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Authors: Lauren Weisberger

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La última noche en Los Ángeles (35 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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—Se llama Kristy —dijo el agente, que en seguida deletreó el nombre dos veces.

Julian arrancó el plástico que envolvía el cedé, retiró las notas de la crítica y escribió: «Para Kristy, con cariño, Julian Alter».

—¡Gracias! ¡No se lo va a creer! —dijo O'Malley, guardándose con cuidado el cedé en el bolsillo lateral de la cazadora—. Y ahora, ¿en qué puedo ayudarlo?

—¿Puede detener a esos tipos? —preguntó Julian, medio en broma.

—Me temo que no, pero lo que sí puedo hacer es decirles que se mantengan apartados y recordarles las normas de la propiedad privada. Ustedes entren, que yo me ocuparé de sus amigos aquí fuera. Si surge algún problema más, llámeme.

—¡Gracias! —dijeron al unísono Brooke y Julian. Se despidieron de O'Malley, y sin mirar atrás, entraron en el garaje y cerraron la puerta.

—Era simpático —dijo Brooke, mientras entraban en el vestíbulo y se quitaban las botas.

—Voy a llamar a Leo ahora mismo —dijo Julian, mientras se dirigía hacia el estudio de su padre, en la parte trasera de la casa—. ¡Nosotros aquí, sitiados por los fotógrafos, y él tumbado en una playa!

Brooke lo vio marcharse y después fue de habitación en habitación, cerrando las persianas. La tarde ya se había vuelto gris oscura, por lo que distinguía los destellos de los flashes orientados directamente hacia ella, mientras iba de una ventana a otra. Se asomó por detrás de una de las cortinas del cuarto de invitados, en la segunda planta, y casi soltó un chillido cuando vio a un hombre que la apuntaba directamente con un zoom del tamaño de un campo de fútbol. En la casa sólo había una habitación sin cortinas ni persianas (un aseo en la tercera planta), pero Brooke no pensaba correr ningún riesgo. Con cinta adhesiva, pegó una bolsa de basura para residuos industriales a la ventana y bajó otra vez la escalera, para ver a Julian.

—¿Estás bien? —dijo, empujando la puerta del estudio, al no recibir respuesta cuando golpeó con los nudillos.

Julian levantó la vista de la pantalla del portátil.

—Sí, ¿y tú? Siento mucho todo esto —dijo, aunque Brooke no pudo identificar del todo el tono de su voz—. Lo ha estropeado todo.

—No, no ha estropeado nada —mintió ella.

Tampoco hubo respuesta. Julian seguía mirando fijamente la pantalla.

—¿Qué te parece si enciendo el fuego y vemos una película? ¿Te apetece?

—Sí, me parece muy bien. Estaré contigo dentro de unos minutos, ¿de acuerdo?

—Perfecto —respondió ella, con forzado buen humor.

Cerró suavemente la puerta al salir y maldijo en silencio a los condenados fotógrafos, a aquel miserable artículo de Last
Night
y (sólo en parte) a su marido, por ser famoso. Estaba dispuesta a ser fuerte por Julian, pero él tenía razón en una cosa: la maravillosa escapada tranquila que tanto necesitaban había terminado. Nadie se atrevió a entrar con el coche por el sendero de la casa, ni a caminar por el césped, pero el grupo congregado en la calle no hizo más que aumentar. Aquella noche durmieron con el ruido de fondo de hombres que hablaban y reían, y motores que se encendían y se apagaban, y aunque hicieron lo posible para no prestarle atención, ninguno de los dos lo consiguió del todo. Al día siguiente, cuando la nieve ya se había fundido lo suficiente para que pudieran marcharse, se dieron cuenta de que no habían dormido más de una o dos horas. Se sentían como si hubieran corrido dos maratones. Prácticamente no hablaron en todo el camino de regreso a la ciudad. Y durante todo el trayecto los fueron siguiendo.

Capítulo 12

¿Mejores o peores que las fotos de Sienna?

—¿Sí? —dijo Brooke al teléfono.

—Soy yo. ¿Ya estás vestida? ¿Cuál has elegido? —Nola respiraba agitadamente por la emoción.

Brooke miró de refilón a la mujer de treinta y tantos años que estaba de pie a su lado y vio que ella también la miraba a hurtadillas. Los guardias de seguridad del Beverly Wilshire estaban haciendo lo que podían para mantener alejados a los paparazzi, pero muchos periodistas y fotógrafos habían eludido las normas reservando habitaciones en el hotel. Brooke había bajado al vestíbulo para ver si la tienda de regalos vendía pastillas de menta Altoids y ya había visto antes que la mujer la miraba. Como era previsible, se había metido con ella en el ascensor, justo cuando se estaban cerrando las puertas. Por su aspecto (top de seda sobre pantalones bien cortados, zapatos caros de tacón y joyas de sobria elegancia), Brooke dedujo que no era una bloguera, ni una columnista de cotilleos, ni una fotógrafa camuflada, como el tipo que solía plantarse enfrente de su casa o el que la acechaba en el supermercado. Debía de ser algo todavía más amenazador: una reportera auténtica, viva, pensante y observadora.

—Estaré en mi habitación dentro de un minuto —le dijo a Nola—. Te llamo en cuanto llegue.

Brooke cerró el teléfono antes de que Nola tuviera ocasión de decir una palabra más.

La mujer le sonrió, revelando una magnífica dentadura de blancura perlada. Su amable sonrisa parecía decir: «Yo también sé lo que es eso. A mí también me agobian mis amigas con sus llamadas»; pero en los últimos meses, Brooke había afinado sus instintos hasta la perfección. Pese a su apariencia inofensiva y su expresión simpática, aquella mujer era una depredadora, una vampira en busca de noticias frescas, que no descansaba nunca. «Quédate a su lado y te morderá», pensó Brooke, desesperada por huir.

—¿Has venido por los Grammy? —preguntó la mujer en tono amable, como si estuviera más que familiarizada con los rigores de preparar semejante acontecimiento.

—Hum —murmuró Brooke, que no pensaba revelar nada más.

Estaba segura de que iba a someterla a una rápida batería de preguntas (ya había sido objeto de aquella misma técnica de abordaje y ataque, cuando una bloguera agresiva se le acercó después de la actuación de Julian en
Today
, fingiendo ser una fan inocente), pero aun así era incapaz de ser grosera para parar en seco sus avances.

El ascensor se detuvo en el décimo piso y Brooke tuvo que soportar la típica conversación de «¿Sube? Ah, pero yo bajo», entre la mujer y una pareja evidentemente europea (ambos con pantalones capri, los de él más ceñidos que los de ella, y cada uno con una versión diferente de la misma mochila Invicta en tonos neón). Brooke contuvo la respiración, deseando que el ascensor se moviera de una vez.

—Debe de ser emocionante asistir a tu primera gala de los Grammy, sobre todo teniendo en cuenta que la actuación de tu marido ha suscitado tanta expectación.

Ya estaba. Brooke dejó ir el aire y, curiosamente, por un momento se sintió mejor. Era un alivio ver confirmadas sus sospechas; ya no era preciso que ninguna de las dos fingiera nada. Se maldijo en silencio por no haber pedido a uno de los asistentes de Leo que le hiciera el recado, pero al menos ya sabía lo que aquella mujer esperaba de ella. Fijó la vista en el panel de luces, sobre las puertas, y trató de fingir lo mejor que pudo que no había oído ni una palabra de lo que le había dicho.

—Me pregunto, Brooke —al oír su nombre, Brooke movió ligeramente la cabeza, por reflejo—, si tienes algo que decir respecto a las fotografías más recientes.

¿Qué fotografías más recientes? ¿De qué estaba hablando? Una vez más, Brooke se puso a mirar fijamente las puertas del ascensor, mientras se repetía que la gente como aquella mujer estaba dispuesta a decir cualquier cosa con tal de sacarle una sola frase a su presa, una sola frase que después retorcerían y tergiversarían para que encajara con la basura que hubieran decidido contar. Se prometió no caer en la trampa.

—Debe de ser difícil soportar todos esos rumores horribles sobre tu marido y otras mujeres. Me cuesta imaginar lo difícil que tiene que ser para ti. ¿Crees que todo eso te impedirá disfrutar de la fiesta esta noche?

Finalmente, las puertas del ascensor se abrieron en el ático, con un susurro. Brooke salió al vestíbulo que conducía a su suite de tres dormitorios, que para entonces era el epicentro de la Locura Preparatoria de los Grammy. Habría querido levantar la vista al cielo y decir que si fuera verdad que Julian se estaba acostando con todas las mujeres que le atribuían los tabloides, entonces no sólo habría superado en varios kilómetros la marca de Tiger, sino que no le quedaría ni un segundo para interpretar una sola canción. Habría querido decir que cuando una ha leído infinidad de crónicas detalladas en las que fuentes anónimas acusan a tu marido de sentir pasión fetichista por todo, desde strippers tatuadas hasta hombres obesos, entonces prácticamente no presta atención a los rumores sobre infidelidades comunes y corrientes. Por encima de todo, habría querido decirle a aquella mujer lo que sabía con toda seguridad: que su marido, aunque innegablemente famoso y con un talento increíble, todavía vomitaba antes de cada actuación, sudaba visiblemente cuando las adolescentes gritaban en su presencia y tenía una inexplicable afición a cortarse las uñas de los pies encima del inodoro. Simplemente, no era el tipo de hombre que engaña a su mujer, y eso era evidente para cualquiera que lo conociera.

Pero no podía decir nada de eso, por supuesto, de modo que no dijo nada, como siempre, y simplemente se quedó mirando, mientras las puertas del ascensor se cerraban.

«No voy a pensar en nada de eso esta noche —se instruyó Brooke, mientras abría la puerta con la tarjeta magnética—. Ésta es la gran noche de Julian, ni más, ni menos». Aquella noche haría que merecieran la pena todas las invasiones de su intimidad, la agenda horrorosamente llena y la parte de su vida convertida en espectáculo. Pasara lo que pasase (un nuevo rumor maligno sobre una infidelidad de Julian, una foto humillante tomada por alguno de los paparazzi o un comentario desagradable de alguien del entorno de Julian, hecho únicamente con ánimo de «ayudar»), Brooke estaba decidida a disfrutar cada segundo de una velada tan increíble. Apenas un par de horas antes, su madre se había puesto poética y le había dicho que una noche como aquélla era algo que se vivía sólo una vez en la vida y que su obligación era disfrutarla tan intensamente como le fuera posible. Brooke prometió que lo haría.

Entró en la suite y sonrió a una de las asistentes (¿quién podía recordarlos a todos?), que la condujo directamente a un sillón de maquillaje, sin saludarla siquiera. La angustia que pendía sobre la habitación como una manta mojada no era un augurio de que la noche en sí misma no fuera a ser fabulosa. No iba a permitir que los preparativos la deprimieran.

—¡Control de la hora! —gritó una de las asistentes, de desagradable voz chillona, que resultaba aún más irritante por su marcado acento neoyorquino.

—¡La una y diez!

—¡Más de la una!

—¡Ya pasa de la una! —replicaron simultáneamente otras tres voces, todas con tintes de pánico.

—¡Muy bien, tenemos que darnos prisa! Disponemos de una hora y cincuenta minutos, lo que significa, a juzgar por el aspecto de todo esto… —Hizo una pausa, giró exageradamente para ver toda la habitación, cruzó la mirada con Brooke y se la sostuvo mientras terminaba la frase— …que nos falta mucho para estar presentables.

Con mucha cautela, Brooke levantó una mano, con cuidado para no molestar a las dos personas que estaban trabajando en sus ojos, y le hizo un gesto a la asistente, para que se acercara.

—¿Sí? —preguntó Natalya, sin hacer el menor esfuerzo para ocultar su irritación.

—¿Cuándo esperas que Julian esté de vuelta? Hay algo que necesito decirle…

Natalya echó a un lado la cadera prácticamente inexistente y consultó una tablilla portapapeles de metacrilato.

—Veamos. Ahora ha acabado el masaje relajante y va de camino al afeitado en caliente. Tiene que estar de vuelta exactamente a las dos, pero en cuanto llegue tendrá que ver al sastre, para asegurarnos de que finalmente está bajo control el problema de la solapa.

Brooke le sonrió con dulzura a la ajetreada joven y decidió cambiar de estrategia.

—Estarás ansiosa por que termine de una vez el día. Por lo que veo, no has parado de correr ni un segundo.

—¿Es tu manera de decir que voy hecha una mierda? —contestó Natalya, mientras se llevaba automáticamente la mano al pelo—. Porque si es eso, deberías decirlo directamente.

Brooke suspiró. ¿Por qué sería imposible acertar con aquella gente? Quince minutos antes, cuando se había armado de valor y le había preguntado a Leo si el hotel de Beverly Hills donde se alojaban era el mismo donde se había rodado
Pretty Woman
, él le había contestado que no tenía tiempo para hacer turismo.

—No he querido decir eso, ni mucho menos —le dijo a Natalya—. Es sólo que el día está siendo una locura y creo que estás haciendo un gran trabajo.

—Alguien tiene que hacerlo —respondió Natalya, antes de marcharse.

Brooke estuvo a punto de llamarla para decirle dos palabras sobre los buenos modales y la cortesía, pero se lo pensó mejor cuando recordó al periodista que lo observaba todo a tres metros de distancia. Por desgracia, aquel hombre tenía permiso para seguirlos a todas partes durante las horas anteriores a la gala de los Grammy, como parte de su investigación para un artículo de fondo que su revista iba a publicar sobre Julian. Leo había negociado algún tipo de trato, por el cual garantizaba acceso sin restricciones a Julian durante una semana, si la revista
New York
se comprometía a dedicarle una portada; por eso, transcurridos cuatro días de la semana, todo el entorno de Julian seguía esforzándose por mantener una fachada de sonrisas y amor al trabajo, que sin embargo se estaba desmoronando miserablemente. Cada vez que Brooke sorprendía una mirada del periodista (que por lo demás parecía un tipo simpático), fantaseaba con la posibilidad de asesinarlo.

Estaba impresionada por la habilidad con que un buen reportero era capaz de confundirse con el paisaje. Antes de entrar en la vorágine de la fama, siempre le había parecido ridículo que alguien discutiera con su pareja, reprendiera a un empleado o incluso contestara al móvil delante de un periodista en busca de primicias jugosas, pero ahora comprendía muy bien a las víctimas. El hombre de la revista
New York
los acompañaba constantemente desde hacía cuatro días; pero al comportarse como si fuera ciego, sordo y mudo, había llegado a parecer tan poco amenazador como el papel pintado. Y Brooke sabía que era entonces cuando se volvía más peligroso.

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