando que yo no sabía nada. María no era miembro de las Juventudes, ni tampoco iba a la escuela. María era sospechosa, sobre todo porque venía del convento. Hasta su ignorancia sobre las cuestiones de la granja resultaba sospechosa.

Era cierto que María no nos ayudaba de ninguna manera.

Se acostumbró a acompañarme al pueblo en los días de mercado. Llevaba algunos huevos toscamente y no se atrevía a tocar a las gallinas. Cuando llegaba el momento de entregar el pedido al convento, siempre me esperaba en la plaza del mercado. En una ocasión, cuando regresaba del convento, vi a varias mujeres alrededor de mi parada y a María en el medio. Estaban tratando de averiguar de dónde venía. María no decía nada, como siempre, pero aquellas mujeres no dejaban de cotillear y especular en voz alta sobre las circunstancias en que la había encontrado, dónde creían que la habían visto antes, si era o no mi hija, etcétera. Cuando regresé, se mostraron sorprendidas, pero su atrevimiento era un vicio que solían perdonarse en nombre de la pureza de su propósito. Excusaban su curiosidad y sus deseos de cotillear en nombre de cosas de mayor importancia. Recogí todos los enseres vacíos y me preparé para ponerme en marcha. Traté de ignorar a aquellas mujeres, pero no conocían límite alguno.

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