La última tribu (27 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
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Sus ofrendas eran consumidas después de la peregrinación: una comida en compañía de Dios.

Eso me recordó la mesa de madera del tabernáculo de los hebreos, en la que se disponían el pan, los cereales, el vino y el incienso, antes de que los alimentos fueran consumidos por el sacerdote.

Dos estatuas de leones guardaban el recinto del sanctasanctórum. El maestro Shôjû Rôjin me había explicado también que en el Japón antiguo no había leones.

Sabía que ningún visitante podía entrar en el sanctasanctórum. Sólo los sacerdotes sintoístas tenían derecho a penetrar en el sancta en ciertos momentos, durante la celebración de las fiestas. El emperador era el único que podía entrar en el sanctasanctórum.

Este estaba situado al oeste o al norte del santuario, en un nivel superior al del sancta. Para acceder a él había que subir unos escalones.

A un lado había una pequeña fuente de agua clara.

Me lavé las manos y me enjuagué la boca.

Me acerqué a la pesada puerta de madera, entre los leones.

—Bienvenido, Ary.

De nuevo el maestro Shôjû Rôjin inclinó la cabeza. Le devolví el saludo en silencio, hasta tal punto me asombró verle en ese lugar.

—Te debo una explicación, ¿no, Ary Cohen?

—Si así lo desea…

—No podía decirte quién era yo, Ary Cohen, del mismo modo que el emperador debe permanecer oculto y secreto para no verse en peligro de muerte, como sabes. Por eso te enseñé el Arte del Combate, a fin de darte armas que te permitieran detener a nuestros enemigos de la secta de Ono. Y debo decirte que estamos muy satisfechos de tu trabajo. Por esa razón hemos aceptado recibirte aquí.

—Desearía entrar en el recinto secreto del templo.

El maestro hizo su peculiar gesto de negación, sonriente. A esas alturas, yo estaba ya acostumbrado a su mímica.

—¿Por qué no? —Mi voz despertó un eco en la estancia.

—Es necesario el permiso de los monjes yamabushis —dijo—. Son ellos quienes guardan el recinto sagrado.

—Pero cuento con el visto bueno del emperador, ¿no es así?

—Para el santuario, desde luego… pero no para el recinto sagrado.

—¿Dónde están los yamabushis?

—En este momento se encuentran en Nagano, en una fiesta en el gran santuario sintoísta Suwa-Taisha.

Observé la puerta que tenía delante. Estaba muy cerca, y sin embargo, de nuevo era necesario esperar. Casi me sentí tentado a no hacer caso y entrar. ¿Por qué no? Al mismo tiempo que me asaltaba esa idea, pensé que entablar un combate con el maestro sería pura locura por mi parte.

—Son los yamabushis quienes guardan la llave de la puerta —dijo el maestro como si hubiera escuchado mis pensamientos—. Sólo ellos pueden dártela. Nadie más la posee.

—El sanctasanctórum japonés está situado por lo general al oeste o al norte del santuario, igual que el nuestro. Está elevado, como en el Templo de Salomón. Y esas estatuas de leones, también como en el Templo de Salomón… ¿qué significado puede tener todo eso? Incluso vuestra puerta Torri se parece a la del templo israelita, en el que había dos pilares delante de la entrada. Más aún, las puertas Torri son rojas, lo que recuerda la sangre con que se marcaba el dintel de las casas la noche anterior a la huida de Egipto.

Shôjû Rôjin se inclinó.

—La respuesta está en el interior.

—Y también vuestra costumbre de inclinaros recuerda a los hebreos: está dicho que Jacob se inclinó al ver a su hermano Esaú. Hoy los judíos se inclinan al recitar sus plegarias. ¡Y vuestras tablillas de bambú, que recuerdan las tablas de la Ley de Moisés! ¡Vosotros y nosotros… somos los mismos!

El maestro se inclinó de nuevo; en esta ocasión, con una especie de respeto.

En cuanto a mí, necesitaba entrar en el sanctasanctórum. Sí, tenía que comprender.

Cuando regresé al Beth Shalom, ya entrada la noche, me esperaba una sorpresa. Nunca había pensado en verlo allí, en el otro extremo del mundo, en aquel lugar insólito: mi padre había venido a encontrarse conmigo, por supuesto instigado por Shimon Delam.

Cuando lo vi, la emoción me puso el corazón en un puño. Seguía igual, con su cabello espeso, abundante, con reflejos plateados, y su mirada oscura e intensa. No había cambiado, y en cambio a mí me parecía haber envejecido.

—Al parecer, necesitas de mi experiencia en materia de paleografía. Shimon me dijo que estabas en este… ¿Beth Shalom?

—Sí, en efecto. Te explicaré. Ahora podemos consultar el manuscrito, y tal como le dije a Shimon, creo que te necesitaré… Pero no pensaba verte aquí.

—Ya lo conoces: en realidad no me dejó opción.

Sonreí. Habían pasado tantas cosas desde la última vez que le vi… Tantas cosas, sí. Y este misterio, del que me disponía a retirar todos los velos que lo cubrían, uno a uno.

Me sentía cansado y hambriento. Subí a ver a Jane, a la que informé de que mi padre estaba allí. Cenamos juntos en un pequeño restaurante cerca del Beth Shalom, un bol de arroz, sopa de miso, fruta, espinacas y té verde.

—Hay otra cosa —dije a mi padre, y le pasé las notas que había tomado de la conversación con el maestro Fujima sobre la lengua hebrea—. Querría una opinión científica sobre una cuestión que tal vez te parecerá absurda.

—Te escucho.

—Pues bien… ¿Es posible que los japoneses sean judíos?

Mi padre frunció el entrecejo y me interrogó con la mirada, como para averiguar si estaba burlándome de él.

—Te lo he dicho, intenta enfocar la cuestión desde un punto de vista racional, científico e histórico.

—¿Judíos? —dijo—. ¿O… hebreos?

—Sí. ¿Sería posible que fueran hebreos? ¿Cuándo habrían venido a Japón? Hace más de dos mil años…

—Ah —dijo mi padre, y una sonrisa iluminó su rostro—. Sabes que, a la muerte de Salomón, Israel quedó dividido en dos reinos; uno era el del Sur, el reino de Judá, que incluía a Jerusalén y estaba bajo la égida de las tribus de Judá y Benjamín. De ese reino procedemos nosotros, los judíos. El otro era el reino del Norte, el reino de Israel. El primer rey de éste fue Jeroboam, de la tribu de Efraím, y gobernó sobre las diez tribus restantes de Israel.

»Sin embargo, estalló una guerra terrible entre los dos reinos, una guerra por las fronteras y por el poder. Terminó cuando el reino del Norte se vio a su vez sacudido por una guerra civil interna, que finalizó cuando el rey Omri fue reconocido como rey único del reino de Israel; eso sucedió el 881 antes de nuestra era. Omri se esforzó por devolver la paz al reino. Fundó una nueva capital, Samaria, y puso fin a la guerra contra el reino de Judá. Pero, mientras tanto, la amenaza asiria empezó a gravitar sobre el país.

»A la muerte de Omri, su hijo Ajab buscó una alianza con el reino de Judá para prevenir la guerra con Asiria. Hubo un precario acercamiento entre los dos reinos hasta el golpe militar del general Jehú, que se hizo con el poder en el reino de Israel.

»Fue entonces cuando Salmanasar III, rey de Asiria, atacó el reino de Israel, el año 841. Israel se vio reducido en poco tiempo a la condición de vasallo de Damasco. El último rey de Israel se llamó Oseas. Después de sufrir un asedio de dos años fue deportado, junto a treinta mil israelitas. Lo que quedaba del reino de Israel se convirtió en una provincia asiria.

»Ese fue el resultado de uno de los períodos más tormentosos de la historia de Israel, en el que hubo por lo menos ocho golpes de Estado durante los cuales los profetas Elias, Amos u Oseas no dejaron de predecir el fin del reino de Israel. Desde entonces, y ya para siempre, el pueblo de Israel se encontró escindido en dos: los que se habían quedado en el país y los que partieron al exilio, a una tierra extranjera. Tanto los unos como los otros, al carecer de un Estado propio, corrían el riesgo de desaparecer de la Historia.

—¿Qué fue de las tribus del reino de Israel que optaron por el exilio?

—Nadie lo sabe. No nos han llegado testimonios, ni documentos ni vestigios. Es posible que después del exilio marcharan a algún país lejano antes que volver a Israel, cuyo reino habían perdido. Lo cierto es que la Historia perdió su rastro, y se les llama «las tribus perdidas». Pero…

La mirada de mi padre se iluminó con un fulgor misterioso.

—¿Por qué no Japón? Existen pruebas de que los judíos viajaron a lo largo de la ruta de la seda. Sí… ¿por qué no podían haber llegado a Japón?

Mi padre estaba atando los cabos de una historia fabulosa.

—El libro que cuenta esta historia es el cuarto Libro de Ezra, según el cual las diez tribus del norte de Israel se dirigieron hacia el este y marcharon durante año y medio por aquellas tierras. «El reunirá a los exiliados de Israel, y congregará a los dispersos de Judá de los cuatro extremos de la Tierra», dice la profecía.

»Se utiliza la palabra “dispersos” para el pueblo de Judá, y en cambio “exiliados” para designar el pueblo de Israel. Eso es sugerente porque, como te he dicho, nunca se ha sabido qué fue de las diez tribus perdidas de Israel… Se han encontrado restos de la presencia hebraica en Afganistán, en Cachemira, India y China. En algunos libros chinos se hace mención de la circuncisión, en el siglo II antes de Cristo. Las diez tribus de Israel pudieron viajar hacia el este y pasar por esos países. Las huellas de su presencia son escasas; sólo algunas aldeas, aquí y allá. ¿Dónde fueron las tribus de Israel? Partieron, los hombres cruzaron varios países en busca de una tierra prometida y caminaron hasta encontrar un país vacío, habitable, del que no iban a ser expulsados. Un país propio donde podrían restablecer la realeza… ¿Qué mejor que una isla? Una gran isla rodeada de agua, donde no habría ningún problema de fronteras.

—¿Estás diciendo…? —pregunté.

—Que es posible desde el punto de vista histórico que los japoneses sean hebreos.

—El nombre antiguo del emperador Jinmu, el primer emperador de Japón, era «Kamu-yamato-iware-biko-su-mera-kimoto».

Mi padre reflexionó un instante, me pidió que lo escribiera y estudió el papel. Luego dijo:

—En hebreo podría significar: «el rey de Samaria, el noble fundador de la religión de Yaveh». Lo cual no implica que Jinmu fuera el fundador de la nación judía, sino que la memoria hebraica perseveró a través del emperador Jinmu.

—Se dice también que el emperador está circuncidado… Sin embargo, hay una diferencia considerable entre la religión sintoísta japonesa y el judaismo.

—¿Cuál? —preguntó.

—Los japoneses son politeístas. Adoran unas divinidades llamadas
kamis
.

—Pero no hay que olvidar que los hebreos, en esa época, adoraban a otros ídolos. No creían únicamente enYaveh, sino en Baal, Astarté, Moloch y otros ídolos paganos.

Mi padre me miraba estupefacto, como si acabara de descubrir un nuevo manuscrito; y de hecho, éste sería el más asombroso que tuviéramos en las manos.

—Son sólo conjeturas. Haría falta una prueba… —dije.

—¿Cuál?

—El manuscrito del hombre de los hielos encontrado por los chiang min, que por su parte también tienen probablemente origen hebreo, a juzgar por sus ritos y costumbres.

—Y tal vez —terció Jane, que nos había escuchado atentamente a lo largo de toda la discusión—, la cámara secreta del santuario de Ise.

Al día siguiente por la mañana, mientras Jane se dirigía a la policía para recuperar el fragmento encontrado junto al hombre de los hielos, mi padre y yo tomamos un tren rápido para ir a la prefectura de Nagano, donde se encuentra el gran santuario sintoísta Suwa-Taisha. Tenía lugar la fiesta tradicional llamada Ontohsai, que los yamabushis celebran cada año el 15 de abril.

Al lado del santuario se encuentra el monte Moriya,
Moriya-san
en japonés. La gente de la región de Suwa llamaba a la deidad del monte Moriya,
Moriya-no-kami
, «el dios de Moriya».

Durante esta fiesta, un niño es atado con una cuerda a una columna de madera y colocado sobre un suelo de bambú. Un sacerdote sintoísta lo amenaza con un cuchillo, pero viene otro sacerdote y lo salva. La ceremonia recuerda la historia que relata el capítulo 22 del Génesis, según la cual Isaac fue llevado al monte Moria por su padre

Abraham para ser sacrificado, pero la aparición de un ángel evitó el sacrificio.

Nos explicaron que, en épocas antiguas, se sacrificaban setenta y cinco gamos, entre los cuales se elegía uno, al que le cortaban las orejas. Según la leyenda, el gamo había sido preparado por Dios, del mismo modo que fue aportado por Dios el carnero ofrecido en lugar de Isaac. Cuando preguntamos a los monjes por el origen del sacrificio, nos respondieron que no lo conocían, que era un caso único en Japón y que les parecía extraño, porque el sacrificio de animales no existía en la tradición sintoísta.

Después de la fiesta, permanecimos en el santuario a la espera de los yamabushis.

Tres de ellos, que sabían inglés, vinieron a vernos. Vestían hábitos de lino blanco. Sobre la frente llevaban la cajita negra en forma de flor llamada
tokin
, sujeta a la cabeza por una cuerda negra.

—Dicen que originalmente las filacterias colocadas sobre la frente tenían la forma de una flor —murmuró mi padre.

—Buenos días —dije a los monjes—. Hemos venido de Israel.

—Lo sé —dijo el que parecía de más edad—. Yo soy Roboam. Viene usted de parte del emperador. Le salvó la vida, y los yamabushis le estamos muy reconocidos —añadió, al tiempo que se inclinaba y juntaba las manos.

—Viven en una hermosa montaña…

—Los yamabushis consideran la montaña un lugar sagrado donde se pueden formar en la religión —respondió el monje.

—Nosotros tenemos también una montaña, en cuya cima recibimos los Diez Mandamientos.

Los monjes se dirigieron miradas de desconcierto.

—¿Qué sucede? —dije; tal vez había dicho una tontería o algo que les había ofendido.

—En Japón —dijo el de más edad— existe la leyenda del
tengu
que vivía en una montaña y era un yamabushi. Tenía una nariz pronunciada y poderes sobrenaturales. El ninja, que era el agente o espía de los tiempos antiguos, lo visitó en la montaña para adquirir también poderes sobrenaturales. El
tengu
le dio una
tora-no-maki
, un rollo de la
tora
. El «rollo de la
tora»
es el libro útil en los tiempos de crisis… Y ¡usted, Ary Cohen, se parece al
tengu
, y su padre también!

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