La Tumba Negra (7 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La Tumba Negra
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—¿Los médicos? —le preguntó Esra mientras encendía su cigarrillo—. Espero que no fuera a causa de una enfermedad grave.

—No, no —contestó él—. Ya sabe cómo son los médicos.

Al darse cuenta de que ella le miraba con interés, cambió de tema.

—La verdad es que no es la primera vez que dejo el tabaco. Empecé a fumar cuando ingresé en el Instituto Militar de Kuleli. Ya sabe, por lo de aparentar que se es mayor. Pero un día, no sé si fue buena o mala suerte, me pilló el director de la escuela, el coronel de Estado Mayor Salih Sorgun, al que todos los cadetes admirábamos. Para nosotros el coronel Salih era toda una leyenda. Era un hombre majestuoso, alto y rubio y de ojos azules, como Mustafa Kemal. No tenía nada de artificial en su forma de moverse. Era todo un soldado, en su mirada, en su comportamiento, en sus palabras y en su uniforme. Cuando pasaba a nuestro lado, nos poníamos firmes de inmediato y hasta conteníamos el aliento. Imagínese, ese hombre fue quien me pilló fumando. Ni siquiera eso, sólo me vio. No se enfadó, sino que me miró con desaprobación y me dijo con firmeza: «Tíralo». Le obedecí al momento. Estaba muy avergonzado. Tenía miedo de que me enviara al consejo de disciplina. Pero no. No se lo dijo a nadie, pero yo no volví a tocar un cigarrillo. Hasta que en el noventa y uno me enviaron a Şırnak.

El capitán volvió a guardar silencio. Se quedó absorto mirando la brasa del cigarrillo.

—¿Volvió a fumar después de Şırnak? —le preguntó Esra como si quisiera recordarle su presencia.

—En el monte. —Eşref parecía hablar en sueños—. En realidad, nosotros lo llamábamos el campo de operaciones, eran los terroristas quienes lo llamaban el monte. —Empezó a reír en silencio y continuó hablando mientras movía la cabeza—. Cuando la guerra dura lo suficiente, uno acaba pareciéndose al enemigo. Habla como él, piensa como él, se comporta como él. —De repente se puso nervioso y arrojando el cigarrillo, del que no se había fumado ni siquiera la mitad, murmuró—: Disculpe, la estoy aburriendo con mis recuerdos.

—No, en absoluto. Siga, por favor —dijo Esra, pero era demasiado tarde, de nuevo el silencio se había instalado entre ellos. Cuando por fin ella se cansó de clavar su mirada llena de interrogantes en la cara de Eşref, comenzó a mirar el Éufrates. Fue el capitán quien interrumpió el silencio.

—Tengo que confesarle algo, señora Esra —le dijo con una voz seria, desprovista de todo sentimiento—. No creo que Şehmuz tenga nada que ver con todo este asunto.

Aquella extraña actitud del capitán, aquel comportamiento al que tanto le costaba dar sentido, empezaba a irritar a Esra.

—¿Por qué? —como el capitán, intentó privar a su voz de cualquier sentimiento—. ¿Por qué no cree a Halaf?

—Sí que creo a Halaf —la corrigió el capitán—. Pero son palabras que Şehmuz dijo movido por los celos. Ni él ni Memili se habrían atrevido a matar a Hacı Settar. Son hombres apocados. No son del tipo de los que asumen las consecuencias de un crimen.

—Los celos son sentimientos muy poderosos, capitán —replicó Esra. Cruzó los brazos, mostrando una gran seguridad en sí misma—. La mayoría de los hombres celosos actúa sin pensar en las consecuencias.

—Es posible que tenga razón, pero tampoco creo que alguien como Şehmuz sea capaz de sentir unos celos tan fuertes. Los suyos sólo le daban para insultar a Hacı Settar a sus espaldas.

A Esra la irritó profundamente que hablara como un auténtico sabelotodo. Iba a preguntarle «¿Tan bien conoce a Şehmuz?», cuando de repente el
walkie-talkie
chirrió con más fuerza.

—Puede que sean nuestros muchachos —dijo Eşref cogiéndolo—. Aquí la comandancia, os escucho.

Por entre los chasquidos se elevó una aguda voz de hombre.

—Soy el sargento primero İhsan, mi capitán.

—Bien, İhsan. ¿Habéis capturado al sospechoso?

—Sí, mi capitán. Ahora estamos en la carretera a Antep.

—¿Y qué hacéis ahí?

—Hemos capturado al sospechoso mientras huía en dirección a la ciudad. Ahora vamos de vuelta.

La mirada de Eşref se desvió por un instante hacia Esra. La joven sonreía con el orgullo de quien tiene razón.

—Muy bien, İhsan, os estoy esperando. —Eşref dejó el
walkie-talkies
obre la mesa.

—Ya ve —dijo ella lanzándole una pequeña pulla—. Usted no lo creía, pero el hombre estaba intentado escapar.

—Ya lo veremos, señora Esra —contestó el capitán intentando sonreír también.

En ese momento Esra vio que Halaf salía de la comandancia y se acercaba a la mesa. Comenzó a recoger sus cosas.

—¿Se va? —preguntó Eşref. Parecía lamentarlo.

—Tengo cosas que hacer —le respondió ella poniendo las gafas dentro del sombrero—. Además, aunque me quedara, no me dejaría estar presente en el interrogatorio.

—Me temo que no, pero la tendré al tanto de los resultados.

—Me alegra saberlo. —Se volvió hacia Halaf, que ya había llegado a la altura de la mesa, y le preguntó—: ¿Ya está? ¿Nos vamos?

—Ya está, señora Esra —le contestó el cocinero. Al decirlo se puso en posición de firmes, como el soldado que les había llevado el té.

—Entonces podemos volver a casa.

Esra se levantó.

—Tengo que pasar por el pueblo para comprar algunas provisiones —dijo él.

—Será mejor que hoy no bajen al pueblo —intervino Eşref poniéndose también en pie—. El asunto todavía está demasiado caliente. Cualquier impertinente podría intentar hacerles algo.

En la cara dócil de Halaf apareció una expresión decidida.

—Usted no se preocupe, mi capitán. Estando yo con ella, nadie le hará nada a la señora Esra, Dios mediante.

Ella miró con una dulce sonrisa a Halaf, que se había hinchado como un fanfarrón de antaño.

—¿Es absolutamente necesario que bajemos al pueblo? —le preguntó.

—Necesario, no. Pero ya que estamos aquí…

—Entonces será mejor que no vayamos. No tiene ningún sentido que pongamos nerviosa a la gente. —Luego se volvió hacia Eşref con un gesto cargado de preocupación—. ¿Cuándo terminará todo esto?

—Ojalá lo supiera —respondió él—. Ya veremos una vez que se celebre el funeral.

A Esra se le había olvidado completamente el funeral.

—¿Y cuándo será?

—No creo que sea antes de mañana. El fiscal ha enviado el cadáver a Antep para la autopsia.

—Me gustaría estar presente.

—Lo siento, pero es imposible. No les gusta demasiado que las mujeres asistan a los funerales. Ya podrá ir en otra ocasión a la casa a darles el pésame. Por aquí los lutos son bastante largos.

Cuarta tablilla

¡Tú que eres testigo de mi largo luto! ¡Tú, paciente lector, que intentas entrever los secretos que se ocultan tras las experiencias vividas! Te relataré el profundo odio que se tenían dos hombres que llevaban la misma sangre en las venas. Te describiré dos almas que no se parecían en nada aunque habitaban dos cuerpos muy semejantes. Te contaré la enemistad incansable entre un padre y un hijo. Te hablaré del gran desasosiego en el seno de mi familia, lo que provocó que me maldijera Teshup, dios de la tormenta.

Mi abuelo Mitannuwa apreciaba a su propio hijo Araras menos que a su peor enemigo. Con todo, mi padre llegó a la posición más alta que se podía alcanzar en este país después del rey. Era el hombre cuya voz con más respeto se escuchaba en la Asamblea de Nobles a pesar de no ser un anciano. Pero nada de aquello le importaba a mi abuelo Mitannuwa. No quería a su hijo. Y tampoco se abstenía de expresarlo abiertamente. Estuvieran a solas o entre la multitud, nunca dejaba de humillarle. En cuanto a mi padre, aunque no mostrara sus sentimientos en público de aquella manera, tampoco apreciaba lo más mínimo al anciano Mitannuwa.

Según contaba mi padre, mi abuelo se convirtió en su enemigo en cuanto nació. Porque Tunnawi, la primera mujer de mi abuelo, murió durante el parto.

Tunnawi era su favorita, su gran amor. La llamaba «amada de mi corazón». Y ella también quería a mi abuelo y nunca le negaba nada. En los días en que se quedó embarazada de mi padre, mi abuelo pescó una carpa bastante grande en el Éufrates. Al abrir la carpa, de su vientre surgió un pez negro de una especie que nunca había sido vista en el río. Mi abuelo lo tuvo por un mal augurio y corrió al adivino, que le confirmó que efectivamente lo era y le dijo que volviera a tirar al río el pescado. Mitannuwa cumplió al instante las instrucciones del adivino. Pero sus precauciones no sirvieron para nada, o quizá Teshup, el dios de la tormenta, amaba más que él a la hermosa Tunnawi, porque se la llevó con él.

Cuando mi abuelo oyó que Tunnawi había muerto, dejó de comer y de beber, se ausentó durante días de palacio y, lo más importante, ni siquiera miró el rostro de su hijo recién nacido. Sólo días más tarde lo cogió en brazos, pero siempre le hizo responsable de la muerte de su esposa.

«Nunca me perdonó —me contaba mi padre—. Ni un solo día he visto que me mirara con cariño, ni he sentido que me tocara la mano con afecto. Para él no soy un hijo, sino el responsable de la muerte de su esposa. Me trató así desde que era un niño hasta que me hice adulto. Doy gracias a los dioses de que Kamanas, el padre de nuestro rey, me tomara bajo su protección y me tuviera en la misma consideración que a su hijo. Por eso no me afectaron demasiado las maldades de mi padre. De ser por él, me habría criado como pastor y no como escriba, pero el ahora dios, nuestro antiguo rey el poderoso Kamanas, se ocupó de mi educación tanto como de la de su hijo Astarus. Me protegió frente a Mitannuwa. Mi padre, como no pudo vengarse de mí, continuó siendo mi enemigo mientras vivió entre nosotros. Como hijo, nunca podré perdonarle.

Mientras mi padre me contaba todo eso, yo veía cómo la sangre se le desvanecía del rostro largo y estrecho y me atemorizaba el odio profundo que flameaba en sus ojos. Pero a veces también me daba cuenta de que sufría. Sobre el rostro de aquel hombre seguro de sí mismo, que se ocupaba de las misiones más importantes de palacio, se desplomaba la tristeza de un huérfano repudiado por su propio padre. A pesar de lo que yo quería a mi abuelo Mitannuwa, en momentos así me era imposible no irritarme con él. No podía entender cómo el hombre más sabio de ambas riberas del Éufrates podía haber sido tan despiadado con su propio hijo.

5

Cuando el microbús, que avanzaba a saltos por la carretera de asfalto paralela a las fértiles aguas del Éufrates, llegó al campamento base ya era pleno mediodía. Todo parecía arder como la yesca. Exceptuando el rumor de las temblorosas hojas de las delgadas ramas de los árboles de la pequeña arboleda que había ante la escuela y las testarudas canciones de las chicharras que llegaban desde los álamos que se alzaban hacia el cielo como si compitieran entre ellos, un abrasador silencio envolvía los alrededores.

A Esra le satisfizo enormemente la escena que contempló al entrar en el aula, cuyas ventanas habían dejado abiertas de par en par por si entraba algo de fresco. Kemal y Teoman trabajaban diligentes con sus ordenadores. Teoman se ocupaba de levantar el trazado de la ciudad antigua y Kemal hacía el inventario de los hallazgos que habían encontrado en la excavación. Al ver a sus compañeros trabajar como si no hubiera ocurrido nada, se preguntó si no estaría exagerando. Se había cometido un asesinato, sí, pero en aquella región se mataba a tanta gente… De nuevo se le apareció la cara de Hacı Settar. Sí, había sido algo lamentable, pero, como decía Bernd, ¿qué tenía eso que ver con ellos? ¿Cómo era posible que aquel suceso la hubiera puesto tan nerviosa? Culpó de todo al capitán. El que le hubiera traído la noticia en cuanto amaneció y su actitud pusilánime la habían afectado incluso sin quererlo. Y se irritó consigo misma por haberle hecho caso. Por mucho que le gustara, no debía permitir que influyera en ella con tanta facilidad.

—Hola, Esra —la saludó Teoman al darse cuenta de que había entrado—. ¿Cómo ha ido todo?

—Bien —contestó ella quitándose el sombrero y las gafas—. Muy bien. Han capturado a Şehmuz mientras intentaba escapar. Si ahora confiesa que fue él quien cometió el asesinato, asunto terminado. Kemal apartó por un instante la mirada de la pantalla del ordenador y después de saludar a Esra, susurró:

—Así que todo va bien, ¿eh?

—¿Dónde están los demás? —preguntó ella en lugar de contestarle.

Kemal puso cara larga y tuvo que ser Teoman quien contestara a su pregunta:

—Tim se ha ido con Elif y Murat a la aldea de Yazır. Iba a hablar con los campesinos para su libro. Elif hará las fotos y Murat se les ha pegado.

—Creía que Tim iba a traducir las tablillas. —Esra parecía decepcionada. Todavía tenían entre manos tres tablillas que descifrar.

Kemal advirtió su decepción en su tono de voz y dejó de prestar atención al ordenador.

—La verdad es que no entiendo muy bien a este Tim —dijo sin molestarse en ocultar su irritación—. Nadie sabe si es arqueólogo o sociólogo. En la excavación no para un segundo. Está continuamente dando vueltas por los alrededores. En toda la ribera del Éufrates no hay aldea que no conozca ni campesino con el que no haya hecho amistad.

—Bueno, lleva cinco años por aquí —explicó Teoman—. Si hubiéramos estado tanto tiempo yendo y viniendo, conoceríamos la zona tan bien como él.

—Tampoco entiendo a Elif —continuó quejándose Kemal—. ¿Por qué va con semejante tipo?

Teoman, que sabía que Kemal sentía celos del americano, enfureció a su colega riéndose para su bigote.

—Bueno, hermano, el hombre es bien guapo, y además extranjero. A nuestras chicas les encantan los extranjeros.

—¿Así que les encantan? —replicó rabioso Kemal—. Pues éste tiene la edad de sus padres.

—¿Acaso el difunto Freud se partió la cabeza para nada con el complejo de Electra?

—Te voy a dar yo a ti Freud y complejo de Electra, hombre.

—Vamos, chicos, no empecéis —dijo Esra. Ella también reía con la tranquilidad que le había dado el deshacerse del nerviosismo de aquella mañana—. No hay nada entre Tim y Elif.

Dejándose arrastrar por las carcajadas, Teoman le dio un golpe amistoso a Kemal en la cabeza.

—Yo también lo creo, pero este bobo cree que sí lo hay porque está ciegamente enamorado de ella.

—Bobo lo serás tú —Kemal apartó la cabeza—. ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?

—Bromas aparte, es una suerte que Tim trabaje con nosotros. —Esra se había puesto seria—. Pensadlo, si él no estuviera, habríamos tenido que enviar las tablillas a la universidad para que las descifrara alguien de allí que supiera acadio… Es todo un privilegio que podamos seguir día a día los textos que vamos encontrando. No podemos esperar de él que venga cada día a la excavación. Es un especialista. —Tras dudar un momento añadió moviendo la cabeza como si hubiera dejado escapar una importante oportunidad—: Pero habría sido mejor que descifrara las tablillas hoy mismo… Por lo que se ve, ha querido aprovechar su día libre para trabajar en su libro. En fin, podemos concederle ese pequeño lujo.

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